Lecciones después de las batallas

POR JUAN DIEGO GARCÍA

En la batalla electoral en Ecuador se ha registrado una derrota  de las fuerzas populares. Pero una derrota parcial pues la izquierda tiene una representación suficiente en el parlamento como para obligar al nuevo presidente a buscar pactos en asuntos claves. En Perú el escenario es bastante incierto y nada asegura un resultado positivo para la izquierda en la segunda vuelta; el escenario electoral no podría ser más complicado y no lo será menos para el gobierno que salga electo dada la enorme dispersión de las fuerzas parlamentarias. En Ecuador debe destacarse como causa principal de la derrota la división de las fuerzas populares que habían ganado con un margen amplio la primera vuelta pero fueron divididas a la segunda dando así una gran ventaja a la derecha. La división en la izquierda y las desavenencias con un sector importante del movimiento indígena, junto a otros factores como la incertidumbre en importantes sectores respecto a la política y al gobierno en general motivado por la torpe gestión de la pandemia  provocaron una abstención amplia que facilitó igualmente el triunfo de la derecha, más disciplinada y organizada que los sectores populares. Las divisiones en el seno de la izquierda, así como que los roces entre ésta y ciertos movimientos populares afectan también al gobierno progresista de Bolivia permitiendo a la derecha varios avances importantes en las recientes elecciones municipales; no está en riesgo el gobierno pero esas divisiones debilitan el proyecto progresista y dan alientos a una derecha bastante racista y agresiva en extremo, que no duda en hacer abierto uso de la violencia para conseguir sus fines. Sin duda que en este contexto gana enorme importancia la reforma de las fuerzas armadas, uno de los principales instrumentos de la derecha.

Los gobiernos progresistas de México y Argentina tampoco tienen un horizonte despejado. Aunque cuentan con un apoyo popular suficiente experimentan presiones crecientes de sectores populares nada desdeñables. Los indígenas en México y los mapuches en Argentina  se oponen abiertamente a proyectos gubernamentales que en su opinión vulneran derechos fundamentales. También se manifiesta un cierto descontento de sectores urbanos que exigen medidas más contundentes al menos en armonía con las promesas electorales. Unas reivindicaciones que se consideran no solo legítimas y necesarias sino también realistas si existe voluntad política para satisfacerlas. Cuestiones como la violencia y la inseguridad cotidianas, la política laboral, la gestión de la deuda externa y otras similares están generando descontento en importantes sectores sociales que han  sido claves para las victorias de Fernández y López Obrador. En Brasil Lula afianza su candidatura presidencial para las próximas elecciones (2022) después de que se haya confirmado su inocencia por la mayor instancia jurídica del país; sin embargo, permanecen las divisiones en el campo de la izquierda y a pesar del enorme deterioro de Bolsonaro la derecha sigue siendo muy fuerte y aunque no consiguiera ganar a Lula en las elecciones si mantiene un poder muy amplio en las instancias parlamentarias y judiciales y, por descontado, cuenta con  el decisivo apoyo de los cuarteles. En Chile, próximo a cambiar su constitución, el juego es igualmente incierto y las fuerzas populares parecen estar afectadas por debilidades similares a las del resto del continente: divisiones internas y falta de una vanguardia de suficiente solidez.

En Colombia la distancia entre el frente de la izquierda y los grupos del llamado centro progresista (eufemismo con que se disfraza la derecha colombiana)  parece repetir ahora el mismo escenario que llevó a la extrema derecha  al gobierno en las anteriores elecciones. Porque sumadas la izquierda y el centro era posible –y lo sigue siendo hoy, ya en plena campaña electoral para 2022- alcanzar una mayoría suficiente para reformar el sistema, tan amplia y profundamente como la correlación de fuerzas lo permita. Un gobierno de centro-izquierda podría echar fundamentos firmes para superar el conflicto armado y abrir márgenes para avances posteriores en otros ámbitos, lo que no es poco. Pero aquí también se registran divisiones difíciles de superar en la izquierda, no menos que en el mismo centro que oscila entre tendencias democráticas y nacionalistas (partidarios de reformar ampliamente el sistema actual) y quienes desean mantener lo fundamental del neoliberalismo introduciendo cambios menores tanto en lo interno como en la política exterior del país.

En este contexto parece pertinente reflexionar sobre las enseñanzas que dejan cuatro grandes procesos de cambio del siglo pasado: Rusia, China, México y Cuba. Resulta evidente que en todos ellos se registra un elemento indispensable sin el cual esas revoluciones no hubieran tenido éxito: la existencia de una organización política de suficiente entidad (una vanguardia, si se quiere hacer uso del término clásico) capaz de gestionar debidamente ese empuje popular que siempre se manifiesta de forma casi espontánea, y que es fruto de situaciones muy críticas que desbordan las instituciones y ponen en evidencia la necesidad de su cambio radical (es decir, cambios que vayan a la raíz del problema). Una organización que no solo recoge el clamor de las mayorías sociales descontentas, lo sintetiza y lo convierte en un programa de gobierno, sino que lo traduce en esas consignas movilizadoras que expresan en dos palabras la necesidad del cambio y su sentido más íntimo. Una forma organizativa (un partido, un frente amplio, según el caso) que esté en capacidad de indicar los rumbos adecuados y el momento preciso en que se debe emprender el asalto a los cielos. Esa parece ser al menos la enseñanza de las grandes revoluciones que cambiaron el mundo. En el continente americano, por su parte, se destacan dos grandes acontecimientos que han marcado la historia: la revolución mexicana de principios del siglo y la revolución cubana de 1959. En México la movilización espontánea de la mayoría campesina del país condujo a la victoria popular, que devino luego en un partido centralizado y fuerte, impulsor de las mayores reformas conocidas hasta entonces en la región. En Cuba, la resistencia campesina guiada por una pequeña elite de intelectuales consigue finalmente el apoyo urbano que le permite al movimiento 26 de Julio derrotar a la dictadura y empezar la construcción de un proyecto muy ambicioso que se ha propuesto nada menos echar las bases de un orden esencialmente nuevo superando el capitalismo.

Estos procesos de cambio muestran entonces una exitosa coordinación entre las fuerzas espontáneas de los movimientos populares y las formas de la organización que juega el papel de vanguardia del movimiento popular. La espontaneidad aporta la fuerza, el vigor y la valentía  necesarias pero que solas no son suficientes. La organización resulta ser un factor indispensable, impuesta por la complejidad del mundo moderno; es pues un factor indispensable, necesario  si consigue jugar el rol que le corresponde en los procesos sociales de la modernidad. La sola espontaneidad, sin el factor de la organización –el partido- está plena de heroísmo y del mayor romanticismo que pueda imaginarse pero resulta ineficaz para tener éxito en el entramado complejo del capitalismo y del mundo urbanizado.