Cinco años de soledad

POR ERIC NEPOMUCENO

Hace cinco años, en 2015, el trece de abril fue un lunes. Y aquel lunes Eduardo Galeano, el hermano mayor que la vida me dio, cometió la suprema e imprudente indelicadeza de, veterano y eterno viajero, partir en su único viaje sin vuelta.

En aquel día recordé versos hermosos y tremendos de T. S. Elliot, diciendo que abril es el más cruel de los meses.

Nunca más salieron de mi alma: dijo el poeta que abril es el mes en que “los árboles muertos ya no te cobijan/ y el canto de los grillos no consuela”.

Y en aquel día funesto recordé que en abril del año anterior otro amigo había cometido la misma indelicadeza, abriendo una gruta en mi alma y despejando un temporal en mi memoria, Gabriel García Márquez. Que, a propósito, me fue presentado por Eduardo.

Dije también que fueron 42 años de intensa fraternidad, y que Eduardo me abrió las puertas de un mundo que era mío y al cual yo pertenecía sin saberlo. Y que nada me consolaba en aquel abril ni en los que vendrían.

Ahora que recuerdo a Eduardo me doy cuenta de que estaba preparado para recibir la noticia de su partida, que sería sin retorno.

Sabía del avance de su enfermedad, temía que nuestro encuentro de febrero, dos meses antes, fuese lo que fue: el último.

Lo que yo no sabía es que estaba preparado para la partida pero no para lo que vendría después.

Perdí la cuenta del número de veces en que, frente a algo raro o preocupante o gracioso o hermoso, me agarraba llamando a Eduardo por teléfono. Tardaba infinitos segundos hasta recordar que ya no, que ya no. O las tantas veces en que iba a Buenos Aires con la idea de juntarnos los cuatro para cenar en el italiano de la Boca que nos encantaba, y donde nunca más volví ni volveré.

Nos recuerdo caminar por Santa Fe, despacito y hablando de cosas sin la menor importancia, rumbo al café de la librería que él había elegido como refugio, caminando y hablando por el puro placer de compartir vida y afecto.

Recuerdo tantas, pero tantas cosas de Eduardo, que a veces pensar en la suerte que la vida me concedió me consuela del dolor de su ausencia. Y muchas otras no hacen más que reforzar ese dolor.

Cada tanto me pregunto qué diría él de lo que ocurrió y ocurre desde su partida. A veces, logro una respuesta. Otras no, y me queda un hueco de dudas en el alma.

Nos conocimos a fines de abril de 1973. A mis 24 años, yo había llegado a Buenos Aires en marzo, acompañado de Martha, mi actual y eterna compañera. Llegamos para escapar del ahogo tenebroso de la dictadura brasileña.

En aquel tiempo se conspiraba de distintas manera. Con sobres, por ejemplo. Y fue al entregar un sobre al periodista uruguayo Alberto Carbone, un encargo del editor brasileño Fernando Gasparian, que todo empezó.

Recuerdo que Carbone leyó todo el contenido del sobre y luego me clavó una serie de preguntas afiladas. Cuando ya no había asunto, me contó que un compatriota suyo estaba por presentar una revista cultural. Como yo andaba parco de trabajo, me invitó a acompañarlo para que me presentase al compatriota.

Era Eduardo Galeano, y la revista era “Crisis”, que en poquísimos meses ganaría un espacio especial y eterno entre las publicaciones culturales más relevantes de América Latina.

Luego de una larga conversa (Eduardo conocía Brasil bastante bien) él me incorporó al equipo que dirigía. Y en pocas semanas me adoptó como hermano menor.

Gracias a él conocí a la más luminosa constelación contemporánea de nuestra América. Buenos Aires era, con la Ciudad de México, el principal polo cultural del continente, y “Crisis” era un muelle donde aportaban buques de altísimo porte.

Recuerdo estar en casa y recibir llamadas de Eduardo. “A ver si te acercas a eso de las cinco, que Mario pasará por aquí”, o “Mañana almorzamos a la una y media con Augusto, quiero que lo conozcas”. Yo iba y me deparaba con Benedetti, con Roa Bastos.

Y hubo el día en que me dijo que no se lo contara siquiera a Martha, pero nos veríamos a las siete de la noche en el Ramos para que me presentara a un amigo que andaba discretísimo por Buenos Aires. Del Ramos caminamos hasta otro bar donde conocí a Osvaldo Soriano y el invitado de honor, Julio Cortázar.

Nunca, nunca olvidé un detalle de esas y muchísimas otras historias igualitas: todo se daba con una naturalidad asombrosa, como si en mis años jóvenes la vida me hubiera elegido para regalar lo que tenía de mejor.

En julio de 1976 Eduardo finalmente se rindió a la realidad mortal de Videla y compañía. Se fue para Río de Janeiro, y a los pocos días (el 19, para ser exacto: el día en que asesinaron a Roberto Santucho) acompañé a Helena hasta Iguazú, de donde voló para encontrarlo.

Eduardo pensaba que podría establecerse en Brasil. Fue desaconsejado enfáticamente por un amigo que yo le había presentado, Chico Buarque.

A las pocas semanas nos reunimos: me tocó escapar noche adentro con Martha y Felipe, que tenía diez meses de vida. Y de Río zarpamos rumbo a España. Yo, expulsado de mi país. Y Eduardo, convencido de la realidad. Me quedé en Madrid, Helena y él se instalaron en Calella de la Costa, vecina a Barcelona.

Sobran memorias sombrías de aquellos tiempos duros. Pero prefiero las divertidas, tan típicas de nuestras vidas.

Futbolero más fanático aún que yo, inventamos una fórmula peculiar para seguir el Mundial del 78: por teléfono. Yo, en mi casa madrileña, él en su ático de Calella.

Recuerdo cuando aportó en Madrid, venido de un tristísimo exilio en México, Alfredo Zitarrosa. Por teléfono me llegó el pedido de Eduardo, tan de él: “Dale atención, Alfredo anda muy triste, a ver si lo distraes un poquito de esa nube oscura en que anda”.

De los autores de los más de 80 libros que traduje al portugués de Brasil, uno y solo uno participó conmigo de la revisión final: Eduardo, que hablaba muy bien mi idioma. Nos inventábamos maneras de reunirnos.

Recuerdo cuando estábamos revisando Los Nacimientos, el primer volumen de su trilogía Memorias del Fuego.

Nos juntábamos en un café del Zócalo de Coyoacán, el hermoso barrio colonial de la Ciudad de México, a poquitas cuadras de mi casa.

Eran jornadas largas, en que consumíamos cordilleras de cigarrillo y océanos de café.

Todas las tardes, alrededor de las cinco, una muchacha de una hermosura celestial pasaba por la plaza.

Nunca supimos su nombre, nunca le hablamos. Pero tan pronto ella pasaba surgían las soluciones que buscábamos intensamente y en vano.

Eduardo me sugirió, cuando terminamos la revisión final, que descubriese su nombre. Creía que la bella debía firmar como coautora.

Luego inventaron ese engendro llamado internet, y nuestros diálogos a la hora de la revisión final se dieron a la distancia.

Pero confieso que fueron muchas las veces en que recordaba el paso diáfano de la muchacha de la plaza de Coyoacán, y el trabajo alzaba vuelo.

Todo eso quedó parado en el tiempo. Todo eso es parte de mi mejor memoria. Ya esa memoria hay que merecerla, principalmente en abril, el más cruel de los meses.

Página/12, Buenos Aires.