Revolución: una historia intelectual

POR ENZO TRAVERSO

Interpretar las revoluciones implica inscribir su surgimiento disruptivo en un proceso de destrucción creativa, cuando se destruye un orden y se construye otro nuevo.

En la narrativa sobre las revoluciones, la comprensión crítica ha sido desplazada a menudo por el entusiasmo ingenuo o la estigmatización ideológica. Enzo Traverso se aleja de estas trampas para la interpretación histórica y aprehende las dimensiones intelectuales y emocionales de las revoluciones depositadas en textos e imágenes, teorías y experiencias, herencias materiales y recuerdos colectivos.

A continuación un fragmento de la introducción del nuevo libro del historiador italiano, Revolución. Una historia intelectual (Fondo de Cultura Económica, 2022).

Las revoluciones son la respiración de la historia. Rehabilitarlas como hitos de la modernidad y momentos prototípicos del cambio histórico no significa idealizarlas. Su susceptibilidad al recuerdo lírico y la representación icónica no deben impedir que una mirada crítica capte no solo sus rasgos liberadores sino también sus vacilaciones, sus ambigüedades, sus caminos erróneos y sus retiradas, pertenecientes todos ellos a sus múltiples y contradictorias potencialidades e incluidos todos ellos en su intensidad ontológica. La clasificación canónica de las revoluciones según sus fuerzas sociales y sus objetivos políticos —revoluciones religiosas, burguesas, proletarias, campesinas, democráticas, socialistas, anticoloniales, antimperialistas, nacionales y hasta fascistas— no ayuda, en realidad, a los historiadores deseosos de aprehender su dimensión emocional, que a menudo cruza los límites tanto cronológicos como políticos. Como rupturas dramáticas —y en la mayoría de los casos violentas— en el continuo de la historia, las revoluciones se viven con intensidad.

Al hacerlas, los seres humanos despliegan una cantidad de energías, pasiones, afectos y sentimientos mucho más grande de lo que es normal en la vida corriente. Esa es una de las razones por las cuales la mayoría de las revoluciones contienen o producen giros estéticos. La Revolución de Octubre generó una efervescencia y una transformación extraordinarias en el reino del arte, con el florecimiento de corrientes de vanguardia como el futurismo, el suprematismo y el constructivismo. En 1918-1919, la caída del Imperio alemán y el levantamiento espartaquista en Berlín coincidieron con el dadaísmo y, a comienzos de los años veinte, el surrealismo proclamó el imperativo de combinar el derrocamiento del orden establecido con una liberación espiritual de las fuerzas del inconsciente y los sueños. Pasar por alto la carga tormentosa y febril de las revoluciones es simplemente malentenderlas, pero, al mismo tiempo, reducirlas a estallidos de pasiones y odios sería igualmente engañoso. Esa malinterpretación se cometió en una exposición, Soulèvements, que, aunque notable por muchos motivos, privilegió los aspectos estéticos de los levantamientos al extremo de desdibujar su naturaleza política. El hecho de captar la elegancia de un gesto que reproduce la belleza de una actuación atlética no echa luz sobre su significado político. La ilustración de la portada del catálogo muestra a un adolescente que arroja una piedra. Se lo captura en el instante preciso de lanzarla, con el cuerpo extendido por ese esfuerzo. Una sensación de ligereza fusionada con la armonía corporal impregna esta imagen del fotógrafo Gilles Caron. Si observamos los levantamientos a través de una lente puramente estética, el hecho de que este joven sea un unionista que participa en un disturbio anticatólico en Londonderry, en 1969 —como explica el pie de la foto—, se convierte en un detalle nimio. Por eso, al destacar el poder emocional de las revoluciones, este libro nunca olvida que estas son acontecimientos esencialmente sociales y políticos en los cuales el afecto está siempre entrelazado con otros elementos constitutivos.

Portada de la exposición Sublevaciones (Gilles Caron). La imagen registra a dos manifestantes católicos en la batalla del Bogside, Derry, Irlanda del Norte, 1969. La muestra reúne fotos, pinturas, grabados sobre acontecimientos políticos y emociones colectivas que conllevan movimientos de masas en lucha.

Si pasamos de la estética a la historia, otros enfoques son igualmente dudosos, como el difundido concepto de “revolución fascista”. George L. Mosse acierta al destacar que el fascismo se proyectaba hacia el futuro y tenía una cosmovisión coherente, como una alternativa tanto al liberalismo clásico como al comunismo. Promovía sin duda un conjunto de mitos, símbolos y valores que le daban un carácter “revolucionario” y le permitían movilizar a las masas por medio de su “nacionalización”. Y abusaba de la retórica revolucionaria: no hay más que pensar en las pomposas celebraciones del décimo aniversario de la “revolución fascista” que tuvieron lugar en Italia en 1932, diez años después de la “Marcha sobre Roma”. Sin embargo, el fascismo nunca lideró ninguna auténtica revolución. Tanto el fascismo italiano como el nacionalsocialismo alemán suprimieron el Estado de derecho, destruyeron la democracia y establecieron un régimen político completamente nuevo —totalitario—, pero llegaron al poder por la vía legal.

‘Le Charge’, Félix Vallotton (1893).

El golpe de Franco fue descrito por sus actores como un levantamiento, una circunstancia que señala la ambigüedad de esta palabra y la distingue de una verdadera revolución. Al destacar la discrepancia conceptual que separa la revuelta o la rebelión de la revolución, Arno J. Mayer las opone como sucesos casi antagónicos. Las revueltas, explica, tienen sus raíces en “la tradición, la desesperación y la desilusión”. Designan a enemigos concretos y tangibles a quienes transforman en chivos expiatorios. La meta de la revuelta no es derribar un régimen político: es, más bien, cambiar a sus representantes; de ordinario, sus blancos son individuos, no clases o instituciones, y tampoco el poder en sí mismo. Por eso tienen un horizonte limitado y son de corta duración: pueden ser endémicas, apunta Mayer, pero siempre están territorialmente circunscriptas. Las revoluciones, al contrario, suscitan esperanzas motivadas por ideologías y proyecciones utópicas; con frecuencia las llevan a cabo fuerzas que encarnan proyectos políticos, como los jacobinos o los bolcheviques. Tienen la aspiración consciente de cambiar el orden social y político. En síntesis, expresan grandes ambiciones, a veces de carácter universal, como lo prueban tanto la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 como la Revolución de Octubre, que aspiraba a extender su influencia a escala internacional, más allá de las fronteras rusas y europeas. Fundada en 1919, la Internacional Comunista fue el instrumento de esa intención universal.

La revolución bolchevique liderada por Lenin.

Si bien siempre habrá debates en torno de dónde trazar la línea divisoria entre rebelión y revolución, todavía es útil hacer la distinción. La celebración de las rebeliones implica hipostasiar su momento lírico, cuando la gente se levanta y actúa; interpretar las revoluciones implica inscribir su surgimiento disruptivo en un proceso de destrucción creativa, cuando se destruye un orden y se construye otro nuevo. Como las rebeliones, empero, las revoluciones no siempre son alegres y apasionantes. Muchos actores las describen como momentos maravillosos de ingravidez, cuando los seres humanos se ven habitados de improviso por la sensación de superar la ley de la gravedad y, desechando todas las formas heredadas de sometimiento y obediencia, se convierten en amos de su destino. Pero las revoluciones también pueden tomar su fuerza de la desesperación o quedar atrapadas en sus contradicciones. Pueden tornarse trágicas o revelar tempranamente su lado oscuro.

El objeto de este libro es la revolución para bien o para mal. No elige las buenas revoluciones en desmedro de las malas, una distinción que a menudo es ardua o estéril, dado que las revoluciones no son acontecimientos fijos y unívocos listos para ser iconizados o demonizados; son experiencias vivas que cambian sobre la marcha y, en la mayoría de los casos, ignoran sus resultados debido al mero hecho de que su dinámica es impredecible. Más que un juicio moral, una idealización ingenua o una condena intransigente, merecen una comprensión crítica. Esa es la mejor manera de captar su significado histórico y transmitir su legado. En una famosa frase, Marx dijo que las revoluciones modernas no pueden extraer su “poesía del pasado”, mientras que Benjamin detectaba su motor oculto en un deseo de redención de los vencidos, el “acuerdo secreto entre las generaciones pasadas y la presente”. Lo que ocurre es probablemente que las revoluciones titubean en el filo de la navaja entre ambas temporalidades: rescatan el pasado al inventar el futuro.

A diferencia de la mayoría de los estudios sobre las revoluciones, este ensayo no dedica un capítulo específico a la controvertida cuestión de la violencia. Son múltiples las razones de su ausencia, que no se debe a ninguna estrategia de evitación. La más importante es que la violencia revolucionaria recorre sus páginas como una presencia abrumadora, ya sea explícita o subterránea. Con pocas excepciones, las revoluciones son erupciones violentas. La violencia está inscripta en sus genes e incorporada a su estructura ontológica. Las revoluciones pacíficas son la excepción, no la regla, y en muchos casos no son sino las precursoras de estallidos postergados.

El rol protagónico de los jacobinos durante la Revolución francesa.

El exceso, el fervor y el fanatismo son rasgos de la revolución —un hecho que nadie podría negar con seriedad—, pero como sus productos, no como sus causas. Es la propia revolución la que los engendra, sencillamente porque las revoluciones no pueden hacerse por decreto. El fanatismo y la ideología, desde luego, pueden ser performativos y cumplen de modo infalible un papel en las revoluciones, pero son incapaces de producirlas. Ni falta hace decir que las revoluciones exigen mentes libres y críticas dispuestas a denunciar sus excesos, su autoritarismo o sus callejones sin salida, pero ni siquiera los asesores más ilustrados pueden impedir la coerción y la violencia. Y la furia revolucionaria suele ser el resultado demorado de décadas o siglos de opresión, explotación, humillación y frustración: la explosión repentina de un polvorín creado con el paso del tiempo. Por otra parte, lo que los enemigos describen como fanatismo es con frecuencia un conjunto de políticas coercitivas que canalizan y controlan esa violencia espontánea, en vez de permitir que se manifieste sin límites hasta su propio agotamiento. En la mayoría de los casos, la crítica conservadora de la violencia revolucionaria ignora a conciencia el potencial explosivo incubado a lo largo del tiempo. En cuanto a la crítica libertaria, rara vez explica cómo podrían las revoluciones evitar la coerción o preservar una completa libertad sin ser destruidas.

El fanatismo tiene un papel en la política revolucionaria cuando la violencia se convierte en una forma de gobierno, se vuelve incontrolable y la represión comienza a funcionar por su propia cuenta como un motor. Esto sucedió en las revoluciones francesa y rusa, durante los períodos de terror de 1793-1794 y 1918-1921, pero en estos casos la política del Terror radicalizaba una violencia ya inscripta en sus respectivos contextos históricos. Así, condenar los excesos y las desviaciones criminales del Terror revolucionario es algo tan obvio y necesario —si bien más fácil retrospectivamente que durante una guerra civil— como inútil y erróneo es exorcizar la violencia, en la medida en que esto no produzca ninguna comprensión crítica. Con ello se explican tanto la famosa observación de Marx sobre la violencia en cuanto “partera de la historia” como la concepción de Fanon de la biopolítica revolucionaria como una “contraviolencia” que desintoxica (la violence désintoxique). Psiquiatra, el autor de Los condenados de la tierra (1961) comparó la opresión colonial con un problema de atrofia o contracción muscular permanente, cuya agresividad confinada estallaba inevitablemente en una liberación de la violencia. Si “el colonialismo no es una máquina pensante ni un cuerpo dotado de facultades racionales”, sino “la violencia en su estado natural”, no es de sorprender que “solo ceda cuando se lo enfrenta con una violencia más grande”. A partir de ahí, destaca Fanon, “el hombre colonizado encuentra su libertad en y por medio de la violencia”. Estas evaluaciones referidas a la violencia desplegada por los sujetos colonizados podría extenderse —como sugiere el propio Fanon— a muchos otros pueblos oprimidos, desde los campesinos europeos bajo el Antiguo Régimen hasta los judíos en los guetos nazis, cuya “tanatoética” —morir plenamente armados— también expresaba una forma singular de emancipación corporal a través de la lucha.

La tragedia de las revoluciones radica en la fatal metamorfosis que las impulsa de la liberación a la lucha por la supervivencia y, finalmente, a la creación de un nuevo régimen opresivo: de una violencia emancipadora a una violencia coercitiva. Todavía no se ha encontrado la clave para preservar de manera duradera su potencial liberador, pero esta no es una buena razón para condenar la liberación en sí misma. Sea como fuere, a las revoluciones no les importa el derecho, y esto, tanto para bien como para mal. No hace falta compartir el mesianismo de Walter Benjamin o la teoría del mito de Georges Sorel para entender la revolución como la expresión de una violencia “destructora del derecho”, que es la premisa para el surgimiento de una nueva soberanía.

Este libro no describe las revoluciones según una línea cronológica, aun cuando su periodización y su interpretación histórica se mencionan de manera reiterada y son objeto de una discusión crítica. Su metodología radica en el concepto de “imagen dialéctica”, que aprehende al mismo tiempo una fuente histórica y su interpretación. Walter Benjamin lo elaboró en el Libro de los pasajes, su obra inconclusa iniciada en 1927, pero el concepto tiene algunas afinidades con la teoría de las imágenes tanto de Aby Warburg como de Siegfried Kracauer. Sin compartir del todo la fascinación de Benjamin por las ruinas, encontré en sus observaciones críticas muchas sugerencias útiles para interpretar las revoluciones derrotadas. Esto implica una mirada subyugada que explica a la vez mi simpatía por León Trotski como figura histórica y mi distancia crítica —crítica, sí, pero imbuida de admiración— con respecto a su Historia de la Revolución Rusa.

Comprender la historia, sostenía Benjamin, implica contemplar el pasado a través de su “visualidad” (Anschaulichkeit) y fijarlo “perceptivamente”. Como las revoluciones son “saltos dialécticos” que hacen estallar el “continuo de la historia”, escribir su historia supone captar su significación mediante imágenes que las condensen: el pasado “cristalizado como una mónada”. Las imágenes dialécticas surgen de la combinación de dos procedimientos esenciales de la investigación histórica: la recopilación y el montaje.

Esto significa, según la perspectiva benjaminiana, “ensamblar construcciones de gran escala con los componentes más pequeños y recortados con mayor precisión. De hecho, descubrir en el análisis del pequeño momento individual el cristal del acontecimiento total”. El convoluto N del Libro de los pasajes, dedicado a la teoría del conocimiento, incluye una cita del estudio de André Monglond sobre el romanticismo (1930): “El pasado ha dejado imágenes de sí mismo en textos literarios, unas imágenes que son comparables a las impresas por la luz en una placa fotosensible. Solo el futuro posee reveladores lo bastante activos para examinar esas superficies a la perfección”. Ese es el procedimiento que adoptamos: interpretar las revoluciones de los siglos XIX y XX mediante el ensamblaje de imágenes dialécticas.

 

Bien puede resultar que hoy, en el siglo XXI, tengamos esos potentes reveladores: esa es nuestra ventaja epistemológica. Las imágenes dialécticas no son imágenes especulares; no son las vistas reflejadas de acontecimientos pasados, son lámparas que echan luz sobre el pasado. Este libro se acerca a las imágenes de las revoluciones tal como Marx escrutaba las formas económicas del capitalismo: no como objetos cuidadosamente observados a través de la lente de un microscopio, sino más bien, como él explicó en su prefacio a El capital (1867), como una totalidad de relaciones sociales capturadas por abstracciones.

Mujer emancipada: ¡construye el socialismo! (Adolf Strakhov, 1926).

El presente libro, entonces, reúne los elementos intelectuales y materiales de un pasado revolucionario disperso y a menudo olvidado a fin de volver a articularlos en una composición significativa hecha de imágenes dialécticas: locomotoras, cuerpos, estatuas, columnas, barricadas, banderas, sitios, pinturas, carteles, fechas, vidas singulares, etc. En cierta medida, aun los conceptos se abordan como imágenes dialécticas, en la medida en que surgen en sus contextos específicos como cristalizaciones intelectuales de necesidades políticas y una conciencia (o un inconsciente) colectiva. Por eso, en vez de tener un papel meramente decorativo, las numerosas imágenes que ilustran el libro proporcionan pruebas esenciales de su demostración. Al reexaminar el estatus del concepto de revolución tanto en la teoría política como en la historia intelectual, esta obra lo investiga por medio de un entrelazamiento con imágenes, recuerdos y esperanzas.

De ahí que conecte constantemente ideas y representaciones, atribuyendo igual importancia a las fuentes teóricas, historiográficas e iconográficas. Este enfoque devela y enfatiza la relevancia del pasado para un radicalismo de izquierda, mucho más allá del legado de modelos políticos agotados (partidos, estrategias) que merecen historizarse y entenderse críticamente en vez de renovarse o restaurarse.