El Guasón como termómetro

El Guasón resultó ser la película del año. Y no sólo por su inteligente conexión con la historia de Batman, ni por la producción impecable o por su música perfecta. Lo mejor de esta película es que utiliza una historieta para poner a la cultura popular a mirar de frente el tema de la salud mental individual y social. La actuación magistral de Joaquin Phoenix y el fantástico guión liderado por su director Todd Phillips lograron construir una pieza de cine desafiante y muy interesante que se conecta con muchas problemáticas de hoy. El análisis puede hacerse desde muchas perspectivas, por lo cual esta reflexión es solo una de muchas otras posibles.

La película cuenta la historia de un hombre criado en un entorno marginal y disfuncional cuya frágil salud mental lo expone a una sociedad hostil y maltratante a la que finalmente se enfrenta de manera violenta, dando origen al icónico Guasón. Sin embargo, lejos de concentrarse en la figura caricaturesca que todos conocemos, nos aproximamos a un relato que explora, de una parte, la complejidad de vivir en una sociedad que todo lo estandariza y vuelve un producto de consumo, y que, de otra, ridiculiza, subestima y disminuye a todo aquel que no encaje en sus parámetros de normalidad. A la vez, también reflexiona sobre la vulnerabilidad en la que queda sumida una persona cuando una crisis económica golpea al estado que lo debe proteger: lo primero que se recortan son los programas sociales, el acompañamiento a los más vulnerables y el acceso a servicios que permiten, en últimas, el ejercicio de sus derechos. Ello sumado a la dinámica excluyente que las estructuras de poder imponen para perpetuarse en sus privilegios y la capacidad de influenciar todos los estamentos sociales para alinearlos en función de ello, lo cual supone, naturalmente, la denegación de cualquier ventaja para los demás.

En este devenir alucinante de maltrato, burlas, encerronas y señalamientos, la vulnerabilidad de una persona en materia de salud mental se transforma en una discapacidad donde el entorno es la barrera que le impide a la persona participar en la sociedad desde su diversidad. La marginalidad del personaje además de profundizar su problemática, la revictimiza precisamente por esa ausencia de empatía social, esa denegación de asistencia requerida y ese abuso permanente contra su diferencia: los jóvenes que le roban el letrero con el que estaba cumpliendo con su trabajo y que terminan golpeándolo; el compañero de trabajo que le da una pistola en un morboso intento por probar sus límites; los ejecutivos del metro que lo descalifican como extraño y desadaptado; la vecina con quien él sueña tener una relación, pero que solo le tiene miedo; la trabajadora social que le cierra la posibilidad de seguir siendo escuchado y, pero aún, de tener acceso a su medicación; el millonario que le revela una supuesta oscura verdad sobre su idolatrada madre para evadir los justos reclamos que ella le hace; su ídolo de la comedia que públicamente lo humilla y ridiculiza en su talk show; el sistema, todo, en su contra. Y mientras él vive su propio infierno, muchos seres ignorados como él aparecen sintiendo la misma frustración, marginación y falta de oportunidades en una ciudad capturada por los poderosos que solo quieren mantenerlo todo igual…

MUCHOS SERES IGNORADOS COMO ÉL APARECEN CON LA MISMA FRUSTRACIÓN, MARGINACIÓN Y FALTA DE OPORTUNIDADES EN UNA CIUDAD CAPTURADA POR AQUELLOS QUE SOLO QUIEREN MANTENERLO TODO IGUAL

Todos estos elementos terminan por detonar la rabia, que, acompañada de decepción y desesperanza, se transforma en reclamos violentos, en venganza. De esta forma, en la coyuntura de una polis convulsionada, termina surgiendo el Guasón, un líder que no buscó ser tal, pero que con sus actos violentos termina empatizando con los otros marginados de la sociedad que nadie reconoce, pero que igualmente están cansados de ser los últimos en todo, en caso de que cuenten. El Guasón se convierte en la cabeza de la rebelión y del inconformismo, el representante de aquellos que nadie oye ni ve, pero que encuentran en su violencia la expresión contundente de su mensaje revolucionario, desestabilizador, desafiante, turbulento. Y así también, Ciudad Gótica arde de furia y de dolor. Mueren figuras populares y poderosos que les han quitado todo, y la violencia se convierte así, en una liberación, una celebración del fin de la sumisión.

Todos estos elementos parecerían ilustrar síntomas muy parecidos a los que vive el mundo actualmente, en especial en América Latina. En tiempos como los que vivimos ahora cuando, como Ciudad Gótica, arden Santiago, Quito, La Paz, Bogotá, y un poco más lejos, Barcelona y Hong Kong, habría que pensar qué es lo que está pasando en las estructuras de poder, en la organización política y en los sistemas económicos neoliberales establecidos, para que las controversias sobre las decisiones de quienes representan la autoridad no se tramiten a través de la protesta pacífica, el diálogo y la concertación, sino mediante la violencia colectiva. Estamos asistiendo a la transformación de ciudadanos participativos –cansados de ser ignorados e intimidados por un sistema que los oprime– en grupos de rebeldes desesperados y furiosos dispuestos incluso a cometer delitos, como si no hubiera arreglo posible distinto de acabar con todo y volver a empezar el mundo de ceros. La corrupción creciente, las políticas de extrema derecha que excluyen y profundizan desigualdades e injusticias, la privatización de todo lo que debería ser público, la depredación del medio ambiente y, en fin, las perspectivas de un mundo que parecería no tener futuro, parecen haber llegado a un punto de no retorno para esta generación. Y en semejante contexto, la protesta violenta se levanta hoy en día como la peligrosa –pero explicable– manera de abordar esta apocalíptica realidad que, a diferencia del conocido epílogo de la historia del Guasón, no contará con un superhéroe que pueda salvarla de sí misma.

@julibuscel

www.unpasquin.com