Un balance provisional

POR JUAN DIEGO GARCÍA

Cumplido el primer año de la firma del acuerdo de paz en Colombia resulta útil no tanto considerar los avances y retrocesos como de evaluar las dinámicas propias del proceso que en tantas formas determinan su futuro. Los avances son importantes aunque en buena medida se ven empañados por los aspectos que operan en contra del cumplimiento del acuerdo. Aunque la violencia persiste en algunas áreas lo cierto es que las bajas de militares y guerrilleros prácticamente han desaparecido para alegría de las familias de quienes son los protagonistas directos del conflicto. Pero poco más.

Las medidas para llevar a la práctica puntos acordados que son de posible realización  inmediata (amnistía a los guerrilleros presos, medidas para facilitar su paso a la vida civil en condiciones normales, etc.) han estado plagadas de incumplimientos clamorosos por parte del gobierno al punto de que no solo los directamente afectados (exguerrilleros y comunidades locales) han protestado de forma contundente sino que varias de las entidades internacionales garantes del proceso de paz se han  dirigido al gobierno colombiano en términos igualmente enérgicos. No se trata en modo alguno de exigir a las autoridades la puesta en práctica de medidas que por su misma naturaleza requieren de tiempo y muchos recursos; en realidad, los reclamos se justifican precisamente porque se trata de asuntos que solo necesitan de la buena voluntad del gobierno y que en tantos aspectos calmarían ánimos inquietos (no sin razón) y contribuirían a generar una atmósfera diferente a la actual, tan llena de pesimismo y sobre todo de incertidumbre.

En efecto, es legítimo preguntarse, ¿Si en aspectos para los cuales no se precisan recursos materiales considerables por qué el Estado incumple clamorosamente? ¿Qué se puede esperar del resto de los acuerdos que sí exigen no solo una clara voluntad política sino importantes recursos materiales y humanos? Un asunto especialmente preocupante es el referido a la seguridad personal, pues desde la firma del acuerdo ha sido asesinado más de un centenar de antiguos guerrilleros y líderes sociales. No es difícil colegir que en este caso concreto falta voluntad política (o impotencia del Ejecutivo) para neutralizar a grupos paramilitares locales y a quienes desde las instituciones continúan jugando el papel de alentadores y usufructuarios de la violencia.

El balance de este primer año de paz no puede ser más inquietante, sobre todo porque la insurgencia ha pactado con un poder ejecutivo que solo muy parcialmente representa al Estado. Ni en sus propias filas Santos cuenta con un respaldo sólido.  Quien hasta hace poco era el vicepresidente, ahora como candidato a la presidencia hace suya la consigna de la extrema derecha de “hacer trizas el acuerdo”. Las fuerzas parlamentarias que supuestamente apoyan al gobierno se reducen cada día que pasa en medio de la campaña electoral en curso y en buena medida coincidiendo con la estrategia de los enemigos de la paz. Santos está cada vez más solo y debe a diario casi rogar a quienes han sido su respaldo parlamentario que no pongan más obstáculos a la aplicación del acuerdo. El Parlamento no solo se decanta ahora por restar a lo pactado todo lo que pueda afectar los intereses más caros de la derecha sino que se encuentra hundido en mil escándalos de corrupción, todo lo cual alimenta aún más la incertidumbre sobre el futuro. De hecho, lo acodado en el parlamento difiere en puntos esenciales de aquello que se acordó en La Habana y fue luego refrendado solemnemente en Bogotá.

No es muy diferente el panorama en la rama judicial, que en sus altas esferas  no solo aparece salpicada de casos gravísimos de corrupción sino que al igual que el Legislativo ha cambiado aspectos centrales del acuerdo de paz. Si Santos parece no contar con quienes deben garantizar la seguridad física de las personas ni tiene el respaldo real de los legisladores y las altas instancias del poder judicial, ¿A nombre de quién pactó con la insurgencia el fin de la guerra? Este es probablemente el problema central a la hora de hacer un balance de este primer año de paz.

Este primer aniversario permitiría concluir que el Estado en su conjunto no ha tenido nunca la verdadera intención de cumplir con lo pactado, no al menos en sus aspectos esenciales. En el mejor de los casos, el objetivo ha sido el tradicional, que se limita a dar a la insurgencia un cierto espacio (inofensivo) en las instituciones y que las reformas no pasen de las buenas palabras. A las fuerzas sociales y políticas que desean la paz no les queda otro camino que la movilización social para cambiar desde un nuevo gobierno una correlación de fuerzas tan desfavorable, eligiendo un ejecutivo realmente comprometido con el espíritu de los acuerdos, desalojando de las instancias parlamentarias y judiciales a tanto enemigo de la paz y consiguiendo un compromiso real de quienes deben neutralizar la acción criminal del paramilitarismo. Seguramente este avance no será suficiente para alcanzar la paz pero si sería un paso importante. Es de esperar la reacción violenta del gremio terrateniente si se aplica la reforma agraria pactada así como una reacción igualmente violenta de los políticos tradicionales si se lleva a cabo una reforma del sistema político en los términos acordados en La Habana.

Conformar un amplio frente por la paz para ganar las próximas elecciones sería sin duda un paso decisivo; se trata de movilizar a la ciudadanía para exigir que no se desvirtúe aún más el acuerdo de paz, imponer castigo a los corruptos y aislar a los profetas del odio y la confrontación, casi todos vinculados a delitos de guerra y que ahora gozan de plena libertad debido precisamente a la impunidad que toleran quienes deben impartir justicia. Movilizarse con miras electorales no debe ser el único objetivo, pero sin duda que ayuda mucho para asegurar un escenario más favorable en el futuro inmediato.