El coronavirus y nuestra contemporaneidad

POR BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS

El coronavirus es nuestro contemporáneo en el sentido más profundo del término. No es solo porque es simultáneo, es decir, que ocurre en el mismo tiempo lineal que nuestras vidas. Él es nuestro contemporáneo porque comparte con nosotros las contradicciones de nuestro tiempo, el pasado que no ha pasado y el futuro que vendrá o no. Esto no significa que él viva en la actualidad de la misma manera que nosotros. Hay diferentes formas de ser contemporáneo. Por ejemplo, el campesino africano es contemporáneo del ejecutivo del Banco Mundial que fue a evaluar las condiciones de inversión internacional en su territorio.

En los últimos cincuenta años se ha acumulado un repertorio extremadamente diverso de problematizaciones alrededor de la noción de contemporaneidad. Muy diferentes entre sí, todas estas nociones han llegado a cuestionar las concepciones dominantes de progreso y de tiempo lineal heredadas de la Ilustración europea de los siglos XXVIII y XIX. Estas concepciones buscaban reducir la contemporaneidad a lo que coincidía con la forma de pensar y vivir de las clases dominantes europeas. Todo lo demás se consideraba desperdicio o basura histórica. El proceso histórico que puso en tela de juicio esta estrecha concepción de la contemporaneidad fue, a la vez, muy dramático y muy esperanzador. Incluía, por un lado, el colonialismo histórico y la partición de África, dos guerras mundiales y la bomba atómica; y, por otro lado, las luchas de liberación anticoloniales, el socialismo como alternativa al capitalismo, los movimientos sociales, la consolidación de los pueblos indígenas como sujeto histórico, la expansión del imaginario democrático y las luchas por la diversidad sexual y etnorracial, etc. Todo esto resultó en una constelación de conceptos de contemporaneidad que, aunque muy diferentes entre sí, convergieron en la superación de la concepción estrecha de la contemporaneidad.

Tanto el pensamiento centrado en el Norte y el Oeste, como el pensamiento centrado en el Sur y el Este, contribuyeron a la construcción del amplio concepto de contemporaneidad. De forma algo arbitraria, en el primero, destaco las obras de Rosa Luxemburgo, Walter Benjamin, Theodor Adorno, Ernst Bloch, Michel Foucault, Reinhart Koselleck, Giorgio Agamben, Bruno Latour, Bruno Fabour, Johannes Fabian y Marx Augé. En el segundo grupo, destacaría los trabajos de José Carlos Mariátegui, Leopold Senghor, Mahatma Gandhi, Aimé Cesaire, Frantz Fanon, Amilcar Cabral, Joseph Ki Zerbo, Ngugi Wa Thiongo y Silvia Rivera Cusicanqui. Este segundo grupo tiene el potencial de incluir conocimiento oral, anónimo, africano, indígena, campesino, feminista, popular, etc. Es una inmensa constelación de concepciones entre las cuales aún no se han llevado a cabo traducciones interculturales y diálogos o ecologías de conocimiento y temporalidades.

Lo que es característico de la nueva concepción de la contemporaneidad es una visión holística sin ser unitaria, diversa sin ser caótica, que generalmente apunta a la copresencia de lo antinómico y lo contradictorio, lo bello y lo monstruoso, lo deseado y lo no deseado, lo inmanente y lo trascendente, lo amenazante y lo auspicioso, el miedo y la esperanza, el individuo y la comunidad, lo diferente y lo indiferente, y la lucha constante por encontrar nuevas correlaciones de fuerza entre los diferentes componentes del conjunto.

Desde los tiempos contemporáneos, la reinvención permanente del pasado y la aspiración siempre incompleta del futuro son parte de las tareas que concebimos como “el presente”. Agentes sociales tan diversos como artistas y pueblos indígenas han demostrado que el presente es un palimpsesto, que el pasado nunca pasa o nunca pasa completamente, y que mirar hacia atrás y reflexionar sobre las experiencias acumuladas puede ser una forma efectiva de mirar hacia el futuro.

Es cierto que durante mucho tiempo las epistemologías del Norte trataron de suprimir, devaluar o hacer invisible esta inmensa riqueza, pero progresivamente y a medida que las epistemologías del Sur se abrieron paso, se hizo más fácil adoptar una concepción amplia de la contemporaneidad. De esto se desprende que esta concepción es muy consciente de las ideologías dominantes que lo alimentan y los modos modernos de dominación económica, social y política, especialmente el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Ser contemporáneo es ser consciente de que gran parte de la población del mundo es contemporánea con nuestra contemporaneidad por la forma en que tiene que sufrirla o soportarla.

Un virus ultracontemporáneo

En esta amplia constelación de contemporaneidades, el nuevo coronavirus actualmente asume un valor ultracontemporáneo. Ser contemporáneos del virus significa que no podemos entender lo que somos sin entender el virus. La forma en que el virus emerge, se propaga, amenaza y condiciona nuestras vidas es fruto del mismo tiempo que nos hace ser lo que somos. Son nuestras interacciones con los animales y, sobre todo, con los animales salvajes que lo hacen posible. Se extiende por todo el mundo a la velocidad de la globalización.

Sabe cómo monopolizar la atención de los medios como el mejor experto en comunicación social.

Descubrió nuestros hábitos y la proximidad social en la que vivimos para afectarnos más duramente. Le gusta el aire contaminado con el que hemos estado infestando nuestras ciudades. Aprendió con nosotros la técnica de los drones y, como ellos, es insidioso e impredecible. No sabemos dónde y cuándo ataca. Se comporta como el 1% más rico de la población mundial, un hombre todopoderoso que no depende de los Estados, no conoce fronteras ni límites éticos. Deja leyes y convenciones a los mortales humanos, ahora más letales que antes precisamente por su presencia no deseada. Es tan poco democrático como la sociedad que permite tamaña concentración de riqueza. Al contrario de lo que parece, no ataca indiscriminadamente. Prefiere poblaciones empobrecidas, víctimas del hambre, falta de atención médica, condiciones de vida, protección en el trabajo, discriminación sexual o etnorracial.

No ser deseado no le hace menos contemporáneo. La monstruosidad de lo que repudiamos y el miedo que nos causa es tan contemporáneo como la utopía con la que nos confortamos y la esperanza que nos brinda. La contemporaneidad es una totalidad heterogénea, internamente desigual y combinada. Considerar el virus como parte de nuestra contemporaneidad implica tener en cuenta que, si queremos deshacernos de él, tendremos que abandonar parte de lo que más nos seduce en la forma en que vivimos. Tendremos que cambiar muchas de las prácticas, hábitos, lealtades y frutos a los que estamos acostumbrados y que están directamente relacionados con la aparición recurrente y la letalidad creciente del virus. En otras palabras, tendremos que cambiar la matriz contemporánea, asegurándonos de que las poblaciones que más sufren las formas dominantes de contemporaneidad son parte de ella.

La ultracontemporaneidad del nuevo virus se basa en algunas características particularmente interesantes. Primero, el nuevo virus desafía nuestra contemporaneidad de forma tan profunda que es legítimo ver una mega fractura abisal en él, un nuevo Muro de Berlín. Un muro que esta vez no separa dos sistemas sociales y políticos, sino dos tiempos: el antes y el después del coronavirus. Si los cambios serán para bien o para mal es una pregunta abierta. Pero sin duda serán importantes. El breve período del final de la historia parece haber llegado a su fin.

En segundo lugar, el virus convierte el presente en un objetivo móvil, que consiste no solo en lo que podemos hacer o planear ahora, sino también en lo que resulta impredecible. El abismo actual, por ejemplo, desafía radicalmente a las compañías de seguros de salud. Si nos estamos moviendo hacia una sociedad donde habrá más y más riesgos, ¿por qué la protección contra riesgos “asegurables” no debería ser de responsabilidad de quienes nos protegen cuando los riesgos “insegurables” se materializan? (es decir, el Estado). ¿No es más eficiente y más justo pagar impuestos que pagar primas de seguro?

Tercero, el nuevo virus dramatiza la medida en que el pasado arcaico es parte de nuestro presente, tal como lo defiende Pier Paolo Pasolini. Este pasado presente reside en la atracción por los animales salvajes como símbolo de lo desconocido, por la apropiación y consumo o domesticación de lo que es totalmente extraño y, por lo tanto, tan amenazante como seductor. El presente surge como una historia anacrónica de la época en que los animales eran, por definición, salvajes, y constituían amenazas impredecibles y trofeos deseables. El virus es un reciclador que vincula el presente con el pasado remoto.

Finalmente, el coronavirus exacerba el impulso apocalíptico (el presente como el fin de los tiempos) que ha ido ganando terreno, es decir, con la expansión de las religiones fundamentalistas, tanto judeocristianas como islámicas. Las perspectivas apocalípticas se basan en la idea de que tarde o temprano un evento catastrófico global terminará con la vida terrenal tal como la conocemos. En el caso de las religiones, el conocimiento exotérico en el que se basa dicha predicción es el conocimiento revelado por los mensajeros de la divinidad. En algunas versiones habrá una lucha entre el bien y el mal, y solo los fieles elegidos serán salvos. Pero lo apocalíptico también tiene una versión secular. Es un pesimismo histórico, a veces moralista, otras nostálgico de un pasado recto, un pesimismo políticamente ambiguo, ya que puede traducirse en un registro de extrema izquierda (algo de anarquismo) o de extrema derecha (más común en los últimos tiempos). Se puede leer en Dostoievski, Nietzsche o Artaud.

El coronavirus se presta a la idea de un apocalipsis latente, que no se deriva del conocimiento revelado, sino de síntomas que predicen eventos cada vez más extremos, además de la convicción de que la sociedad, por mucho que se proponga corregir el rumbo de las cosas, acabaría siempre siguiendo el camino inevitable de la decadencia. La devastación causada por el virus parece apuntar a un apocalipsis en cámara lenta. El coronavirus alimenta la vertiente más pesimista de la contemporaneidad y esto debe tenerse en cuenta en el período inmediatamente posterior a la pandemia. Muchas personas no querrán pensar en alternativas a un mundo más libre de virus. Querrán volver a la “normalidad” a toda costa porque están convencidas de que cualquier cambio será para peor. A la narrativa del miedo habrá que contraponer la narrativa de la esperanza. La disputa entre las dos narrativas será decisiva. La forma en que se decida determinará si queremos o no continuar teniendo derecho a un futuro mejor.

Traducción de Breno Bringel.

Texto tomado del libro Alerta global. Políticas, movimientos sociales y futuros en disputa en tiempos de pandemia, agosto 2020.