
POR MARCELO VALENTE
Desde la noche del 1º de septiembre, tras el fallido magnicidio a Cristina Kirchner, se escribieron ríos de tinta acerca de los discursos de odio, pero sin considerar procesos sociales que hacen posible que los medios del establishment argentino puedan instalar este tipo de narrativa.
La canalización de la frustración social hacia los discursos de odio no es un hecho espontáneo, es una construcción sistemática destinada a manipular la opinión pública que requiere de la intervención de los medios hegemónicos. [1] Al respecto, Marta Riskin escribió: «Cocinar miedos y desconfianzas, resentimientos y terrores demanda múltiples utensilios e ingredientes materiales y subjetivos. Prestigiosos especialistas culinarios que amasen “cambios” inconscientes y que complacen a sus clientes con productos y especias que empleen aromas fétidos y sutiles, pero, jugosos para agraviar patriotas o canjear héroes por fauna en billetes y naturalizar en “los inconscientes”, el trueque de deuda por recursos naturales (…) La “cocina” de legitimación simbólica es lenta. Hay que cooptar todos los sentidos y ajustarlos a distintos paladares, clases sociales, temperamentos, edades, ideologías». También Pablo Iglesias —uno de los fundadores de Podemos de España— explica en un video muy didáctico los pasos de las derechas políticas para deslegitimar los proyectos de gobiernos progresistas: 1) Sembrar el odio por intermedio de las noticias falsas; 2) Deshumanizar al rival político; 3) Politizar la justicia; 4) Atizar el fuego hasta que un perturbado actúa; 5) Afirmar sin pruebas que se trata de un montaje de la víctima.
Sin embargo, la mayor tolerancia de la sociedad hacia los discursos de odio no es simplemente el resultado de una construcción mediática. Deben existir condiciones materiales para que sea posible agitar discursivamente el odio desde los medios masivos. Al respecto, los argentinos vivimos en una sociedad en crisis perpetua desde hace muchos años, entre otras causas por una redistribución regresiva del ingreso nacional que se manifiesta de manera degradante en que incluso hoy los trabajadores en blanco son pobres. Asimismo, cuando se miran los niveles de imagen negativa de los dirigentes políticos, en particular los del oficialismo, queda claro que existe una relación entre la caída de los ingresos y el incremento del llamado discurso del odio.
Por otro lado, la ausencia de un relato desde el Gobierno argentino, así como una política de comunicación pública que democratice la esfera pública, aportan lo suyo para favorecer la circulación de estos discursos.
Un informe producido por la consultora Zuban Córdoba y Asociados a partir de una encuesta nacional (1300 casos, población general mayor de dieciséis años, 11 al 14 de marzo 2022) arroja, entre otros resultados, un dato que revela consecuencias de los acuciantes problemas económicos: niveles crecientes y alarmantes de escepticismo por parte de argentinas y argentinos. El trabajo sostiene que «la crisis económica alimenta la desafección política» y que «nunca jamás ha habido una distancia tan grande entre las élites políticas y la gente de a pie». En una referida a este informe, Washington Uranga decía: «Dejando de lado todo intento comparativo acerca de si esto ocurrió alguna vez en ésta o en mayor medida, no haría ni siquiera falta estudios para advertir que lo que en un momento fue malestar por lo vivido durante el macrismo, luego convertido en expectativas (¿esperanzas?) ante la llegada del nuevo gobierno, hoy de manera creciente se traduce en recelo y desconfianza no solo con el gobierno, sino en general con “la política” o, como también se señala, “con la clase política”. Es el paso previo (o simultáneo) a decir que “todos son iguales”, “todas y todos son la misma porquería”, sentencias que pueden concluir fácilmente en el “que se vayan todos” ya experimentado en tiempos idos pero no remotos».
Y a principios de septiembre, un estudio del Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismo (LEDA/Unsam) muestra que la mayor tolerancia ante los discursos de odio se da en aquella generación que no ha vivido la dictadura —entre 25 y 40 años— mientras quienes más los desaprueban son los pertenecientes al grupo etario que está entre 56 y 74 años. El estudio concluye que los jóvenes no son necesariamente progresistas y que la mayor exposición a algunas redes sociales como Twitter, incrementan la agresividad. Resulta curioso que el estudio no señale que hace sólo diez años buena parte de ese grupo etario era identificado como la juventud repolitizada que apoyaba las transformaciones introducidas por el kirchnerismo.
En conclusión, el incremento de la tolerancia hacia los discursos de odio, fogoneados por los medios del establishment, están sostenidos en una redistribución regresiva del ingreso que degradan las condiciones materiales de existencia de la sociedad y un proceso de descrédito de la política para mejorar precisamente las condiciones de vida. No se trata solamente de una cuestión discursiva y contar con la capacidad de «bombardear» a las audiencias con un flujo continuo de información en radios, canales de televisión, cable, plataformas en Internet y redes sociales para instalar sus propios hechos como si fueran verdaderos desde un enfoque en blanco y negro. Como apunta Martín Hourest, «simplificar la emergencia de las derechas radicalizadas reduciéndolas a los discursos de odio sin remover las frustraciones sociales, el maltrato, la decadencia y la muerte de sueños que les dan andamiento es, precisamente, pavimentarles el camino».
Por último, es preciso hacer notar que el peronismo, que se presenta como víctima del discurso de odio, gobierna en el marco de un ajuste neoliberal que gestiona el «superministro» Sergio Massa. Es decir, asume como propio el programa económico de aquellos que desde el poder real impulsan los discursos de odio.
- Estos medios son actores políticos que, además de legitimar el discurso neoliberal presentado como sentido común, coordinan el funcionamiento de los llamados factores de poder para influir en la toma de decisiones políticas de los gobiernos, los legisladores y los jueces.
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