Repensar el papel del Estado cuando el futuro ya no es lo que era

POR JOSÉ LUIS CURBELO RANERO*

En un contexto económico y geopolítico cada vez más incierto urge redefinir la lógica, incentivos y formas de operar de las administraciones estatales.

En su ampliamente referida obra El Estado emprendedor (2013) y en otras más recientes como Misión economía (2021), la economista ítalo-estadounidense Mariana Mazzucato argumenta contra dos mitos neoliberales profundamente ideológicos y caricaturescos del sector público. El primero, que únicamente el sector privado aporta valor e innova; el segundo, que la presencia del sector público en la vida económica es mayormente disfuncional y drena rentas, en comparación con el supuesto dinamismo teleológico del sector privado, y solo es justificable ante fallos flagrantes del mercado.

Sin posicionarse contra la economía de mercado, la autora critica “nuestra forma disfuncional de capitalismo”, que se alimenta de cuatro grandes limitaciones: el cortoplacismo del sector financiero, la financiarización de los negocios, la excesiva dependencia de los combustibles fósiles y gobiernos lentos o incluso ausentes. Para Mazzucato, el Estado no solo no es un freno para la innovación, sino que es un agente esencial de cambio, aunque no tiene por qué ser el único. El Estado puede asumir riesgos de medio y largo plazo con elevados niveles de incertidumbre, difíciles y/o muy costosos de asumir y financiar por el sector privado. La economista recurre a una diversidad amplia de ejemplos de las principales tecnologías y productos de uso común hoy en día (desde las cámaras de los móviles a la iluminación led, pasando por los alimentos liofilizados, los ratones o los propios portátiles) que, en su exposición, son el resultado de misiones en las que el sector público fue directamente el originador, aportó la gran parte de los recursos necesarios para su desarrollo, fue resiliente para hacerlas realidad o posibilitó ecosistemas público-privados para amplificar la necesaria sinergia entre tecnologías, productos, aplicaciones y mercados diversos, de modo que las innovaciones permearan al conjunto de la realidad económica y social.

Trayendo las ideas anteriores a la realidad más inmediata, y aunque no podamos hablar de misión en sentido estricto en tanto que no parte de una acción estratégica coordinada y planificada a priori, es imposible obviar el papel de la innovación sanitaria financiada ampliamente con recursos y en instituciones públicas, que han permitido el desarrollo efectivo de vacunas contra el Covid-19, al tiempo que están siendo los servicios públicos de salud los que están dando una respuesta ejemplar para reducir las muertes e impactos causados por la pandemia. De igual modo, sin el compromiso político no hubiera sido posible la necesaria movilización aceptablemente ordenada de recursos e innovaciones financieras de los sectores públicos de muchos países (España entre ellos). Para garantizar el mantenimiento de los ingresos de las familias, la contención del desempleo y la preservación del tejido productivo, especialmente de las pymes y los autónomos, se han puesto en marcha desde nuevas garantías y avales a nuevos fondos de solvencia. Sin estas políticas públicas no solo los niveles de desempleo y pobreza hubieran alcanzado niveles aún más hirientes, sino que la competitividad y capacidad de recuperación de muchas economías estarían en cuestión en estos momentos.

Las expectativas de mejora económica que se comenzaban a fraguar una vez superada la crisis del Covid-19 se están viendo terriblemente frustradas por la invasión de Ucrania. Bajo un paraguas en el que domina la incertidumbre comienzan a acelerarse tendencias económicas y políticas que ya se esbozaban con anterioridad sin que aún se avizore con mínima claridad una imagen final caracterizada por, entre otros elementos, la globalización restringida y la regresión del multilateralismo, cambios de hegemonías políticas y militares, o cadenas de valor asentadas en lógicas diferentes.

Se está tornando urgente una reflexión colectiva acerca de soluciones a la constatación de que el futuro no es lo que era. En el desasosiego actual, los actores económicos, políticos y la sociedad civil manifiestan la necesidad de definir un marco global de relaciones políticas, geoestratégicas y económicas que acomode las nuevas realidades emergentes y otras aún desconocidas. Además, en tanto europeos con valores y ambiciones que hemos ahormado colectivamente, nuestra agenda de futuro tiene que incluir de algún modo, aparte de la resignificación de la democracia, compromisos con el clima y la descarbonización, el cambio técnico y la digitalización, la soberanía y la seguridad, o las cambiantes geografías y partenariados del comercio, la inversión y la ayuda al desarrollo.

Todos, incluso sus mayores críticos, miran al sector público para navegar las crisis y dar forma a la sociedad del futuro. Pero lo cierto es que a los sectores públicos se les están exigiendo capacidades de respuesta difíciles de conciliar: audacia y empatía para amortiguar los efectos negativos en los muchos sectores y colectivos afectados por las diversas transiciones concurrentes (energética, tecnológica, precios relativos, geografía económica, etc.) y respuestas certeras, rápidas y, por qué no, frugales en lo fiscal a problemas desconocidos. En esencia, el Estado se está enfrentando, en mayor medida que en los últimos años, a los dos grandes retos de la economía política. Primero, la definición de un pacto social financiero y políticamente sostenible, sustitutivo del que con muchos matices y evoluciones ha estado en vigor desde la segunda mitad del siglo pasado (en España desde los Pactos de La Moncloa de 1977). Segundo, agilidad en su ejecución práctica partiendo de lógicas y comportamientos administrativos acomodados tanto a una realidad diversa como a lógicas de cambio meramente incrementales, máxime cuando ese pacto es posible que traiga consigo elementos de cambio drástico, conlleve inusuales dosis de experimentación e implique programas de gasto e inversión mayores.

La consecución de lo primero, además de obligar a encontrar algún equilibrio entre socialización de los riesgos de la transición hacia el futuro y la asignación y privatización diferencial de recompensas y costes, traerá consigo el diseño (o rediseño) de instituciones e incentivos apropiados para su eficiencia. El logro de lo segundo, bajo el paraguas de las más altas exigencias de transparencia y control, requiere dotar al Estado, sus servidores y sus procedimientos de las capacidades y versatilidad necesarios para, en aras solo del bien colectivo, regular de la manera menos intrusiva posible el comportamiento de los actores y mercados y gestionar relaciones de cooperación entre los sectores público y privado. En este empeño debe promoverse la capacidad de innovación de los servidores públicos, dotar de mayor flexibilidad a las administraciones estatales y aceptar que la experimentación trae consigo el riesgo del error, hoy temiblemente penalizado.

En estos tiempos de tribulación y riesgo, en los que se está dando forma a un nuevo futuro, es necesario que los gobernantes lideren con sagacidad la misión de redefinir la lógica, incentivos y formas de operar de las administraciones públicas. Los neoliberales, ¡cómo no!, fieles a su mantra, seguirán exigiendo que todo y mucho más se haga con menores impuestos.

*Presidente ejecutivo de la Compañía Española de Financiación del Desarrollo (Cofides).

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