Filosofía, identidad y pensamiento político en Latinoamérica

POR CRISTIAN CANDIA BAEZA /

La Filosofía latinoamericana nació con el conflicto acerca de lo propio y lo ajeno, es decir una filosofía que hizo de su propio estatuto  de  posibilidad el contenido a desarrollar. Por tanto, un pensamiento que alejado de los cánones metafísicos y epistemológicos propios del occidente europeo,  se ha  jugado  desde sus comienzos por contestar las dos preguntas fundamentales para  nuestra región: ¿qué somos? y ¿qué podemos ser en el orden mundial?, con toda la carga política e identitaria que estos interrogantes llevan tras de sí. El presente artículo pretende dar cuenta de ese ideario desde  los  emancipadores y los positivistas de fines del siglo XIX hasta la filosofía revolucionarista de los años sesenta.

Marco general

El tema de la filosofía latinoamericana presenta una duda inicial, José Gaos se ha preguntado “¿Hay razón de ser hombres de lengua española o de América para no satisfacerse con la filosofía, por ejemplo, de lengua inglesa o con la filosofía Europea sino, Asiática?” Sabemos que la humanidad ha desarrollado una rica tradición filosófica. Las problemáticas que han aquejado a cada época están prolijamente detalladas en una multiplicidad de textos, hoy día, canónicos. Entonces, ¿existe alguna razón para que nosotros, hombres de esta América, no nos contentemos con esta rica tradición? Parece que sí, porque la historia de las ideas en Latinoamérica está marcada por un deseo constante de encontrar el camino de la propia filosofía. Si para los primeros filósofos griegos la filosofía es afán de saber, ese afán, en Latinoamérica siempre se ha presentado como la voluntad de dar respuesta nada más y nada menos, a nuestra capacidad y posibilidad de pensar. Tal es el desafío lanzado desde los primeros escritos surgidos en el continente; interrogación por una filosofía americana que se reconoce como un planteamiento desde América y para americanos, problemática que contradice histórica y temáticamente la intención de situar la filosofía como una reflexión referida a problemas universales, eternos, y en tanto que tal, no sometida a determinaciones temporales ni regionales.

Cuando se pregunta por la existencia de una filosofía americana, se hace partiendo del sentimiento de una diversidad, es la conciencia de la distinción y la diferencia, lo que guía el ejercicio teórico desde el contexto regional al plano de las ideas. Para el mexicano José Vasconcelos, subyace en esta preocupación un deseo de reconocimiento e identidad: “Bien visto y hablando con toda verdad, casi no nos reconoce el europeo ni nosotros nos reconocemos en él. Tampoco sería legítimo hablar de un retorno a lo indígena (…) porque no nos reconocemos en el indígena ni el indio nos reconoce a nosotros. La América española es de esta suerte lo nuevo por excelencia, novedad no sólo de territorio, también de alma”.

La duda que se presenta frente al planteamiento de Vasconcelos es acerca del carácter de la distinción, en base a qué surge este sentimiento de distinción o mejor aún, ¿cuáles son los caracteres distintivos que ofrece el pensamiento filosófico latinoamericano? Lo cual a su vez nos lleva a preguntarnos acerca de la unidad de pensamiento en nuestra región. ¿Es lícito tomar a Latinoamérica como un solo cuerpo?

En primer lugar, se ha tomado a Latinoamérica como un solo cuerpo, en virtud de la similar evolución que han tenido las ideas en los distintos países. En Chile, en México, en Argentina, en Perú y en gran parte del continente, se dan los mismos períodos de desenvolvimiento filosófico. Además operan las mismas influencias con efectos análogos y se producen muy semejantes frutos intelectuales. Lo último, además, es significativo para comprender las diferencias de la reflexión latinoamericana con el pensar europeo. Si bien es cierto, las corrientes filosóficas llegan como influencias continentales –en la mayoría de los países los mismos autores y tendencias en un mismo período de tiempo–, también, es fácil constatar, que los pensadores locales, al apropiarse de ellas, las han desarraigado de sus creadores, las han deformado hasta hacerlas irreconocibles a los ojos de sus autores. En los albores del pensamiento latinoamericano, un argentino, Alejandro Korn, ya daba cuenta de ello: “De allende los mares recibimos, en efecto, la indumentaria y la filosofía confeccionadas. Sin embargo; al artículo importado le imprimimos nuestro sello. Si a nosotros se nos escapa, no deja de sorprender al extranjero que nos visita; suele descubrirnos más rasgos propios –buenos o malos– de cuanto nosotros mismos sospechábamos”.

Existe, también, un rasgo histórico que tiene mucha repercusión en la génesis y sentido del pensamiento latinoamericano; se trata del hecho de que la filosofía ha comenzado en el continente desde cero, es decir, sin apoyo de una tradición intelectual milenaria, pues el pensar indígena no fue incorporado al proceso de la filosofía Hispanoamericana. La filosofía ha correspondido al carácter de un árbol transplantado, y no “de una planta que surgiera de la conjunción de factores propicios a un brote original y vigoroso de pensamiento”, como hace notar el pensador peruano Augusto Salazar Bondy en su ya clásico libro Existe una Filosofía de Nuestra América. Ahora bien, tal vez, sea este carácter de trasplantado el que opere como marco referencial del pensamiento latinoamericano, ya que, su reflexión no se ha caracterizado por ser una filosofía del Ser, del conocer y del querer, sino más bien, por preguntarse, una y otra vez, acerca de su posibilidad de existencia. Si algo caracteriza el pensamiento latinoamericano es su preocupación por captar la llamada esencia de lo americano, con toda la carga equívoca que esto ha significado.

En tercer lugar, el pensamiento latinoamericano siempre ha tendido hacia lo social y político.  Las reflexiones en torno a Dios, el alma, la muerte o el Ser, no han tenido cabida en la agenda principal de su filosofía. El largo viaje hacia sí mismo que emprendió la reflexión desde sus comienzos, le ha llevado a plantearse preguntas acerca de sus condiciones de posibilidad, preguntas que  han convocado a respuestas difíciles, donde el atraso, la marginación, el mestizaje, la hibridación y la dependencia  han fundado una particular manera de enfrentar el quehacer filosófico.

La filosofía latinoamericana será, entonces, una serie de soluciones dadas a los problemas que interesan a los destinos nacionales; o bien la razón de los pueblos americanos, o bien las leyes por las cuales se llega a los  objetivos propuestos. Filosofía comprometida con los problemas más urgentes, los problemas que  plantea, por ejemplo, la relación compleja con el mundo occidental, donde las relaciones de subordinación e independencia, no dejan de golpear cada cierto tiempo, obligando con ello, a una actitud política de los pensadores. Actitud que conforma el perfil mismo de su filosofía y que se remonta a los primeros pensadores, los Sarmiento, Lastarria, Bilbao, Mora, Alberdi y tantos otros de la llamada generación de los emancipadores, que al mismo tiempo que reflexionaban sobre los problemas de su tiempo, actuaban para transformarlos. Leopoldo Zea los llama filósofos engagés, “que lo mismo tomaban la pluma que la espada, lo mismo escribían un libro sobre la sociedad que les había tocado en suerte y sus problemas, como un manifiesto llamando a la acción para realizar el cambio que esa sociedad necesitaba”. Así, la reflexión que desarrollarán, más que una filosofía especulativa será de carácter práctico, de lo positivo y social, de la formación de criterios en torno a las instituciones políticas, religiosas y morales de sus respectivos países. La respuesta a una necesidad concreta, desafiando con esto, la pretensión de universalidad que la filosofía ha ostentado en su desarrollo histórico-occidental. Al respecto, Juan Bautista Alberdi, nos dirá: “No hay, pues, una filosofía universal, porque no hay una solución universal de las cuestiones que la constituyen en el fondo. Cada país, cada época y cada filósofo ha tenido una filosofía peculiar, que ha cundido más o menos, porque cada país, cada época y cada escuela ha dado soluciones distintas a los problemas del espíritu humano”.

Tenemos, entonces, que el marco referencial de la filosofía latinoamericana es político, así lo han entendido sus principales figuras y así ha quedado plasmado en el trabajo que a la fecha acumula cientos de volúmenes. Realizar, sin embargo, el itinerario de las problemáticas no es nada fácil, no sólo por su extensión y complejidad, sino fundamentalmente porque el carácter activo y casi militante que sus creadores le han conferido dificulta la tarea de clarificar y distinguir. Pareciera que en el espacio de la reflexión latinoamericana no hubiera cabida a ningún tipo de objetividad, la necesidad de tomar partido amenaza a cada instante con convertir cualquier trabajo de investigación  en un punto de vista parcial e interesado. Aun así, creemos que es posible realizar un mapa tentativo –y ciertamente inconcluso– de algunas problemáticas que por su carácter general y en la mayoría de los casos generacional, puede servir como introducción de lo que ha sido la reflexión filosófica en nuestra región.

Período de irrupción de los emancipadores a los  positivistas

El proceso del pensamiento filosófico hispanoamericano, comienza con la introducción de las corrientes predominantes en la España de la época de la conquista, dentro del marco del sistema político y eclesiástico oficial de educación y con la finalidad principal de formar a los súbditos del Nuevo Mundo, de acuerdo con la ideas y los valores sancionados por el Estado y la Iglesia, se introducen en América y se propagan por nuestros países aquellas doctrinas que armonizan con los propósitos de la Conquista y la Colonia. De este modo, el latinoamericano desde sus orígenes se juega una cuestión vital para su existencia en su  filosofía, marcándose el carácter político y no meramente especulativo de su reflexión. Las problemáticas aludidas son; meditaciones filosófico-teológicas en torno a la humanidad del indio, al derecho de hacer la guerra a los aborígenes y al justo título para dominar América. Si nos detenemos un momento en la primera problemática (acerca de la supuesta humanidad del indio) encontramos enclaves importantes para comprender una voluntad que recorrerá gran parte de la filosofía posterior.

La Europa consideró que su destino, el destino de sus hombres, era hacer de su humanismo el arquetipo a alcanzar por todo ente que se le pudiera asemejar, esta Europa, al trascender los límites de su geografía y tropezar con otros entes, que parecían ser hombres, exigió a éstos que justificasen su supuesta humanidad, esto es, puso en tela de juicio la posibilidad de tal justificación si la misma no iba acompañada de pruebas de que no sólo eran semejantes si no reproducciones, de lo que el europeo consideraba como lo humano por excelencia8. La filosofía comienza, entonces, en América con una polémica sobre la esencia de lo humano y la relación que pudiera tener esta esencia con los raros habitantes del continente descubierto, conquistado y colonizado. Dura problemática que hoy avergonzaría a cualquier pensador, sin embargo, situación real que marcó la manera de conducir la sociedad en su contexto jurídico, y en tanto que tal, filosofía política que sentó las bases de la convivencia de los habitantes de América. Al menos en su primer periodo, porque hay que decir que a pesar de la polémica entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, los conquistadores mezclaban libremente su sangre con aquellos a los cuales se estaba negando la humanidad, y cabe decir, que lo hacían no sólo para enyuntarse, sino también, para formar familia y con ello, dar nacimiento al pueblo latinoamericano.

La escolástica que tomó el control de las reflexiones teóricas del tiempo de la colonia se mantiene –con variantes locales y mayor o menor intensidad– hasta el siglo XVIII. A fines de este siglo se produce una atmósfera de cultura equivalente a lo que se conoce en Europa como la época de la ilustración y por eso algunos pensadores han denominado del mismo modo a esta etapa del proceso hispanoamericano. Periodo que cobra real significado con el advenimiento de los procesos revolucionarios de principios del siglo XIX y que se extiende aproximadamente hasta 1870, segmento de tiempo que configura el estadio de los emancipadores, definiendo por tal a los pensadores que tomaron el relevo, en el ámbito del pensamiento, de las figuras emblemáticas de los procesos independentistas. Andrés Bello, los describe de la siguiente forma: “La obra de los guerreros está consumada; la de los legisladores no lo estará mientras no se efectúe una penetración más íntima de la idea imitada, de la idea advenediza, en los duros y tenaces materiales ibéricos”. Al definir Bello el perfil de estos hombres como continuadores de la obra de los guerreros, los sitúa también como el fundamento de las teorías políticas que surgirán en esta época. Concretamente estos pensadores darán cabida a la discusión entre liberales y conservadores y protagonizarán las principales disputas acerca de la forma de conducir el Estado y dirigir la sociedad civil.

Tal vez quien mejor ilustra la voluntad de los emancipadores es el propio Simón Bolívar, un hombre de acción, pero que supo plantear una cuestión que sería capital para la reflexión de gran parte del siglo XIX en el continente. Bolívar pide la total ruptura con el orden político, social y cultural, dentro del cual los americanos sólo pueden tener el papel de siervos. No teniendo nada propio a lo cual aferrarse, la América bien puede hacer suyos los modelos y experiencias culturales que han triunfado en otras latitudes. Las mismas naciones que habían marginado la cultura iberoamericana servirían como modelo emancipador, para borrar el largo y equívoco pasado colonial. Habría que partir de cero, apropiándose del modelo exterior, este será, el proyecto civilizador que adoptarán los emancipadores, una generación de pensadores críticos en los que se adelantará, en muchos sentidos, la interpretación que harán suya, años después, los positivistas latinoamericanos. Varios miembros de esta generación crítica encontrarán posteriormente, en el positivismo, la justificación filosófica de sus interpretaciones. Expresión de estas críticas al pasado colonial impuesto, lo serán entre otras la memoria  del chileno José Victorino Lastarria (1817-1888), presentada en 1843, bajo el título de Investigación sobre la influencia de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile. La obra del mexicano José María Luís Mora, publicada en 1837, titulada Revista política de las diversas administraciones que la República Mexicana ha tenido hasta 1837. La obra del argentino Domingo Faustino Sarmiento, publicada en 1845, Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga. Y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina. La obra de otro argentino, Juan Bautista Alberdi, publicada en 1852, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. La de Francisco Bilbao, Sociedad chilena, publicada en 1844.

De la misma forma como los conquistadores y colonizadores iberos, trataron de soterrar las viejas culturas indígenas yuxtaponiendo las propias, los emancipadores latinoamericanos tratarán de enterrar el pasado colonial, la cultura hispana y la indígena, así como el mestizaje a que dio origen la Colonia. Se intenta una nueva yuxtaposición imitándose ahora los modelos culturales de la Europa  occidental, tanto las instituciones políticas sajonas como las expresiones de la literatura y la filosofía de la cultura de Francia. De igual manera se tomarán las expresiones a que diera origen la democracia de los Estados Unidos. Ser como Inglaterra, Francia o los Estados Unidos serán las metas del proyecto civilizador, por tanto será necesario anular el propio pasado, considerándolo impropio. La emancipación política alcanzada por los libertadores, deberá ser ahora seguida por lo que los civilizadores llamaron emancipación mental.

En 1852, el argentino Juan Bautista Alberdi, al referirse al sistema educativo propio para los pueblos como los latinoamericanos, que tratan de rebasar hábitos y costumbres impuestos por un largo dominio colonial, escribe: “En nuestros planes de instrucción debemos huir de los sofistas, que hacen demagogos, y del monarquismo, que hace esclavos y caracteres disimulados. Que el clero se eduque a sí mismo, pero no se encargue de formar a nuestros abogados y estadistas, a nuestros negociantes, marineros y guerreros. ¿Podrá el clero dar a nuestra juventud los instintos mercantiles e industriales que deben distinguir al hombre de Sudamérica? ¿Sacará de sus manos esa fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yankee hispanoamericano?”. Colindante con el anterior pensamiento el mexicano José Luis Mora se empeñaba en alcanzar lo que llamaba la mayoría de edad mental. Lograda la emancipación frente al poder político de la Colonia, era necesario dar el segundo paso, la emancipación del espíritu, frente a hábitos y costumbres que ésta había impuesto a los americanos. Los mexicanos particularmente sensibilizados frente al poder de su vecino país pensaban que sus posibilidades pasaban por hacer de sí mismos una nación poderosa, para lo cual debía fortalecerse, en primer lugar, mediante una educación que permitiese a los mexicanos ser tan fuertes como sus vecinos. Sólo semejándose a ellos, podría resistir cualquier nuevo embate. Se trata en conclusión, tal como lo había dicho Alberdi, de hacer de ellos los yankees del Sur.

Otro argentino, Domingo Faustino Sarmiento, propondrá este mismo proyecto, mediante el cual los hombres de esta América pudiesen incorporarse al progreso como agentes activos de la civilización. De lo que se trata, es de ser como los Estados Unidos, afirmaba en 1850: “Llamaos los Estados Unidos de la América del Sur, y el sentimiento de la dignidad humana y una noble emulación conspirarán en no hacer un baldón del nombre a que se asocian ideas grandes”. Y en 1883 volviendo sobre el tema dirá; “La América del sur se queda atrás y perderá su misión providencial de sucursal de la civilización moderna. No detengamos a los Estados Unidos en su marcha; es lo que en definitiva proponen algunos. Alcancemos a los Estados Unidos. Seamos la América, como el mar es el Océano. Seamos Estados Unidos”.

Con ciertos matices los llamados pensadores emancipadores conciben el paso del retroceso al progreso, de la barbarie a la civilización, a partir de un cambio de mentalidad; cambio del cual habrá de surgir la acción que permita a Latinoamérica hacer suyos los bienes de un mundo que tenía sus grandes abanderados en la Europa Occidental y en los Estados  Unidos de Norteamérica. La técnica, las vías de comunicación, las fábricas harían por esta América lo que ya estaban haciendo por esos grandes pueblos. Y si bien la herencia colonial española obstaculizaba esta posibilidad, los hombres de esta región, los progresistas, los civilizadores, podían pugnar para facilitar la presencia física de hombres provenientes de esos mismos pueblos, para que hiciesen por esta América lo que ya habían hecho por sus naciones. “¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y los estados Unidos, traigamos pedazos vivos de ellos en las costumbres de sus habitantes y radiquémoslos aquí”, afirma Alberdi, ya que para él, como para sus contemporáneos, los hombres de esta América son incapaces de dar el paso del retroceso al progreso, de la barbarie a la civilización, hay que dejar, entonces, a estos especialistas del progreso conducir los destinos de Latinoamérica. Es más, será necesario proteger a las empresas extranjeras, a sus inversionistas, a sus capitales: “¿Son insuficientes nuestros capitales para esas empresas? Entregadlas entonces a capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera como los hombres se domicilien en nuestro suelo (…) Rodead de inmunidad y de privilegios el tesoro extranjero, para que se naturalice entre nosotros”.

De esta forma, los distintos pueblos de la América Latina, intentarán una especie de entrega de sí mismos al sistema encarnado en los pueblos sajones, en los pueblos que han dado origen a la civilización. Se propondrá así la deslanitización de Latinoamérica. Los mexicanos, para resistir al invasor le entregan su esencia confundiéndose con él; los americanos del sur, queriendo cortar los últimos lazos de la colonización hispana aceptan el tutelaje mental, cultural, político y económico de la Europa moderna y su expresión en América del norte. Ser como los norteamericanos para no ser dominados por ellos o ser, simplemente, los yankees del sur para poder ser así parte del mundo que estos, con su acción, han creado. El instrumento de que se valdrán los latinoamericanos para realizar este cambio será el positivismo. Esta es la filosofía en que ha encarnado el espíritu de los hombres que han hecho posible la civilización, la filosofía que ha dado sentido al progreso logrado por la Europa Occidental y los Estados Unidos. La tarea, entonces, para aquellos que desean concretizar la labor emprendida por los emancipadores será desarrollar esta filosofía, apropiarse de su sentido. La revolución mental, de la que hablaba Alberdi y Mora, se concretizará como tránsito hacia el progreso de la mano del positivismo. De la misma manera que el proyecto ilustrado de Bolívar se transforma en civilizador, éste se materializará en la filosofía positivista.

En un esfuerzo por cambiar los hábitos y costumbres formados por el largo dominio íbero,  que sólo trajo atraso y marginación, deberá nacer  una doctrina, una filosofía que, reeducando a los americanos, les permitirá realizar el ineludible paso del retroceso al progreso. Una filosofía que hiciese de los hombres latinoamericanos hombres prácticos, positivos; hombres que hiciesen por esta parte del mundo lo que otros, con esta mentalidad, la que les es propia, han hecho ya. En este sentido es importante la conferencia de Juan Bautista Alberdi, titulada Ideas para presidir a la confección del curso de filosofía contemporánea, leída en 1840, en el Colegio de Humanidades de Montevideo. En esta disertación Alberdi, a partir de las expresiones de la filosofía europea contemporánea, de las cuales se derivará el positivismo, y el pragmatismo estadounidense, expone la filosofía que considera ha de ser propia de la América Latina; una filosofía para la solución de los problemas de la misma. En este sentido una filosofía de lo concreto, de los problemas concretos de los hombres de esta América. La transformación a partir de la cual pueden encabezar la marcha del progreso y la civilización. “La filosofía –dice Alberdi– se localiza por el carácter instantáneo y local de los problemas que importan especialmente a una nación, a los cuales presta la forma de sus soluciones. La filosofía de una nación es la serie de soluciones que se han dado a los problemas que interesan a los destinos generales. Nuestra filosofía será, pues, una serie de soluciones dadas a los problemas que interesan a los destinos nacionales”.

El problema para los positivistas latinoamericanos, como ya lo fuera para los libertadores y los emancipadores, será la realidad a la que se enfrentan al encontrarse inconformes con ella. Una realidad que ha de ser, no solo transformada, sino de ser posible cambiada por otra distinta. La adopción de la filosofía positiva será expresión de este intento. Se adopta, precisamente, la filosofía que ha dado origen al mundo del que se quisiera formar parte. Una filosofía, consideran, que sabe conciliar la libertad con el orden que la garantice. Un orden que será adoptado y aceptado libremente y con el cual ha de substituirse el antiguo orden impuesto por el coloniaje.

El positivista latinoamericano se considera continuador de la acción que para poner fin a la tutela colonial ha realizado el liberalismo. Los positivistas son, también, liberales, pero con un mayor grado de realismo que sus antecesores. Para esta nueva corriente de pensamiento la libertad no puede confundirse con anarquía. La libertad es expresión de la acción creadora del hombre que la anhela y la hace posible. Para posibilitar el nuevo orden para la libertad había necesidad de destruir el orden colonial impuesto. Tal fue la tarea de los liberales; pero que, una vez cumplida, debería transformarse en acción constructiva. La tarea del positivismo sería la de crear el orden que sustituyese al destruido por la voluntad de los emancipadores.

Los positivistas tenían ante sí la visión de una larga guerra civil, de una larga anarquía en la mayoría de los países de la América Latina, la lucha entre los partidarios del viejo orden y los que anhelaban un orden aceptado libremente como instrumento de realización de metas que debían ser propias y no extrañas. Los positivistas conscientes  de los efectos de la libertad por la libertad, no deseaban el desorden permanente, por ello se empeñaban en crear un nuevo orden. Pero esto no se daría imitando simplemente otros órdenes, por extraordinarios que fuesen en su lugar de origen. No era copiando instituciones de las naciones que encarnaban la civilización y el progreso, que se iba a ser como ellas. No era adoptando la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica que los latinoamericanos iban a transformar el orden colonial en un orden democrático.

Se trataba de ir más allá de la lucha entre liberales y conservadores, entre partidarios del progreso y partidarios del retroceso; de la lucha entre pipiolos y pelucones, entre unitarios y federales. De lo que se trata es de posibilitar la libertad, pero también el orden que la garantizase. Se trataba como lo exponía Simón Bolívar, de ir más allá de la lucha entre godos y jacobinos. Lucha que no beneficiaba a ninguno, sumiendo en la anarquía y miseria a sus pueblos. En México, vencido el conservadurismo, sería necesario apuntar un orden para la libertad. En Chile, el liberalismo que paso a paso se iba imponiendo al orden sin España creado por Portales, se plantea la necesidad de un nuevo orden liberal. Bolivia y el Perú, desgarrados por largas luchas intestinas, hablan también, de la necesidad de un orden que diese perfiles de nación a sus diezmados pueblos. En casi todos los países latinoamericanos, de una u otra forma, se les ha presentado el positivismo como el más adecuado instrumento para enfrentar una realidad que consideran ha de ser cambiada. Así, por ejemplo, los nuevos positivistas americanos, demostraron una honda preocupación por fundar una moral con una base científica, una moral que no solo superara a la emanada del catolicismo, sino también  a aquella que surgía de lo que ellos consideraban liberalismo anárquico. Para eso tenían que cambiar el concepto de libertad o libre albedrío y ponerlo más acorde con una filosofía nacida de las ciencias positivas.

El despotismo ilustrado, en el que de alguna forma pensaron los libertadores de América Latina, será sustituido por un despotismo positivista. De acuerdo con el positivismo inglés, había que posibilitar el orden del que habría de derivarse la libertad. De acuerdo con Comte, el orden de la naturaleza daba origen a la única forma de libertad, la que se hace manifiesta en las diversas expresiones de esta naturaleza, partiendo de sus expresiones más simples hasta las más complejas como lo son las sociedades humanas. De lo que se trataba entonces era de impedir que nada interfiriese en la realización de la libertad de acuerdo con sus propias leyes. Despotismo positivista, liberalismo dentro del orden o la ley, esta será la justificación que se darán los grupos de poder que se sucederán en el gobierno, a lo largo del continente, hacia fines del siglo XIX.

Período de las grandes confrontaciones o la lógica interior del utopismo latinoamericano

En  Latinoamérica se pueden mencionar dos grandes problemáticas que tienen continuidad  como expresión del pensamiento más genuino de esta región y que alcanzan su mayor presencia al interior de la lógica utopista de los años sesenta. La primera, guarda relación con la búsqueda constante de una identidad propia, lo que Leopoldo Zea ha llamado el largo camino hacia sí mismo. Preocupación por situar una respuesta certera a la pregunta lanzada desde el comienzo de la época colonial ¿Qué somos? La segunda problemática, ligada a la respuesta que se ha venido dando a la primera, tiene relación con el lugar que ocupamos en el concierto mundial, ahora, la pregunta es topológica, busca situarse con propiedad en un torrente continuo de relaciones que parecen no ser nunca armónicas. Al interior de esta problemática, los criterios de diferenciación, serán capitales para establecer un lugar desde donde el “ser americano” puede decir su verdad.

Esta doble preocupación antecedió a los movimientos revolucionarios que gestaron los procesos independentistas de comienzos del siglo XIX. Preocupación, que lejos de decaer, se terminó de configurar en su real significación con los pensadores que prosiguieron, en el ámbito de las ideas, el trabajo realizado por los hombres de acción. Ya Simón Bolívar se preguntaba en la Carta de Jamaica: ¿qué somos?, ¿indios?, ¿españoles?, ¿americanos?, ¿Europeos? Y ligadas a estas preguntas las consideraciones relacionales: ¿Qué tenemos en común con otros hombres situados allende los mares? Problemáticas que pusieron a estos hombres en la pista de la segunda emancipación, la independencia mental. El argentino Domingo Faustino sarmiento vuelve a preguntar: ¿Qué somos? De la respuesta que cada pueblo fue dando depende el orden social y político que prima en nuestra América.

Los desafíos  que la historia va poniendo a los americanos agudizarán más aún esta doble preocupación. Anulado el coloniaje impuesto por la Europa ibera surgen nuevas formas de dominación que mantendrán la tensión durante todo el siglo XIX. La Europa occidental y los Estados Unidos, al otro lado del río bravo en América, van imponiendo formas  de integración ajenas a la voluntad de los pueblos de la América Latina. Las preguntas sobre la identidad son ahora en relación con la extraordinaria civilización que el mundo occidental, Europa y estados Unidos, había originado y las razones por las cuales los pueblos de nuestra región se saben marginados. ¿Cómo ser como Europa?, ¿Cómo ser como Estados Unidos? Preguntas de corte relacional que se enfrentan a la misma identidad que se venía formando. Paradoja del ser latinoamericano, que para llegar a ser debe dejar de ser. Se trata de eliminar la vieja identidad, en tanto que esta actúa como prolongación del antiguo coloniaje, y relega a los pueblos americanos al atraso y la postergación. ¿Cómo ser occidentales? Hay que dejar de ser indios, españoles y mestizos: para ello, debemos lavarnos la sangre y el cerebro. Habrá que anular etnias y culturas consideradas impuestas por el coloniaje para poder ser otro de lo que se es. Fue esta la respuesta que emprendieron los positivistas y emancipadores cuando ya el siglo comenzaba a declinar.

Como un rechazo a la nueva dependencia que se forma a partir de los Estados Unidos, –quienes han expulsado a los españoles de sus últimas colonias en 1898, y se han erigido como el modelo a imitar-, surge una necesidad de autoafirmarse en lo propio, éste es el mensaje de los Martí, Rodó y Vasconcelos. Un no a la nordomanía y la asunción de la múltiple identidad que caracteriza a los hombres de la región. José Vasconcelos resume esta idea en La utopía de la Raza Cósmica. ¿Qué somos? Somos indios, españoles, americanos, africanos, asiáticos y mestizos, y por serlo, una rica y peculiar expresión del hombre. Un crisol donde se funden un conjunto de razas y culturas.

Identidad en lo múltiple, parece ser la consigna del pensamiento de principios del siglo XX. Hacer de lo propio la afirmación de una voluntad universal. ¿Pero es posible eso? Se preguntó la generación de pensadores que tomó el relevo a mediados de siglo. La segunda problemática nuevamente amenaza con contradecir la primera. ¿Cómo afirmar lo propio, por más grande que sea nuestra riqueza, si otros se benefician con el fruto de nuestro esfuerzo? ¿Cómo fundar identidad al interior de un esquema de subordinación? Desconfianza terrible que fue gestándose a través del análisis de los frutos intelectuales que el continente va teniendo.

Ya no se trata de dar respuesta a una pregunta que a los habitantes de mediados de siglo les pareció abstracta; ¿Qué somos? Sino más bien, adentrarse en la complejidad del ¿Qué podemos ser? Problemática emparentada con nuestro rol subordinado y dependiente. Agonística del poder que lleva a los pensadores de esta América a desenterrar las viejas banderas de la emancipación.

Si la problemática acerca de la identidad se juega cada vez más en el lugar que ocupamos en el concierto mundial, el mapa de nuestras ideas nos obliga a situar este periodo como el lugar privilegiado donde se resolverá un destino. Los años sesenta aparecen como la culminación de todo un proceso, a la vez que configuran, un proyecto que estuvo a punto de convertirse en el criterio unificador de una filosofía de carácter indiscutiblemente latinoamericanista. Vamos a definir este periodo como una etapa de grandes confrontaciones y con un desarrollo del pensamiento utopista capaz de generar relatos con una fuerza  sólo comparable a la que tuvieron los antiguos emancipadores del siglo anterior.

El marco más general de la problemática dice relación con la discusión entre lo propio y lo ajeno en nuestro continente. No es un debate en torno a la originalidad de nuestro pensamiento, sino más bien, sobre la búsqueda de un camino de interpretación de la realidad que nos ha acompañado desde el tiempo de la colonia. De las respuestas que se van dando acerca de lo propio y lo ajeno en nuestra reflexión se configura un camino ascendente de confrontación teórica detrás del cual se agrupan los principales representantes de la cultura en nuestra región.

Para el pensador Leopoldo Zea la clave de nuestra filosofía se juega en los criterios de asimilación de los contenidos venidos desde el extranjero, lo verdaderamente propio, sería el tratamiento que se da a los grandes problemas de la humanidad, a la luz de nuestras necesidades. El verdadero problema no debe ser el descubrimiento de  una esencia oculta que hay  rescatar y defender, sino la forma de apropiarse de una problemática para dar respuesta a una realidad que siempre se presenta como diversa y coyuntural. Por tanto,  frente a la duda que cruza radicalmente este periodo acerca de si existe una filosofía propiamente americana, Leopoldo Zea responderá afirmativamente, teniendo en consideración, por una parte, la continuidad que esta preocupación ha tenido en nuestro continente –inédita al interior de la cultura occidental–, y por otra parte, considerando el largo recorrido que han tenido las respuestas, donde el ingenio se ha mezclado con la agudeza, para dar como fruto una auténtica búsqueda del saber, que es el único principio que define la filosofía y ordena sus coordenadas.

Frente a la figura señera y enorme que representa Leopoldo Zea, se agrupan una serie de pensadores  que pondrán el énfasis en los frutos concretos de la reflexión que se ha venido realizando en la América Latina. Por nombrar un filósofo que salió al paso frontalmente a los criterios de asimilación como fundamento de una filosofía, podemos citar a Augusto Salazar Bondy, quién a fines de los años sesenta sostiene una acalorada discusión con el pensador mexicano. El punto central de su argumentación, afirma que en la América Latina ha primado la copia y el remedo, la asimilación sería sino el refugio de un pensamiento que se sabe cautivo, tal vez una conducta residual de la antigua costumbre colonial de aclimatar el espíritu europeo a un paisaje un tanto díscolo. No sólo primacía de lo ajeno, sino también, dependencia y vasallaje. El diagnóstico es penoso, en nuestra región no hacemos más que imitar y esto no por falta de motivación para la creación, sino, por un orden jerárquico y etnocéntrico que nos condenaría a ser pueblos relegados y de segunda categoría; sometidos en lo político; dependientes en lo económico; y deficitarios en lo intelectual. La respuesta a la pregunta acerca de una filosofía auténticamente latinoamericana, para este tipo de pensamiento, no termina con una afirmación, sino con una negativa que se convierte en el enunciado de un proyecto; el relato emancipatorio de la unidad latinoamericana frente a la dominación extranjera. De esta forma, si hay algo  realmente propio en la filosofía, esto ha sido –y es hasta el día de hoy–, la huella de una lucha que los pueblos han realizado en los distintos frentes por obtener su independencia cultural y política.

Esta disyuntiva no se vivió como una confrontación entre dos fuerzas opuestas, sino más bien, como una matriz de interpretación dual, que por una parte se diferenciaba en cuanto a sus metodologías de acercamiento a lo latinoamericano, mientras que por otra fundaba un eje de interpretación de la realidad, donde el rescate de un sentido originario se convierte en clave de acceso al saber. Una manifestación de este cruce, puesto en  la esfera de las ciencias sociales, lo constituye la llamada teoría de la dependencia, donde el lugar desde el cual se inscribe la teoría es al mismo tiempo el espacio por recuperar, reverso de una exterioridad que imposibilita al latinoamericano de ser verdaderamente.

La Teoría de la Dependencia, si bien es cierto, nace al interior de la sociología, y durante algún tiempo permanece en ese cuadrante, pronto  atraviesa transversalmente la producción de discursos en los más diferentes ámbitos: se convierte en un criterio verificador del grado de autenticidad de nuestras instituciones en ejercicio; en un principio axiomático de la teoría política de los sectores progresistas del continente; una supra-teoría que opera como marco regulatorio para de las nuevas teorías desarrolladas en los más diversos ámbitos; una respuesta concreta a la vieja discusión entre el límite entre lo propio y lo ajeno; y finalmente, una estrategia de articulación de los discursos contestatarios que conjugará la voluntad de cambio de toda una época.

Tal vez uno de los rasgos más interesantes –y menos estudiados– de la teoría de la dependencia es la capacidad que tubo para  diluir el conflicto entre los criterios de asimilación y creación que fueron tan tensionales en la articulación de los anteriores discursos  latinoamericanos. La teoría de la dependencia se presenta desde su comienzo como una forma eficaz de dar respuesta a la posibilidad misma de ser latinoamericanos, situando su plataforma comunicacional en el corazón de lo político, a partir de una categorización de lo económico y lo social. Rápidamente copa el campo de interpretación en base a la creación de un marco visual tremendamente accesible para el conjunto de los actores sociales. Frente a este escenario, donde la teoría se convierte en una estrategia en marcha y con protagonistas absolutamente identificables, las problemáticas en torno a una autenticidad venida desde muy atrás pierden toda relevancia. De esta forma, se asume como una realidad natural, que la base de la Teoría de la Dependencia sean los postulados sobre el imperialismo que Lenin y Trotsky habían formulado a principios del siglo. Lo que hay detrás del aparataje conceptual de esta teoría es un fuerte criterio de asimilación categorial puesto al servicio de los problemas concretos de nuestra región.

La Teoría de la Dependencia nace para superar la concepción desarrollista que Estados Unidos venía imponiendo en las escuelas de sociología y economía de Latinoamérica, la cual se caracterizaba por propiciar una conducta imitativa y una alianza estratégica que obligaba a los latinoamericanos a depender de la gran potencia del norte. La idea era situar un proceso, continuo y estructurado, que sin modificar sustancialmente las relaciones internacionales, hiciera de las sociedades “subdesarrolladas”, naciones modernas y prosperas, a partir de un punto de despegue, desde adonde el desarrollo se volvería acumulativo, como en los países “desarrollados”.

Contra este esquema oficialista se encuentran las teorías de corte marxista, fuertemente influenciadas por los postulados leninistas en torno al concepto de imperialismo y sus resultantes para los pueblos de la periferia. A nivel académico estos postulados prácticamente no tenían ningún peso, por lo que operaban más bien como expresiones de resistencia a la ideología dominante, para usar una expresión de la época.

Sin embargo, en el seno de la CEPAL, comienza a gestarse un grupo de investigadores, en cuyos trabajos puede advertirse una influencia de ambas tendencias. Pensadores que al tratar de dar cuenta de la realidad se encontraron con que los moldes existentes no tenían una aplicación clara ni menos un resultado convincente, por lo cual, lentamente comenzaron a formular una serie de críticas que los pondría en la pista de una nueva teoría. La sociología de raíz norteamericana no la aceptaban, pues, a nivel teórico era estática en la medida que concebía el desarrollo como un esquema único sacado de la experiencia de los países desarrollados de Occidente; a nivel político significaba poner en práctica el modelo capitalista de dirigir la sociedad. Por otra parte, la teoría leninista les parecía,  insuficiente a partir de su antigüedad y perdida de vigencia, en la medida de que fue estructurada para un mundo de comienzos de siglo, donde el juego posicional era menos complejo que el actual, además considerando que Latinoamérica, aportaba rasgos peculiares que escapaban al simple esquematismo de la teoría del imperialismo. De tal forma que  estos sociólogos y economistas, comienzan a buscar una conceptualización ad-hoc para las problemáticas específicamente locales. Lo que encuentran por el camino es la necesidad de situar tales categorías específicas al interior de un sistema global de interpretación que se adecue a la realidad latinoamericana.

El pensador brasileño Fernando H. Cardoso señala tres vertientes que aportan al surgimiento de la noción de dependencia:

– Los análisis inspirados en la crítica a los obstáculos al desarrollo nacional.

 

– La actualización de los estudios sobre el capitalismo internacional en su fase monopólica desde una perspectiva marxista.

 

– Los intentos de caracterización del proceso histórico estructural de la dependencia en términos de clase.

A lo que en definitiva se llega es a la necesidad de reelaborar la teoría del imperialismo de acuerdo a las exigencias del aquí y del ahora o, en otras palabras, hay que tratar el asunto del imperialismo con las categorías de la dependencia. La formulación de las problemáticas se vuelve cada vez más local, las teorías comienzan un proceso ascendente de instrumentalización, cobrando sentido, con ello, la postura del marxismo como un método de interpretación. Nuevamente la maquinaria de asimilación metodológica opera en la búsqueda de una respuesta para los problemas urgentes que la realidad latinoamericana presenta.

Las respuestas que se fueron dando pronto se agruparían bajo el denominador de teoría de la dependencia, lo cual en su comienzo no pasó de designar una corriente intelectual preocupada por una problemática común. Con lo cual se enuncia un rasgo fundamental de la misma teoría, esto es, que no constituyó un sólido bloque homogéneo y sin fisuras, ni polémicas al interior. Lo que une a los pensadores de la dependencia es la problemática en torno a  la condición de subordinación de los pueblos latinoamericanos a un orden jerárquico y hegemónico que opera como camisa de fuerza en la circulación de los discursos y en la distribución de los beneficios de la sociedad moderna. Frente a esta realidad común será necesario articular una estrategia también común que pueda dar cuenta del grado de penetración y dependencia que implican las políticas desarrollistas en nuestro continente.

Contra las ideas desarrollistas, el modelo dependentista destaca el papel de subordinación estratégica que los pueblos latinoamericanos han jugado en la marcha del orden mundial, sobre todo pondrán énfasis en que el poderío de las grandes potencias es interdependiente del atraso y la postergación de los pueblos subordinados. Al decir de André Gunder Frank la dependencia “reside no sólo en esta o aquella compañía extranjera que explota las economías latinoamericanas; es la estructura de todo el sistema económico, político, social –y también cultural– dentro del cual América Latina y todas sus partes, no importa cuán aisladas, se encuentran asociadas en tanto que víctimas de la explotación (…) La periferia, en cambio, puede desarrollarse sólo si rompe las relaciones que la han hecho y mantenido subdesarrollada, o bien destruyendo la totalidad del sistema”. No es de sorprender entonces que la teoría de la dependencia funcionara como el marco general de una suerte de irrupción  de discursos emancipatorios que dieron vida a estrategias liberacionistas de distinto cuño entre los años sesenta y setenta. Si la dominación es el estatuto final de la dependencia, la orden del día será la liberación de toda dependencia para alcanzar una segunda independencia.

Tal vez el gran logro de la Teoría de la Dependencia es hacer visible una situación que cruza transversalmente al conjunto de los pueblos de la América latina, situando con ello la vieja problemática en torno a la identidad en el plano material de las relaciones de subordinación económica y política que posibilitan cualquier desarrollo de la cultura posterior. Además, ya convertida en marco regulatorio de los discursos, fue capaz de elaborar una estrategia de conjunto, para proponer respuestas concretas al interior de un cuerpo social. De tal forma no debería extrañarnos si la teoría de la dependencia se constituye en uno de los proyectos emancipatorios más significativos de la historia de las ideas latinoamericanas en el siglo XX.

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Introducción a la Filosofía Latinoamericana

 

¿Existe una Filosofía latinoamericana?