La “bolsonarizacion” de las políticas ambientales y la crisis ecológica de América del Sur

POR EDUARDO GUDYNAS /

La diseminación de incendios en Brasil y sus países vecinos desnuda la extensión e intensidad de la crisis ecológica que sufre América del Sur. La obsesión con el progreso aparece de unas y otras maneras, y llega a extremos bajo el gobierno de Jair Bolsonaro. Pero desde distintos regímenes políticos, al día de hoy, el fuego afecta a las más grandes regiones ecológicas de América del Sur.

Nuevo Progreso es el nombre del poblado en el estado de Pará, en el centro de la Amazonia, desde el cual se convocó a que el 10 de agosto fuera el Día do Fogo. Se pedía a los hacendados y colonos iniciar simultáneamente sus clásicas quemas de selva y campos en esa fecha, como demostración de protesta contra el gobierno. Es que los promotores del fuego eran aún más reaccionarios que el actual presidente, y reclamaban más libertades para las quemas y la deforestación. Sus ideas de un “nuevo progreso” no tenían ninguna novedad, sino que apelaban al primitivismo de destruir completamente la Naturaleza para implantar sobre las cenizas sus ganados y cultivos. Una copia casi exacta de las estrategias que se defendían en el siglo XIX.

Los incendios se diseminaron por todo Brasil, y al 25 de agosto superaron el umbral de 80 mil focos. Aproximadamente la mitad afectan la Amazonia; le sigue las quemas en las savanas y bosques secos del Cerrado (30%), y en los restos de la selva atlántica (10%). En este momento todas las grandes ecorregiones del Brasil están azotadas por el fuego. Sus efectos son un total y masivo aniquilamiento de la biodiversidad, emisiones de contaminantes, e impactos sobre indígenas y campesinos que pierden sus territorios.

El fenómeno no es nuevo, sino que se repite todos los años, pero aquella coordinación lanzada desde Nuevo Progreso y las casualidades climáticas, hicieron que los humos y hollines llegaran a las ciudades de la costa atlántica en Brasil. Sus pobladores, que no siempre atienden a lo que sucede en las selvas de su propio país, repentinamente sufrieron los impactos de las quemas. El paulista entendía que estaba ecológicamente ligado a la suerte de la Amazonia. Se inició una reacción ciudadana y la polémica se intensificó dentro de Brasil y a nivel internacional.

Toda esta situación resulta de un extremismo que podría calificarse como una “bolsonarización” de las políticas ambientales, que al menos se despliega en dos frentes. Por un lado, hay una dura retórica contra la protección ambiental, y contra los ambientalistas, indígenas y otros movimientos sociales. Las exigencias de protección de la biodiversidad, dicen Bolsonaro y sus allegados, impedirían el progreso del país o sirven a complots externos. Los ambientalistas, agregan, son potencialmente peligrosos; Bolsonaro incluso los acusó de haber iniciado los incendios en la Amazonia.

Por otro lado, el gobierno debilitó y recortó el monitoreo y control ambiental, y también atacó a la institucionalidad que debería asegurar su aplicación, y que en caso de incumplimientos, debería sancionar a los responsables. Por ejemplo, se decapitaron 21 de las 27 superintendencias del Instituto del Medio Ambiente, desactivó su equipo de fiscalización de infracciones ambientales, obligó a renunciar a quien dirigía el monitoreo de los incendios, respalda reformas normativas para permitir la minería y la agricultura en áreas protegidas, y así sucesivamente. Todo esto se acompaña de la criminalización de organizaciones ciudadanas y el aliento al uso de la violencia. La bolsonarización significa impunidad ecológica.

El eje de la retórica es asegurar el “orden” y el “progreso”. De ese modo, el gobierno apela a sensibilidades atávicas profundamente arraigas ya que esas son las ideas que lucen en el centro de la bandera de Brasil, y que se remontan a una frase del positivista Auguste Comte. El orden debía ser la base de la sociedad y el progreso su fin, decía Comte en el siglo XIX. Ese fue el aliento de la colonización territorial tanto en Brasil como en los países vecinos, y que además animó a muchos regímenes totalitarios. Al orden y el progreso ahora se la suma el fuego. No es un juego de palabras, pero ese fuego que se alentó desde el pueblito de Nuevo Progreso no tiene ninguna novedad sino que es senil.

La obsesión en el orden y la conquista de la Naturaleza también está detrás del retorno de las ideas de militarizar la Amazonia. Entre ellas, Bolsonaro ha coqueteado con retomar el programa “Caja Norte”, a desplegar en las fronteras amazónicas con los países vecinos. Del mismo modo, en el Instituto de Conservación de la Biodiversidad, muchos jefes fueron removidos y reemplazados por militares. En ese contexto tampoco puede pasar desapercibido el apoyo del presidente de Colombia, Iván Duque, a las posiciones de Bolsonaro. Es que el Plan de Desarrollo de Duque apunta a militarizar la gestión de la Naturaleza, que en su caso lo presenta como una “seguridad ambiental” que es parte de la “seguridad, autoridad y orden para la libertad”. Mientras que en Brasil la distorsión opera en invocar al orden para progresar, en Colombia se insinúa la necesidad de un orden militarizado para ser libre. De estos modos, las palabras se desvisten de sus sentidos y se vuelven apenas slogans.

Por ello, no puede sorprender que Bolsonaro no dude en presentarse como nacionalista y anticolonialista para justificar la destrucción amazónica. Las reacciones de algunos países industrializados, como Francia, por cierto que encierran múltiples intereses, pero son aprovechadas como excusas para continuar con la debacle ecológica. La defensa de un nacionalismo soberanamente ecocida tiene viejos antecedentes en Brasil, que se remontan por lo menos a la década de 1970. En aquellos años, el gobierno militar rechazaba cualquier medida ambiental y proclamaba el “crecimiento a cualquier costo”.

El entrevero político se acentúa en tanto en los países vecinos a Brasil, donde hay regímenes políticos muy diversos, la Naturaleza también está ardiendo. La mayor preocupación está en selvas húmedas y secas de Bolivia (donde se duplicó el número de incendios con respecto al año pasado, superando los 18 mil). Le sigue la amazonia de Perú con 6 mil focos de calor (también se duplicaron), y en Paraguay, donde afecta a los bosques orientales y el Chaco (más de 10 mil focos).

Por lo tanto estamos ante una situación donde todas las ideologías políticas parecen incapaces de evitar el fuego. Sólo cambian las reacciones, las réplicas y los discursos. El más claro testimonio de esto es que los bosques de la Chiquitanía de la Bolivia estén ardiendo en estos días. Sin duda que el gobierno de Evo Morales está ubicado en un extremo casi opuesto al de Bolsonaro, pero de todos modos se permitió una desordenada expansión de la frontera agropecuaria sobre algunos de sus bosques, se perdonó a los infractores de la deforestación, y los controles siguen siendo muy precarios.

Esto explica la reciente declaración de la coordinadora indígena amazónica (COICA) responsabilizando tanto a Bolsonaro como Morales de genocidio, un señalamiento que a muchos incomoda.

Se llega así a una triste situación: olvidando por un momento las fronteras políticas, y poniendo el acento en las grandes ecorregiones de los trópicos y subtrópicos, se puede concluir que todas ellas están azotadas por el fuego. Hay incendios en las selvas, los bosques secos, las savanas y praderas, y hasta en el Pantanal.

La sombra del “orden y progreso”, y ahora el fuego, se extiende por toda América del Sur. En todos ellos las causas de fondo del desmembramiento de las políticas ambientales, la persecución a ambientalistas, indígenas y campesinos, y la violencia rural, parten del agronegocio para favorecer monocultivos y ganadería. En esos fuegos también arde la evidencia que las posturas políticas basadas en el sueño del “orden y progreso” del siglo XIX ya no pueden responder a los desafíos sociales y ambientales del siglo XXI.

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