No existen las razas, existe el racismo

POR FREI BETTO

Las razas no existen, dice el antropólogo italiano Marino Niola. Sólo existen como «mito político». La palabra raza debe ser excluida del vocabulario de la ciencia, del marketing y de la Constitución brasileña, cuyo artículo 3, apartado XLI, dice: «Los objetivos fundamentales de la República Federativa de Brasil son promover el bienestar de todos, sin prejuicio de origen, raza, sexo, color, edad y cualquier otra forma de discriminación».

La raza es una palabra maldita, una patología del lenguaje. Sólo hay dos «razas»: los que tienen y los que no tienen. En el capítulo VIII del clásico «Don Quijote», el héroe advierte a su fiel escudero: «Mira allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o más desaforados gigantes, con los cuales pienso hacer batalla, y quitarles la vida, y con cuyos despojos empezaremos a enriquecer; ésta es una buena guerra, y se hace un buen servicio a Dios que quita de la faz de la tierra tan mala raza.» Escéptico, Sancho Panza pregunta: «¿Qué gigantes?» El escudero se esfuerza por devolver al Quijote a la realidad. Vale preguntar: ¿Cuáles razas?

La resistencia del término «raza» en nuestra cultura, hasta el punto de que un gobierno progresista como el Partido de los Trabajadores (PT) creó la Secretaría de Políticas de Promoción de la Igualdad Racial, se debe a que el racismo pretende asignar bases científicas a su execrable postura. Nuestras diferencias de actitud no tienen nada que ver con la Madre Naturaleza; son hijas de la Madre Cultura. Nuestros prejuicios y comportamientos discriminatorios son el resultado de la educación que hemos recibido, las influencias que hemos tenido, las experiencias que hemos vivido.

Mi generación, nacida en los años 40, es tributaria de las películas de Hollywood, en las que los buenos eran siempre hombres rubios y de ojos claros, y los malos se parecían a los latinoamericanos o a los indios. Lo mismo en los cómics de Disney, como el Pato Donald, en los que los aborígenes eran retratados como inferiores e ignorantes.

La «biblia» de los racistas es el libro del francés J. A. Gobineau, publicado en 1853, «Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas». En él, el filósofo francés aplica a las personas los parámetros utilizados en zoología para clasificar las especies animales.

El primero en denunciar esta falacia fue otro francés, Claude Lévi-Strauss, en 1952, en su libro «Raza e Historia», una reacción al uso y abuso del término por parte de los nazis. El antropólogo francés retomó el tema en 1971 en «El color de las ideas», en el que refutaba los silogismos raciales basados en la ciencia.

La genética demuestra que el ADN es común a todos los seres humanos. Y las diferencias no provienen de los genes, sino de la convivencia con otras personas que nos transmiten la herencia inmaterial: lenguas, tradiciones, costumbres, valores, gustos. Somos de diferentes etnias, que resultan de la cultura, no de las razas, que supuestamente resultan de la constitución biológica.

Conviene recordar que no hay nadie más culto que otro. Existen distintas culturas socialmente complementarias. Es un error confundir los niveles de escolaridad con los niveles de cultura. El físico nuclear que no sabe cocinar depende de la cultura culinaria de su cocinero para sobrevivir.

La humanidad siempre se ha dividido en seres «superiores» e «inferiores». La supuesta superioridad no se deriva del color de la piel, como afirman los blancos racistas. Se deriva de herramientas de poder, como el dinero y los recursos bélicos, que forjan la ideología de que las características del dominador legitiman su superioridad sobre el dominado. Así, los romanos de la época del imperio trataban a los extranjeros como «bárbaros» y los colonizadores europeos se atribuían derechos y privilegios negados a los pueblos colonizados.

Para los españoles y portugueses que invadieron América Latina, los pueblos originarios eran ignorantes. Los ibéricos nunca tuvieron ojos para reconocer la inmensa riqueza cultural de las naciones indígenas, como los mayas, que utilizaron el cero antes que los europeos e hicieron predicciones meteorológicas tan precisas que, aún hoy, intrigan a los científicos.

Jorge Luis Borges, en el cuento «El lenguaje analítico de John Wilkins», escribe que «no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural». Y cita como ejemplo la enciclopedia china titulada «Emporio Celestial del Conocimiento Benévolo», donde dice que los animales se dividen en 14 categorías. La última es la de aquellos que «de lejos parecen moscas».

Vistos desde la distancia, desde la altura de la arrogancia y la prepotencia, los demás seres humanos «parecen moscas». Esto se aplica a la visión americana prejuiciosa de los africanos; a la visión blanca de los negros; a la visión cristiana de los musulmanes; a la visión masculina de las mujeres; a la visión ciudadana de los indígenas. Por eso la categoría «raza» es tan conveniente para legitimar los prejuicios y la discriminación.

Todos sabemos que los recursos del planeta están cerca del límite. Excepto uno: el ser humano. Somos el único recurso abundante sobre la faz de la Tierra, entre otras cosas porque nuestra reproducción requiere pocas calorías y nos proporciona un inmenso placer. De ahí el esfuerzo por tratar de naturalizar las diferencias para justificar la explotación, la sumisión y la exclusión.

Admitir que todos estamos dotados de las mismas características biológicas y de la misma dignidad supone una amenaza para quienes detentan los medios de control de unos sobre otros, de la riqueza de las élites sobre los pobres, e incluso de la fuerza física del hombre sobre la mujer.

Hay que eliminar definitivamente ciertas palabras del vocabulario. No hay raza, sino racismo, que debe ser desterrado de la convivencia humana.

@freibetto

https://www.correiocidadania.com.br/