La UE en perspectiva

POR JUAN DIEGO GARCÍA

El conjunto de los países que conforman la Unión Europea (UE) se caracteriza por el alto nivel de vida de sus poblaciones y por unos regímenes políticos de democracia burguesa bastante consolidada, a pesar de los deterioros del Estado del Bienestar que ha traído consigo la implantación de políticas neoliberales en los años recientes. Como tercera potencia mundial, la UE enfrenta sin embargo desafíos nada desdeñables que hasta pueden comprometer el proyecto de unificación más exitoso de las décadas pasadas.

El primer problema es precisamente el abandono más o menos amplio (depende de cada país) del ideario original que en tantos aspectos se caracterizaba por políticas de corte keynesiano, las mismas que precisamente explican el éxito de una unión de naciones basada en un bienestar generalizado de la población y la ausencia de conflictos bélicos y de otro orden que tanto afectaron al Viejo Continente durante la primera mitad del siglo pasado. La llamada “americanización” (sobre todo de las relaciones laborales) ha desdibujado el ideal original de la Unión con el cual se buscaba un desarrollo menos desigual entre países y regiones y el mejoramiento general del nivel de vida. Buena parte de los actuales conflictos sociales y políticos tiene su origen precisamente en estas políticas neoliberales. La UE de hoy tiene cada día menos que ver con el ideal de paz y bienestar de sus fundadores.

En segundo lugar, y como consecuencia directa de lo anterior, se produce en los años recientes y hoy de manera bastante marcada un debilitamiento del tejido político con la crisis profunda de los partidos tradicionales que son precisamente los agentes principales del proyecto europeo: la socialdemocracia y la democracia cristiana, representando respectivamente a las fuerzas del trabajo y del capital (el grande y el pequeño) en una alianza que hoy apenas se manifiesta. Los grandes partidos ya no mantienen su hegemonía del pasado y ven crecer desde la periferia social y desde sus propias filas a partidos nuevos, a movimientos contestatarios desde la izquierda y desde la derecha. Los socialdemócratas intentan acercar a las nuevas izquierdas a pactos puntuales que garanticen gobiernos de un keynesianismo ahora bastante moderado mientras los socialcristianos al tiempo que condenan de dientes para afuera a las nuevas formaciones de la ultraderecha buscan tanto apropiarse de parte de su discurso como atraerlos a algún  tipo de alianza que garantice su permanencia en los gobiernos.

Pero seguramente el fenómeno más inquietante es el resurgimiento del fascismo social y político en variadas formas, desde abiertas proclamas xenófobas y racistas hasta discursos que apenas consiguen ocultar simpatías considerables con los fascismos de antaño: loas a la figura de Hitler, de Mussolini o de Franco o participación directa o indirecta en gobiernos de partidos sucesores de aquellos que en su día colaboraron con el invasor nazi en la Europa del Este (el caso de Ucrania no es el único). El nuevo fascismo por ahora no está en condiciones de gobernar en solitario en ningún país de la UE; sin embargo, tampoco Hitler contaba con mayorías suficientes para asumir la Cancillería pero aprovechó la enorme dispersión de las fuerzas democráticas en el Reichstag para hacerse con el poder. No es un fenómeno particular de Europa pero eso no hace más incrementar el peligro.

El descontento social originado en la vida cotidiana de las mayorías sociales por el deterioro del Estado del Bienestar y las crisis recurrentes del sistema  -y este es un tercer problema- son caldo de cultivo muy eficaz para la aparición en ciertos colectivos de manifestaciones de xenofobia y de racismo, así como de un nacionalismo excluyente que pone en duda la misma existencia de la UE. La salida del Reino Unido no es el único caso que afecta al proyecto de la UE. La extrema derecha en general rechaza la Unión y los separatismos proliferan más que nunca antes: Cataluña y Euskadi (País Vasco) en España, la llamada Liga Norte en Italia, los movimientos separatistas en Baviera, Alemania, los sentimientos anti-franceses en algunas regiones de Francia (Córcega), los intentos de independencia de Escocia, Reino Unido, a los que debe agregarse el nunca resuelto problema de Irlanda de Norte que avivan los sentimientos de retorno a Irlanda; y no menos grave, los enormes problemas actuales en Ucrania, con dos regiones de hecho independientes y la pérdida de Crimea (que entre otros detalles, jamás fue territorio ucraniano; fue “regalada” por Stalin en el siglo pasado y ahora retorna a Rusia). No es pues tranquilizador el panorama de la UE en el aspecto político ni tampoco en el social, con resurgimiento de tendencias patológicas que se creían plenamente superadas. Entre otras cosas, el proyecto de la UE se impulsó para superar el fascismo, la guerra, las crisis recurrentes del capitalismo y para fomentar una mejora considerable del nivel de vida de las mayorías sociales. Todo eso está en riesgo de perderse o al menos de deteriorarse de forma preocupante.

El Viejo Continente para muchos en el planeta también está dejando de ser referente de paz y de armonía entre las naciones, no solo por sus problemas internos sino –y de forma bastante importante-por su rol en el escenario mundial. A excepción de algunos países que siguen siendo promotores de la paz mundial (Noruega, Suiza o Suecia, en particular), el resto apuesta por el conflicto de forma abierta o solapada, subiéndose al carro bélico de Estados Unidos de forma directa de la través de la OTAN, y no solo en conflictos que le afectan sino en otros que no le afectan de forma directa; más aún, comprometiéndose con Washington en otros conflictos que terminan por perjudicarle. Acompañar a Estados Unidos en sus aventuras bélicas en Europa, África, Asia o Latinoamérica (caso de Venezuela) para nada beneficia a la UE. China y Rusia son dos socios claves de los europeos (Rusia, sobre todo, por su misma ubicación) y en poco o nada se benefician los intereses europeos apoyando guerras, bloqueos comerciales, hostigamientos o agresiones directas de Estados Unidos por doquier.

La vieja idea del general Charles De Gaulle de impulsar un mecanismo europeo de defensa al margen de la OTAN ha sido abandonada, si no completamente, si en los hechos aunque en ciertos momentos se manifiestan algunas formas de desacuerdo con Washington que sin embargo no anulan ni debilitan los múltiples vínculos que atan a Europa al carro de guerra de los estadounidenses. Las pequeñas molestias de la UE frente a los continuos exabruptos de la Administración de Trump tan solo muestran las debilidades del EU en su política exterior y constituyen un desafío para las fuerza de la izquierda en el Viejo Continente que, a la par de defender el Estado del Bienestar (ya no se habla siquiera de proponer alternativas al capitalismo) deberían retomar al menos la idea del general francés y volver a posiciones más acordes con los intereses estratégicos de la UE. No se debe olvidar que en este juego de potencias los Estados Unidos no tiene amigos sino intereses, algo que debería inspirar igualmente a los dirigentes europeos.