La construcción del orden político pos-independencia en América Latina y el Caribe

POR JUAN CARLOS GÓMEZ LEYTON

 El presente texto fue elaborado para ser presentado en el Coloquio Internacional Bicentenario Batalla de Pichincha cuyo objetivo es reflexionar en clave del presente problemáticas políticas e históricas tales como la Unión de Nuestra América, el Anticolonialismo y antiimperialismo y el Bicentenario, el desafío de la independencia. Este coloquio se realizó los días 23 y 24 de mayo. Sin embargo, inexplicables “razones burocráticas” argüidas por la línea aérea y funcionarios de migración nacionales impidieron que yo pudiera salir de Chile en dirección a Venezuela. Y asistir a este coloquio. He aquí mi contribución a dicho evento.

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Una concepción amplia de la revolución

como desarrollo estratégico

de largo alcance y de intensidad

inusitada puede ser útil,

porque es realista.

Al mismo tiempo que atempera

a los impacientes,

curte a quienes buscan con pasión

 a la no muy fácil

tarea de reconstruir

la sociedad latinoamericana.

– Orlando Fals BordaLas revoluciones inconclusas en América Latina, 1809-1968.

Obertura

La lucha por la emancipación de los pueblos y sociedades coloniales hispánicas y caribeñas se abre en 1808 con la rebelión de los esclavos de Haití y se cierra con las independencias de los Virreinatos del Perú y de México ambos en 1821. Con la derrota del ejército imperial en la Batalla de Ayacucho en 1824, en la región sudamericana, se consolida el triunfo militar del Ejército del Libertador Simón Bolívar logrado en la Batalla de Pichincha -justamente que hoy conmemoramos y celebramos su Centenario-. Hay consenso entre los analistas que dicha batalla y triunfo militar jugó un rol fundamental para el proceso emancipador de América Andina que posibilitó consolidar las independencias de la Gran Colombia, Ecuador, Chile, Argentina e incluso, Paraguay y Uruguay a las orillas del Río de la Plata. Y, sobre todo, para la existencia de Bolivia.

Con posterioridad a los triunfos militares se puso en marcha otro proceso histórico-político tan relevante como trascendental para las nuevas naciones que emergieron de la eclosión balcánica que provocó la emancipación colonial. Este se refiere a tres procesos concatenados e interrelacionados, a saber: uno, la configuración de la “nación”; dos, la conformación del Estado y tres, la constitución del regimen político que debía gobernar la revolución política que implicó el proceso emancipador. En esta ponencia nos vamos a concentrar en el análisis de la conformación y establecimiento del orden político, o sea, del regimen político.

La gran grieta abierta en la historia de las sociedades coloniales de América Latina y el Caribe constituye desde mi punto de vista, tal vez, la primera experiencia moderna que tanto las elites de poder como los pueblos van a conocer y experimentar. Sin embargo, esta fue una experiencia trunca, marcada por la frustración política que se va a experimentar en la región y, sobre todo, va a hacer abortar el proyecto bolivariano de la unidad continental.

La presente ponencia tiene como objeto realizar un breve análisis de esta cuestión partiendo de algunas preguntas previas como, por ejemplo: ¿la revolución de emancipación colonial fue una revolución moderna destinada a la instalación de la democracia liberal representativa u otro regimen moderno? ¿qué tan modernos eran los sujetos políticos que impulsaron la emancipación?

Tengo la convicción que esas preguntas son centrales para explicarse el devenir histórico político de las formaciones sociales latinoamericanas posemancipación como los problemas que la región ha tenido para superar las distintas formas de dominación que han debido soportar los pueblos hace ya un poco más de 200 años.

Las luchas por la independencia colonial: ¿una revolución moderna?  

La reflexión sobre la emancipación colonial de las sociedades de América Latina y el Caribe a inicios del siglo XIX nos remite a una problemática o una pregunta mayor de la historia, social, política y cultural de la región, en otras palabras, nos remite a la cuestión de la modernidad, especialmente, a los puntos de arranque con los distintos procesos modernización.  Es decir, a aquellos procesos que permitieron a las sociedades latinoamericanas abandonar el carácter colonial o tradicional e insertarse en la modernidad. Preguntarse cómo fue la modernización política de la región, cómo se instalaron los regímenes políticos modernos:  las democracias o los autoritarismo, Estos son regímenes políticos que pertenecen a la modernidad política que se comienza a desplegar en occidente desde el siglo XVIII-XIX en adelante y se vinculan contradictoriamente con el desarrollo del capitalismo industrial, con la formación de los estados-naciones y con la configuraciones de regímenes políticos republicanos, con la constitución de la ciudadanía, de los actores sociales y políticos modernos, y en síntesis con la conformación del sujeto político moderno.

Cabe señalar que estas nociones: democracia y autoritarismo, son palabras “raras”, pues están dotadas de un vasto campo semántico, son usadas a menudo de manera indiscriminada y, por ende, caracterizadas por aquello que bien se podría definir como una sustancial ambigüedad. Fundamentalmente, porque tanto la democracia como el autoritarismo indican al mismo tiempo un hecho (los regímenes democráticos o autoritarios como realidades históricas), un concepto (como formas de expresión de poder nueva, entre las tipologías elaboradas por el pensamiento político moderno) y una teoría (elaborada por el pensamiento teórico y político moderno y contemporáneo) que busca encontrar elementos comunes a los diversos regímenes democráticos y autoritarios que se han instalado. Por ello es posible remitirse a la teoría de la democracia como también a la teoría política del autoritarismo. Estas distintas acepciones de los términos intervienen y se mezclan a lo largo de un debate teórico, epistemológico, ideológico e inclusive metodológico, en el cual las mismas nociones asumen significados diversos dependiendo de la perspectiva analítica de quien las emplee. Esta situación es extensiva también para los otros conceptos políticos modernos que hemos señalado más arriba: modernidad, modernización, estado, ciudadanía, etcétera.

La modernidad política en América Latina y el Caribe desde el siglo XIX hasta la actualidad, presentó tanto a los actores políticos y sociales con poder como a las y los ciudadanos, dos opciones posibles de ser modernos: la opción republicana democrática o la republicana autoritaria. Es decir, para llegar a la modernidad política se podía tomar la vía democrática o la autoritaria. Este fue el dilema histórico que los actores políticos estratégicos del proceso posemancipación debieron resolver. La opción política adoptada fue por una modernidad política mixta, o sea, aquella que combina institucionalmente formas y normas democráticas con praxis, formas y normas autoritarias.

Voy a sostener en esta ponencia que las elites en el poder o del poder en las sociedades latinoamericanas y caribeñas siguieron durante el siglo XIX el camino de la modernidad autoritaria. Lo cual ha postergado la instalación de la democracia plena en la región a lo largo de estos últimos 200 años. Y, muchas veces, la democracia instalada ha sido una democracia autoritaria y bastante restringida para los pueblos y las ciudadanías. Esto ha sido, fundamentalmente, porque la primera experiencia moderna que enfrentaron las y los sujetos “americanos”, fueron las guerras de independencia, o sea, un tipo de revolución. Esta no logró ser una revolución integral que posibilitara transformar radical, drástica y profundamente las estructuras del poder social, económico y cultural de los grupos dominantes en el escenario poscolonial.

La Revolución de Independencia, o emancipación colonial no fue acompañada por la consiguiente modernización de la estructura social y económica. Dejando intactos las estructuras económicas y sociales. La emancipación fue un proceso eminentemente político. ¿Fue una revolución política que dio lugar a un proceso de modernización de las estructuras de poder? O sea, ¿de las revoluciones emancipadoras emergieron regímenes políticos modernos en la región? Consideramos, que fue una poderosa y trascendental revolución política que permitió establecer un moderno régimen político: la república, aunque no fue democrática sino autoritaria.

Efectivamente, luego de la emancipación colonial en las diversas formaciones sociales latinoamericanas emergieron formas políticas modernas: un Estado-Nación moderno, un régimen político moderno, la república; una pequeña ciudadanía política moderna, organizaciones políticas, actores sociales y políticos modernos, ideologías, ideas, mecanismos de resolución de conflictos modernos, etcétera. De manera, que con la revolución emancipadora permitió la instalación de la modernidad política en América Latina y el Caribe. Pero tuvo un carácter restrictivo, localizado en una elite de poder, excluyendo de ella por décadas a los grandes masas populares. La cuales fueron siendo integradas “gota a gota” y controlada en los diversos procesos de modernización. No obstante, esas integraciones serán relevantes para que los pueblos fueran adquiriendo consciencia política. Aunque, durante el siglo XIX y, por cierto, también, en el XX, esos procesos de integración no permitieron a pesar de ello, la instalación de la democracia.

El proceso de Independencia nacional ha tenido en la historiografía nacional, y por extensión en nuestra toma de conciencia colectiva un rol fundamental al moldear esquemas históricos culturales, como también un determinado lenguaje que ha permitido la configuración de identidades nacionales y sujetos históricos que se reconocen en esta instancia histórica, más que en otras, de igual o mayor importancia o trascendencia.  En efecto, los diversos sujetos históricos nacionales, ya sean de la elite dominante o de las clases dominadas (oligarquías, burguesías, capas medias, clases trabajadoras, campesinos, etcétera), fundan su historia en 1808-1810, es decir, se fundan así mismos en la historia de tal acontecimiento.  La Independencia, a diferencia del proceso de Conquista, no es un hecho traumático, dramático, sino todo lo contrario, es un hecho festivo, alegre, que invita a la celebración, a la fiesta.  En donde lo anterior a 1808-1810 es ocultado y negado, se busca así romper con el período colonial, es decir, se trata de negar el origen traumático, o sea, se quiere olvidar el nacimiento, 1492 para América en general, 1541 para Chile en particular.

De modo que preguntarnos a cerca del carácter del proceso de Independencia, es interrogarnos por la revolución. A nuestro entender las revoluciones son productos propios y únicos de la modernidad.  La modernidad en cierta forma no se puede explicar sin la revolución.  Es el pensamiento moderno es quien piensa e incluso acuña el concepto de revolución.  No fue acaso Copérnico en usar por primera vez el término cuando publicó su obra «De la revolución de los cuerpos celestes».  ¿No es acaso la Revolución Francesa de 1789 la expresión más acabada de la modernidad política?

La Revolución se lleva a cabo para imponer a toda la sociedad la modernidad.  Los sujetos modernos encontraron en la revolución, es decir, en el cambio social radical el instrumento adecuado para realizar el proyecto moderno.  Por dicha razón, es, que sin revolución no hay modernización y sin pensamiento moderno no es posible que se dé la revolución.

El sociólogo Barrington Moore, distingue tres grandes vías en el tránsito desde la sociedad tradicional a la sociedad moderna.  La primera, pasa por las llamadas revoluciones burguesas, que es una designación necesaria para ciertos cambios violentos que tuvieron lugar en las sociedades inglesa, francesa y norteamericana, y que los historiadores asocian con la Revolución Puritana, la Revolución Francesa y la Guerra Civil Americana.  Un rasgo clave de tales revoluciones -sostiene Moore-, es el desarrollo de un grupo social con base económica independiente que ataca los obstáculos que se oponen al desarrollo de la versión democrática del capitalismo, obstáculos heredados del pasado.  Esto significa la presencia de un sujeto histórico moderno, es decir, de una burguesía o clases ciudadanas mercantiles y artesanas capaces de levantar un proyecto político, económico y social moderno.  La clave de esta vía es que a través de grandes revoluciones y guerras civiles condujo a las sociedades tradicionales (feudales) a la combinación de capitalismo y democracia occidental, es decir, al mundo moderno.  La segunda vía, fue también capitalista, pero culminó durante el siglo XX en el fascismo.  Son el caso de Alemania y el Japón.  Calificada por Moore, como una forma capitalista y reaccionaria.  Representa un tipo de revolución desde arriba.  La tercera vía, es la que condujo al comunismo el caso de Rusia y China.  En donde el proceso revolucionario es gravitante en la destrucción del antiguo orden.  En fin, en las tres vías hacia la modernidad, lo fundamental y gravitante es la revolución y por ende la presencia de un sujeto revolucionario que es esencialmente, un sujeto moderno: la burguesía o el proletariado.

Teniendo en cuenta estas premisas, pensamos que en América la Revolución de Independencia fue un proceso inconcluso, inacabado, parcial.  Lo sucedido entre 1808-1824 fue una inflexión política, con la fuerza necesaria para abrir espacios para la constitución en un proceso de larga duración de los ingredientes propios de la modernidad: una burguesía industrial moderna que se va constituyendo a lo largo del siglo XIX y XX, que va conformando a su vez, un Estado Moderno, una burocracia estatal, de organizaciones políticas modernas, los partidos políticos, de un sistema democrático liberal, al mismo tiempo, el desarrollo del capitalismo va generando la conformación de un proletariado moderno, la clase obrera con sus propias organizaciones con una ideología política moderna, como es el pensamiento socialista marxista, capaz de postular la modernidad desde la perspectiva socialista y por ende disputarle la conducción de dicho proceso a la burguesía.  Es decir, la Revolución en América Latina y el Caribe ya sea la Burguesa o la Socialista, eran igualmente rutas conducentes a la modernidad, pero dicha problemática era propia del siglo XX y no del siglo XIX.

Postulamos que la Revolución de Independencia fue una “revolución política”. Las guerras de liberación colonial no fueron una experiencia verdaderamente decisiva para los diversos grupos sociales que controlaban las fuentes del poder ni tampoco para los grupos que carecían de ellos. Los grupos estratégicos no fueron suficientemente revolucionarios ni estuvieron tan comprometidos como para cambiar profunda y radicalmente la sociedad, con el fin de crear una sociedad verdaderamente distinta. No me estoy refiriendo a los lideres de la revolución de independencia como, por ejemplo, Bolívar, Sucre, San Martín, Artigas, O’Higgins, Morelos o Hidalgo en México, todo ellos desplazados del poder, justamente, por los grupos de poder.

La vieja estructura de valores, culturales y el sentido ritual de la sociedad colonial no fueron seriamente conmovidos.  Las ideologías y las metas de la violencia guerrera se quedaron cortas.  No hubo un impacto coherente ni masivo sobre las gentes. Por esa razón, las estructuras del pasado colonial se mantuvieron por largo tiempo hasta bien entrado el siglo XIX, e incluso durante el siglo XX, bastante firme, sobre todo en lo referente a las estructuras agrarias.  En algún sentido la guerras de liberación colonial significaron una nueva ecuación en las estructuras del poder político en la región. Diríamos que aquí encontramos la verdadera novedad histórica: la readecuación entre las formas tradicionales coloniales modificadas relativamente por las Reformas borbónicas, con las formas republicanas o liberales de un sujeto político pre-republicano.

Como he sostenido la revolución de independencia fue una revolución política, pero que en el periodo pos-emancipador se liberó de sus ropajes liberales anglo-sajones y se vistió con los ropajes del fisiocratismo francés, el cual influyó decisivamente para que las elites en el poder encargadas de construir el régimen republicano expropiarán los elementos centrales de la modernidad política, especialmente, sus elementos liberales y democráticos, especialmente, el ejercicio de la soberanía popular.

Las revoluciones, no son simples cambios, no pueden ser identificadas con las transformaciones que operan en la forma de gobierno de una sociedad determinada, ni con el ciclo ordenado y recurrente dentro del cual transcurren los asuntos humanos, debido a la inclinación del hombre para ir de un extremo a otro.  Las revoluciones modernas no tienen nada en común con la mutatio rerum de la historia romana, o con las luchas civiles que perturbaba la vida de las polis griegas.

Las revoluciones modernas se distinguen de aquellos movimientos por una característica nueva, de una problemática típicamente moderna, la cuestión social.  El conflicto social, producto de los problemas sociales, generados por el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas, comenzaron a desempeñar un papel revolucionario solamente cuando, en la era Moderna, y no antes, los hombres empezaron a dudar de que la pobreza sea inherente a la condición humana, cuando se comenzó a cuestionar seriamente la desigualdad social, ¿o sea la distinción entre ‘ricos’ y ‘pobres’?  De manera, que la revolución es fundamentalmente subversiva, busca trastocar, alterar profundamente el antiguo orden social.

El concepto moderno de Revolución supone la idea manifiesta de que el curso de la historia comienza de nuevo, que una historia totalmente nueva, una historia ignota está a punto de desplegarse. De modo que, la revolución trae a primer plano, es un modo peculiar de experiencia vital, es la experiencia de sentirse libre.  El hombre es su libertad desplegada al máximo de sus potencialidades durante el proceso revolucionario tiene la capacidad de comenzar algo nuevo, es decir, de experimentar con la historia.  Esto a su vez supone en el hombre, en el sujeto revolucionario una capacidad para la novedad y la aventura.  Dos rasgos característicos, que, según Marshall Berman, posee el ser moderno.  La modernidad es justamente dicha experiencia vital, o sea:

«es encontrarse en un ambiente que promete aventuras, poder, alegría, desarrollo, transformación de uno mismo y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que conocemos, todo lo que somos.  Los ambientes y las experiencias modernas traspasan todas las fronteras de la geografía y de las etnias, de las clases y de las nacionalidades, de las religiones y las ideologías: en este sentido se puede decir que la modernidad une a toda la humanidad.  Pero se trata de una unidad paradójica, unidad de desunión: nos introduce a todos en un remolino y contradicción, de ambigüedad y de angustia perpetuas.  Ser moderno es formar parte de un mundo en el que, como dijo Marx ‘todo lo que es sólido se evapora en el aire».

En otras palabras, ser moderno supone ser revolucionario.

Estamos convencidos que el proceso histórico de 1808-1824, no tuvo dichas características, no fue una experiencia vital, transformadora, para todos los hombres como mujeres de la época. Su principal consecuencia, por cierto, fue sacudirse el dominio de un imperio trasatlántico, más que promover una reconstrucción drástica de la sociedad. Fue una revolución moderna, pero una revolución trunca, es decir, no fueron revoluciones económicas ni revoluciones sociales, dejaron subsistir, incluso reforzaron las estructuras tradicionales del poder, manteniendo en muchos lugares del Continente la dominación de los grupos sociales que controlaban todo y que en el período anterior habían facilitado la explotación de los pueblos.

Dicho proceso, por lo tanto, no desembocó en la «gran transformación», en la consolidación y expansión de la sociedad moderna y/o del modo de producción capitalista. La sociedad siguió siendo señorial y hacendal.  Es decir, no se produjo la instauración de la modernidad.  No obstante, tuvo la capacidad y la potencia política de abrir espacios para una modernización controlada desde arriba.  Abrió paso a un modernismo parcial, frágil y centrado en un grupo pequeño de elementos de la elites dominantes. Con esto quiero señalar que los hombres del siglo XIX con la total exclusión de las mujeres, especialmente, los miembros de la elite dominante: las denominadas aristocracias, oligarquías, no aprendieron a «anhelar el cambio: no sólo a estar abiertos a los cambios en su vida personal y social, sino a exigirlos políticamente, a buscarlos activamente y a provocarlos.  No estuvieron dispuestos a no añorar nostálgicamente a las ‘relaciones fijas y congeladas’ de un pasado real o imaginario, sino a deleitarse con la movilidad, a esforzarse por la renovación, a buscar futuros desarrollos en sus condiciones de vida y en sus relaciones con sus semejantes». No lo hicieron, buscaron por todos los mecanismos posibles conservar todo lo anterior.

En toda América Latina y Caribe, el orden político que se establece en las nuevos países fue de carácter conservador y autoritario. Pero, a pesar de su conservadurismo ese orden político fue, en mi parecer, un orden político: moderno. De ninguna manera fue la restauración en lo político de las formas de gobierno monárquicas, aunque, los presidencialismos fuertes, la emergencias de los caudillos y dictadores, se vistieron con los “oropeles” de la vieja monarquía. Pero, paradojalmente, en esa estructura de poder la “modernidad política” democrática se abrió paso para estallar en múltiples movimiento democráticos hacia fines del siglo XIX.

El Nuevo Orden Político: no fue liberal sino fisiocrático

Los elementos tanto institucionales como teóricos para el nuevo orden político parte de la clase dominante son extraídos o tomados del despotismo ilustrado y del reformismo borbón. En efecto, durante toda la última mitad del siglo XVIII va a surgir lo que el historiador argentino José Carlos Chiaramonte ha denominado: la Crítica Ilustrada de la realidad por parte de las elites coloniales. Tal crítica permite que se constituyan ciertas formas de transición hacia el nuevo pensamiento moderno en el seno de la cultura política colonial.  El pensamiento ilustrado de un Manuel de Salas, de Anselmo de la Cruz entre otros en Chile, por ejemplo, no surge de forma anti metropolitana y libre pensadora que adquirirá en vísperas de la Independencia.  Existen pasos previos, representados por peninsulares o criollos generalmente fieles a las monarquías y a la Iglesia Católica.

Es a partir de ese pensamiento crítico, pero no subversivo, que la elite colonial, los criollos comienzan a repensar el sistema político.  De allí entonces que sea posible sostener también que la Independencia, o mejor dicho el proceso emancipador, sea un quiebre, pero un quiebre únicamente en el ámbito político, aunque con un potencial dinamizador respecto a otras áreas.

Durante el siglo XVIII, los grupos ilustrados de las colonias españolas, algunos, por cierto, tomaron conciencia de sus intereses y de su autonomía.  Se dieron cuenta que el sistema español era incapaz de satisfacerlos.  Buscaron un nuevo sistema ideológico que se prestará para ello y encontraron en el republicanismo el esquema más adecuado para dicho objetivo.

El proceso tanto de construcción del Estado-Nación como del régimen político obligó a las elites de poder trabajar con elementos propios de la modernidad política. Esos elementos los van a tomar principalmente del pensamiento político moderno en boga a comienzos del siglo XIX que provenían ya sea de Europa, ya sea, de Francia o de Inglaterra o de Estados Unidos de Norteamérica. Tradicionalmente los historiadores latinoamericanos han señalado que son las ideas anglosajonas, del liberalismo, son la ideas que van a influir en los libertadores. Hay suficientes antecedentes que así lo prueban.

Sin embargo, mi punto es el siguiente: que ello es efectivo para la primera generación de libertadores, pero no, de ninguna manera, para la elite y hombres que se harán cargo de la construcción del Estado-Nación, del régimen político como la reorganización de las sociedades emancipadas del poder colonial. Mi tesis al respecto es que los organizadores del Estado nación abrevaron de las ideas del pensamiento moderno ilustrado francés de la segunda mitad del siglo XVIII, específicamente, de la doctrina fisiocrática.

Modernidad en América Latina: poder, hegemonía y raza.

Al aceptar la modernidad fisiocrática las elites de poder y en el poder optaron por una modernidad política, social y económica no liberal ni democrática sino eminentemente hibrida, mixta, aquella que postulaba la conformación de un régimen político centralizado, jerárquico y autoritario y un sistema económico librecambista, apoyado, no en la producción industrial sino en la producción agraria y de materias primas (recursos naturales exportables). De manera que a pesar de elegir el sistema político más radical y novedoso de la época: el republicano, lo despojaron de todos sus elementos potencialmente democráticos.

La opción por la modernidad fisiocrática hizo que los nuevos países siguieran siendo “viejas colonias”; no se modificaron las condiciones sociales, económicas y laborales las clases subalternas. Si bien, se abolió la esclavitud, las y los negros como los pueblos originarios, continuaron siendo explotados y marginados. Lo mismo que los mestizos y otros grupos socioraciales. La realidad se encubrió, con una máscara, de retorica liberal y pseudo democrática. Las instituciones republicanas, a la manera de fachada, ocultaban las estructuras de coloniales. Esta opción se explica, principalmente, porque las elites del poder y en el poder (las oligarquías terratenientes y mercantiles) evitaron que el quiebre político emancipador y el desorden social que había provocado (al liberar a los esclavos y a los campesinos de sus yugos opresores, por ejemplo) diera lugar o espacios de emancipación social y de luchas populares por instalar efectivamente la soberanía popular.

El poder socialmente constituido optó por la vía autoritaria hacia la modernidad, esencialmente, por el miedo atávico a las clase subordinadas y por su carácter, las elites dominantes, eminentemente agrarias de su condición material de vida. Postergando, de esa forma, la forma republicana democrática y sus libertades asociadas. Consideramos que esto fue así, fundamentalmente, porque el proceso construcción del orden político no estuvo bajo la dirección de los hombres que impulsaron la luchas independentistas, que eran, en mi opinión, los hombres con mentalidad moderna y liberal. Estos habían sido desplazados de los escenarios políticos posemancipación, por elites de poder, en donde lo “moderno” fue entendido como una continuidad del “modernización ilustrada borbónica”. Por ello, la construcción del régimen político se realizó expropiando el poder soberano a los “nuevos” ciudadanos.

La expropiación política de la soberanía popular y ciudadana

La modernidad capitalista supone la constitución, por un lado, del hombre, en su condición de trabajador, como un sujeto libre, para vender su fuerza de trabajo en el mercado laboral y, por otro, también supone en su calidad de ciudadano, en su condición de sujeto político libre, para participar en la democracia electoral. Esto implica, como es sabido, la desaparición de todo vinculo social de carácter dependiente, vasallaje, dominación o sometimiento político a un “señor”. La ruptura de esas formas de sometimiento de hombres y mujeres reside lo político, lo económico y lo socialmente: moderno.

En estos hombres libres, por cierto, no en las mujeres, reside, algo fundamental de la modernidad política, revolucionaria, democrática y de un poder ilimitado: el poder constituyente. Por tanto, sin sujetos libres dotados de poder constituyente no es posible la modernidad democrática. El liberalismo decimonónico, especialmente, el anglosajón como el revolucionario francés que habían sustentado ideológicamente las revoluciones burguesas, tensionaban a las elites política y dominante de las nuevos países latinoamericanos. Pues, seguir el pensamiento liberal, especialmente, en lo referido a los derechos políticos ciudadanos implicaba otorgar “poder” a hombres, que, hasta ese momento, carecían de él.  El problema político central estaba en que las elites de poder no eran liberales sino fisiocráticas. Unido al miedo social a la manifestación política de los sectores subordinados, especialmente, a las masas populares campesinas e indígenas, las llevo, a construir una “ciudadanía imaginaria” como señala el mexicano Fernando Escalante.

Ambos rasgos señalados se expresan de manera muy nítida en la contradicción política que manifiestan los constituyentes “emancipadores” al momento de elaborar las primeras constituciones políticas que buscan plasmar en normas y reglas el nuevo orden político. En ellas se establecían y se reconocían las más amplias libertades y derechos ciudadanos, pero de manera simultáneamente, se dejaban pervivir instituciones que en la práctica anulaban completamente lo establecido en la Carta Magna. Por consiguiente, la mantención de los vínculos políticos, sociales, económicos y culturales de subordinación, dependencia y sometimiento impedía, obstaculizaba o simplemente, negaba la conformación del sujeto moderno. Pues, en la praxis cotidiana los mantenía en la subordinación, o sea, sujetos sin libertad. Como lo he señalado, los modernos, la existencia del “hombre libre” es y será la condición necesaria tanto para el desarrollo de la modernidad democrática.

El ejercicio de la soberanía popular supone la existencia de un pueblo libre que posee la facultad para gobernarse a sí mismo. Este ejercicio soberano, paradojalmente, ha sido obstaculizado y enajenado en las sociedades latinoamericanas. La expropiación del poder soberano al pueblo no sólo obedece a las dificultades prácticas que implica su realización política e histórica, sino porque tanto las elites políticas dominantes como la clase política o dirigente han sido poseídas por una poderosa y permanente desconfianza política al pueblo. Esa desconfianza, cargada de miedo, tiene que ver con las capacidades y potencialidades del pueblo o de los sectores populares para el ejercicio de su poder soberano. Esta desconfianza recorre a los constructores del orden político posemancipación, ellos no creían en la bondad necesaria de la opinión de la mayoría popular o ciudadana ni tampoco estaban muy convencidos de la capacidad del pueblo para ejercer su libertad y su poder soberano. Para ellos, en rigor, la soberanía popular, sólo se justificaba cuando la opinión de la mayoría coincidía con el enigmático, “bien público” sostenido por las elites dirigentes. Ahora bien, para que existiera esta coincidencia el pueblo, los sectores populares, debían educarse. El soberano debía educarse para que en cada caso distinguiera con precisión en qué radicaba el bien público. Volveré hacia el final a este punto.

Para las elites del poder la conformación de la democracia no fue algo prioritario ni necesario. Los hombres y mujeres no fueron libres sino la mayoría vivían en el “encierro” ya sea en las haciendas como en los “enclaves mineros”. Estos últimos concentraban grandes grupos de peones agrarios en transito en el proceso de proletarización o la mantención de las formas encubiertas de servidumbre o semiesclavitud (de mujeres, de niñas y niños) en los distintos espacios domésticos-serviles, mercantiles o productivos del orden político oligárquico durante el siglo XIX; además, de la escasa presencia de los sectores proletarios en fábricas -casi inexistentes- unido al escaso desarrollo de los espacios urbanos -ciudades modernas- constituyeron factores sociales y económicos que impidieron la configuración temprana del “sujeto político moderno” en las sociedades latinoamericanas.

Pero la ausencia del “hombre libre” se relaciona también con las resistencias de las elites dominantes a los postulados centrales de la modernidad política de orientación liberal. Estas elites se opusieron a tres fundamentos rectores y modulares de esa orientación: la libertad política (abogaron siempre por la libertad económica), la igualdad y el pleno derecho al sufragio. Las clases dominantes han resistido desde comienzo del siglo XIX hasta la actualidad a instalar y aceptar con toda su potencia democrática: la libertad política, como la igualdad social, económica y política que debe existir entre las y los ciudadanos libres para poder ejercer de manera plena la soberanía popular, especialmente, en lo que se refiere a la manifestación concreta del poder constituyente a través del sufragio y la representación política directa de las y los ciudadanos, especialmente, de las clases subordinadas y dominadas. La praxis política de estos tres elementos dota a estos sectores de poder. Ahí esta la clave del conflicto político que se va a desarrollar en el nuevo orden político pos-emancipador.

Por esa razón, los principios políticos centrales y básicos para el desarrollo de la democracia moderna, especialmente, la liberal-representativa plena, nunca ha sido posible en América Latina y el Caribe durante el siglo XIX. Todos los elementos esenciales de las democracias fueron recortados, anulados, postergados y negados, de una u otra forma, bajo diferentes justificaciones y modalidades por las elites dominantes. Ellos han sido considerados un peligro para la existencia misma del orden social y económico oligárquico. Frente a esa amenaza la actitud de los grupos dominantes ha sido la “expropiación del poder soberano popular y ciudadano”

Esta expropiación se realizó a través de la instalación de los regímenes políticos autoritarios-electorales que otros nombraron como “democracias oligárquicas”. Regímenes que fueron sostenidos entre 1830 a 1880 e incluso 1930, no por el liberalismo sino por el fisiocratismo. Una doctrina política que combinaba la libertad económica con el autoritarismo político.

Todos los regímenes de la modernización oligárquica autoritaria (dictaduras y caudillismos militares y civiles) se construyen sobre la base de la expropiación de la soberanía popular, ya sea, de su poder constitucional como de la electoral representativa. La exclusión de los sectores populares y trabajadores será también la negación para reconocer la condición de la ciudadanía moderna a los “plebeyos”, los cuales serán excluidos de ella: por su condición material (carente de propiedad) como por condición educativa (no saber leer ni escribir) o por su condición de género (mujeres).

Como decía los constructores ilustrados del orden político no creían en la bondad necesaria de la opinión de la mayoría popular o ciudadana ni tampoco estaban muy convencidos de la capacidad del pueblo para ejercer su libertad y su poder soberano. Para ellos, en rigor, la soberanía popular, sólo se justificaba cuando la opinión de la mayoría coincidía con el enigmático, “bien público” sostenido por las elites dirigentes. Ahora bien, para que existiera esta coincidencia el pueblo, los sectores populares principalmente, debían educarse. El soberano debía educarse para que en cada caso distinguiera con precisión en qué radicaba el bien público.

Por esa razón todos los emancipadores ilustrados tenían fuertes intereses pedagógicos. El propio Libertador Simón Bolívar señalaba que toda la política española había sido contraria a la idea de educar al soberano popular. Tuvimos perniciosos maestros, decía el libertador, “por el engaño se nos ha dominado más que por la fuerza, y por el vicio se nos ha degradado más bien por la superstición. La esclavitud es hija de las tinieblas; un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción: la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y la inexperiencia, de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil; adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por libertad, la traición por el patriotismo, la venganza por la justicia”.

Por su parte el mexicano fray Servando Teresa de Mier, ardiente defensor de la independencia latinoamericana, en el congreso Constituyente de 1823 decía que el pueblo siempre es víctima de los “demagogos turbulentos”, que la “voluntad numérica” no puede orientar a la nación, “voluntad de hombres groseros e ignorantes, cual es la masa general de pueblo, incapaces de entrar en las discusiones de la política, de la economía y del derecho público”.

Pero si éste era el pueblo, si estaba en ayuno de luces, ¿quién debía, entonces, gobernar? La crítica de los ilustrados conducía siempre a la exaltación del despotismo y de las elites ilustradas. Dado que la idea de la República estaba metida en los huesos de los independentistas, se tendía a conciliar este elitismo con las instituciones republicanas, por lo que las minorías ilustradas se concebían a sí mismas como integrantes de un congreso. «Al pueblo se le ha de conducir, -decía Mier-, no obedecer. Sus diputados, los representantes, no somos mandaderos que hemos venido aquí a tanta costa y de tan largas distancias para presentar el billete de  nuestros amos…si los pueblos han escogido a hombres de estudio e integridad para enviarlos a deliberar en un Congreso general sobre sus más caros intereses, es para que acopiando luces en la reunión de tantos sabios, decidamos lo que mejor les convenga; no para que sigamos servilmente los cortos alcances de los provincianos circunscritos en sus territorios…somos sus árbitros y compromisarios…no sus mandaderos”.

Se trataba de rescatar a ciertas personas e instituciones de los vaivenes de la elección, de la turbulencia popular, para garantizar un mínimo de madurez y de luces y hasta de continuidad. Partidarios en principio de la soberanía popular, los ilustrados independentistas y constructores del estado-nación latinoamericano al considerar que los pueblos estaban ausentes de la cosa pública, analfabetos, incluso al margen de la civilización occidental, aislados física y culturalmente, no podían ejercer el poder soberano. Por lo tanto, la concepción de soberanía que se va a imponer en toda América Latina y el Caribe será aquella que se apoya en la teoría política de la delegación del poder soberano en unos pocos: los representantes, diputados, senadores o magistrados de cualquier tipo, para que ellos deliberen y tomen decisiones por el pueblo.

La teoría de la soberanía popular y de la representación moderna nos señala que esta última se puede ejercer de dos formas por delegación o por mandato. La primera supone que el pueblo, el soberano, elige representantes que toman decisiones por ellos, mientras que la segunda supone que el soberano elige representantes estos deben obedecer los mandatos que trasmiten los representados. Como lo ha señalado desde la Selva de Lacandona, en Chiapas, el subcomandante insurgente Marcos se trata de “gobernar obedeciendo”.

El ejercicio de la soberanía ya sea por delegación o por mandato tiene directa relación con el tipo democracia que se busca construir la primera impulsa la representativa y la segunda la democracia directa. Es la combinación de ambas democracia lo que nos permite sostener que actualmente la revolución social bolivariana y boliviana están produciendo una nueva forma de ejercicio de la soberanía y la libertad.

En su libro Marx y América Latina el argentino José Aricó dice que la incomprensión de Marx con respecto a la gesta bolivariana se debe a que, por sus presupuestos teóricos, Marx no podía admitir que una sociedad civil se creara desde el Estado, sino que el estado tenía que surgir de la sociedad civil como su momento político, como violencia concentrada e instrumento de clase. Y, le parecía que los estados naciones latinoamericanos, por ser un intento de lo primero eran en buena medida teratológicos. Pero en verdad los proyectos ilustrados de Estado-nación como de régimen son perfectamente explicables por las transformaciones que sufría la sociedad latinoamericana. Un Estado reflejo de una sociedad abstraída de la cosa pública no podía ser más que un gobierno despótico como había sido el español. Pero si de lo que se trataba no era “reflejar” la sociedad, sino de transformarla, tenía que ser también despótico, pero ilustrado. Por esa razón, se debía expropiar la libertad y la soberanía al pueblo. De esa forma, la democracia, se remitía a un futuro no muy impreciso, y era esa posibilidad la que dotaba de legitimidad al tránsito ilustrado. La legitimidad derivaba no de las condiciones reales sino de un futuro aún no dado.

La otra forma de Estado que aparece después de la independencia, el caudillismo, que poco o nada tiene que ver con la ilustración despótica europea y, en cambio sí es oriunda y refleja la sociedad poscolonial. Domingo F. Sarmiento la describe admirablemente en Facundo. Los caudillos llaneros, estancieros, hacendados, luchan por la supremacía y gana el más hábil y que tiene más arrastre popular. La seducción del poder y la admiración y el temor son resortes de que se vale el caudillo para obtener obediencia y aunque gobierne en las ciudades sus procedimientos los obtiene de la gran matriz político-cultural de América Latina y el Caribe: la hacienda. Juan Manuel de Rosas, cuyas estancias eran citadas como el modelo de la disciplina de los peones y la mansedumbre. Si esta explicación parece monstruosa y absurda, denme otra se pregunta Sarmiento; muéstrenme la razón por qué conciben de un modo tan espantoso su manejo de una hacienda, sus prácticas y administración, con el gobierno, prácticas y administración de Rosas; hasta su respeto de entonces por la propiedad es efecto de que el es un gaucho gobernador propietario.

En América Latina, frecuentemente durante el siglo XIX, el conflicto entre la ciudad y el campo lo es entre el grupo ilustrado y el hacendado o llanero nativos, pero en ninguno de los casos se sostiene en una tradición y una práctica democrática efectivas. Después, ya a finales del siglo XIX, los dictadores como Juan Vicente Gómez o Porfirio Díaz aunarán las tácticas campiranas con las justificaciones ilustradas. El militar o el hacendado se ilustran. Pero en todos los casos hay un desprecio manifiesto o implícito del pueblo.

El periodista francés Maurice Joly en su libro escrito en 1864, Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, hace por boca del primero, un inventario de los defectos de la plebe. Ella es cobarde, inconstante, con gusto “innato” por la servidumbre, incapaz de concebir y respetar las condiciones de una vida libre, dejada a su arbitrio sólo será capaz de destruirse y no podrá administrar ni juzgar ni conducir la “cosa pública”. Haciéndose eco del platonismo Joly afirma “la soberanía popular engendra la demagogia, la demagogia da nacimiento a la anarquía, la anarquía conduce al despotismo, y el despotismo según vos, (se refiere a Montesquieu) es la barbarie. Pues bien, ved cómo los pueblos retornan a la barbarie por el camino de la civilización».

Estas características del pueblo son las que convierten la soberanía popular en una entelequia o simplemente en un mito. En América Latina se abunda en ellas, a veces se acude a la “juventud” del pueblo. 500 años después de la conquista o a 200 años de la gesta de independencia muchos aún creen todavía en la juventud del pueblo. Por ser joven, el pueblo es también demasiado impulsivo y pasional.

 ¿Quién sustituye al soberano popular?

 Ya lo hemos dicho, una persona (el dictador) o, un grupo, la elite oligárquica. Es sorprendente la confianza, en cambio, que se deposita en los gobiernos autoritarios. Laureano Ballenilla Lanz, el teórico de la dictadura de Juan Vicente Gómez sostenía que el “César democrático” es el instrumento necesario para consolidar la nacionalidad, él es que produce la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica modificando el medio social por el desarrollo, por la multiplicación de carreteras y vías férreas, el saneamiento y la inmigración europea. La tendencia general de los autoritarismos latinoamericanos ha sido la búsqueda frenética de la modernización. Muchos han considerado a la educación como el principal mecanismo modernizador, pero donde no podían los educadores la tarea se traspasaba al ejército. José Martí reconocía con tristeza que las doctrinas importadas por los universitarios latinoamericanos no habían tenido la eficacia política por no responder a las condiciones propias de nuestra América. “por esa conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos a América al poder, y han caído en cuánto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos de su país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos.” En alguna medida los tiranos estaban más apegados por las condiciones naturales que los intelectuales. Pero estas consideraciones no se refieren sólo al siglo XIX, sino también al siglo XX.

Los dictadores son hombres con carisma, capaz de conducir a los pueblos a la dominación u al sometimiento gracias a ese carisma. Evita Perón dijo, por ejemplo, refiriéndose a Perón, su marido: “los grandes hombre no nacen por docenas, ni dos en un siglo; nace uno cada varios siglos, y tenemos que agradecer a Dios que nos haya favorecido con el meteoro del genio entre nosotros”, la doctrina de Perón, el justicialismo es una muestra de su genialidad, ¿Cómo no va a ser maravillosa si es nada menos que una idea de Dios realizada por un hombre? Porque Perón es el rostro de Dios en la oscuridad, sobre todo en la oscuridad de este momento que atraviesa la humanidad”. Los caudillos populares, el populismo latinoamericano, reemplazan la teoría de la soberanía popular, por una remozada teoría del derecho divino del poder. O sea, los populismos son una negación de la soberanía popular.

Examinando con minuciosidad la historia de América Latina es difícil encontrar una tradición democrática en ella. Ya vimos como los ilustrados creían en las bondades de la oligarquía de las luces. Pero los revolucionarios del siglo XX no iban más lejos. Los marxistas latinoamericanos se embarcaron durante el siglo XX en una crítica de la democracia burguesa formal sin que ésta haya desplegado en nuestras sociedades, no digamos todas sus posibilidades, sino, a veces ni siquiera sus instituciones más esenciales. La democracia formal con todos sus defectos sigue siendo una aspiración revolucionaria en muchos países del continente. En realidad, los revolucionarios marxistas no se acaban de convencer de que la instauración de la democracia económica no implica la desaparición de la democracia política, de que no es una en vez de la otra.

En la elite revolucionaria latinoamericana también se desarrolló una fuerte desconfianza hacia el pueblo, o sea, hacia la doctrina de la soberanía popular. Esta desconfianza se manifestó en dos teorías políticas centrales de la izquierda, por un lado, la teoría de la vanguardia revolucionaria, de los partidos comunistas y socialistas “tradicionales”, y la teoría del foquismo, impulsada por los movimientos revolucionarios de la década de los sesenta, la llamada nueva izquierda. Es la teoría de que las clases trabajadoras no llegan más que a la antesala de la revolución, cuando llegan. Y que es menester que un grupo de vanguardia, un partido, un núcleo de guerrilleros, o un “líder”, les digan donde hay que ir. La imagen que presentan estas teorías es la de una sociedad inerte o sólo potencialmente revolucionaria que los guerrilleros o el partido o el líder incendian porque ellos son portadores de la chispa incandescente.

Ninguna revolución triunfante se cura de la desconfianza hacia el Pueblo. Nuevamente, la razón ideológica está en todo lo dicho. Es una incurable desconfianza hacia el pueblo que no puede dirigir ni siquiera sus propias revoluciones.

Hablemos un poco de dialéctica. La razón dialéctica de corte hegeliano, de inspiración hegeliana, no consiste únicamente en una facultad que registra la realidad o que elabora sus materiales de acuerdo con ciertos principios eidéticos. Ésta es solo una de sus dimensiones; la otra diseña lo que todavía no es lo que debiera ser. La razón no sólo se cierne sobre el ser sino también sobre el no ser. El diálogo entre Maquiavelo y Montesquieu, entre lo que es la política y lo que debiera ser, es una dialogo de la razón consigo misma, en distintos estados dimensiones, habida cuenta de que la dinámica de la realidad está constituida por un tránsito permanente de lo que es a lo que todavía no es. Y es en qué sentido la razón se ajusta a la realidad.

Es esta dialéctica donde se encuentra las raíces tanto del pensamiento político latinoamericano como de su realidad histórica que emerge desde los primeros años de la posemancipación: el realismo político que trata de justificar la existencia de los gobiernos restringidos. Esa justificación se ofrece porque en el plano de lo que no es todavía, o de lo que debiera ser, se ha ido integrando la idea de la soberanía popular, no como una mera posibilidad sino como una ineludible necesidad. Ante ella, los teóricos hacen trampa, retuercen los argumentos, ocultan los datos, pero al hacerlo señalan la necesidad de la democracia y la libertad. Necesidad que se hace más perentoria en la medida en que se constata su carencia.

Por esa razón, la historia política de las sociedades de la región, siguen inmersa, a 200 años de la gesta emancipadora, en una lucha directa y efectiva de los pueblos por su poder soberano. Solo recientemente, dos países luchan por mantener abierto el ejercicio de la soberanía popular directa. En el resto la soberanía popular y ciudadana sigue expropiada por la elites de poder y en el poder.

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