
POR ALBERTO RAMOS GARBIRAS /
Estamos viviendo un proceso de privatización de la guerra, ligado al tráfico de armas para guerras ajenas. El negocio de la oferta industrial de grupos de mercenarios conforma un menú macabro agenciado por las corporaciones privadas de militares o empresas de seguridad para concurrir a guerras sin sentido patriótico, pero si con sentido monetario: así se puede visualizar al paramilitarismo internacional.
La Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU), el 4 de diciembre de 1989, aprobó, sujeto a ratificación, la Convención Internacional contra el reclutamiento, utilización, financiación y el entrenamiento de mercenarios. Después de casi 10 años de dubitaciones en sesiones y reuniones hasta llegar a finalizar un documento que se convirtiera en Convención/tratado sobre este inquietante tema de los mercenarios. Antes de 1989 no existía ningún tratado que regulara expresamente la prohibición de utilizar a los mercenarios en las guerras. Los tratados anteriores desde 1949 cuando comenzó a mencionarse esta problemática que aludía a ellos, eran referenciados, pero había vacíos sobre su actuación. Ya en 1977 con el Protocolo adicional a los Convenios de Ginebra, se alertó acerca del mercenarismo que deambulaba entre los roles de combatientes o de prisioneros de guerra. Los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 que regulan la situación de miembros de los ejércitos, prisioneros de guerra, náufragos, personal hospitalario, civiles, etc., dejaron este vacío que en el fondo se convirtió en una permisividad peligrosa. Solo definía la condición de mercenario y sus repercusiones para cuando se producía una captura.
El mercenario recibe un pago por acudir a la guerra, no pertenece a uno de los ejércitos en contienda, tampoco es un funcionario de ese Estado al que dice defender y representar. No tiene adscripción ideológica o militancia política; acepta el pago sólo por interés económico, o atraído por una causa que “cree noble”, no se afilia al ejército que busca la liberación; hacen activismo pasivo alimentando la alineación por uno de los bandos y fácilmente puede desertar. O sea, no hacen parte orgánica, ni estructural de los ejércitos estatales reconocidos, el pago que recibe se diferencia al de los soldados de los ejércitos tradicionales que obtienen un sueldo del presupuesto gubernamental. El pago que reciben los mercenarios deviene de actividades ilícitas y extra bancarias, sus acciones son conexas con los crímenes.
Exhibir “la victoria” de los EE.UU. sobre Irak es un argumento difícil de sustentar porque la resistencia iraquí creció cada día, tornándose ese país en el epicentro del terrorismo internacional donde ejercen los milicianos de la Jihad la práctica diaria de ataques terroristas al enemigo común, el invasor, diezmándolo con francotiradores especializados, y aprovechando otros la coyuntura para insuflar o animar el fundamentalismo islámico. Además, porque los dos grupos étnicos visibles (chiítas y sunitas) se polarizaron, alentados por ataques aleves de los interesados en desestabilizar el país, para atizar una guerra interna interétnica que busca debilitar la resistencia al enemigo externo; el conflicto creció con el aditamento de una repulsión pareja contra el ocupante extranjero. Y aparecieron los contratistas privados o mercenarios que caotizaron más la situación.
“Una de las consecuencias más notables de la agresión de Estados Unidos y el Reino Unido sobre el Irak en 2003 fue la emergencia en la escena internacional de un fenómeno que, si bien no era en absoluto nuevo, nunca había tenido la visibilidad que le dio aquel conflicto: nos referimos a la proliferación de empresas privadas encargadas de ejercer sobre terreno funciones militares y de seguridad, a cuenta a menudo de los propios gobiernos ocupantes o, de manera más mediata, de otras empresas privadas, normalmente con sede en países occidentales”.
“Pronto, los medios de comunicación se hicieron eco de los abusos cometidos por estos actores armados, que parecían tener ‘licencia para matar’ y actuaban con total impunidad jurídica. No era más que la punta del iceberg de un negocio floreciente, opaco y escasamente tratado por la academia hasta aquel momento. Un fenómeno cuyos inicios se remontaban a la caída del imperio soviético y las guerras balcánicas y que se hallaba presente en otros muchos conflictos, aparte del iraquí, muy claramente en el de Afganistán. Estas empresas militares y de seguridad privadas (en adelante, EMSP) resuenan en el imaginario colectivo a los antiguos, pero nunca desaparecidos, mercenarios. Pero son algo nuevo y desconocido en las normas jurídicas que han regido los conflictos armados desde el final de la Segunda Guerra Mundial”. (Saura y Bitorsoli, 2013).
Desde la Conquista (1492 – 1560) los españoles que emprendieron los primeros viajes al lado de Cristóbal Colón ,que posaban como si fueran miembros del Ejército del Rey y luego fungían de encomenderos, y hasta de gobernadores, no eran más que impostores porque en los primeros viajes todos los que vestían prendas de adelantados y guerreros, con arcabuces y armaduras, no eran más que rebuscadores de tesoros, arrancados sin tierra y pobres del medioevo, saqueadores y expresidiarios en busca de fortuna. No eran funcionarios de la Corona, ni miembros de la nobleza, ni parte del Ejército real. Aunque no los hubiera contratado el Rey o un miembro de la Corte, se plegaron a los viajes de exploración, promovieron la empresa naviera para explorar las nuevas tierras que encontraran y avasallar. Basta tomar de ejemplo a Francisco Pizarro y Sebastián de Belalcázar un cuidador de cerdos, y un leñador, dos analfabetas, el primero de Cáceres y el otro de Extremadura, reino de León, Corona de Castilla que, llegaron en los primeros viajes, 1502 y 1507 respectivamente, y se autodenominaron militares del Rey, pero en la práctica eran desarraigados, aventureros, unos mercenarios depredadores. Y peor, sin recibir un pago previo para embarcarse, estuvieron dispuestos a entregar los quintos reales (la quinta parte de lo que conseguían). Posteriormente al lograr ubicarse en rangos de mando, utilizaron a grupos de indígenas como ayudantes (guías), mercenarios, para someter a otras comunidades de indígenas.
El cine exaltó siempre a los mercenarios de varios pelambres, desde los cazarrecompensas del oeste norteamericano, hasta los rescatadores de prisioneros en guerras ajenas como en Vietnam y Corea. Los videojuegos han convertido a los mercenarios en héroes. Los mercenarios no aparecen como outlaw (fuera de la ley), y ese es el rol para evitar implicaciones de los ejércitos institucionales en operaciones sucias; pero los mercenarios tampoco son agentes estatales porque suplantan a las autoridades, aunque concurren promovidos por los mismos entes gubernamentales. Y están en todas las guerras al lado de los ejércitos invasores desempeñando las tareas más sucias, torticeras y crueles.
Como los mismos Estados invasores muchas veces no combaten de a pie, sólo bombardean, contratan a los mercenarios para los ataques terrestres y las acciones intrépidas. Entonces, en la práctica actúan como los terroristas, pero en este caso pagados por un Estado. Es decir, es un terrorismo estatal disfrazado de cooperación con contratistas privados, que son mercenarios sin ideología alguna. La contratación colectiva de ciudadanos de varios países hace aparecer a los mercenarios sin una nacionalidad específica, no son fácilmente etiquetables como de EE. UU., o del país que los contrata para evitar los ataques de los defensores internacionales de los derechos humanos, y de la oposición interna. Y para evitar la acción de la Corte Penal Internacional (CPI), y la responsabilidad de los Estados que contratan las acciones criminales como si fuera una mera cooperación con los ejércitos institucionales.
En la confusa conducción de estas guerras en el extranjero se borran los linderos entre acciones de apoyo y las de combate, en medio del fragor de los ataques, refriegas y algaradas, reemplazan al ejército. Estamos viviendo un proceso de privatización de la guerra, ligado al tráfico de armas para guerras ajenas. El negocio de la oferta industrial de grupos de mercenarios conforma un menú macabro agenciado por las corporaciones privadas de militares (Halliburton, Loockheed Martin, Northrop Grumman, Betchel, Blackwater…) o empresas de seguridad para concurrir a guerras sin sentido patriótico, pero si con sentido monetario: así se puede catalogar al paramilitarismo internacional.
En el contexto de la globalización y de la ocupación militar de unos Estados a otros Estados indefensos pero poseedores de riquezas naturales, ha crecido la privatización de la guerra, también por otra razón: aparentemente las potencias disminuyen los gastos militares ante el electorado, pero en el fondo la contratación y la subcontratación del presupuesto de los gastos de defensa, facilita la corrupción de las cúpulas de los organismos de defensa. Así los fabricantes de armas no ven decaer las ganancias y promueven los estímulos para los agentes estatales. Internamente, en otros países la seguridad privada también reemplaza a las fuerzas policiales en la seguridad ciudadana, en lo atinente a vigilancia bancaria, de unidades familiares, transporte de valores y como escoltas.

El monopolio de la fuerza no lo están ejerciendo cabalmente los Estados potencia con sus propios ejércitos, sino que se apoyan en compañías privadas de seguridad que se traduce en paramilitarismo internacional, sicarios uniformados y mercenarios de alta categoría que, se maquillan como fuerzas de apoyo, y en medio del caos de los conflictos donde intervienen se entrelazan con el tráfico de armas, de personas, con las mafias, con los traficantes de diamantes y los explotadores de minerales. Burlan así la Convención de Ginebra que prohíbe la participación de civiles en acciones militares. Y al mismo tiempo violan el Derecho Internacional Humanitario (DIH) matando civiles, destrozando instalaciones hospitalarias, monumentos culturales y violando del derecho de guerra. El Derecho Internacional Público no está sancionando a estos ejércitos alquilados para matar, que alimentan el desorden mundial con el pretexto de sostener a un gobernante, o de combatir el terrorismo. (Ramos Garbiras, 2009).
Hoy el enfrentamiento de dos ejércitos ya es visto como algo arcaico, vetusto, sin valor efectivo. Y sin ruborizarse los generales dan partes del triunfo en las batallas, sin haber existido lucha. El terror estatal prospera en las guerras internacionales y en las internas (bombardear para elidir los combates de a pie). El terror estatal es la respuesta del Estado al terrorismo de los grupos guerrilleros, o al terrorismo de organizaciones políticas que no conforman guerrillas. Y esta violencia insurreccional nació por los excesos de los ejércitos estatales, como fue el caso de la Organización de Liberación Palestina (OLP).
Los aviones de la Segunda Guerra Mundial utilizados por los Estados entrelazados en el conflicto dieron esa lección macabra: bombardear ciudades y destruir países, para doblegar al adversario, los nazis así lo hicieron y después ambas partes. El terror estatal de la era del unilateralismo hace lo mismo: en las guerras preventivas y en las de aplastamiento. Las guerrillas que no han alcanzado el triunfo: aumentan el terrorismo con el mismo fin. No combatir y huir. El daño a la otra parte se busca sea total para no dejar resurgir. El cubrimiento de los medios de comunicación aumenta la espectacularidad de los hechos, mostrando sólo los daños. Los mercenarios como ejército privado de un Estado al desplegar las armas a nombre del Estado invasor o atacante tienen todas las “licencias” para excederse en el uso de la fuerza internacional, y acuden al terrorismo y al terror estatal.
El “terror estatal” es el abuso de las armas de un Estado reconocido en la sociedad internacional al atacar a su retador, llámense guerrillas, insurgentes, rebeldes o terroristas, produciendo daños extralimitados por el uso excesivo de la fuerza pública al contravenir el derecho de guerra de La Haya, y sin ni siquiera acudir a los combates, sino al exterminio o al aplastamiento. Ese “terror estatal” es tan ilegal como contratar mercenarios para combatir con un Estado adversario, sin emplear al ejército institucional reconocido en la sociedad de naciones. El “terror estatal” lo utilizan los Estados hacia dentro para doblegar a sus contrincantes y hacia afuera en conflictos fronterizos o guerras binacionales.
Wagner con el distintivo del músico que le encantaba a Hitler, es un grupo de mercenarios que apareció en público durante el año 2014 cuando coadyuvó a la toma de Crimea, cuya función más reciente era dar apoyo a la política exterior agresiva de Putin en Ucrania. Se asentaron en el Este, zona del Dombás, y actúan en otros países como en Siria y Libia, lo mismo que en África subsahariana, Mozambique y Malí.
Prigozhin, fue el líder de los mercenarios Wagner hasta que murió en un extraño accidente aéreo a finales de agosto, seguramente una retaliación por la rebelión que protagonizó en junio de 2023 al enfrentarse al Ministro de Defensa, pero venía de ser un fiel escudero de Putin y el devastador de la ciudad ucraniana de Bajmut. Cumplió una sangrienta tarea en Ucrania llegando a sentirse superior al Ejército ruso.
El 80 % de los miembros de Wagner son convictos reclutados en las cárceles para transformarlos en guerreros y demoledores atacantes sin principios. El grupo Wagner es supuestamente una empresa militar privada, “pero en realidad es una extensión de facto de los órganos y aparatos de seguridad rusos, en particular de la principal dirección de inteligencia”, señaló Samuel Ramani. Prigozhin era un oligarca y mafioso de San Petersburgo, llegó a controlar activos mineros en África demasiado lucrativos en oro y diamantes. Se ganó la rivalidad con altos mandos militares rusos, como Valery Gerasimov, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas rusas y con el ministro de Defensa, Serguei Shoigu, precisamente por ser comandante paralelo de otro ejército no institucional y emular en logros y victorias con matanzas.
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