
POR JAIME FLÓREZ MEZA /
Túpac Amaru, sol vencido,
desde tu gloria desgarrada
sube como el sol en el mar
una luz desaparecida.
– Pablo Neruda (del Canto general).
“Cerró la función el rebelde José Gabriel, a quien se le sacó a media plaza. Allí le cortó la lengua el verdugo, y despojado de los grillos y esposas lo pusieron en el suelo. Atáronle a las manos y pies cuatro lazos, y asidos estos a la cincha de cuatro caballos, tiraban cuatro mestizos a cuatro distintas partes: espectáculo que jamás se había visto en esta ciudad. No sé si porque los caballos no fuesen muy fuertes, o porque el indio en realidad fuese de hierro, no pudieron absolutamente dividirlo después que por un largo rato lo estuvieron tironeando, de modo que lo tenían en el aire, en un estado que parecía una araña. Tanto que el Visitador, movido de compasión porque no padeciese más aquel infeliz, despachó de la Compañía una orden mandando le cortase el verdugo la cabeza, como se ejecutó. Después se condujo el cuerpo debajo de la horca, donde se le sacaron los brazos y pies. Esto mismo se ejecutó con las mujeres, y a los demás se le sacaron las cabezas para dirigirlas a diversos pueblos. Los cuerpos del indio y su mujer se llevaron a Picchu, donde estaba formada una hoguera, en la que fueron arrojados y reducidos a cenizas, las que se arrojaron al aire y el riachuelo que por allí corre. De este modo acabaron José Gabriel Tupac-Amaro y Micaela Bastidas, cuya soberbia y arrogancia llegó a tanto que se nominaron reyes del Perú, Chile, Quito, Tucumán y otras partes…” (Citado por Gutiérrez Escudero, 2006, p. 222).
La anterior es la descripción que hiciera un testigo anónimo de la ejecución de José Gabriel Condorcanqui Noguera, más conocido como Túpac Amaru II, el indígena peruano que condujo la mayor sublevación que tuviera lugar en las colonias americanas del Imperio español antes de las guerras de independencia del siglo XIX. Indígena en tanto este caudillo era, por línea materna, descendiente de Túpac Amaru I —último gobernante de la resistencia inca, ejecutado en 1572—, cuya hija Juana Pilcohuaco se había casado con Diego Felipe Condorcanqui, cacique de Surimana, quien era, por tanto, el tatarabuelo de José Gabriel.
Nacido en el mismo pueblo (Surimana, provincia de Tinta) el 10 de marzo de 1738 de la unión entre Miguel Condorcanqui y la mestiza Rosa Noguera Valenzuela, José Gabriel sería criado dentro de la nobleza incaica, lo que le procuraría una formación en el Colegio de San Francisco de Borja, fundado y regentado por los jesuitas en Cuzco con el fin de educar a los hijos de caciques e indígenas nobles. A la muerte de su hermano mayor y de su padre, en 1750 Condorcanqui heredaría los cacicazgos de los pueblos de Surimana, Pampamarca y Tungasuca, así como “diversos bienes materiales (casas, tierras, etc.), una importante cantidad de bestias de cargas (350 mulas) –con las cuales desarrolla un importante negocio de transporte terrestre ̶ y, además, el derecho a ostentar su condición de único descendiente legítimo del Inca”, dice Gutiérrez Escudero (2006, p. 209). Era, pues, un hombre rico y noble. El mismo autor señala que José Gabriel recibió “una enseñanza destacada para la época, pues sus conocimientos de lectura y escritura no estaban al alcance de la población india en general y ni siquiera de muchos españoles, ya fuesen peninsulares o criollos” (p. 209).
De todas maneras, José Gabriel Túpac Amaru habría de dirigirse a la Audiencia de Lima en 1777 para demostrar la nobleza de su linaje, tras una disputa con la familia cuzqueña Betancourt. Por otra parte, José Gabriel mantenía una rivalidad con el cacique de Chinchero, Mateo Pumacahua. Éste contaba con el respaldo de toda la nobleza inca cuzqueña que, como aclara Scarlett O’Phelan Godoy (2021), no había confirmado a Condorcanqui como cacique y, por el contrario, lo consideraba un “indio ordinario de Surimana” (p. 35). Esta circunstancia había impedido que el caudillo ingresara “al exclusivo grupo de indios nobles que conformaban los Veinticuatro Electores del Cuzco”, como informa Cahill (citado por O’Phelan Godoy, p. 35). Por consiguiente, ni Pumacahua —que habría de desempeñar un importante papel en la junta de gobierno de Cuzco de 1814— ni la élite cuzqueña estuvieron de acuerdo con que fuera Condorcanqui el líder del levantamiento de 1780 que, por cierto, no fue el primero ni el único en el mundo andino colonial.

Según Alberto Flores Galindo (1994, p. 100), se han podido cuantificar 127 sublevaciones durante el siglo XVIII en el área andina, de las cuales 107 corresponden solo al Perú. La de Túpac Amaru II fue la más radical y excepcional de todas en tanto “implicó la formación de un ejército, la designación de autoridades en los territorios liberados y la recaudación de impuestos, además de una prolífica producción de proclamas, bandos y edictos difundidos por el sur andino” y “contó desde un inicio con una organización, un conjunto definido de dirigentes y un programa por el qué luchar” (Flores Galindo, p. 101). El sur peruano fue, ciertamente, el escenario de la mayor parte de esos levantamientos: 61 de ellos ocurrieron en las actuales provincias de Cuzco, Arequipa, Apurímac y Ayacucho, como informa Flores Galindo (p. 101). En cuanto al programa que se trazó Túpac Amaru II, el mismo autor lo resume en los siguientes puntos:
1) La expulsión de los españoles o chapetones, como acostumbraba decir despectivamente: no bastaba con suprimir los corregimientos y los repartos, deberían abolirse la Audiencia, el virrey y romper cualquier dependencia con el monarca español. 2) La restitución del imperio incaico: fiel a su lectura del Inca Garcilaso, pensaba que podía restaurarse la monarquía incaica, teniendo a la cabeza a los descendientes de la aristocracia cusqueña. 3) La introducción de cambios sustantivos en la estructura económica: supresión de la mita, eliminación de grandes haciendas, abolición de aduanas y alcabalas, libertad de comercio (p. 101).
Por tanto, si los españoles tenían que ser expulsados, el cuerpo político, como lo llama Flores Galindo, estaría presidido por los curacas (caciques) y los nobles incas, que gobernarían una sociedad conformada por criollos, indígenas, mestizos y negros, “rompiendo con la distinción de castas y generando solidaridades internas entre todos aquellos que no fueran españoles. El programa tenía evidentes rasgos de los que podríamos llamar un movimiento nacional” (p. 101). Igualmente, para Flores Galindo el movimiento fue una revolución, no una rebelión ni una revuelta, acaso la culminación de todos los alzamientos y movimientos del siglo XVIII en el Perú colonial. Una revolución derrotada y frustrada, pero ¿revolución al fin y al cabo?
Aparte del determinante factor socioeconómico, Flores Galindo también destaca los componentes culturales y políticos del movimiento tupamarista, relacionados con el punto 2 del programa: la reconstrucción del Tahuantinsuyo, esto es, el gran imperio de los Incas que abarcaba cuatro regiones cuya capital era la ciudad de Cuzco. “Las masas anhelaban la vuelta a ese Tahuantinsuyo que la imaginación popular había recreado con los rasgos de una sociedad igualitaria, un mundo homogéneo compuesto solo por runas (campesinos andinos) donde no existirían ni grandes comerciantes, ni autoridades coloniales, ni haciendas, ni minas, y quienes eran hasta entonces parias y miserables volverían a decidir su destino” (p. 106). Aunado a este aspecto romántico del movimiento, lo cierto es que en el Virreinato del Perú el mundo cultural indígena había alcanzado cierto nivel de estimación que se evidenciaba, por ejemplo, en las artes plásticas:
“Si bien disminuyó la calidad estética (desde una perspectiva occidental) de la pintura en lienzo, ésta aumentó en número, convirtiéndose en una verdadera actividad artesanal (a veces con tópicos reiterados, como el Señor de los Temblores), que asume colores indígenas y recoge esa combinación andina de varias perspectivas, al igual que las diferentes representaciones de la dinastía incaica. Pero el principal aporte andino es renovar el arte mural, que de los conventos e iglesias sale para abarcar la vida cotidiana en haciendas y casas. (…) en las artes plásticas, como en cualquier otro terreno, la cultura indígena no es menospreciada; se la respeta” (Flores Galindo, 1994, p. 107).
Túpac Amaru II
El contexto
Es sabido que las reformas fiscales diseñadas por el rey Carlos III de España y sus asesores, conocidas como reformas borbónicas, para ser implementas en sus colonias, fueron el contexto económico en el que estalló la revolución tupamarista. Tales reformas tenían como fin aumentar el recaudo de impuestos y los recursos para defender militarmente las colonias de la amenaza y la penetración creciente de Inglaterra, principal enemigo de España a lo largo del siglo XVIII. Las reformas entraron en vigor en la segunda mitad de ese siglo y, para el caso peruano, el ministro de Indias español envió a José Antonio de Areche, fiscal de la Audiencia de México, al Virreinato del Perú en 1777 para una Visita General. “Con Areche la presión fiscal se agudizó al ponerse en vigor un esquema impositivo más severo que incluía el alza de la alcabala del 4 % al 6 %, la creación del nuevo impuesto de 12.5 % sobre el aguardiente, la inclusión de productos de la tierra tradicionalmente exentos del pago de alcabalas, la propuesta de ampliar el tributo a mestizos, zambos y mulatos, y los catastros sobre propiedades agrarias y obrajes” (O’Phelan Godoy, 2021, p. 24).
Lo anterior explica el carácter social amplio y heterogéneo que tuvo la rebelión al aglutinar en general no solamente a mestizos, indígenas, zambos y mulatos, sino específicamente a grupos de “pequeños agricultores y comerciantes indígenas, de arrieros mestizos, artesanos indígenas y mestizos, de criollos productores y comerciantes, y hasta de hacendados y obrajeros peninsulares” (O’Phelan Godoy, 2021, p. 25), al menos en su fase más temprana. Pero los componentes predominantes siempre fueron el indígena y el mestizo.
En una carta dirigida por José Gabriel Túpac Amaru al visitador Areche, fechada el 5 de marzo de 1780, inicia su exposición de motivos diciendo: “Este maldito y viciado reparto nos ha puesto en este estado de morir tan deplorable con su inmenso exceso” (citado por Gutiérrez Escudero, 2006, p. 207). Y culmina con esta sentencia: “Yo que he sido cacique tantos años he perdido muchos miles, así porque me pagan tan mal en efectos, y otras veces nada, porque se alzan a mayores” (p. 207).
Como señalaba anteriormente Flores Galindo, la influencia que tuvo en el ideario de Condorcanqui una obra como los Comentarios Reales, del Inca Garcilaso de la Vega, es significativa: “Curiosamente esta nostalgia [del Tahuantinsuyo] estaba provocada, en parte, por la lectura de los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega, obra que fue prohibida en Hispanoamérica a partir de 1782” (Gutiérrez Escudero, 2006, p. 209). Se entiende, pues, el motivo de la prohibición. Por otra parte, el caso de José Gabriel no es un hecho aislado en el mundo andino del siglo XVIII, como lo precisa Flores Galindo (1994): “Túpac Amaru II, hablando en quechua y en español, conociendo los Comentarios Reales, entendiendo la esperanza mesiánica andina y acatando la religiosidad cristiana, no fue un personaje excepcional en el siglo XVIII. Lo andino es sobre todo un motivo de distanciamiento con los españoles; sin ignorar los aportes occidentales, se sienten diferentes” (p. 107).
Con todo, ese mesianismo andino, ese retorno del Incario, estaba fuertemente respaldado por la prosperidad económica que muchos indígenas habían alcanzado, lo cual les posibilitaba cierta autonomía dentro del régimen colonial y a un cacique que se autoproclamaba como Túpac Amaru II el poder liderar todo un movimiento de restauración política y cultural:
“La vieja situación de subordinación de la república de indios respecto de la república de españoles, establecida hacia 1560, ha variado y se tiende a una nueva relación, donde un sector de la población indígena comienza a diferenciarse de los campesinos, penetra en otras actividades económicas y consigue formar linajes y acumular alguna riqueza, compitiendo con los españoles, a veces con éxito. (…) Un indio solo debía ser indio y viceversa; pero al promediar el siglo XVIII, un indio —orgulloso de esa condición y consciente de su pasado familiar y colectivo— podía prestar dinero a un español, disputar jurídicamente, adquirir propiedades, tener influencia en el comercio local, enfrentarse a los corregidores e incluso a la propia Audiencia de Lima. Un indio podía ser noble y rico (…). Se abría así camino para que alguien pensara en invertir funciones sociales pretendidamente tan inamovibles…” (Flores Galindo, 1994, p. 108).
Ese alguien fue José Gabriel Túpac Amaru.

La gran rebelión
Tras ser capturado, enjuiciado y condenado a muerte por Túpac Amaru II, el español Antonio de Arriaga, corregidor de Tungasuca, fue ahorcado en la plaza mayor de este pueblo el 10 de noviembre de 1780. Es este el suceso que da inicio a la gran insurrección que José Gabriel Túpac Amaru logró conducir durante siete meses, hasta su muerte, aunque los preparativos venían desde tiempo atrás.
No se sabe con precisión cuántos combatientes fueron movilizados por el cacique revolucionario; pero, como da cuenta Flores Galindo (1994), “el informe del cabildo de Cusco indica que los alzados llegaban a 60,000 aunque en Sangarará sólo serían 20,000” (p. 115). La batalla de Sangarará fue, en efecto, uno de las mayores victorias de los tupamaristas, a solo ocho días de haber comenzado la sublevación popular. Sin embargo, muy tempranamente produciría la deserción de muchos criollos debido al incendio de la iglesia del pueblo y la matanza de todos los peninsulares y criollos que se encontraban en ella y escapaban del fuego. A pesar de ello y de la excomunión de Túpac Amaru, “hubo un grupo de clérigos criollos que decidieron permanecer al lado del cacique rebelde”, dice O’Phelan Godoy (2021, p. 44). Uno de ellos se comprometió a tal punto con la causa que remitió “remesas de plomo y pólvora, insumos requeridos para el mantenimiento de las armas de los rebeldes” (p. 46), mientras que otro prestó dinero al líder. “Estos clérigos procesados por sedición serían también los encargados, junto con los escribanos criollos, de redactar manifiestos y proclamas que contribuyeron al sustento ideológico de la insurrección. Además, varios de ellos se aprovecharon de la cobertura que les brindaba el hábito monacal para actuar como informantes o espías”, añade O’Phelan Godoy (p. 46).
Tampoco se conoce con exactitud el saldo de víctimas insurgentes. Flores Galindo (1994) refiere que un informe de 1784, cuando la revolución ya había sido completamente aniquilada, afirmaba que los rebeldes tuvieron 100.000 bajas y 10.000 los españoles. Pero es que los mismos datos que proporcionan los autores difieren enormemente. Gutiérrez Escudero (2006), por ejemplo, asegura que el contingente realista estaba formado por 17.000 hombres, “de los que tres cuartas partes eran indígenas” (p. 210), mientras que Flores Galindo entrega cifras muy inferiores: “A principios de 1781, las columnas que se dirigen contra los tupamaristas llegan a cerca de 2,500 soldados de línea” (p. 116).

Sí resulta incontrovertible, en cambio, que la primera fase de la revolución terminó con la derrota y captura de Túpac Amaru en abril de 1781 en la batalla de Tinta, con varios de sus cabecillas. La ejecución, por tanto, del jefe máximo, junto a su esposa Micaela Bastidas Puyucahua, su hijo mayor Hipólito y algunos parientes y colaboradores, en mayo de 1781 en Cuzco, no impidió la continuidad del movimiento hasta 1783. Para garantizarla, aún si él faltare, Túpac Amaru II organizó sus cuadros militares y administrativos de una manera sólida y estratégica:
“Se rodeó tempranamente de dos peninsulares casados con criollas, además de varios criollos que actuaron como escribanos, armeros, cajeros, administradores, todos ubicados en la cúpula de la dirigencia, pero que eran resguardados de ir al frente (…). En el liderazgo de su ejército, el cacique rebelde contó con varios mestizos que promovió al rango de capitanes y coroneles; a estos se sumó más de una veintena de caciques que lo secundaron y aportaron hombres, armas y bastimentos, de cuyo acopio y distribución se encargó Micaela Bastidas (…). Adicionalmente, Túpac Amaru tuvo el buen criterio de colocar, desde un principio, a sus parientes cercanos –como Diego Cristóbal Túpac Amaru, Miguel Bastidas y Andrés Mendigure– en ubicaciones estratégicas dentro de los cuadros militares del movimiento” (O’Phelan Godoy, 2021, p. 30-32).
El citado cacique Pumacahua fue fundamental en la derrota de su rival Túpac Amaru, tal y como lo comenta O’Phelan Godoy (2021): “se constituyó en el principal auxiliar de los realistas para orquestar la captura del cacique de Tinta y llevarlo ante las autoridades españolas (…). Pumacahua recibió en retribución una medalla al mérito; así mismo, encabezó la lista de los caciques que mostraron su indiscutible lealtad a la Corona” (p. 36). En una versión que recogió en 1860 el viajero norteamericano George Squier en Cuzco, se afirmaba que “la traición, más que la fuerza, arruinó la causa del caudillo indio” (citado por Flores Galindo, 1994, p. 124). No sería el único caso.
Así las cosas, el 18 de mayo de 1781 las autoridades españolas procedieron a la ejecución de los nueve prisioneros rebeldes, como los relaciona el testigo anónimo del documento citado por Gutiérrez Escudero (2006): “José Verdejo; Andrés Castelo; un zambo, Antonio Oblitas (que fue el verdugo que ahorcó al general Arriaga); Antonio Bastidas; Francisco Tupac-Amaro; Tomasa Condemaita, cacica de Acos; Hipólito Tupac-Amaro, hijo del traidor; Micaela Bastidas, su mujer; y el insurgente José Gabriel” (p. 221).

La segunda fase continuó, entonces, bajo el mando de Diego Cristóbal Condorcanqui, que era primo de José Gabriel y se hacía llamar Diego Cristóbal Túpac Amaru. Lo secundaron Mariano Condorcanqui, hijo de José Gabriel y Micaela, y el ya mencionado Miguel Bastidas, pariente de Micaela. “Esta inteligente decisión permitió que, al ser apresado (…) sus parientes, que además eran sus hombres de confianza, asumieran el liderazgo de la gran rebelión; de este modo, se logró una transición sin mayores tropiezos entre la primera y la segunda fase del movimiento”, observa O’Phelan Godoy (2021, p. 32). En esta fase la rebelión fue aún más feroz y radical, como lo sostiene Charles Walker (2021): “Contando con importantes contactos con rebeldes kataristas en Charcas (Bolivia), los líderes de la nueva fase controlaron una buena parte de la inmensa zona entre Cusco y el lago Titicaca, poniendo en jaque a la dominación española” (p. 19).
Los rebeldes kataristas eran los seguidores del caudillo aymara Túpac Katari (Julián Apaza Nina) en el Alto Perú (hoy sierra boliviana), anexado al Virreinato del Río de La Plata en 1776, que contaba con la Audiencia de Charcas. Ambas rebeliones coincidieron. Según Gutiérrez Escudero (2006), Katari fue traicionado por su propio lugarteniente, Tomás Inca Lipe, entregándolo a los españoles (p. 208): el 9 de noviembre de 1781, un año después de haber estallado la rebelión de su par Túpac Amaru II en el Bajo Perú, fue capturado, y el 15 de ese mes fue ejecutado por descuartizamiento en La Paz.
Por la misma época de ambas insurrecciones, por cierto, estalló en el Virreinato de la Nueva Granada (hoy Colombia) la rebelión de los comuneros en marzo de 1781, por causas comunes a las de todo este período en el área andina (las reformas fiscales borbónicas). Su figura principal fue el mestizo José Antonio Galán, que al igual que sus pares del Bajo y Alto Perú sería capturado y ejecutado de una manera que buscaba infundir escarmiento y terror entre la población.
Entretanto, el movimiento tupamarista no se detuvo y llevó a las autoridades españolas a proponer un indulto a todos los rebeldes el 26 de enero de 1782. Al parecer, se trataba de una estratagema para atraerlos y luego eliminarlos. Fue lo que ocurrió, precisamente, con Diego Cristóbal Túpac Amaru, que se acogió a esta “falsa amnistía” (como la llama O’Phelan citando a Ignacio de Castro) y terminó siendo ejecutado el 31 de mayo de 1783 en la plaza del Regocijo de Cuzco. “Eliminar al último miembro de la estirpe de los Túpac Amaru era un objetivo que los funcionarios reales se habían trazado y que, con el afán de ganar tiempo, disfrazaron con el ofrecimiento del indulto” (O’Phelan Godoy, p. 55).

En junio de 1783, en la provincia de Huarochirí, en la sierra de Lima, un último intento de continuar la rebelión tupamarista fue descubierto y sofocado por las autoridades. El noble mestizo Felipe Velasco Túpac Inca Yupanqui era el líder de esta asonada y decía ser primo de Túpac Amaru II. Lo interesante aquí es que la rebelión se trasladaba a la sierra central peruana, que tenía un mayor contacto con la capital del virreinato, pero no pasó esta vez de “juntas clandestinas y sediciosas conspiraciones”, como las llama un documento de la Audiencia de Lima citado por O’Phelan Godoy (2021, p. 57). Velasco fue capturado a comienzos de junio en el pueblo de Carampoma junto a ocho de sus cabecillas; el 6 de junio de 1783 los reos fueron puestos en prisión en Lima y de inmediato se les inició un juicio. El 4 de julio Velasco y su copartidario Ciriaco Flores fueron sentenciados a muerte. Los demás insurgentes, incluyendo la esposa de Velasco, fueron condenados a penas de presidio, cuatro de ellos en África. Velasco y Flores fueron ahorcados y posteriormente descuartizados en la Plaza Mayor de Lima el 6 de julio de 1783.
Es importante puntualizar que la revolución tupamarista tuvo su foco en el Bajo y el Alto Perú, y que, habida cuenta de que uno de sus objetivos era la restauración del Tahuantinsuyo, no logró impactar en el norte del virreinato. “La gran rebelión tuvo, entonces, un carácter regional con una agenda que, sobre todo, se aplicaba al sur andino. Esta respondía a intereses y demandas de quienes eran parte del engranaje del circuito comercial de Cuzco a Potosí, ruta que, de esta manera, delimitó el radio de acción del movimiento tupacamarista, especialmente en la segunda fase”, comenta O’Phelan Godoy (2021, p. 57). La autora agrega que “esta pasividad de parte de la región norte no se debió a que las noticias no llegaran (…). Probablemente el norte no consiguió identificarse ni con el programa ni con el manejo político del cacique de Tinta y sus seguidores. Por ello, no hizo suya esta rebelión” (p. 57-58).
Precursor, símbolo, ícono
Pese a la invisibilidad y silenciamiento que pretendieron instaurar las autoridades coloniales en torno a la gesta de Túpac Amaru II, ciertos patriotas de la emancipación americana del siglo XIX empezaron a reivindicar y apropiar al revolucionario indígena y su movimiento, de manera especial en la región rioplatense. En 1810 los líderes patriotas de lo que hoy es el Uruguay, por ejemplo, se denominaron a sí mismos Tupamaros. “A partir de 1816”, cuenta Charles Walker (2021), “se publicaron historias, obras de teatros [sic] y colecciones documentales sobre la rebelión de Túpac Amaru. En el Congreso de Tucumán de 1816, Manuel Belgrano propuso la búsqueda de un rey inca, posiblemente Juan Bautista Túpac Amaru, el medio hermano que seguía preso en Ceuta en el norte de África” (p. 13-14).
Pero sería el presidente peruano Juan Velasco Alvarado (1968-1975) quien haría de Túpac Amaru un ícono nacional e internacional. Sin embargo, Walker recuerda que desde los años cincuenta ya había un interés por la figura de Túpac Amaru en el Perú: Fernando Belaúnde Terry, que gobernaría el país en dos períodos no consecutivos, “invocaba su figura en Cusco, contribuyendo a desarrollar un culto cívico y regional. En Lima y otros lugares, diferentes grupos de izquierda también celebraban a Túpac Amaru” (p. 15). Por otra parte, es sabido que en Uruguay, en los años sesenta, un grupo guerrillero urbano decidió llamarse Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, en referencia al grupo patriota de 1810. Incluso un famoso rapero adoptó el nombre del héroe peruano, el malogrado Tupac Amaru Shakur, o simplemente 2Pac (Tupac), que murió tiroteado en Las Vegas en 1996.

En relación con la visión de los historiadores sobre José Gabriel Túpac Amaru como precursor de la independencia de las colonias españolas en América, Gutiérrez Escudero planteaba así el debate: “Por un lado, un importante número de historiadores considera que estamos ante el primero de los grandes precursores de la independencia hispanoamericana, y de ahí su trascendencia histórica aparte de otras consideraciones (Durand, Lewin, Valcárcel, etc.). Frente a ellos se sitúa otro grupo de profesores para quienes la revuelta es únicamente una más de las muchas protestas antirreformistas que acontecen a largo del siglo XVIII en los territorios ultramarinos españoles, muy alejada todavía de pretensiones claras de emancipación” (2006, p. 208).
Evidentemente, no solo hay un interés histórico, político y antropológico alrededor de Túpac Amaru II, sino también otro que es social, cultural y artístico. Entre noviembre de 2020 y marzo de 2021, por ejemplo, se presentó en Lima la exposición Túpac Amaru y Micaela Bastidas: Memoria, símbolos y misterios, en el centro LUM (Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social), como parte de la celebración del bicentenario de la república del Perú. Catorce artistas peruanos, entre mujeres y hombres “que trabajan desde hace años en la tarea casi imposible de ponerles rostros a Micaela y José Gabriel, más reales o metafóricos” (Burga, 2021, p. 8), expusieron sus imágenes realizadas en diversas técnicas. En la exposición se destacaba la recuperación de la participación femenina en la rebelión tupamarista, encarnada en Micaela Bastidas que, como lo subraya Manuel Burga (2021), “tuvo un rol destacado, original, como esposa y colaboradora en el desarrollo de la rebelión, tanto que le costó la vida, a una edad muy temprana, y la de su familia” (p. 8).
José Gabriel Túpac Amaru seguirá siendo un referente de la emancipación de los pueblos y comunidades en el mundo andino y latinoamericano.
Referencias
Flores Galindo, Alberto. Buscando un inca. Identidad y utopía en los Andes, 4ª. ed. Lima: Editorial Horizonte, 1994, pp. 97-124.
Gutiérrez Escudero, Antonio. “Túpac Amaru II, sol vencido: ¿el primer precursor de la emancipación?” Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 8, núm. 15, primer semestre, 2006, Sevilla, España: Universidad de Sevilla, pp. 205-223.
O’Phelan Godoy, Scarlett. “La gran rebelión de Túpac Amaru II y la temprana independencia del Perú: coincidencias, conexiones, contrastes”. Revista del Instituto Riva-Agüero, 6(1), 17-80. https://doi.org/10.18800/revistaira.202101.002
Túpac Amaru y Micaela Bastidas: Memoria, símbolos y misterios. Catálogo de la exposición temporal. Lima: Ministerio de Cultura – LUM, 2021, pp. 7-19. https://lum.cultura.pe/sites/default/files/publicaciones/PDF/libro_tupac_amaru_ii_web.pdf