La Comuna de París vista desde hoy

POR MANUEL LIGERO /

«La historia está llena de victorias, de brechas, de momentos de ruptura en que todo ha saltado por los aires y se ha abierto la posibilidad de construir algo distinto», escribe Layla Martínez en su último ensayo, Utopía no es una isla (Episkaia, 2020). Uno de estos momentos de ruptura es, sin duda, la Comuna de París, que el 18 de marzo de 2021cumplió 150 años.

El episodio, breve, de apenas dos meses, está cubierto por un manto de épico romanticismo. Como acontecimiento aislado no significó un gran cambio. De hecho, es la historia de un fracaso. Como hito, es la culminación de unas ideas y de un proceso histórico de emancipación que empezó mucho antes (digamos, por poner una fecha, en la Revolución Francesa de 1789) y que se alargaría al menos hasta bien entrado el siglo XX (la Revolución Rusa de 1917 podría ser un buen punto… y seguido; luego vendrían los movimientos de independencia de África y Asia).

Es imposible condensar en pocas palabras cómo surge, lo que fue y lo que significó. En cualquier caso, intentémoslo: la caída del emperador Napoleón III en la guerra franco-prusiana de 1870 provocó el advenimiento de la Tercera República francesa. La izquierda, con todas sus corrientes, se reúne espontáneamente en torno a una idea libertaria de democracia directa. Y la lleva a cabo en París. Se trata de la primera revolución auténticamente proletaria. Por su parte, el gobierno oficial, compuesto por terratenientes rurales y por la alta burguesía, pacta con Prusia, vencedor de la guerra e invasor del país, para que ese movimiento socialista autogestionado sea desmantelado y pulverizado, y así se hace durante la llamada Semana Sangrienta. La represión contra la clase obrera insurrecta fue demencial. Hubo fusilamientos masivos y se habló de 30.000 muertos. Historiadores recientes han rebajado sensiblemente esa cifra.

El hecho es importante por la increíble densidad histórica que encierra. En ese sitio y en ese momento, entran en colisión las grandes ideas del pensamiento político del mundo contemporáneo: el capitalismo industrial, el imperialismo, el nacionalismo, el socialismo y el anarquismo. Todo se concentra en ese punto, en torno a esas barricadas. Allí confluyen, en persona o en la distancia, Bismarck, Marx, Bakunin, Garibaldi, Rimbaud, Victor Hugo, Nietzsche… Se gesta un nuevo mapa de Europa y entra en escena un nuevo actor político que, parafraseando a John Reed, «conmoverá al mundo»: la clase obrera. La primera vez en la historia que la bandera roja ondeó en un edificio público ocurrió entonces, en el ayuntamiento parisino. El mismo himno de La Internacional surge allí, pocos días después de la masacre. La Comuna de París es el Big Bang de todas las revoluciones sociales modernas.

Su brevedad, apenas 60 días, contrasta con su contundencia histórica y su perdurabilidad. Las acciones populares y la respuesta de las élites siguen hoy el mismo patrón. La esperanza comunera de imponer un internacionalismo de los pueblos frente a la globalización imperialista del capital aún constituye una aspiración central de la izquierda. Cuando derribaron la columna Vendôme, coronada por la estatua de Napoleón, se adelantaron siglo y medio al furor iconoclasta surgido del movimiento Black Lives Matter. Los proletarios empujados a la miseria por los patrones burgueses de entonces son los precarios trabajadores de 2021, sin contratos y autoexplotados por una aplicación digital. Así, los memes que muestran a Louise Michel ataviada con un chaleco amarillo se antojan hoy de una coherencia irreprochable. La Comuna, en suma, sigue hablando. Aún es actual 150 años después.

La importancia del mito

Cartel de un panorama fechado en la década de 1880. El panorama era un túnel circular con pinturas que debía ser recorrido por el espectador y que narraba algún acontecimiento histórico. León Choubrac.

Henri Guillemin decía que la Historia no puede ser contada desde la objetividad. «Eso supondría manejar los hechos como si fueran objetos. ¿Pero cómo va a ser considerada un objeto una historia humana, una aventura humana?», se preguntaba el historiador en 1971, en el inicio de una serie de 13 episodios en los que contaba la historia de la Comuna para la televisión pública suiza. Su retrato de aquellos días, un prodigio de erudición y elocuencia, está teñido por una indudable simpatía por los comuneros. Guillemin no engañaba: narró siempre la historia desde su progresista prisma personal. Eso, sin embargo, no empañaba el relato.

Laure Godineau, profesora de Historia en la Universidad París 13 y una de las grandes expertas en la Comuna, pone especial énfasis en señalar la relación entre historia y memoria. Mientras la historia es una lectura crítica del pasado fundada en unas fuentes y realizada con una metodología validada por los académicos, la memoria es una representación hecha con fotos, carteles, canciones, testimonios personales, lugares emblemáticos… «A menudo se dice que hay una discordancia entre historia y memoria porque la historia es una mirada con distancia y la memoria es algo más cercano, más emocional», explicaba Godineau en una conferencia en la Universidad Popular del Distrito XIV. «Pero historia y memoria pueden ser totalmente complementarias. De alguna manera, la memoria orienta la historia, la dinamiza». Y en el caso de la Comuna de París es prácticamente imposible separarlas. Lo mismo que separarse del mito. La gran pregunta es: ¿debemos separarnos de los grandes mitos de la izquierda para encontrar un nuevo camino acorde a los tiempos que vivimos?

Según María Eugenia Rodríguez Palop, eurodiputada y profesora de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III, «de los mitos no hay que alejarse demasiado. Hay que racionalizarlos y adaptarlos». A su juicio, es más importante la herencia que el peligro de caer en una nostalgia desmotivadora y paralizante. «Yo no soy de esas personas que creen que todo se hace ex novo», explica. «Todos debemos algo a alguien, todos somos herederos de símbolos y de mitos, y creo que las generaciones están interconectadas. Tengo una concepción bastante circular del tiempo. La idea del progreso lineal del tiempo, que tanto gustaba a Marx, o el movimiento histórico inexorable del que hablaba Hegel, todo eso de ‘pisar inevitablemente flores inocentes’ en el avance por el camino de la historia, todas esas ideas generan muchos residuos. Y además son muy machistas. A mí me gusta pensar más bien en un movimiento pendular. Creer que tú, políticamente hablando, eres algo nuevo y estás haciendo historia, potencia el ego y la soberbia». La escritora Layla Martínez coincide con esa idea: «Las luchas no son tan nuevas. Lo que ahora reclamamos y podemos considerar un objetivo rupturista ya ha sido reclamado por mucha gente antes».

«El mito siempre ha tenido una función esclarecedora de futuro», afirma, por su parte, Germán Cano, profesor de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Alcalá de Henares y uno de los fundadores de Podemos en España. «Uno no consigue cambios transformadores a través de la comprensión científica de la historia. Walter Benjamin trató este tema en los años treinta y acusaba al Partido Socialdemócrata de no poder crear una pulsión de cambio precisamente por estar aferrado a un ideal obrerista de progreso automático donde no había ningún tipo de épica ni de interpelación simbólica. Y en ese contexto tan frío en términos ideológicos, el fascismo se llevó el gato al agua. La república de Weimar reflexiona sobre esto, sobre cómo el marxismo ha perdido su capacidad mítica de interpelar a la gente a través de símbolos».

Los mitos revolucionarios, por tanto, nos reclaman y nos empujan, pero también existe un fetichismo mítico que puede ser contraproducente. «El uso de la canción de Quilapayún para cerrar los mítines de Podemos (en España), por ejemplo, en el fondo hablaba de nuestra incapacidad de construir nuevos mitos, relatos o símbolos con los que nos pudiéramos identificar en un momento histórico diferente», asegura Cano. «La utilización de ese imaginario cultural es una derrota de Podemos. Estábamos utilizando símbolos viejos que no hablaban más que a un determinado grupo ya muy convencido y con una educación sentimental muy concreta. En ese sentido, sí creo que aferrarse a símbolos del pasado habla más bien de una derrota en el presente».

«Siempre estamos echando de menos el pasado», apunta Layla Martínez. «Eso tiene que ver con el marco cultural en el que estamos inmersos, en el que el futuro es un sitio hostil. Por eso tendemos a buscar refugio en el pasado. Enzo Traverso hablaba de esto en su libro Melancolía de la izquierda. Él decía que esta melancolía viene de la cultura de la derrota en la que está inmersa la izquierda, sobre todo a partir del auge del neoliberalismo. La victoria de Thatcher sobre los mineros también es un símbolo. Por eso la izquierda se remonta a otros acontecimientos en los que venció o, al menos, lo intentó, como ocurrió en la Comuna de París, que acabó ahogada en sangre. Se idealizan hasta las derrotas. Romantizar el pasado siempre es peligroso porque te impide ver la estrategia».

Germán Cano impartió durante 2021 un curso sobre la idea de ‘cancelación del futuro’ que parece haberse apoderado de nuestra sociedad tras dos crisis enormes, la de 2008 y la provocada por la Covid-19. «Que tantos jóvenes españoles en torno a los 30 escriban con tanta nostalgia del mundo de sus padres es un síntoma profundo del no future, pero también de una desesperanza terrible. Porque ese mundo no era tan feliz», escribía en su cuenta de Twitter. Layla Martínez abunda en esa idea: «Romantizar un suceso histórico no es igual que vivirlo. Incluso los que lo vivieron tuvieron que hacer frente a muchas tensiones, contradicciones y problemas. Pero cuando tú lo estudias en un libro de Historia eso no se ve». En cualquier caso, hacer una genealogía de los mitos de la izquierda puede ser muy útil. «Esa genealogía debe hacerse de forma crítica y utilizarse para aprender –advierte Martínez–. Para dotarnos de herramientas prácticas, simbólicas y discursivas. Cosas que se han hecho y funcionaron. Y al contrario. Cosas que quizás hay que cambiar porque no valen para este contexto».

El régimen de los banqueros

Urbanismo imperial: ‘Napoleón III entrega al barón Haussmann el decreto de anexión de los distritos limítrofes’(1865). Obra del pintor Adolphe Yvon.

Durante el Segundo Imperio, Francia vive una edad de oro capitalista. Del trabajo infantil en las fábricas nacieron fortunas formidables. Se popularizaron las teorías socialistas y anarquistas y las huelgas fueron reprimidas a sangre y fuego.

Victor Hugo condensará en un libro las cuatro jornadas de diciembre de 1851 en las que se desarrolló el golpe de Estado que llevó a Luis Napoléon Bonaparte (sobrino del primer Napoleón) a pasar de presidente de la Segunda República a soberano del Segundo Imperio. El título de su relato es bastante esclarecedor: Historia de un crimen (Hermida Editores, 2014).

Bajo la protección del nuevo emperador Francia vive una edad de oro capitalista. La burguesía desplaza definitivamente a la nobleza como dueña del poder y la riqueza. El trabajo infantil en las fábricas propició el nacimiento de fortunas formidables. Marx describe este periodo como «el jubileo de la estafa cosmopolita». Paralelamente surge la Primera Internacional, que fue perseguida por las autoridades con tanta saña como ineficacia. Las teorías socialistas y anarquistas corrían como la pólvora en un tiempo en el que el proletariado, mal pagado, hambriento y sin derechos, veía nacer una opulenta clase empresarial que se ha perpetuado, de generación en generación, hasta nuestros días.

En esa época aparecen grandes sociedades financieras como Crédit Lyonnais, Crédit Foncier o la Société Générale, que siguen dominando hoy (junto con el BNP Paribas, creado en 1872) el mercado bancario del país. El poder político estaba indisolublemente mezclado con estos intereses. Un ejemplo: el presidente de la Asamblea Nacional, Eugène Schneider, era asimismo consejero del Banco de Francia, administrador de la Société Générale, presidente de la patronal metalúrgica y amo absoluto de las fundiciones de Creusot, principal núcleo industrial del país, donde también era alcalde. Esta era la gente que redactaba las leyes. En palabras de Guillemin, este Segundo Imperio fue el «régimen de los banqueros».

Durante este periodo los salarios subieron un 15%, pero el coste de la vida lo hizo un 40%. Luis Napoléon, que se decía preocupado por la situación de la clase obrera, permite las asociaciones profesionales pero no las huelgas, que a pesar de todo se multiplican y son reprimidas con mano de hierro. En junio de 1869, una huelga minera en La Ricamarie se salda con 14 muertos, entre ellos un bebé de 17 meses. El capitán Gausserand, que dio la orden de abrir fuego contra los trabajadores, recibió la Legión de Honor.

Jorge Luis Rodríguez Aguilar (Cuba), Comuna de París  a 150 años, 2021.

Ese era el ambiente social cuando el emperador, muy dado a los arrebatos aventureros, decide declarar la guerra a Prusia en julio de 1870. La excusa es oscura y sin mucho fundamento: un telegrama supuestamente ofensivo del canciller Otto von Bismarck, que decide no recibir al embajador imperial. El trono de España estaba vacante (por la incorregible tendencia de los Borbones al robo) y aquella visita diplomática tenía por objeto que el candidato prusiano, Leopoldo de Hohenzollern, renunciara a él para siempre. El viejo mariscal, que pretendía unificar Alemania a través de una guerra, lo mandó calculadamente a paseo.

Ambos, Napoleón III y Bismarck, tenían lo que querían: una guerra. El primero creía que una agresión exterior lo afianzaría ante la creciente ola de descontento popular. Ponía en el chovinismo todas sus esperanzas tras organizar un plebiscito que lo ratificó en el campo pero lo desautorizó en las grandes ciudades. El emperador había perdido París y, como escribe Louise Michel, necesitaba «su Austerlitz» (la batalla de 1805 en la que su tío doblegó a los ejércitos de Austria y Rusia, narrada por Tolstoi en Guerra y paz).

La ansiada contienda, sin embargo, estuvo marcada por la desorganización y terminó en desastre bochornoso. Todo el ejército francés, incluido el propio Napoleón III, fue apresado por los alemanes tras la cruenta batalla de Sedán. «La carnicería fue tal, que la ciudad y el campo de alrededor estaban cubiertos de cadáveres. En aquel lago de sangre, los emperadores de Francia y Alemania hubiesen podido apagar con creces su sed», escribió Michel. Dos días después, el 4 de septiembre de 1870, Francia proclamaba su Tercera República. Mientras, las tropas prusianas seguían avanzando hacia París.

Al frente de la nueva república se coloca Adolphe Thiers, un Maquiavelo burgués experto en la manipulación, la fabricación de bulos y los tratos bajo cuerda, servidor del poder económico y enemigo encarnizado de la clase obrera. Thiers es «el gran culpable» de la matanza que se avecina, según el comunero Charles Beslay. Karl Marx le dedica epítetos como «mono» y «enano monstruoso». Louise Michel lo llama «gnomo con garras». Este Thiers negocia una paz humillante con Bismarck.

«El carro del Estado en 1871». Dibujo de Honoré Daumier publicado en la revista satírica ‘Le Charivari’

Antes recorre todas las cancillerías de Europa para tranquilizar a sus dirigentes y lanzar un mensaje a los accionistas: Francia ya no tiene emperador pero no hay que inquietarse, todo seguirá como hasta ahora. Pero los parisinos no están de acuerdo y se unen en torno a la Comuna, que invalida todas las decisiones de Thiers.

Una de ellas, destinada a contentar a los rentistas, era el levantamiento de la moratoria en el pago de los alquileres y de la venta de los objetos depositados en el Monte de Piedad, donde los pobres dejaban sábanas, ropa o zapatos para obtener un poco de liquidez para poder comer. En un primer acto de rebeldía administrativa, la Comuna se niega. Y le seguirán otras decisiones no menos atrevidas: separar Iglesia y Estado, transmitir la cultura a todos (especialmente a las personas con pocos recursos), la abolición del trabajo nocturno, la prohibición de los desahucios, la gratuidad de la justicia, la supresión del ejército…

La defensa de París quedó en manos de la Guardia Nacional, formada principalmente por ciudadanos y cuyos oficiales eran elegidos democráticamente. La retórica que rodeó al fenómeno hablaba de «amor fraternal» y de «verdadera república», la erigida por el pueblo, frente a la oficial, manejada por los oligarcas de Thiers desde Versalles. Esa república, en forma de Comuna, se votó en unas elecciones y se aprobó el 28 de marzo de 1871. Uno de los candidatos elegidos, el ciudadano Beslay, hablaba así desde el ayuntamiento: «La República hará de Francia la amiga de los débiles, la protectora de los trabajadores. La esperanza de los oprimidos del mundo entero y la base de la República universal. La Comuna que fundamos hoy será un modelo para todas las demás».

Thiers y Bismarck, paladines políticos del gran poder empresarial, lo tenían claro: aquello había que frenarlo a cualquier precio.

La gentrificación

En todas las revoluciones vividas en París durante el siglo XIX, que fueron muchas, hubo un elemento común: las barricadas. Estas brotaron con especial virulencia en la revolución de 1848, que consiguió expulsar del trono a Luis Felipe de Orleans, no sin pagar un altísimo precio en vidas humanas.

Desde diciembre de ese año, el presidente de la República será ya Luis Napoleón, puesto que ocupará durante cuatro años antes del autogolpe que lo convirtió en emperador.

El bulevar Sebastopol visto desde la torre Saint-Jacques, un claro ejemplo del urbanismo planeado por el barón Haussmann.

Todo ese tiempo soñó con ‘sanear’ París, en principio con la idea de impedir epidemias. Quería grandes avenidas, como las de Londres, por las que circularan mejor el aire, el agua y los habitantes. Y evitar la formación de barricadas, claro. Encargó su nueva capital al barón Georges Eugène Haussmann, que tiró abajo no menos de 18.000 edificios, remodelando el 60% de la ciudad.

El faraónico plan sirvió para dos cosas: primero, para canalizar el excedente de capital (la burguesía ya no sabía dónde meter el dinero), y luego para rebajar el paro que sufría la población. Según un informe del propio Haussmann en 1862, de los 1,7 millones de habitantes que por aquel entonces vivían en París, más de 1 millón lo hacía «en una pobreza cercana a la indigencia». Así pues, los parisinos se pusieron a trabajar en su propia expulsión del centro.

De aquella época datan los grandes bulevares que caracterizan a la capital gala. Según confiesa el arrogante barón en sus memorias, cuando el arquitecto Jacques Ignace Hittorff le presentó su diseño para un nuevo bulevar, él se lo devolvió diciendo: «¿Cree que el emperador estará contento con 40 metros de ancho? Es el doble… No, ¡el triple lo que hace falta! Sí, digo bien, el triple: ¡120 metros!».

Así nació un nuevo París, «un gran centro de consumo, turismo y placer; los cafés, los grandes almacenes, la industria de la moda y las grandes exposiciones cambiaron la vida urbana», como cuenta el geógrafo social David Harvey. Mientras, los trabajadores pobres fueron expulsados a la periferia, donde no pudieran molestar con sus reivindicaciones. Por fin un París sin chusma y sin barricadas. Lujoso, imperial, enteramente burgués. Contaban con que los parisinos fueran a quedarse quietos en sus nuevos barrios. Como sabemos, no fue así.

La revolución sin caudillo

En la actualidad, se sigue soñando con un cambio radical que no implique la necesidad de un líder. Así ocurrió en la Comuna de París, en el 15-M español o con los chalecos amarillos de Francia. ¿Esto tiene futuro? ¿No nos enseña la Historia otra cosa?

La Comuna tuvo muchos dirigentes importantes pero no un líder. Tampoco un partido que centralizara las decisiones. De hecho, entre el gobierno electo de la Comuna y la Guardia Nacional hubo disensiones desde el primer momento. Según Trostky, esta falta de dirección fue la causa de su fracaso. «No había nadie que pensara», llegará a decir. Aquella fue una revolución defensiva y acantonada, no enérgica y expansiva. «El proletariado francés carecía de un partido de combate», se lamenta Trotsky, quien llega a hablar de «parloteo idealista», «anarquismo mundano» y «cobardía». Si el gobierno había huido a Versalles, el deber revolucionario era, a su juicio, haberlo perseguido hasta allí y aniquilarlo. El modelo asambleario adoptado por la Comuna, según esta perspectiva, fue una pérdida de tiempo que jugó a favor de la burguesía, que pudo reorganizarse, movilizar a sus tropas (Bismarck liberó a miles de prisioneros de guerra franceses y Thiers los mandó a sofocar la revolución parisina) y aplastar el movimiento.

Sin embargo, aún hoy hay quien sueña con un cambio radical que no implique la necesidad de ningún líder. Así se organizó, por ejemplo, el movimiento del 15-M en sus primeros días. También las primaveras árabes y los impulsores de Occupy Wall Street. Así están dispuestos a manejarse los chalecos amarillos, sin jefes ni portavoces. ¿Esto tiene futuro? ¿No nos enseña la Historia otra cosa?

«Esta ausencia de líderes en la Comuna es la razón por la que interesa tanto a Marx, más incluso que otras revoluciones, como la propia Revolución Francesa, que estuvo marcada por el carácter jerárquico del jacobinismo», explica Germán Cano. «Ese debate sobre la Revolución Francesa sigue abierto precisamente por eso, por su verticalismo, que acabó sofocando las energías utópicas que pretendían una transformación social desde abajo».

En cualquier caso, a juicio de Cano, el análisis de todos los movimientos revolucionarios, los verticales y los horizontales, está hoy mediatizado por el relato impuesto durante la Guerra Fría: «Hay una visión conservadora que empieza en los años setenta y que triunfa definitivamente tras la caída del Muro que dice que todo intento de transformación social está condenado a la catástrofe. La Revolución Francesa, la Comuna, la Revolución Rusa… todo se mete en el mismo saco para decir que cualquier proyecto de cambio profundo acaba en el totalitarismo y el terror. Esa es una lectura ideológica que lo iguala todo, desde la desmesura revolucionaria hasta la más mínima intervención en el mercado. Todo acaba en dictadura. Esa interpretación hay que cuestionarla, lo que no significa renunciar a entender la Revolución Francesa o la Comuna con sus claroscuros».

¿Reforma o revolución?

Layla Martínez, en su ensayo Utopía no es una isla, redacta un catálogo de utopías que podría entenderse como un plan de fuga. La verticalidad viene impuesta de serie en todas las sociedades, por lo que a la hora de construir un nuevo marco político la tentación de hacerlo en un espacio virgen y aislado es muy fuerte. ¿Pero hay que huir necesariamente? ¿Debemos renunciar a cambiar el sistema desde dentro?

«Esa es una de las grandes preguntas históricas de la izquierda: ¿reforma o revolución?», responde Martínez. «Si nos centramos en el sistema económico, que lo inunda todo y que es casi un marco civilizatorio, yo creo que el capitalismo no se puede reformar. Obviamente, dentro del capitalismo hay una horquilla muy grande, que va desde el neoliberalismo desatado a una socialdemocracia que embride al capitalismo por medio del Estado. No son lo mismo y, por supuesto, es mucho mejor un capitalismo controlado. Pero el capitalismo tiene unas lógicas que no pueden ser reformadas. Entre estas está el colonialismo extractivista, sin el que no podría subsistir. Otra sería la lógica mercantil de pretender colonizarlo todo, de convertir el amor, las relaciones sociales o la familia en bienes que intercambiar en el mercado. Otra sería la competición permanente. Todas esas lógicas no debemos mantenerlas porque nos han llevado al colapso ecológico en el que estamos. Ahora bien, ¿cómo acabamos con ellas? ¿Desde la calle o desde las instituciones? Pues yo creo que desde los dos sitios. La urgencia climática es tan grande que no podemos renunciar a ninguno de ellos».

La eurodiputada María Eugenia Rodríguez Palop es de la misma opinión: «La revolución se hace con las piernas. Si tengo que elegir, elijo la calle y las mayorías populares. Las instituciones tienen que ser canales de comunicación, de articulación y de gestión de los movimientos sociales. Sirven para canalizar ese impulso. Por lo menos así las entiendo yo. Creo que no se puede prescindir de ninguno de los elementos».

La educación laica

La Comuna decretó la separación de Iglesia y Estado y expulsó a todos los religiosos de las aulas. La educación sería libre, gratuita, universal y laica. El proyecto tendrá un gran impacto, sobre todo en los círculos anarquistas.

Auguste Blanqui, uno de los grandes inspiradores de la revolución de 1871, calificaba la educación religiosa como «proyecto para la idiotización universal». Como feroz partidario de la Ilustración, pensaba que la religión era una fuente de superstición, ignorancia y fatalismo. Socialista libertario y partidario de la acción directa, antes del nacimiento de la Comuna se tiró 30 años entrando y saliendo de la cárcel por sus asaltos reiterados al poder constituido, fuera este de la naturaleza que fuera: monarquía o república burguesa.

La escritora, pedagoga y gran mito de la Comuna de París, Louise Michel.

En la misma línea se situaba Louise Michel, sin duda el personaje más popular e influyente surgido de la Comuna. Como educadora, antes de la revolución fundó varias escuelas libres por su negativa a prestar juramento a Napoleón III para enseñar en una oficial. Su método de enseñanza estaba basado en la participación del alumnado y en la ausencia de castigos. Abogaba, además, por que las niñas recibieran la misma educación que los niños. «Las niñas, educadas en la necedad, están desarmadas y listas para ser engañadas mejor, que es precisamente lo que se busca», escribía en sus memorias. «¡Qué escándalo cuando se encuentran malas cabezas en el rebaño! ¿Dónde estaríamos si los corderos no quisieran ser degollados? Es probable que se les degollara de todas formas, estiren o no el cuello. Así que es preferible no estirarlo. A veces los corderos se convierten en leonas, en tigresas».

La Comuna decretó la separación de Iglesia y Estado y expulsó a todos los religiosos de las aulas. La educación sería libre, gratuita, universal y laica. El proyecto duró poco pero tendrá un gran impacto, sobre todo en los círculos anarquistas.

«El anarquismo cree que no hay otra opción para la emancipación del ser humano que la libertad desde la misma infancia. Ya desde entonces se nos debe enseñar a no confiar en ningún principio de autoridad fuera de la propia consciencia, ya sea una autoridad religiosa o política», nos explica Vicenç Molina, profesor de Ética en la Universidad de Barcelona y vicepresidente de la Fundación Francesc Ferrer i Guàrdia. «Esta desconfianza está en la misma raíz etimológica de la palabra anarquía: sin poder, sin autoridad. Los anarquistas creen que desde el poder político, por muy buena voluntad que éste tenga, no puede conseguirse nada. Aunque exista la oferta de una escuela pública, gratuita, libre y laica, como puede ser la escuela republicana francesa de la Tercera y Cuarta República. Nada, no sirve, porque no pueden admitir ninguna autoridad por encima de la propia conciencia. Esto es muy teórico, muy abstracto, pero explica su interés por la pedagogía. La educación es el único medio de emancipación. La única forma de que no experimentemos ningún tipo de sumisión es haber aprendido a ser libres desde la infancia».

El origen de la Escuela Moderna

Ferrer i Guardia, mártir del anarquismo y de la educación libre en España, y Louise Michel coincidieron en el Congreso Socialista Internacional celebrado en Londres en 1896. No está claro que se conocieran personalmente allí pero sí que compartían muchas cosas en cuanto a credo pedagógico. Durante su exilio en Francia, Ferrer i Guàrdia fue impregnándose de las teorías educativas que acabarían dando lugar a su proyecto de la Escuela Moderna. La fundación que lleva su nombre sigue haciendo hincapié en uno de los pilares fundamentales de su plan formativo: la laicidad.

«En ese apartado compartimos una tradición que también enarboló Kropotkin: un absoluto respeto al libre recorrido interno de cada persona para interrogarse sobre las dudas que suscita la existencia humana. Esto no es una abstracción, aunque lo parezca», señala Molina. «De dónde venimos, adónde vamos, qué es la vida, qué es la muerte… La única manera de enfocar estos interrogantes de una manera libre y no inducida por ninguna autoridad que te meta en la conciencia cosas que tú no has elegido es la laicidad. Que exista una ausencia absoluta de dogmas, que la educación religiosa confesional sea excluida de cualquier ambiente educativo. Eso es lo que pretendemos». Vicenç Molina amplía esta visión laica a todo el ámbito educativo, no solo a los colegios financiados con dinero público. «Debería ser posible actuar también en los privados, aunque reconozco que eso es muy difícil», confiesa. «Debería hacerse porque los niños no son propiedad de sus padres. Los padres pueden ser cristianos, musulmanes o judíos pero los niños no tienen ninguna culpa. La democracia debería proteger a los más débiles, que son los niños. ¿Pero esto cómo se hace? ¿Cómo vas a intervenir en un colegio privado? Debería ser posible, pero es complicado. El niño tiene que ser libre desde el principio».

España vive hoy la paradoja de tener unas iglesias cada vez más vacías y una proliferación de escuelas concertadas religiosas. No solo se sigue instruyendo a la infancia en los dogmas católicos sino que se ha sumado al temario una nueva religión: la economía capitalista. Desde bien pequeños, niños y niñas aprenden cómo invertir adecuadamente su capital sobrante, que se multiplicará sin necesidad de trabajar y a costa del sudor de sus semejantes. «Efectivamente, eso se estudia en la ESO –confirma Molina–. Desde la fundación criticamos que pueda haber una educación económica que no sea en economía social, cooperativa y solidaria. Para esto hay dos opciones y en Catalunya se ha elegido la peor de ellas: convertir la asignatura de Economía de Empresa en una explicación de las virtudes de la especulación. La otra opción de enfocar esta enseñanza es explicar de dónde sale el recibo de la luz. Eso me parece mucho más interesante y me consta que buena parte del profesorado, que hace lo que puede, lo enfoca así».

La Fundación Ferrer i Guàrdia es la depositaria de un legado de inspiración anarquista que está muy lejos de las bombas y las pistolas que caracterizó a una parte del movimiento. El anarquismo, desde el principio, se dividió en dos grandes corrientes. Una basada en la educación como arma emancipadora y otra en la acción directa violenta. Ferrer i Guàrdia pertenecía a la primera pero fue arrastrado, contra su voluntad, por la segunda. Mateo Morral, que trabajó como bibliotecario en su centro educativo, atentó contra Alfonso XIII en 1906. Hubo 23 muertos, más de cien heridos, y Ferrer i Guàrdia, que no tuvo nada que ver, acabó en la cárcel acusado de cómplice. En 1909, tras la Semana Trágica, otra vez fue acusado injustamente de ser el instigador de aquel motín popular y fue fusilado en la prisión del castillo de Montjuic.

«Hay que reconocer los errores de la propia tradición ácrata», explica Molina. «Hubo muchos que confundieron la propaganda por el hecho, el principio de acción y la crítica a la autoridad con el hecho de matar a quien ostente esa autoridad. En el caso de España, matar a Cánovas, a Canalejas, intentarlo con el rey… Eso, por desgracia, pasó, y es muy impopular y altamente trágico». Estos desmanes, a su juicio, acabaron afectando directamente a todo el republicanismo español: «Los excesos de la FAI, por ejemplo, son ciertos y han dificultado la labor de recuperación de la memoria histórica. Matar a alguien por el hecho de ser católico, aunque no fuera fascista, es algo terrible».

La Comuna de París no estuvo libre de este pecado. Su historia, como decía Henri Guillemin, «es una historia frenética, atroz. Yo contaré la verdad, aunque me moleste, porque no todo en esta historia es bello». La brutal represión ordenada por Thiers contra la Comuna se justificó, básicamente, por tres muertes cometidas por los revolucionarios: las de los generales Lecomte y Clément-Thomas y la del arzobispo de París Georges Darboy, a quien los comuneros pretendían intercambiar por Auguste Blanqui, que estaba preso en Bretaña. Fue un claro error de cálculo por parte de la Comuna. Un arzobispo muerto servía mejor a los propósitos de Thiers para desencadenar la carnicería que tenía preparada.

Mujeres a la vanguardia

Cuando el presidente Thiers ordenó a su ejército que requisara los cañones acumulados por la Guardia Nacional, fueron las mujeres las que salieron a poner su cuerpo delante de las bayonetas.

Existe la idea de que siempre ha habido un mascarón de proa en todas las revoluciones sociales. Hay una locomotora que tira de todas las demás reivindicaciones. El movimiento obrero, por ejemplo, tiró del sufragio universal que empujó, a su vez, la lucha por el voto femenino. En la actualidad, esa locomotora, parece claro, es el feminismo. Detrás de las mujeres van todas las demás. O iban hasta que llegó el coronavirus, porque en el centro de sus demandas está «el elemento corporal, el contacto físico que tiene que ver con el mundo de los cuidados», explica María Eugenia Rodríguez Palop, y ese apartado ha quedado seriamente tocado por la pandemia.

La chispa que dio origen a la proclamación de la Comuna fue precisamente ese: el cuerpo de las mujeres y su presencialidad. Cuando el presidente Thiers ordenó a su ejército que requisara los cañones acumulados por la Guardia Nacional en Montmartre, fueron las mujeres las que salieron a poner su cuerpo delante de las bayonetas. Esos cañones los había pagado el pueblo de París para protegerse de la invasión prusiana. Les pertenecían. No iban a dejar que se los arrebatase nadie, ni las tropas de Bismarck ni la naciente república de millonarios que aspiraba a reproducir el anterior régimen explotador.

«De pronto vi a mi madre cerca de mí, y experimenté una espantosa angustia; inquieta, había acudido. Todas las mujeres se hallaban allí subiendo a la vez que nosotros, no sé cómo», cuenta Louise Michel en su libro sobre la Comuna. «Las mujeres se tiran sobre los cañones y las ametralladoras interponiéndose entre nosotros y el ejército; los soldados permanecen inmóviles», añade. Lo que ocurrió después parece sacado de una película: el general Lecomte ordena abrir fuego sobre la multitud y sus soldados se niegan a hacerlo y se unen a la Guardia Nacional revolucionaria. Marx, Engels y Lenin, que escribieron sobre la Comuna, pasaron por alto este heroico gesto de las mujeres obreras.

Detalle del cartel de la película ‘La Commune (Paris, 1871)’, de Peter Watkins.

«Cuando oigo a un político, también de los afines, decir que ‘estamos en un momento histórico’ o que ‘estamos haciendo historia’, siempre se trata de un hombre. No hay ninguna mujer que se exprese así. Las mujeres ya sabemos que no hacemos historia. Primero, porque no nos han dejado. Y si a pesar de todo lo hemos conseguido, lo más seguro es que después se nos haya borrado», explica Rodríguez Palop. «Además, creo que no tenemos ninguna pretensión de hacer historia. Sí de hacer cosas. Pesa más nuestra conciencia de los deberes contraídos, hablamos antes de colectivos, de comunidades, de nuestras antecesoras».

Durante la Comuna surgió uno de esos colectivos: la Unión de Mujeres para la Defensa de París y el Cuidado de los Heridos, fundada por Nathalie Lemel y Élisabeth Dmitrieff. A pesar del valiente trabajo que realizaron, fueron arrinconadas e ignoradas por los mismos dirigentes comuneros. Además, en esos días se difundió un bulo entre la prensa conservadora que hablaba de mujeres asesinas sedientas de sangre. Eran las nuevas brujas. Las llamaban «las petroleras», porque supuestamente quemaban iglesias y propiedades burguesas con artefactos incendiarios. La represión contra ellas fue implacable.

Ejecución de una petrolera. Grabado anónimo.

«Cualquier mujer mal vestida o que llevara un recipiente para la leche, un frasco, una botella vacía, podía ser acusada de petrolera. Entonces se la arrastraba, hecha pedazos, hasta el muro más próximo y se la asesinaba a tiros de pistola», cuenta Prosper-Olivier Lissagaray en La historia de la Comuna de París de 1871 (Capitán Swing, 2021).

Lissagaray, que se exilió a Londres tras la Comuna, mantuvo una larga relación sentimental con la hija de Marx (Eleanor, quien tradujo al inglés esta obra) y demostró más sensibilidad hacia las mujeres que su ‘casi’ suegro. «Es que Marx era muy machirulo y estaba preso del entusiasmo científico de la época», afirma Rodríguez Palop. «Ignoraba totalmente a las mujeres, a pesar de que vivía de su esposa. Y esa tradición misógina se ha perpetuado en la izquierda, desde el siglo XIX hasta la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, como mínimo». En ese sentido, el machismo recalcitrante de Proudhon, por ejemplo, es paradigmático.

Según la eurodiputada, aunque no se ha reconocido el papel de las mujeres como se debería, hay un hecho que demuestra claramente su importancia histórica: el miedo que dan. «La prueba de que las mujeres hemos sido una pieza fundamental en todos los movimientos sociales es que la extrema derecha ha hecho del antifeminismo un eje central de su discurso. El feminismo militante, popular y asociado a los cuidados tiene una potencia transformadora extraordinaria. Es una propuesta económica de cambio del modelo productivo y eso es lo que les provoca pánico».

Las ‘fakes news’

Durante la Comuna hubo una febril actividad periodística a favor y en contra de la revolución. Había centenares de diarios. En principio, el Comité Central apoyaba la libertad de prensa pero su entusiasmo duró apenas mes y medio.

‘La ejecución de Varlin’, cuadro del pintor libertario Maximilien Luce.

La censura empezó a actuar en abril, cuando la avalancha de libelos conservadores se hizo insostenible. Este es uno de los puntos en los que Peter Watkins hizo hincapié en su película ‘La Comuna’ (2000), un ambicioso retrato de aquellos días y de la manipulación mediática a la que estuvo sometida la población.

Al parecer, tras instaurarse el gobierno revolucionario, el crimen descendió extraordinariamente en las calles de París, hasta el punto de que Marx asegura que ya no hacía falta la policía. El relato diseminado arteramente por los periódicos de derechas hablaba, muy al contrario, de una orgía de violencia anarquista.

Tras la festiva proclamación de la Comuna, el historiador Albert Sorel (nueve veces nominado al premio Nobel) escribirá a un amigo que la capital estaba sumida en “una inundación de fango sangriento”. Así describía una jornada de fiesta popular, con música y bailes en las calles.

El gobierno de Thiers, en la misma línea, se convirtió en una máquina de propalar embustes, que eran fielmente recogidos y aumentados por la prensa afín. A este alud de mentiras atribuye Louise Michel las «inconcebibles salvajadas» ejecutadas después por los soldados en la represión. Al socialista Eugène Varlin lo lincharon y lo arrastraron por las calles de Montmartre. Lissagaray describirá así su suplicio: «Bajo una lluvia de golpes, su joven cabeza reflexiva, que nunca había albergado más que pensamientos fraternales, se convirtió en una masa de carne picada, con el ojo fuera de su órbita. (…) [Como ya no se mantenía en pie], lo sentaron en una silla para fusilarlo. Los soldados machacaron su cadáver a culatazos».

El frenesí anticomunero, excitado por la propaganda, llevó a muchas burguesas al extremo de la sevicia. «Unas desgraciadas elegantemente vestidas –escribe Louise Michel– acudían muy sonrientes a ver el cadáver de Flourens; ya no les infundía temor. De una manera infame y cobarde, hurgaban con la punta de sus sombrillas en la masa encefálica del muerto».

Anatomía de la derrota

‘Una calle de París en mayo de 1871’, obra del pintor Maximilien Luce.

Para no caer en la melancolía es necesario entender que emprender una lucha social ya es un triunfo, aunque no se consigan los objetivos iniciales. Así lo explica Layla Martínez en Utopía no es una isla. Allí pone el ejemplo de las movilizaciones contra la construcción del oleoducto de Standing Rock, entre Dakota del Norte y Dakota del Sur (EE.UU.). El enorme tubo de petróleo amenazaba territorios históricos de la tribu sioux y movilizó a miles de partidarios de los movimientos indigenista y ecologista. Estas concentraciones fueron dispersadas violentamente, a golpe de porra, con tanques de agua, con centenares de detenciones y denuncias contra los activistas.

«Tanto para la Comuna como para el caso de Standing Rock conviene no eludir sus repercusiones simbólicas y políticas más allá de lo puramente material», nos explica Layla Martínez. «En el caso de la Comuna, la derrota fue inapelable, fue un movimiento aplastado de forma sangrienta, pero tuvo una importancia capital para los teóricos marxistas y después para los bolcheviques que hicieron la Revolución Rusa. El caso de Standing Rock no tiene la misma dimensión histórica. También fue una derrota porque el oleoducto se construyó, está ahí, pero esa lucha sirvió de aprendizaje para muchos otros movimientos sociales. En varios estados de Estados Unidos y en provincias de Canadá se ha acabado prohibiendo el fracking. Y se ha paralizado la construcción de otros oleoductos. Es decir, la derrota de Standing Rock fue el prólogo de muchas victorias».

Martínez se remite a esa «genealogía crítica» que recomienda para todas las luchas del pasado. «Es conveniente no idealizar la Comuna. Tampoco es bueno quedarse solo con las imágenes icónicas de Standing Rock, las de esas personas de los pueblos originarios americanos vestidas con sus trajes tradicionales y haciendo frente a una excavadora encima de un caballo. Hay que asumir y entender las derrotas, aprender de ellas, rescatar sus herramientas útiles. Vistas así, algunas derrotas son más importantes que muchas victorias».

¿Qué hacer hoy?

La Comuna surgió en un momento de crisis de régimen. Había terminado el Segundo Imperio, Napoleón III se había ido, pero la nueva República que nace pretende reproducir el mismo modelo solo que sin emperador. El paralelismo con la Transición española es inevitable. ¿Para qué buscar una salida si el cambio parece imposible? «Este bloqueo para pensar en nuevas políticas transformadoras es especialmente grave en España porque el discurso ideológico del Régimen del 78 sigue marcando la agenda y los imaginarios a la hora de hacer política», expone Germán Cano. «Hay una crisis en la idea de España muy profunda. ¿Hacia dónde vamos? Casi nadie piensa en esto. La política del día a día siempre acaba arrinconando esta cuestión», añade.

Como ocurre con cada gran transformación histórica (y la Revolución Industrial fue una de ellas, como lo es hoy la sociedad digital) acaban apareciendo corrientes nihilistas. Unas veces se expresaron a través de la filosofía. Otras, de la dinamita. Las más recientes, quizás, en forma de cresta punk. ¿Se avecina un renacimiento del nihilismo? «Totalmente. Ese es un rasgo inequívoco de nuestro tiempo», vaticina Cano. «Y lo peor es que se trata de un nihilismo que viene acompañado de cinismo. El nihilista no cree en nada o ya no puede confiar en los valores tradicionales. Pero el cínico es peor porque entiende que, en esa situación de grado cero del valor, el valor se acomoda o se adapta a la voluntad de poder de cada uno. Esto, en definitiva, es Trump. Es esa idea de que, en un contexto en el que nada es verdad, yo impongo mi verdad. O en el que paso por ser el más auténtico porque no oculto mi mentira. Esto es muy actual. El nihilismo es una consecuencia de la pérdida de horizonte de futuro».

Frente a estos peligros, Layla Martínez enarbola un concepto singular: el «optimismo feroz». A su juicio, «socialmente, necesitamos construir un discurso que sea contrahegemónico para oponerlo a ese otro discurso que presenta el futuro como algo que siempre es peor. Si hemos aprendido algo de la historia, a pesar de todas las derrotas de la izquierda, es que el futuro no está escrito».

Para argumentar este necesario «salto de fe», Martínez recurre al ejemplo de la Revolución Cubana: «¿Quién podría pensar que aquello pudiera triunfar? Eran cuatro tíos sin experiencia militar que quieren derribar una dictadura y organizan un desembarco que, además, fracasa. Y en vez de irse a su casa, que es lo que cualquiera hubiera hecho, se refugian en la selva y pretenden levantar desde allí un movimiento revolucionario. Y contra todo pronóstico, contra toda probabilidad histórica y contra toda lógica, lo consiguen».

Ante un panorama que se antoja negrísimo, Layla Martínez apela a una especie de obligación moral de esperanza. «Creo que tenemos que decidir ser optimistas y defender esa visión con ferocidad», sugiere. «Es verdad que, en un año como este, analizando la situación fríamente, es mucho más probable que las cosas salgan mal. Pero no tiene por qué ser así. Depende de lo que decidamos. Y en esa decisión colectiva hay mucho de fe». Además, es que tampoco hay muchas más opciones: «La crisis ecológica nos ofrece un horizonte muy pequeño. Tenemos muy poco tiempo. Por eso creo que ese salto de fe es más necesario que nunca. Y creo, también, que estamos mejor hoy que hace unos años. Hay más gente dispuesta a trabajar por ese cambio que antes. Desde luego mucha más que en los años noventa y los primeros 2000. Empieza a haber ganas de sacudirse un poco las cenizas de esa derrota histórica que arrastra la izquierda de la generación anterior».

Martínez ve señales de este nuevo ambiente en «el interés que hoy hay por el tema de las utopías, de los nuevos horizontes, de los mundos mejores». Cree que se empieza a hablar de cosas que eran impensables hasta hace poco: «Cuando yo estaba en la Facultad de Políticas, hace 10 años, si alguien hubiera sacado el tema de las utopías le hubieran considerado idiota. O ingenuo como poco. Eso está cambiando, incluso entre los académicos. Todavía es un cambio leve, pero empieza a notarse la necesidad de recuperar el impulso de la utopía».

La Comuna fue una utopía efímera. Jules Vallès, director del periódico Le Cri du peuple y otro de los personajes ilustres de la época, pintaba así, en su novela El insurrecto, el ambiente de fiesta y esperanza que marcó sus primeras horas:

«Este sol tibio y claro que dora la boca de los cañones, este olor a flores, este temblor de banderas, el murmullo de esta revolución que pasa, tranquila y bella como un río azul (…). Tú que tienes, como yo, el pelo gris, ¡abrázame, camarada! Y tú, chaval, el que juega a las canicas detrás de la barricada, sí, ¡acércate para que te abrace también! El 18 de marzo te ha salvado. Podías haber crecido en la niebla, como nosotros, y chapotear en el fango, y rodar en la sangre, y reventar de vergüenza, y haber sufrido el indecible dolor de los pisoteados. ¡Todo eso se acabó! Nosotros hemos sangrado y llorado por ti. Tú recogerás nuestro legado. Hijo de los desesperados, ¡tú serás un hombre libre!».

Lamentablemente, no fue así. ¿Lo será mañana?

‘El tiempo de las cerezas’

En la memoria popular, la insurrección de 1871 tiene banda sonora. Se trata de la canción ‘Le temps des cerises’ y ha sido interpretada por grandes mitos de la ‘chanson française’: Charles Trenet, Yves Montand, Léo Ferré, Juliette Greco…

Lo cierto es que se compuso antes de la Comuna y que se trata de una canción de amor que habla con nostalgia de la primavera, del «alegre ruiseñor y el mirlo burlón» y de enamorados con «el sol en su corazón». Su autor, Jean-Baptiste Clément, escribió la letra en 1866, pero añadió unos versos después de participar activamente en la defensa de la Comuna. Se los inspiró una camillera a la que vio trabajar en la calle de la Fontaine-au-Roi, unas horas antes del trágico final de la revolución:

Siempre me gustará el tiempo de las cerezas.

De aquel tiempo, guardo en el corazón

una herida abierta.

Y aunque a mí viniera la diosa Fortuna,

jamás podría calmar mi dolor.

Siempre me gustará el tiempo de las cerezas

y el recuerdo que guardo en el corazón.

«Sólo supimos que [aquella enfermera] se llamaba Louise y que era obrera. (…) ¿Qué fue de ella? ¿Fue fusilada por las tropas de Versalles como tantos otros? ¿No debía yo dedicarle a esta heroína misteriosa la canción más popular que contiene este volumen?», escribía Clément en una recopilación de sus canciones publicada en 1887.

Louise Michel aclarará años después en sus memorias que no era ella la valiente enfermera que tanto conmovió al autor.

Con el tiempo, la canción se convirtió en símbolo de la lucha revolucionaria e Yves Montand, que la grabó en la década de 1950, la recuperaría en 1974 en el primer concierto en favor de los refugiados chilenos tras el golpe de Estado perpetrado por Pinochet.

El maestro japonés de la animación Hayao Miyazaki también la utilizará en una de sus películas más recordadas, ‘Porco Rosso’ (1994), donde cuenta las aventuras de un aviador hechizado y convertido en cerdo en la Italia de Mussolini. Esta especie de Humphrey Bogart porcino dejará una frase para la historia: «Prefiero ser un cerdo a ser un fascista».

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Recursos de apoyo bibliográfico        

Historia de la Comuna de París

 

Derrotas que hacen historia. La Comuna de París

 

A 150 años de la Comuna de París, Michael Löwy analiza sus alcances históricos

 

A 150 años de la Comuna de París

 

A 150 años del acontecimiento político más importante en la historia del movimiento obrero del siglo XIX: la alternativa posible de la Comuna de París

 

El cielo por asalto

 

Cuando los obreros tomaron el cielo por asalto