El mundo mira, fatigado, 20 años de guerra al terrorismo

POR GILBERTO LOPES /

El mundo está fatigado después de 20 años de lucha contra el terrorismo. Bajo el mandato de cuatro presidentes, el pueblo norteamericano soportó una guerra interminable. Pero, poco a poco, el estado de ánimo nacional se “agrió”, dijo Elliot Ackerman, un exmarine y oficial de inteligencia de la CIA que actuó en Afganistán y en Irak.

El pasado 11 de septiembre  se cumplieron los 20 años del ataque contra las Torres Gemelas y el Pentágono por tres células de Al Qaeda, que transformaron aviones civiles en armas de guerra. Otro ataque, contra el Capitolio, fue abortado por un enfrentamiento entre pasajeros y asaltantes y el avión terminó desplomándose en un campo de Pensilvania.

El aniversario hizo que se multiplicaran los análisis en medios norteamericanos y de diversas partes del mundo sobre la guerra decretada días después del atentado por el entonces presidente George W. Bush.

¿Un éxito?

“Fea victoria”, se puede traducir el “Winning Ugly” con el que Elliot Ackerman tituló su artículo en la edición de septiembre-octubre, de la revista Foreign Affairs, sobre los 20 años de una guerra que cambió dos cosas: como Estados Unidos se percibe a sí mismo y cómo es percibido por el resto del mundo.

¿Fue un éxito? Depende, pero podría decirse que sí. Pero ¿a qué costo?, se pregunta.

“La fatiga puede parecer un costo menor de la guerra contra el terror, pero es un riesgo estratégico evidente”. Como resultado, los presidentes adoptaron políticas de inacción y “la credibilidad de los Estados Unidos se erosionó”, según Ackerman.

Al contrario de otras guerras, esta se libró sin reclutamiento obligatorio, ni nuevas cargas impositivas. Se pagó con un creciente déficit fiscal. De modo que no es sorpresa –dice Ackerman–­ que este modelo haya anestesiado a la mayoría de los norteamericanos, que no percibieron como la guerra contra el terror cargó la tarjeta de crédito del país.

Pero agrega algo más: la ausencia de un reclutamiento obligatorio hizo que el gobierno acudiera a la contratación de una casta militar, que se ha transformado en un grupo cada vez más segregado del resto de la sociedad, “abriendo la brecha más profunda entre civiles y militares que la sociedad norteamericana haya conocido nunca”.

Los militares son una de las instituciones que goza de mayor confianza en los Estados Unidos. Para la gente, es una institución que no tiene inclinaciones políticas. Se está refiriendo a inclinaciones políticas partidarias. Pero, –se pregunta nuevamente Ackerman– ¿cuánto podrá durar eso en las actuales condiciones políticas norteamericanas?

Recrear la umma histórica

Nelly Lahoud, miembro senior del programa de seguridad internacional de New America, una académica fluente en árabe, realizó un amplio estudio de miles de documentos secuestrados por el Ejército norteamericano, luego del asalto a la casa donde Bin Laden se refugiaba, en la localidad pakistaní de Abbottabad. Trata de hurgar en los objetivos de Al Qaeda, en la visión de su líder y su intención, al lanzar los ataques en territorio norteamericano, que no tenían objetivos militares, que eran esencialmente políticos.La misión de Al Qaeda era minar el actual orden de estados-naciones y recrear la umma histórica, la comunidad musulmana mundial que alguna vez existió bajo una autoridad política única, afirma Lahoud, que publicará, en abril próximo, un libro con el título “The Bin Laden Papers”.Creada como una red de apoyo logístico para los combatientes afganos que habían luchado contra la invasión soviética, Al Qaeda reorientó luego sus objetivos. Los soviéticos se habían retirado, el enemigo era ahora los Estados Unidos.

Parece excesivo un objetivo tan amplio como el de recrear la umma histórica, para lo que Al Qaeda no tenía fuerzas suficientes. Según Lahoud, Bin Laden pensaba, sin embargo, que podía lograrlo asestando un golpe decisivo a los Estados Unidos, que lo obligara a retirarse de los países de mayoría musulmana.

Si era ese su razonamiento, es evidente que resultó completamente fallido. Imposible no pensar de que solo una cierta forma de pensamiento mágico podría aspirar a transformar el mundo en la dirección que pretendía Bin Laden.

Otra jihad

Esa era, en todo caso, la jihad islámica a la que George W. Bush declaró la guerra contra el terror. Para los Estados Unidos ese fue un proyecto que duró 20 años. Pero en América Latina se puede rastrear su actividad casi 30 años antes, cuando una cruzada parecida –de carácter anticomunista– fue lanzada, con el patrocinio norteamericano.

Del mismo modo que el operativo de Al Qaeda, empezó con un ataque aéreo, cuyo objetivo era un palacio de gobierno: no la Casa Blanca, sino La Moneda, en Santiago de Chile.

En la mañana del 11 de septiembre de 1973 los cazas de la fuerza aérea chilena iniciaron sus ataques, lanzando bombas contra un edificio civil indefenso, incendiando una de sus alas, mientras unidades del Ejército lo atacaban desde la calle o desde edificios aledaños. Adentro, el Presidente de Chile se defendía, con unos pocos hombres mal armados.

Si los talibanes fueron la punta de lanza de la lucha de Washington contra los avances soviéticos, que habían invadido Afganistán en 1979, en Chile fue el Ejército –apoyado política, económica y militarmente (sobre todo con operaciones de inteligencia), por Washington –el que se transformó en una formidable organización terrorista-.

Su primer gran acto de terror fue el asalto y destrucción de la casa de gobierno y la muerte del presidente Salvador Allende. Luego transformó el país en un enorme campo de concentración, haciendo del secuestro, la desaparición, la tortura y el asesinato prácticas habituales de las instituciones militares.

Salvador Allende

Los asesinatos del excomandante en jefe del Ejército (antecesor de Pinochet en el cargo), general Carlos Prats y su esposa, Sofía Cuthbert, en Buenos Aires, el 30 de septiembre de 1974 (al cumplirse un año del golpe militar); y el del excanciller Orlando Letelier y su secretaria, Ronni Moffitt, dos años después, en Washington, un 21 de septiembre de 1976, fueron dos atentados terroristas cometidos por el Ejército chileno con el mismo método: hacer explotar una bomba debajo de sus carros. De este modo la organización extendía sus brazos operativos a Buenos Aires y a la misma capital norteamericana, sin que, por eso, se decretara ninguna guerra contra el terror.

El Ejército chileno organizó luego una internacional con los ejércitos aliados de Argentina, Brasil y Uruguay, principalmente, para extender sus acciones ilegales por todo el Cono Sur. La “Operación Cóndor” los reunió, borrando fronteras, operando como grupos clandestinos contra los que consideraban enemigos políticos, para realizar secuestros, desapariciones, torturas y asesinatos. El apoyo de Washington fue clave para todos estos operativos. En realidad, transformados en organizaciones terroristas, fungieron como brazo largo de la política exterior de Washington en la región, promoviendo su propia jihad: la anticomunista.

Entre julio y principios de agosto de 1976, pocas semanas después de que el régimen de Pinochet fuera anfitrión de una reunión clave de la Operación Cóndor en Santiago, la CIA obtuvo información que vinculó al general Pinochet directamente con los asesinatos que planificó y ejecutó la red Cóndor, se puede leer en una página de Centro de Investigación Periodística (CIPER), una organización chilena.

En un artículo titulado “Operación Cóndor: los ‘asesinatos colectivos’ que implican a Pinochet y a Manuel Contreras”, el investigador Peter Kornbluh analiza documentación norteamericana desclasificada sobre el tema. Contreras, general de la confianza de Pinochet, organizó y encabezó, entre 1973 y 1977, la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), cuando aun era coronel.

Una fuente de la CIA –dice Kornbluh– informó que entre los planes de la Operación “Cóndor (coordinación de los servicios secretos de las dictaduras del Cono Sur) estaba el ‘liquidar individuos seleccionados’ en el extranjero. Chile tiene ‘muchos objetivos’ (que no son identificados) en Europa, le informó una fuente a la CIA a fines de julio de 1976”.

Durante 28 años operó una maquinaria que, en 1973, fue promovida y apoyada por Henry Kissinger, entonces asesor de Seguridad Nacional y Secretario de Estado de la administración Nixon. Hoy se conocen bien los documentos en los que el propio Presidente aprobó lo que se transformaría luego en una gran operación terrorista en Sudamérica.

Ackerman afirma haber pasado “un mal rato recordando lo que Estados Unidos era. Era como creer –principalmente en aquellos años eufóricos, justo después de la Guerra Fría– que la versión de democracia de los Estados Unidos podría permanecer para siempre y que el mundo había llegado al ‘fin de la historia’”.

Hoy –agrega– “Estados Unidos es diferente. Está escéptico de su papel en el mundo, más despierto sobre los costos de la guerra y con menos ganas de exportar sus ideales al exterior, principalmente porque tiene que luchar por ellos en casa”.

Costos asombrosos

Los costos de las guerras contra el terror son asombrosos. Más de siete mil soldados norteamericanos muertos en Afganistán e Irak; más de 50 mil heridos en combate y (todavía más trágico, si es posible) más de 30 mil veteranos de guerra se suicidaron, recuerda el exasesor de Seguridad Nacional de Barack Obama, Ben Rhodes.

El costo, en todo caso, fue muy superior para los países invadidos. Centenares de miles de afganos e iraquíes perdieron la vida; 37 millones de personas fueron desplazadas, según una investigación de la Brown University sobre los efectos de la guerra. A un costo total –incluyendo el de cuidar a los que pelearon allí– cercano a los siete millones de millones de dólares.

La guerra consumió también “una cantidad incalculable de la limitada anchura de banda del gobierno norteamericano”, según Rhodes.

Los resultados de esas guerras e intervenciones tampoco resultaron en una mejoría del orden político y social en los países atacados. Irak, Afganistán, Libia, Siria, Somalia, Yemen, países que experimentaron las confrontaciones más violentas en la guerra contra el terror, están hoy envueltos en conflictos de intensidad variada, dice el profesor Daniel Byman, de la Georgetown University y de la Brookings Institution. “Donde se logró avanzar hacia la democratización –afirma– como en Indonesia o Túnez, fue gracias a movimientos y líderes nacionales, no gracias a iniciativas norteamericanas”.

Un desafío que se ha instalado también en el propia política interna norteamericana, expresado en ideas como el supremacismo blanco, el movimiento libertario o las expresiones cristianas violentas, como enumera Cynthia Miller-Idriss, investigado de la American University.

El aumento de la violencia de extrema derecha y la normalización del extremismo de derecha se expresaron en los ataques al Capitolio, en Washington, el 6 de enero pasado. “Un asalto brutal alimentado por la ideas de extrema derecha”, que se han posicionado en el escenario política nacional. No solo la reacción a la jihad islámica alimentó esas ideas; también lo hizo la “guerra contra el terrorismo”, que concentró su atención en la amenaza islámica, dejando crecer sin control el extremismo de derecha en le país.

Miller-Idriss llama la atención sobre otro factor: un pequeño pero aguerrido contingente de veteranos de Vietnam, que creó campos de entrenamiento de fuerzas paramilitares para establecer una república separatista blanca. En 2016 surgen los Proud Boys con sus peleas callejeras, reclamando la defensa de la “civilización occidental”.

Otra guerra

Si una cierta visión fantasiosa sobre la reconstrucción de la umma se expresa en los papeles de Bin Laden, otra puede ser encontrada en la de cierta élite política norteamericana, como cuando Ben Rhodes afirma que los norteamericanos pueden, “con razón, estar orgullosos de su liderazgo global y de su aspiración de ser la ‘ciudad sobre la colina’”, cuya luz iluminaría el resto del mundo.

Para intentar asumir ese papel cita, como ejemplo, la iniciativa de la administración Biden, que justifica un presupuesto con enormes gastos en infraestructura para demostrar que las democracias pueden competir exitosamente con lo que llama el “capitalismo de Estado” del Partido Comunista chino.

Para Elliot Ackerman, además de las pérdidas en vida y recursos financieros, la “guerra contra el terror” puso en evidencia otras cosas. Entre las más importantes, en su opinión, fue que, mientras Estados Unidos orientaba sus recursos militares en masivas operaciones de contrainsurgencia, “Beijing estaba construyendo un entramado militar capaz de pelear y derrotar a un competidor a su nivel”.

Su conclusión es que actores no estatales comprometieron la seguridad nacional del país, no atacando a los Estados Unidos, sino distrayendo su atención de los actores estatales, como China, Irán, Corea del Norte o Rusia, que expandieron sus capacidades mientras Washington miraba hacia otro lado.

Probablemente no sea del todo así, pero la administración Biden corre para reorganizar sus fuerzas en la región del Asia-Pacífico, principalmente las relaciones con Australia. Pero su atrabiliario anuncio, de que suministrarían al país tecnología nuclear para sus submarinos, terminó por parecerse a la desordena retirada de Afganistán, provocando la inusitada reacción de Francia, que llamó a consulta a sus embajadores en Washington y Camberra, indignada por un acuerdo que echó por tierra el “contrato del siglo”, mediante el cual Francia le suministraría a Australia 12 submarinos convencionales a un costo de 66 mil millones de dólares.