No es suficiente el voto: lo que se viene en Colombia

POR HÉCTOR PEÑA DÍAZ

El antagonismo social y las profundas diferencias en el manejo del Estado colombiano entre las élites tradicionales y las fuerzas políticas que pretenden sustituirlas no se resolverán con las elecciones en curso. Independientemente de que Petro gane en segunda vuelta, la tarea del gobierno triunfante se enfrentara a escollos de tal naturaleza que podrían ser insuperables. Y lo digo, no solo por la experiencia histórica de otros procesos, sino porque las estructuras del poder que se quieren cambiar permanecen intactas, su capacidad de conspiración y violencia, su entramado ilegal con casi la mayoría de formas de la criminalidad organizada. No hay que confundirse: llegar al gobierno es una cosa, administrar el poder para realizar los cambios dentro de las reglas del juego democrático es un proceso más largo y complejo.

La democracia colombiana ha sido sometida desde adentro a un paulatino proceso de destrucción por el miedo y la violencia desplegados por el sistema para conservar los privilegios de una minoría. Superado el conflicto armado con las Farc, el pretexto de que la guerra no permitía la materialización de la justicia social desapareció y de repente el pueblo vio al rey desnudo pasearse con sus viejas mentiras. Pero más allá de esto, hay un punto de choque imposible de ocultar, las aguas de la injusticia se han desbordado haciendo imposible una vida digna para las grandes mayorías de la población.

Los montajes de toda índole para hacer creerle al pueblo que los malos son otros llenos de odio que vienen por lo que es nuestro, no lo cree ya nadie, sobre todo, la diáspora de millones de colombianos en la pobreza. No hay que echarse cuentos ni hacer las cuentas de la lechera, la defensa y profundización de la democracia implica una gran movilización de las gentes, un gobierno puede ser una gran decepción, si no hay un control popular de sus acciones y al mismo tiempo un apoyo decidido y multitudinario a su proyecto reformista. El voto es necesario, pero no suficiente. Dejar la urna, desentenderse de la política hasta la siguiente elección sería ofrecerles el cuello desnudo a los colmillos del vampiro clientelista.

Hay que superar lo ritual, creer como ciertos cristianos que cumpliendo lo sacramental ya están salvados, o como ciertas personas que apareciéndose el día de la madre o en Navidad con un regalo se convierten en buenos hijos. Uno de los obstáculos casi insalvables para un verdadero cambio en la creencia de la mayoría de la gente de que la política es un asunto de profesionales de la política, valga la expresión. Ahí tenemos, más de medio siglo, a los mismos no solo con las mismas trampas sino con formas innovadoras de la rapiña y la defraudación de los dineros públicos. Necesitamos una revolución de las conciencias que implique un compromiso político de cualquier persona en las decisiones públicas, una transformación que permita el ingreso de los sectores populares en el manejo del poder.

Lo peor que le ha pasado a Colombia es la existencia de una élite rapaz, indolente, criminal, prepotente, egoísta, ignorante, brutal, odiosa, fea; unas minorías pagadas de sí mismas que deben ser desalojadas de su pretendida superioridad (ojalá a través de las vías democráticas), pues si llegaren a utilizar el fraude y la violencia como en el pasado lo han hecho, dadas las condiciones tan particulares de la hora colombiana, estarían incubando una revolución social de inimaginables consecuencias.

No hagamos nuestros sus prejuicios, el miedo a perder sus privilegios lo promueven en las clases medias y populares como un miedo a su propia existencia. Es una élite parasitaria que vive aferrada al tronco de lo popular, bebiendo su savia, utilizando sus energías (¿quién les cuidas sus casas y sus fincas?, ¿quién les prepara las comidas y les sirve la mesa?, ¿quién les lava la ropa y cuida sus niños?, ¿quién les manejan sus carros?, ¿quién cavan la fosa donde van a ser enterrados?, ¿quién les depositan el dinero en sus bancos?).  Las respuestas saltan a la vista: los vemos a diario apeñuscados en los excelentes servicios de transporte público, o los vemos solitarios en una caseta a la entrada de muchos comercios —son casi una legión—; digámoslo con todas las letras: Colombia es un experimento de la discriminación (apartheid), en el cual formas ocultas de esclavitud y servidumbre están inmersas en las relaciones sociales, las definen y obligan a permanecer al pueblo en un estado constante de indefensión y vulnerabilidad.

Solo por cambiar esta ignominia vale la pena todos los esfuerzos que se hagan. Pero no salgan con el “cuentico”, sobre todo, los periodistas fletados del régimen, (casi un chiste cruel) de que los que reparamos en esta injusticia estamos promoviendo discursos de odio y la lucha de clases. Lo que se viene es un nivel nuevo del conflicto social, no hay que llamarse a engaños de que, con rogativas a las élites, estas abandonarán sus privilegios en beneficio de las mayorías, primero preferirían otro siglo de guerra, pues para ello si están preparadas, para que la sangre del pueblo siga fecundando la historia.

No me hago ilusiones. Pero una derrota electoral de las élites no sería un mal comienzo.