Lo que queda de crítico en el campo comunicológico latinoamericano

POR ROBERTO FOLLARI /

Los inicios del campo comunicológico en Latinoamérica fueron críticos para con los procesos mediáticos de su época, y auspiciaron la comunicación popular y comunitaria. Ello cambió fuertemente durante los años 90 y comienzos del siglo XXI: el auge culturalista resultó funcional a la globalización y la dominación ideológica capitalista poscaída de la URSS. Esto disminuyó la fragmentación del campo, la cual es casi inevitable por razones epistemológicas. La ideología hegemónica se impuso, según su canon de no explicitarse como tal, pero acabada la hegemonía culturalista y en situaciones de alta conflictividad en los medios y en las redes con gobiernos latinoamericanos anti-neoliberales, se hace necesario retomar aquel pensamiento crítico y existen algunos concretos desarrollos en esa dirección.

Hay acuerdo en que, en los primeros tiempos de constitución del campo académico de la Comunicación en Latinoamérica, esta se asumió en una postura crítica cercana a la educación popular, centrada en los sujetos sociales subalternizados y en confrontación con la cultura hegemónica expresada en los medios de difusión dominantes. Algunas de las figuras iniciales, como Ramiro Beltrán o Antonio Pasquali, fueron testimonios claros en este sentido.

Ese impulso inicial se vio modificado definidamente en el momento de expansión masiva de la matrícula en las carreras de grado del subcontinente. En los años 80 y 90 se produjo una explosión en el número de estudiantes —de la que no siempre se da cuenta al hablar del campo de la disciplina—, lo que se asoció al auge de la TV satelital y las nuevas tecnologías, que incorporarían germinalmente a internet. Esta especie de “éxito de masas” se dio a la vez que a escala mundial se producía el derrumbe de la URSS y la caída del Muro de Berlín, con el consiguiente discurso del triunfo definitivo del capitalismo hacia el “Estado homogéneo universal” que pronosticaba Fukuyama (1989). Por otro lado, se producía la globalización que reducía radicalmente el peso de los Estados nacionales y su capacidad decisoria en cuanto a las políticas económicas que ellos pudieran llevar adelante, lo que contribuyó al fenómeno de una política homogénea donde la diferencia entre las derechas liberales y el progresismo socialdemócrata se fue haciendo mínima, con el consiguiente desprestigio de la política, que empezó a funcionar como mera administración del capital y la sociedad organizada desde los mercados.

Estas cuestiones sociales son decisivas para pensar cómo se fue reconstituyendo el campo comunicológico en Latinoamérica, tomando la noción de campo en el sentido de Bourdieu (2002). Ha habido diversas reflexiones en ese sentido en los últimos años: nos centraremos en algunas de ellas (Fuentes Navarro, 2014; González-Samé et al., 2017; Gándara et al., 2021), en el entendido de que es necesario poner en curso ciertas cuestiones epistemológicas y sociopolíticas —varias ya enunciadas— para alcanzar una comprensión precisa de este proceso dado en el espacio académico.

Es que, como es sabido, las determinaciones de lo que suceda en lo científico dependen —al menos parcialmente— de condiciones externas a las prácticas científicas. Desde este punto de vista, el abandono progresivo de las posiciones críticas respecto de los procesos comunicativos dominantes estuvo lejos de ser casual, y acompañó ese doble condicionamiento: por una parte, el aparente triunfo histórico y planetario del capitalismo que asumía su versión neoliberal rotundamente privatista; por el otro, carreras con un número extraordinario de estudiantes, lo cual —como es obvio— implica un bajo nivel de selección de los mismos y por ello, una cantidad importante con escaso nivel de definición vocacional, así como con laxo apego a los hábitos académicos.

La inevitable fragmentación

En los estudios realizados, se ha constatado la “dispersión” temática y metodológica existente en el campo (Fuentes Navarro, 2014, p.12 y19; Gándara et al., 2021, p. 278 y 286) Esta situación es muy evidente en los últimos años, pero ha acompañado de diversos modos al desarrollo de la disciplina en diversos momentos de su constitución (aún en los del “consenso” en torno a los Estudios Culturales, sobre lo que abundaré más adelante). Es difícil suponer que encontraremos tamaño grado de dispersión en la Sociología, por ejemplo, y menos aún en la Ciencia Política. ¿Es esto un defecto a superar?

Entendemos que en buena medida estamos ante una condición constitutiva de los estudios sobre Comunicación. La interminable discusión sobre el objeto de los estudios comunicológicos deja al desnudo que no se trata de un espacio en el que pudiera caber cualquier tipo de temáticas, pero sí de uno que tiene límites difusos, así como un “núcleo duro” que no siempre ha sido fácil de establecer.

Desde el punto de vista de lo profesional (es decir, del “para qué” habilitan los estudios de comunicación en cuanto perfiles de actividad), se sabe que se comenzó desde carreras de Periodismo, y que en los tempranos años 60, este y la Comunicación se tomaron como sinónimos, o como conceptos co-extensivos. Pero es bien sabido que luego fue agrandándose el espacio de actividades hacia publicidad, marketing, investigación académica, docencia en diferentes niveles, comunicación intra-institucional, cine, organización de espectáculos o de algunas de sus facetas (sonido, iluminación, locución), entre otras. Se trata de una amplia gama de actividades, en algunos casos poco convergentes o asociadas entre sí: de tal modo, Comunicación habilita para un amplio espectro de actividades y se liga desde ellas a temáticas muy variadas.

A su vez, en lo propiamente académico, la definición de lo comunicacional es imprecisa. Autores como Baudrillard (1988) o como Mc Luhan (1996) sirven, en su condición de borderlines, para mostrar la inespecificidad temática del espacio, tanto como su dudosa condición epistemológica: no es obvio que se pueda calificar como científicas las producciones de estos autores, si bien es evidente que, para realizarlas, ambos han debido abrevar de las ciencias. Pero la fuerte impronta ensayística que campea en ambos casos, más la centralidad que ellos han ocupado en su momento —lo de borders hace a su estilo, no a su lugar en el campo disciplinar—, sirven como ilustración rápida de las vacilaciones del asentamiento científico de la disciplina, que recién en el año 2012 fue incorporada en la Argentina mediante una comisión específica en el Conicet, principal órgano de gestión de la ciencia en ese país.

Podemos afirmar que, a diferencia de la Sociología, por ejemplo, Comunicación se planteó desde la profesión a la ciencia, no al revés; es decir, no se estableció un recorte teórico para luego delimitar sus alcances empíricos, sino se partió de necesidades profesionales, y a partir de ellas se constituyeron los discursos teóricos que pudieran dar cuenta del análisis y la proyección de esas prácticas previamente establecidas. De tal manera, no hubo una producción de objeto teórico en el sentido de Bourdieu et al. (1975), sino más bien un conjunto de hechos empíricos que llamaban a ser explicados de alguna manera.

Consecuencia de lo anterior es la característica epistemológica que define la Comunicación, homóloga a la de otras disciplinas sociales (Educación, Trabajo Social): al no haberse deslindado en el campo de la teoría el objeto respecto del de otras disciplinas previas, el recorte empírico lleva a que se deba apelar a esas disciplinas para la explicación de los hechos bajo análisis. Por cierto, que luego la Comunicación hace sus propias síntesis y sus propias aproximaciones, pero ciertamente no es imaginable sin disciplinas como la Lingüística, Sociología, Teoría Política, entre otras ciencias que aportan a su discernimiento.

Ahora bien, esto complejiza para nuestro caso la condición que es propia de toda ciencia social, que es la de no poseer paradigma (Follari, 2000). Contra lo que cierta vulgata ha difundido, no hay propiamente paradigmas en ciencias sociales, al menos en el sentido de Kuhn (1980), en la medida en que no existe acuerdo de la comunidad científica respectiva. La causa de tal desacuerdo puede discutirse, pero su existencia concreta es indisputable. Por lo tanto, estamos ante disciplinas que tienen una permanente discusión de sus principios teóricos, y donde no están acordadas las bases paradigmáticas que permiten a las ciencias físico-naturales asentarse en la resolución de nuevos problemas empíricos sin disputar cada vez las bases conceptuales con las cuales formularlos.

Eso ha conllevado fuertes problemas de identidad en las Ciencias Sociales (Alexander, 1987). La heterogeneidad entre los académicos se hace muy grande en lo teórico y —en parte— en lo temático, por lo cual se apela a la figura de “los clásicos” como aquello que sella la identidad en común. Los sociólogos no piensan desde las mismas bases conceptuales y a veces sus mutuos idiomas teóricos pueden ser inconmensurables (Kuhn, 1980, cap. X), pero finalmente encuentran en la compartida referencia a “clásicos” como Durkheim, Marx y Weber, la base común desde la cual cobijarse en alguna identidad de conjunto.

Esto se da aún en mayor medida en disciplinas como Educación o Comunicación, que requieren para la construcción conceptual propia, de la apelación a otras disciplinas. De tal modo, la multiplicación de los aportes conceptuales es mucho mayor que en otras ciencias (Antropología o Sociología, por ej.), y la diáspora de referencias es sumamente variada y multifacética, con lo cual la “unidad” que pudiera esperarse del espacio temático es obviamente inexistente.

La fragmentación descubierta, entonces, responde a determinaciones que hacen muy difícil que pudiera superarse. Cuando el auge culturalista en Comunicación, que abarcó casi dos décadas completas a partir de los años 90, hubo una reducción imaginaria de esa diáspora a través de la constitución de un autor clásico propio, que sin dudas fue Jesús Martín Barbero.

Cultura no es sinónimo de Comunicación

Ese auge por el cual más que Comunicación tuvimos por muchos años análisis de la cultura, una especie de Antropología urbana o Sociología cultural, vino sobredeterminado por el avance del mundo de lo simbólico por sobre lo material, por la inflación sígnica que se dio desde las nuevas tecnologías: según Jameson (2002), un efecto del incremento del capital financiero en la composición orgánica planetaria del capital. Tal auge se sostuvo también por la caída de los grandes relatos críticos como el de la revolución, que llevaron a un súbito elogio del consumo (García Canclini, 1995), tanto como a la denostación del marxismo y de la Escuela de Frankfurt.

En tal condición de intemperie ideológica y conceptual como la habida por la caída de la URSS, la globalización y la cultura posmoderna o light —determinaciones diferentes y combinadas entre sí—, el creciente mundo de estudiantes de Comunicación requería alguna referencia bajo la cual asumir un espacio de identificación. Este fue sin dudas el de los estudios culturales en la versión dominante de la figura de Martín-Barbero, de algún modo la sutura imaginaria de la inevitable dispersión del campo.

Las incontables citas de este autor, la asunción casi indiscutida del valor de su obra, su presencia en la gran mayoría de las reuniones importantes del campo en la región, dieron cuenta de este proceso. Críticas se hicieron a algunas inconsistencias de sus trabajos (Boaventura, 2009), pero en general pasaron desapercibidas, como suele ocurrir durante el auge de determinadas posiciones dentro de un cierto campo académico.

Claro que esta larga hegemonía del culturalismo —hoy ya claramente finalizada, pero aún con efectos— sirvió para esconder más que para resolver los problemas que antes hemos señalado. Por caso, en los años setenta se había dado la discusión en torno de si “más compromiso” o “más cientificidad”: en el segundo espacio se pone hoy al Verón de aquella época, en el primero a Mattelart o a Pasqualli (Fuentes Navarro, 2014, p.15; González-Samé et al., 2017, p. 432).

Obviamente que no hay por qué pensar a estos dos como polos opuestos, como si la calidad científica se resintiera con el compromiso ideológico: si bien es cierto que puede destacarse más una cosa que la otra. Lo cierto es que los Estudios Culturales no cubrieron ninguna de las dos condiciones.

En lo académico, colaboraron a un “ensayismo” generalizado, proveniente de los departamentos de Humanidades en los cuales los Estudios Culturales se han desarrollado en las universidades del capitalismo central, ligados a los estudios literarios y de idiomas. Los estudios con rigor metodológico se eclipsaron en los años 90 bajo el predominio de un fuerte impresionismo retórico.

En cuanto al compromiso, el rechazo a los discursos críticos como los de la Escuela de Frankfurt terminó siendo vulgata estudiantil, y la apelación al consumo como nueva ciudadanía decretó el ocaso de la política y el desinterés por la comunicación en torno de la misma (Reynoso, 2000; Follari, 2002).

No está de más subrayar que el predominio hegemónico (nunca exclusivo, por cierto) de lo cultural dentro del campo de la Comunicología mostró en estado práctico que los problemas de fijación epistemológica del objeto no son sin consecuencias operativas y político-ideológicas muy palpables. Cuando la TV satelital primero, y luego la aparición de internet complejizaban cada vez más la cuestión de la comunicación política, las discusiones en Comunicología pasaban por las tribus juveniles y sus consumos musicales o de vestimenta (por dar un ejemplo nada artificioso). Ni qué decir del uso abusivo y laxo de ideas como la de resistencia, que podía consistir simplemente en escuchar un programa de radio o consumir objetos diferentes a otros, lo cual promovió una enorme trivialización de lo que la noción de resistencia conlleva.

El predominio de los Estudios Culturales en realidad no era solo propio de Comunicación sino también de variadas Ciencias Sociales (Ciencia Política, Antropología, Sociología) de tal modo que su inadecuación a las especificidades disciplinares era inevitable. Por ello se presentaba como parte de un juego pretendidamente superador, con una maravillosa cualidad interdisciplinar que —sin preocupación alguna por la teoría de lo interdisciplinar y sus específicas exigencias— debía de merecer los mayores aplausos.

Retomando un hilo anterior, entonces: la fragmentación es una condición de cierta inevitable inherencia a las condiciones del campo conceptual de Comunicación, tanto si se piensa a este desde lo profesional, como si se lo hace desde lo propiamente académico. Es de notar que hubo una parcial reducción de esa fragmentación durante el periodo de auge de los Estudios Culturales y de la figura de Martín-Barbero como el nexo identitario que hacía de Comunicación un espacio compartido. Claro que el precio de tal peso mayoritario de los estudios en torno de lo cultural, fue precisamente dejar de atender a lo más propia y específicamente comunicacional, en un momento en que las nuevas tecnologías hacían explosivas las transformaciones, los nuevos repertorios y — para nada en último lugar— sus inéditos efectos sobre la actividad política.

La ideología: el escamoteo de lo dominante

No hemos hallado huella en diferentes escritos sobre el campo comunicológico latinoamericano —lo diferenciamos, obviamente, del campo comunicacional, el que es propio de locutores y periodistas— de alguna crítica negativa con relación al legado de los “padres fundadores” de la época de los años 60. Debemos suponer una especie de actitud reverencial al respecto, ya que en algún caso se habla —refiriendo ya a finales de los años 70—-de un supuesto proceso de “sobre-ideologización” (González-Samé et al., 2017, p. 435). Da la impresión de que ello, para quien así lo asume, debiera también aplicar hacia aquellos pioneros previos, dado que ellos ponían el acento en la cuestión del poder, en la propiedad de los medios, en su servicio a la ideología dominante a la vez que al Estado capitalista.

En todo caso, no se precisa respecto de quiénes son los destinatarios de esa referencia. Sin embargo, no es demasiado aventurado suponer que tal supuesto “exceso de ideología” en la pesquisa y el discurso acerca de la Comunicación se daría en determinados autores situados en la izquierda del espectro ideológico, aquellos que suelen hacer expresa alusión a la cuestión ideológica, además de a menudo explicitar cuál es su propio punto de vista.

Lo primero, desde una perspectiva histórica, es señalar que desde los años 90 hasta el final de la primera década de este siglo, cuando podemos fechar arbitrariamente el cierre del predominio culturalista, la realidad ha sido exactamente la contraria, y es punto que resulta importante destacar. En una sociedad en que comenzaban a plantearse flagrantes contradicciones políticas entre gobiernos posliberales y el establishment de varios países latinoamericanos (ejemplarmente en la Venezuela de Chávez, Brasil con Lula, Argentina con los Kirchner, Ecuador con Correa, Bolivia con Evo Morales, y algunos otros casos con menos antagonismo) la mayoría de la pesquisa comunicológica caminaba todavía por el análisis de identidades, tradiciones, hibrideces culturales y parecidos rubros muy alejados de las temáticas propiamente políticas, tanto como de las ligadas —más en general— a la propalación y recepción de mensajes.

En tiempos en que las sociedades sostenían debates fuertemente cargados de impronta ideológica, las carreras de Comunicación hablaban de temas totalmente alejados de dichos debates, en los que, por cierto, se jugaba buena parte del destino histórico de pueblos que lograron, durante esos años, mejorar su participación en la renta nacional, superar sus condiciones sempiternas de hambre y acceder a derechos previamente negados o desconocidos.

Además de esta situación, que en algunos casos puede ser entendida como banalización temática en tiempos en que la lucha comunicacional se jugaba —y se sigue jugando— al todo o nada dentro de una guerra mediática que, en el caso argentino, alcanza límites apocalípticos y alarmantes, cabe también hacer una reflexión epistémica respecto de qué podría entenderse como “sobreideologización”.

Por supuesto que son conocidos los cuasi-panfletos que cierta izquierda suele proponer como “denuncia permanente”, la cual a menudo se ahorra el trabajo de estudiar la situación concreta con sus concretos detalles. Sospechamos que ese es el blanco de la referencia a la supuesta sobreideologización. Pero en verdad, muy poco de ello hemos hallado en la producción de la disciplina durante las últimas décadas. Mucho en cambio hemos encontrado de estudios acerca de culturas juveniles o estudiantiles, bandas de migrantes, etc., que guardarían interés si no fueran desgajadas de los factores socioeconómicos y políticos estructurales que las condicionan.

Para explicitarlo mejor, la ideología no está ausente de ningún discurso, es “un nivel de la significación” presente en todos los enunciados, relativo a la implícita —y a veces expresa— valoración que se hace de cuál es una sociedad deseable, y cuál el tipo de modelo organizativo que la haría aceptable. No solo es ideológico aquel enunciado que habla acerca de modelos de sociedad, sino lo es cualquier enunciado, pues el hecho mismo de elegir emitir un enunciado y no otro, implica valoraciones acerca de qué es lo importante, qué lo deseable y qué lo desechable.

Siendo así, es confusa la idea de que haya habido sobreideologización en tiempos en que —si nos ceñimos solo a la explícita mención de lo ideológico y los modelos sociales— el espacio de la Comunicación estuvo más cercano al silenciamiento de estos temas, que a su explícita asunción.

Si hubo ideologización —y no cabe dudas de que así fue—, ocurrió en un sentido opuesto a aquel en que se la suele aludir. La ideología nunca está tan presente como cuando no se explicita como tal. Nunca una ideología es tan eficaz como cuando se disimula, porque en ese caso parece que “las cosas hablaran de por sí”, que los discursos (que siempre e inevitablemente tienen una perspectiva) no fueran perspectivizados, sino operaran como una especie de espejo de lo real, una imposible “descripción pura” que, apareciendo como tal, alcanza fuerte verosimilitud.

Nada más ideológico que los discursos que se pretenden a-ideológicos, entonces. Porque, cuando un autor asume ideologías críticas, queda “denunciado” de antemano: debe separarse del sentido común dominante y —por ello— debe asumir como inevitable expresar su propia ideología. En cambio, la ideología dominante, simplemente sanciona como válido “lo que está”. Por ello, no necesita explicitarse: basta con hacer descripción de lo que hay, y mostrarlo como que es fatalmente así. Se estaría siendo fiel a las cosas y los hechos, se estaría siendo “objetivo” como modo de imponer lo dominante sin que aparezca evidenciado como tal.

Por ello, es contribución al pensamiento crítico en el campo dar la bienvenida a que las ideologías se expresen. Cuando estén presentes y no den razón de sí mismas —como es casi siempre con la ideología hegemónica— al menos quepa la advertencia de que estamos ante los discursos ideológicos por excelencia: los que esconden sus condiciones de producción y se presentan entonces no como un producto social, el efecto de una construcción, sino como un “reflejo natural” del mundo, como una descripción aséptica y objetiva.

Un campo en consolidación

También se alude a la existencia de una consolidación académica del campo (Gándara et al., 2021, p. 281 y ss.), y efectivamente ella se ha ido estableciendo. Las revistas especializadas, los múltiples congresos (a veces demasiados, si se compara con otras disciplinas o se advierte cuánto de novedoso se ha producido), la aparición de los posgrados, así lo muestran.

En esto se han cruzado dos situaciones: una, la consolidación “natural” del campo en su desarrollo temporal, con el aumento del número de sus investigadores y de sus posgraduados. Otra, la creciente exigencia planteada desde los organismos de evaluación académica, que cada vez más han puesto la mira sobre carreras, universidades, facultades, incluso sobre revistas, obligando a ciertos estándares que sin dudas cada vez son discutibles, pero que en abstracto y en su aplicación general resultan necesarios.

Contra lo que ciertas lecturas hacen de las reformas universitarias regionales que han incluido los procesos sistemáticos de evaluación, ellos resultan positivos. Si no existieran tales procesos tendríamos universidades sin calidad para ser tales, posgrados dirigidos por personas que no saben lo que es pisar un aula de posgrado, revistas que se autocalifican como serias sin que respondan a ningún criterio exterior de valoración. Seguramente los concretos procesos de evaluación universitaria son pasibles de múltiples defectos y limitaciones, pero defender el retorno a un pasado romantizado donde cada cual hacía a su manera sin control externo, no parece razonable. Esa falta de vigilancia implicaba largos estadios de improductividad, muchísimos docentes sin estudios de posgrado, carreras que no cumplían con las mínimas exigencias de actualización curricular o de graduación de sus docentes.

Lo cierto es que, en este cruce de procesos, la Comunicación ha hallado esta posibilidad de consolidación. Un proceso que es valioso en el aumento de los posgrados, al cual hay quienes se refieren de manera negativa (Gándara et al., 2021, p. 285).

Potenciar los posgrados no es rebajar el valor de los estudios de grado. Por el contrario: si los docentes de grado han estudiado posgrados, pueden mejorar la calidad de esos estudios. Pueden estar más actualizados, y disponer mejores recursos de conocimiento a la hora de su ejercicio de la docencia.

Dado que Comunicación es carrera fuertemente profesionalista, el porcentaje de sus estudiantes que se dedicarán a la investigación resulta bajo, comparado a Sociología o Antropología. Los posgrados cumplen una necesaria y doble función: es cantera de mejora en los estudios de grado, y a la vez es el espacio específico de formación de quienes quieran dedicarse a la investigación y la profesión académica.

Entendemos menos, en cambio, la idea de que estuviera “burocratizado” el campo: por supuesto que hay consolidación de los sitiales en las universidades y centros de investigación, lo cual ofrece seguridades y comodidades que en los iniciales tiempos heroicos eran difíciles de encontrar. La cantidad de estudiantes, por un lado, la renovación vertiginosa de las tecnologías de la información, por otro, más los procesos crecientes de control y evaluación académica, hacen que una efectiva burocratización no sea demasiado plausible. Poco espacio queda hoy para el quietismo y la molicie.

Tampoco advertimos que haya gran peso del mercado y de los centros privados de investigación. Claro que existen, y en un área como Comunicación institucional alcanzan proporción importante. Pero ello se da más en cuanto a la actividad profesional que a la investigación, esta última sigue trabajándose prioritariamente en las universidades, y basta repasar las temáticas dominantes en los congresos y reuniones académicas para advertir que la agenda sigue siendo prioritariamente la fijada por la discusión conceptual, por encima de las urgencias de las tecnologías y el mercado.

No encontramos que las temáticas respondan a las de las discusiones que se hacen en el capitalismo avanzado, ya sea en Europa o en los Estados Unidos (González-Same et al., p. 438 y 440). Más bien lo contrario: puede decirse que es muy escaso el conocimiento que se tiene de los autores y las tendencias que no se desarrollan en América Latina. No hay mayores citas y referencias de dichos autores, incluso la circulación física de aquellos científicos –previo a la pandemia- es escasa en el subcontinente. Hay que destacar que existe una especie de “desenganche” entre la discusión latinoamericana y la del resto del mundo, en buena medida dada por las muy diferentes condiciones sociopolíticas existentes, que llevan a que sean otras las urgencias y realidades que atender.

Por ello, no parece deseable la idea de penetrar en las bibliografías y las temáticas del capitalismo avanzado (Glez.-Santé et al., p.441). Por ahora, se advierte muchos problemas por diversidad de idiomas y enorme disimetría del poder académico, como para que la producción latinoamericana alcance peso planetario. Además, no estamos seguros de que ello fuera fructuoso, cuando aún las temáticas locales por atender —no suficientemente trabajadas— siguen siendo de relevancia.

Se ha aludido a la posibilidad de superar la fragmentación apelando a la configuración de los campos a escala nacional, para luego “ascender” a una condición regional latinoamericana (Fuentes Navarro, 2014, p. 16). No nos parece un camino fecundo. Atendemos a cuánto de la fragmentación resulta inevitable por razones epistémicas, y a la vez a que cuando hubo menos fragmentación, fue cuando más estéril pudo ser el trabajo (periodo de la predominancia cultural). Además de ello, en el ámbito operativo, el campo siempre se configuró como latinoamericano, no como campos nacionales diferenciados o previos: los grandes hitos de construcción (Ciespal, Alaic, Felafacs) son de corte regional, así ha funcionado el campo, tanto en tiempos de globalización como en los previos.

Recuerdos del presente: esbozos críticos

¿Cuál es la fragmentación que hallamos hoy? La que se da por desaparición de la hegemonía del culturalismo, y por ello en la fuerte apertura temática que se advierte en cualquier congreso de la especialidad. Hay ahora múltiples cuestiones en juego: posverdad, redes sociales, recepción de medios tradicionales, procesos de convergencia intertecnológicos, comunicación y política, propiedad de los medios, comunicación popular en múltiples formas, comunicación y género, las etnias afrodescendientes e indígenas y su representación social, los ambientalismos y sus discursividades, entre muchas otras áreas temáticas.

Como ya hemos aludido, no creemos que deba lamentarse tal fragmentación: es inevitable en Ciencias Sociales —no paradigmáticas—, y más en aquellas que se configuran con relación a otras disciplinas preexistentes, como es el caso de Comunicación (sin que ello limite sus posibilidades de hallar puntos de vista propios, combinaciones nuevas y diseños conceptuales originales). De tal manera, la variedad temática no sería inconveniente, siempre que: 1. Se cubra todos —o al menos la mayoría— de los espacios conceptuales que son socialmente importantes y tengan que ver con lo comunicativo; 2. Que no existan desarrollos que sean superfluos, por poco relevantes o porque resulten ajenos a la pertinencia temática de Comunicación.

Parece importante destacar al menos dos de estos espacios temáticos relevantes. Ello, porque tienen que ver con la emergencia de gobiernos popular-democráticos en América Latina: en enero de 2022 podemos hablar de Bolivia, Perú, México, Argentina. Ya están elegidos presidentes progresistas en Chile, Honduras y Colombia. Hay situaciones contenciosas en Venezuela y Nicaragua, pero al margen de cómo se las considere, es cierto que no están ocupadas por gobiernos al servicio de la geopolítica del Norte. Lula podría ganar próximamente en Brasil. En esta “segunda ola” de gobiernos populares tras los de la primera década del siglo, la confrontación ideológica y política es enorme, y el uso de las herramientas mediáticas y de redes sociales es tan grande, que ha llegado a incluir a periodistas y medios en actividades ligadas al espionaje y el armado de causas judiciales.

En vigencia de esta situación, la pasividad de las carreras de Comunicación se haría poco justificable. Afortunadamente no se da, o al menos no del todo: se percibe el retorno del espíritu crítico en algunas tendencias de investigación con presencia creciente.

Una es la que en Argentina han popularizado Becerra y Mastrini (2009) en torno de la concentración en la propiedad de los medios. Es un tipo de estudio altamente necesario y que no siempre se realiza, dado el proceso de pesquisa que exige. Desnudar los tentáculos del poder mediático en la región, de grupos como Clarín en Argentina, Rede Globo en Brasil o Televisa en México, es altamente necesario para romper la ingenuidad con la cual a veces se remite a pensar sobre la libertad de prensa, sin que se advierta en cuánto algunos son dueños únicos de la palabra, y otros —muchísimos más— depositarios de los significados que aquellos privilegiados deciden que les lleguen, según su propio formato, diseño y direccionalidad ideológica.

El otro espacio es el referido a la discusión sobre los medios y su relación con los gobiernos populares y progresistas, relación de belicosidad abierta en algunos casos y más solapada en otros, pero siempre existente. Hay estudios detallados al respecto (Cerbino et al., 2016), donde ha podido mostrarse meticulosamente los modos en que dueños de medios no elegidos por nadie se erigen en emisores casi únicos del discurso político, y estudiarse qué logros y limitaciones puede sostener un cierto discurso oficial para oponérseles.

En esta temática, por supuesto, la discusión es fuerte. También hay posiciones que se han pretendido matizadas, si bien privilegian la llamada libertad de prensa ejercida desde los medios (Waisboard, 2014), e incluso aquellas que suponen —con poca empiria respaldatoria— que los periodistas son mediadores que están autonomizados de las posiciones de los propietarios de los medios, y que dentro de una situación de confrontación generalizada, ellos podrían ejercitar una poco plausible libertad de elección: ello, redactado desde una clara toma de partido ideológico en favor del establishment (Amado, 2014).

En todo caso resulta insuficiente hasta la fecha lo realizado desde las carreras de Comunicación y las federaciones respectivas, con relación a los niveles de distorsión de rol que muchos medios operan hoy en el subcontinente, en abierta campaña de oposición política contra gobiernos que pudieran poner algún límite al ejercicio del neoliberalismo privatista. Quizá la falta de poder de los académicos frente a los conglomerados mediáticos explique esta reacción todavía germinal.

También puede aludirse a lo que se ha denominado una isegoría propia de estos nuevos tiempos (Zalazar et al., 2020). Allí, más que a los nuevos gobiernos se alude a los nuevos espacios civiles de organización y representación, como son los movimientos sociales, cuya sempiterna dificultad de comprensión para con la política en su sentido restringido (como lucha por el poder del Estado) es conocida, incomprensión que también sucede desde la política hacia ellos. Ese es un tema que desborda al de este artículo, central para la Politología latinoamericana de la hora. Lo cierto es que habría llegado por fin el momento para la toma de la palabra por indígenas, mujeres, trans, ecologistas variados y variadas.

Es cierto, como allí se ha señalado, que han aparecido espacios de representación antes ausentes, asunción de derechos que estaban congelados, acceso a la palabra para los que no la tenían.

Está allí lo dado a celebrar dentro de esos procesos. Algunos, han llegado a la academia de la mano de autores que no son indígenas, ni actores directos de tales procesos: se alude por ejemplo a los casos reconocidos de los escritores decoloniales y de Boaventura de Sousa Santos.

En el caso de los primeros, se trata de una línea que se ha hecho hoy tan hegemónica en las Ciencias Sociales como lo fueran los Estudios Culturales en su momento, y por parecidas razones. Al margen de sus problemas para insertarse en la lógica política concreta de los procesos populares latinoamericanos en curso, han puesto en evidencia el peso colonial de Europa, y lo mucho que hay para rescatar del mundo prehispánico. Pero a la vez han producido una idealización de aquel pasado —y de las culturas indígenas actuales— que no pudo ser producido sino por blancos, ajenos a la cotidianeidad de esas culturas.

En el caso de Boaventura, ha pergeñado muchas ideas nuevas para pensar la emancipación, pero a la vez promovido una especie de “tierra arrasada” con respecto a la larga experiencia previa acumulada para ello, junto a cierta falta de precisión sobre los criterios de validez en torno a la asunción de los saberes populares.

No está de más advertir que los autores decoloniales (excepto Enrique Dussel, si se lo incluye entre ellos) al igual que Boaventura, repiten el gesto de rechazar al marxismo. Esto plantea sus problemas para cualquier pensamiento crítico: porque a la fecha, el marxismo sigue siendo una pieza teórica central en la disección de los mecanismos del capitalismo. De modo que la advertencia que sirve para el conjunto de las Ciencias Sociales, sirve en este caso para Comunicación: el marxismo no es condición suficiente de la crítica social hoy, pero sí es condición necesaria. Es de lamentar que autores que están sentados sobre los hombros de la crítica implacable que Marx hiciera del capitalismo en su momento, crean tan fácil el expediente de quitarlo ahora de toda vigencia.

Como se advierte de lo dicho, el resurgimiento de lo crítico está lejos de ser prístino en este periodo posterior a la colonización de Comunicación por los estudios sobre cultura. Pero es claro que lo crítico no está ausente, y que se da la ocasión para una profundización de líneas y temáticas que pueden acompañar momentos políticamente cruciales para los pueblos latinoamericanos.

Referencias bibliográficas

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