Colombia: tan cerca y tan lejos de Chile

POR DIANA CAROLINA ALFONSO

La convocatoria del Paro Nacional del 28 de abril llegó con un presagio triunfalista. Analistas internacionales desconcertados con el repentino despertar colombiano hablaban de un segundo levantamiento chileno, haciendo referencia a las movilizaciones que azotaron las simientes autoritarias del establishment trasandino en el 2019. En efecto, las calles de las ciudades colombianas estallaban con la consigna de “no a la reforma tributaria de Iván Duque”. En pocas horas la consigna se desbordó y miles de manifestantes acudieron a la jornada continua de movilizaciones con múltiples demandas, esta vez, de carácter estructural. En miles de carteles, pancartas y pasacalles se leían lemas que reclamaban, con más o menos humor, el cumplimiento de los acuerdos de paz entre la entonces guerrilla de las FARC y el gobierno colombiano; los transeúntes gritaban arengas sobre la judicialización de la familia Uribe; a la performance juvenil se sumó el rechazo trasgeneracional contra las corporaciones coaligadas con el paramilitarismo de Estado, como el bancario Grupo Aval y la Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegan). Comentaristas y entusiastas comparaban la impugnación a la reforma tributaria con los 30 pesos que en Chile dieron vida al movimiento social que derrumbaría la Constitución de Pinochet.

Sin embargo, el 30 de abril a las nueve de la mañana un trino sacudió al país cafetero. En éste se leía: “Apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”. La orden había sido enviada. El autor no podía ser otro que Álvaro Uribe Vélez. La ejecución de la misma fue realizada con celeridad por la maquinaria burocrática y represiva que gestiona Iván Duque Márquez desde la Casa de Nariño. Las luces se apagaron en las capitales y la presencia del Estado se hizo sentir: paramilitares, a quienes la prensa titulaba hasta en la cresta del cinismo con el mote de “civiles armados”, compartían armas y palmadas en la espalda con policías y militares mientras tiraban contra los manifestantes desarmados. Los celulares filmaban la estrategia en vivo y devolvían verdades imposibles de callar a pesar del cerco mediático. Desde entonces, en menos de tres semanas fueron violadas veinte mujeres por el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) y se calcula que hasta la fecha han sido desaparecidos por la fuerza más de quinientas personas. El estimativo de asesinatos a manos de los paramilitares y de la fuerza pública es aún incierto. La Fiscalía, la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo están en manos del partido de gobierno. Organizaciones de derechos humanos como la ONG Temblores estiman en 50 los asesinatos por parte de la fuerza pública, otros informes llegan incluso a cuadruplicar la cifra. Periodistas de investigación como Gonzalo Guillén consideran que los desaparecidos pueden ser más de mil. Mil que se suman a los cien mil desaparecidos en democracia. Las cifras racionalizan una verdad a voces: la oligarquía colombiana es responsable del holocausto de clase y no piensa retroceder ni soltar las riendas del Estado. Nunca lo ha hecho ¿Por qué tendría que empezar ahora?

La ideología criminal de las clases dominantes colombianas se concreta en un aparato estatal que es en sí mismo criminal. La oligarquía colombiana puede prescindir de cualquier interpelación de orden democrático. Contrario a Chile, esta tendencia nunca se quebró en toda su historia republicana. En otras palabras, Colombia nunca tuvo un gobierno popular aun cuando las bases movilizadas reclamaran por ello. A lo largo del siglo XX cinco candidatos presidenciales fueron asesinados. Exceptuando a Luis Carlos Galán, cuatro de ellos provenían de los movimientos populares: el caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán fue asesinado en 1948. En 1990 Carlos Pizarro León-Gómez, líder de la desmovilizada guerrilla urbana M-19 y uno de los estrategas de la Constituyente, cayó ante la orden de muerte del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), algo así como la DINA chilena. Previamente fue baleado Jaime Pardo Leal,  presidente de la Unión Patriótica (UP), comunista y conocido jurista de las causas populares. Tras su asesinato, el también comunista Bernardo Jaramillo Ossa ocupó la presidencia de la UP. La estrategia era formar un frente amplio con los desmovilizados del M-19 y amplios sectores organizados. Pero, como ocurrió con Carlos Pizarro, una bala también puso fin a su campaña presidencial en 1990. En menos de diez años todo el partido político Unión Patriótica fue aniquilado por bandas paramilitares al servicio de las clases dominantes. Ese genocidio permitió el ascenso sin trabas de los sectores aliados con el narcotráfico. El paramilitarismo de Estado reordenó las instituciones a su favor y tendió un manto de muerte y silencio sobre el país.

Tras casi dos décadas de gobierno y cogobierno uribista, el régimen de la ultraderecha colombiana parece agonizar. La juventud colombiana aprendió de la chilena, en efecto. La gente canta “El baile de los que sobran” cual himno de multitudes. Una primera línea de jóvenes con improvisados escudos de chapa se ve respaldada por otra primera línea de madres también encapuchadas. Sin embargo, el pueblo colombiano no puede hacer referencia a ninguna experiencia de democratización institucional por izquierda. No hay un alto mando militar humanista que como Marmaduke Grove, en los años treinta chilenos, levante el sable por la Reforma Agraria. Tampoco hay un Salvador Allende en la memoria colectiva impulsando la estatización de las áreas «claves» de la economía, o el aumento salarial de todos y todas las trabajadoras. Por lo demás, a una joven y poética Constitución colombiana la superó la insaciable codicia de sus clases dominantes, todas narcotraficantes, todas armadas contra el pueblo desde siempre. Sin respaldo constitucional y gozando del beneplácito desestabilizador de los países del norte, han convertido a Colombia en la mayor fosa común del mundo. La represión desatada en las últimas semanas entraña una lección explícita: como Nerón y el Gran Incendio de Roma,  los sectores despóticos de Colombia no van a quebrar el continuum de su dominación, aun cuando tengan que quemar todo el país.

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