Intentando redefinir y rectificar la conducta equívoca y extraviada de la iglesia Católica

POR VÍCTOR PAZ OTERO

El sorprendente papa Francisco, pareciera destinado por la ilusoria y supuesta “divina providencia” a redefinir y a rectificar la conducta equívoca y extraviada que por muchos siglos ha manifestado y materializado la iglesia Católica con respecto a sus relaciones tanto con el poder político como con el poder económico. Son muchas las épocas en las cuales la “venerable” y milenaria Iglesia, apartándose de ciertos principios esenciales contenidos en los evangelios de Cristo, se apartó de ellos para concertar alianzas equivocas y perversas con los poderes de este mundo. Se olvidó casi por completo de que se había predicado que el reino de Dios no pertenece a este mundo. Y fue una especie de olvido radical, que en buena parte determinó la fractura, aún vigente, de la antigua y sólida unidad del cristianismo.

La iglesia de Roma, una vez convertida en religión oficial del imperio, entró de manera progresiva en un proceso de evidente falsificación y de acomodaticia interpretación de la doctrina evangélica. Como si el demonio “con sus pompas y sus obras” hubiese alterado la simplicidad y la austeridad de aquellos principios, que le prescribían alianzas con los ofendidos y los humillados de este mundo y que igualmente condenaba a los que pretendiendo ganar los bienes de este mundo terminarían de manera inexorable perdiendo su alma. De una iglesia humilde emergió lentamente una iglesia opulenta y lujuriosa. ¿Y cómo podría negarse? También surgió una iglesia corrupta y pecadora, que participo de escándalos y de ambiciones descomunales, que aún hoy provocan asombro. A partir de lo anterior se hizo inevitable el conflicto y la contradicción interna en las propias entrañas de la iglesia. Martín Lutero y el conjunto todo del protestantismo, en el fondo no fueron más que una protesta justificada y legitima contra el espectáculo sacrílego de esa iglesia corrompida. Esto determinó la fractura irreparable de la unidad relativa que durante muchos siglos pareció caracterizar a la iglesia. Ruptura que no fue de manera exclusiva de orden teológico, sino que también y de manera muy significativa, incorporo polémicos elementos de naturaleza política. En la actualidad, matizado con muchos otros elementos, a través de la sugerente figura del papa jesuita y latinoamericano, la dimensión política de ese conflicto se instala nuevamente en el corazón mismo de la iglesia contemporánea.

En la nueva encíclica Fratelli tutti o hermanos todos, el Papa cuestiona con sólidos argumentos, los elementos más evidentes por medio de los cuales se ejerce una dominación aberrante sobre la casi totalidad de la civilización humana. Ellos son, de manera preferencial, el predominio ideológico del llamado neoliberalismo. La irracionalidad económica que ha convertido el mercado y el dinero en las únicas deidades totalitarias que de forma permanente instauran y acrecientan la alienación de los hombres y comprometen el despliegue de la libertad humana en el flujo y en el destino de la civilización. No se trata de que el Papa se nos haya convertido en comunista o en neo-socialista, de lo que seguramente se lo acusara por sus recientes pronunciamientos a cerca de la política social de la iglesia. En lo esencial se trata de una reconciliación y de una nueva aproximación tanto del Papa -y ojalá sea de toda la Iglesia- a las fuentes primarias del evangelio de Cristo. No es pues “socialismo cristiano”, ni imprevisto giro a la izquierda de una iglesia conservadora y de derecha. Se trata de la nueva y renovada conciencia histórica. Se trata de sensibilidad humana.

En últimas se trata simplemente de inteligencia comprensiva a cerca del devenir histórico y humano. La sociedad tecnocrática y planetaria a la que hoy todos pertenecemos y de la cual todos participamos, es una sociedad, que además de enferma y desquiciada, es una sociedad que niega y que destruye y que avasalla todo aquello que presumiblemente podría designarse como una civilización cristiana. Está edificada sobre la inequidad. Es una sociedad prisionera no ya de los antiguos dogmatismos teológicos sino de los nuevos y aberrantes dogmatismos económicos, que de manera preferencial se orientan a estimular la especulación y a la acumulación creciente dela riqueza en manos de una pocas naciones y en manos de un muy reducido grupo de seres humanos. Vivimos en una sociedad, que muy antirreligiosamente no está orientada ni siquiera a construir un cielo de bienestar sino un inmenso infierno de malestar social y espiritual para lo que aún queda de humanidad en los seres humanos. El verdadero asesino de Dios no ha sido un extraordinario filósofo iluminado y alucinado, sino una poderosa e incontrolable fuerza llamada el dinero, que ejerce su hechizo en un universo transmutado en mercado.