
POR GILBERTO LOPES /
Perspectivas económicas inciertas, escenario político conflictivo, y un creciente cerco internacional, tendido por Washington y sus aliados: convocados a las urnas, las elecciones del domingo 7 de noviembre difícilmente contribuirán a encauzar el escenario político nicaragüense.
Una vieja historia se repite. Como en un carrusel, los actores giran hace más de un siglo en torno al eje que ha marcado la vida política del país. Que no los ha dejado ser república.
Hace un siglo –hace exactamente un siglo–, con Nicaragua invadida por los marines, se esperaba en San José a los delegados para dar inicio, el 4 de diciembre de 1921, a la Conferencia de Plenipotenciarios que debería acordar la formación de la Unión Centroamericana.
Desde el 16 de noviembre se celebraban sesiones plenas. Témese que los representantes de Nicaragua opongan resistencia al proyecto, exigiendo que se reconozca el Tratado Chamorro-Bryan como legítimo y ajustado a derecho, decía el notable escritor y ensayista costarricense, Vicente Sáenz, en sus “Cartas a Morazán”.
Publicadas en Tegucigalpa, en 1922, Sáenz le escribía el general Francisco Morazán –adalid unionista, nacido en la capital hondureña y fusilado en Costa Rica, en 1842– esas cartas imaginarias, en las que le rendía cuenta sobre los renovados esfuerzos por unir en una federación a las cinco repúblicas centroamericanas.
Firmado por el Secretario de Estado William Bryan y el enviado especial y ministro plenipotenciario de Nicaragua en Washington, general Emiliano Chamorro, el tratado le otorgaba a perpetuidad a Estados Unidos el derecho de construir y operar un canal por el río San Juan, fronterizo con Costa Rica, y por el gran lago de Nicaragua y también construir y operar una base naval en el golfo de Fonseca, que Nicaragua comparte con El Salvador y Honduras, a cambio de tres millones de pesos oro. Un tratado que violaba otros, donde se reconocían derechos de los tres países sobre las áreas afectadas
“El Presidente Roosevelt y el Secretario de Estado Root, apoyados en la razón de que la ruta del Canal de Nicaragua debía a todo trance ser adquirida por los Estados Unidos para que ninguna otra potencia intentara competir con el Canal de Panamá, hallaron oportuno enviar un emisario al presidente de Nicaragua, general don José Santos Zelaya”, dice Sáenz.
“Daremos a usted, señor Zelaya –le dijo el enviado norteamericano Washington S. Valentine–, los elementos necesarios para que realice la Unión de Centro América: armas, dinero, lo que usted pida, con la única condición de que haga negociaciones con mi gobierno y nos garantice la ruta canalera del San Juan y una base naval en el Golfo de Fonseca'».
Zelaya contestó al señor Valentine –sigue hablando Sáenz– “que el ideal unionista germinaba en todos los pechos centroamericanos; que tarde o temprano se tendría que llevar a efecto; que Centro América no sacrificaría nunca su integridad territorial ni sus atributos soberanos; y que mientras él estuviese en el poder de Nicaragua no pensaba tratar con Estados Unidos, ni con ninguna otra potencia extrajera, la cesión de la mencionada ruta”.
Como resultado de tal actitud –diría Sáenz, cuya vasta obra, hoy digitalizada, puede ser consultada en los archivos de la Biblioteca Nacional de Costa Rica– es posible que la unión no se lleve a cabo (como de facto ocurrió), siguiendo las cinco repúblicas como hasta el presente: “débiles, pequeñas, separadas, a merced de la rapiña extranjera, expuestas a la absorción imperialista”.
Estados Unidos derrocó a Zelaya; Augusto César Sandino se alzó en armas en las montañas del norte de Nicaragua, en Las Segovias, y los obligó a retirase; lo asesinaron entonces a traición; instalaron en el poder a la dictadura de los Somoza; los sandinistas se alzaron en armas y lo derrocaron; Washington armó a los “contras”, desató la guerra e hizo inviable el gobierno sandinista; luego de diversas negociaciones, acordaron elecciones y lograron derrotarlos en 1990, en unos comicios que no podían ganar. Pusieron en el gobierno a sus aliados y, como desde hace un siglo, el escenario político nicaragüense, falseado por el peso de las intervenciones norteamericanas, gira en un carrusel que dará otra vuelta el próximo domingo 7 de noviembre.
¿Elecciones democráticas?
Hemos logrado la primera elección democrática de la historia de este país, dijo emocionada Violeta de Chamorro, en la madrugada del 26 de febrero de 1990. Acababa de conocerse los resultados de las elecciones celebradas en día anterior: 54,7% para la Unión Nacional Opositora (UNO); 40,8% para el FSLN.
Difícil aceptar la afirmación de la presidente electa, conociendo las circunstancias de los comicios.
Carlos Vilas, abogado y científico político argentino, que vivió muchos años en Nicaragua, autor de un notable texto sobre la revolución sandinista, escribió también sobre las elecciones de 1990 y las perspectivas del sandinismo a partir de los resultados. En uno de ellos –“Especulaciones sobre una sorpresa: las elecciones en Nicaragua”– señaló que las elecciones del 25 de febrero “fueron el resultado de un proceso condicionado en sus aspectos fundamentales por una década de guerra contrarrevolucionaria que provocó miles de muertos, heridos y mutilados, destrucción de la infraestructura económica y social, movilización de centenares de miles de personas al servicio militar, a los campamentos de reasentamiento, migraciones a las ciudades para huir de los ataques, desabasto de productos básicos: en pocas palabras, una década de vida dura e inseguridad”. “La gente votó contra esto”. Votó, ante todo, “por el fin de la guerra”.

El escenario económico de las elecciones de febrero del 90 fue “el peor de la historia”, dijo Vilas. La economía de Nicaragua se encontraba “en muy precarias condiciones”, resultado de casi una década de guerra contrarrevolucionaria y cinco años de embargo comercial impuesto por Estados Unidos, sin que las transformaciones socioeconómicas realizadas y los “no pocos desaciertos de política económica” del gobierno dejaran de tener también responsabilidad en los resultados.
En el último trienio antes de las elecciones, el PIB acumuló una caída de 11,7% y el PIB per cápita cayó 21,5%; la balanza comercial acumuló saldos negativos por 1,2 mil millones de dólares y la balanza de cuenta corriente por dos mil millones; la escasez de divisas frescas era dramática, destacó Vilas.
La fuente principal de financiamiento de la campaña de la UNO fue una partida de entre cinco y nueve millones de dólares, aprobada por el Congreso norteamericano a solicitud de la Casa Blanca. La UNO no ocultó la presencia de exmiembros del régimen somocista en sus listas. “Tampoco trató de disimular su condición de opción respaldada por Washington”, dijo Carlos Vilas, para quien la derrota electoral incidiría “fuertemente en el FSLN como partido, en su estructura, en su conducción, en sus bases”. “El FSLN deberá democratizarse, la estructura organizativa rígida y verticalista, propia de un partido confundido en muchos aspectos con los aparatos del Estado, es inadecuada para la nueva etapa”.
El carrusel empezaba otra vuelta en torno a su eje.

Nuevas alianzas
Derrotado de nuevo en las elecciones de 1996 y de 2001, Daniel Ortega tejió nuevas alianzas: con el expresidente Arnoldo Alemán, condenado a 20 años de cárcel por corrupción, y con su viejo enemigo, el cardenal Miguel Obando.
“El desastroso impacto de más de una década de ajuste estructural y asombrosa corrupción” abría las puertas a un nuevo gobierno del Frente Sandinista”, diría Alejandro Bendaña, embajador de Nicaragua en Naciones Unidas entre 1981 y 1982 y, después, Secretario General de la cancillería. Hoy opositor al gobierno de Ortega.
Aislado, con solo ocho diputados en un Congreso de 90, el presidente Enrique Bolaños tuvo que negociar con Ortega los votos para desaforar a Alemán y aprobar algunas leyes económicas prioritarias para el gobierno, dijo en febrero del 2005 la revista Envío, publicación de la Universidad Centroamericana (UCA), de los jesuitas.
Este respaldo sandinista, agregó la revista, “duró hasta 2003, cuando Bolaños recibió orden de Estados Unidos de romper esa alianza con el FSLN, porque le daba un creciente perfil a Ortega. Bolaños siguió al pie de la letra la estrategia del norte y maniobró para entregarle la directiva de la Asamblea Nacional a los arnoldistas”.
Pero ya era tarde. Alemán se había aliado a Ortega, con quien firmó el Pacto de El Chile, nombre de la hacienda donde guardaba casa por cárcel, condenado por corrupción.
El Pacto de El Chile se estructuró tan bien que, “como era de esperar, reavivó los temores del gobierno de Estados Unidos al protagonismo de Daniel Ortega y a su regreso al gobierno”. “Para curarse el miedo, el gobierno estadounidense le habría ofrecido a Alemán una amnistía a cambio de que rompiera el pacto con el FSLN. Bolaños comenzó a trabajar en esa dirección”, dice el largo texto de Envío.
Como parte de un acuerdo, firmado el 12 de enero del 2005, Ortega y Alemán le aseguraban a Bolaños terminar sin sobresaltos su período presidencial.
El carrusel seguía girando.
Papel fundamental en las negociaciones jugó el cardenal Miguel Obando.
“Quiero felicitar, de todo corazón, a su eminencia el Cardenal, Pastor de la Reconciliación, cuyos méritos indiscutidos y habilidades explícitas nos han traído hasta aquí, es decir, hasta las Puertas del Alba. Nicaragua tiene en él, no un Faro, como el que lleva su nombre, sino un experto guía de almas, que acerca, reúne y persuade de lo imprescindible”, dijo Rosario Murillo, esposa de Ortega y hoy vicepresidenta de la República.
El 20 de diciembre anterior, Daniel Ortega había acompañado a Obando cuando éste bendijo, en las playas de Masachapa, un faro para orientar a los pescadores, bautizado con su propio nombre: “Faro Cardenal Obando”.
El 5 de noviembre del 2006 Ortega gana finalmente las elecciones, con 38% de los votos (entre las reformas anteriores se había reducido a 35% la cifra para poder ganar en primera vuelta). Con los liberales divididos, Eduardo Montealegre, de la Alianza Liberal Nicaragüense, quedó en segundo lugar, con 29%.
Desde 2007 gobierna Ortega, que postula ahora a su cuarto mandato.

Recesión y recuperación
“Los resultados socioeconómicos de las tres administraciones posrevolucionarias (1990-2006) supusieron un crecimiento con desigualdad y estratificación, a la vez que introdujeron un imaginario de ostentación privada y consumismo opuesto al relato igualitarista y estatista de la década sandinista”, dijeron Salvador Martí i Puig, investigador asociado del Cidob, en Barcelona, y Mateo Jarquín, profesor de la Universidad Chapman, en California, de origen nicaragüense (ambos más cerca de la oposición que del gobierno), en un artículo publicado en la revista Nueva Sociedad.
“El recuerdo de las privatizaciones, los despidos de trabajadores públicos, la jibarización de la inversión pública durante las administraciones de Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños y la retirada del Estado en zonas rurales y periféricas es aún traumática para muchos”, señalaron.
El escenario económico mejoró mucho en los primeros diez años del gobierno de Ortega. Entre 2007 y 2017 el PIB creció a un promedio de 4,2%, según el economista Oscar René Vargas, un opositor al gobierno.
El país entró en recesión en 2018, con el PIB cayendo 3,4%; cayó 3,7% en 2019; y 2,0% el año pasado, según datos del Banco Central. Para este año el Banco espera un crecimiento entre 5% y 7%.
Pero en junio pasado Vargas señaló que 70% de los afiliados al INSS son trabajadores con ingresos menores a diez mil córdobas mensuales (unos 285 dólares), mientras que el costo de una canasta básica es de 15 mil córdobas.
Asalto al poder
En ese marco, en abril del 2018 se desataron las protestas “que buscaron imponer un cambio mediante la votación en las calles”, en palabras del mismo Oscar René Vargas, en un libro de reciente publicación.
Para el periodista Carlos Fernando Chamorro, la crisis fue resultado de “más de una década de poder autoritario” y le ofrece a Nicaragua “otra gran oportunidad histórica”, después de lo que considera “los fracasos de la Revolución Sandinista (1979-1990) y la transición democrática (1990-2006)”.
Chamorro, hijo de la expresidente Violeta de Chamorro, se ha exiliado en Costa Rica, después de que su medio Confidencial fue cerrado y las instalaciones confiscadas por el gobierno.
Ortega respondió a la rebelión del 2018 con una represión que dejó más de 300 muertos. Desde entonces ha encarcelado a líderes opositores, entre ellos viejos dirigentes de la revolución sandinista, mientras otros, como el comandante de la revolución Luis Carrión, o la comandante guerrillera Mónica Baltodano, han tenido que salir al exilio.
La entrega en concesión por 100 años a la empresa china Hong Kong Nicaragua Development Group (HKND) de un proyecto para construir un canal interoceánico, ha significado el levantamiento de un poderoso movimiento opositor campesino, liderado por Francisca Ramírez, hoy también exilada en Costa Rica.
La oposición argumenta que Ortega no representa ninguna tendencia de izquierda, ni por la alianza que mantuvo con los empresarios hasta este año, ni por su política económica.
Pero con una oposición escorada cada vez más hacia la derecha, que pretende desconocer incluso la herencia histórica de Sandino, el resto del espacio político en Nicaragua ha sido ocupado por Ortega.
Una oposición que se reúne con el “presidente” Guaidó y con el opositor venezolano Leopoldo López; otra que hace fila en los despachos de Washington y celebra con senadores y congresistas norteamericanos la imposición de nuevas sanciones a Nicaragua, sin que se oigan protestas contra esa deriva hacia la derecha. Y que tiene como referencia a dirigentes políticos como los expresidentes costarricenses Laura Chichilla y Oscar Arias, o el escritor Vargas Llosa, y sus amigos políticos, el colombiano Álvaro Uribe y el español José María Aznar, dos hombres peligrosos, responsables de miles de muertes, crímenes que harían palidecer cualquiera que pudo haber cometido Daniel Ortega.
El carrusel no ha parado de girar.
“No sé muy bien lo que está sucediendo en Nicaragua”: Lula
“No sé muy bien lo que está sucediendo en Nicaragua, pero tengo informaciones de que las cosas no están nada bien por allá”, dijo el expresidente brasileño, Luis Inácio Lula da Silva, en una entrevista con la periodista mexicana Sabina Berman, en agosto pasado.
“Si pudiera darle un consejo a Daniel Ortega, se lo daría a él y a cualquier otro presidente: No abandone la democracia. No deje de defender la libertad de prensa, de comunicación, de expresión, porque eso es lo que fortalece la democracia”, dijo Lula en esa entrevista.
Dos meses antes, en junio, Argentina y México habían llamado a consulta a sus embajadores en Managua. En un comunicado conjunto, divulgado el 15 de junio por las cancillerías de ambos países, se manifestaba preocupación por los acontecimientos ocurridos recientemente en Nicaragua. Especialmente –decía la nota– “por la detención de figuras políticas de la oposición, cuya revisión contribuiría a que el proceso electoral nicaragüense reciba el reconocimiento y el acompañamiento internacional apropiados”.
Y agregaban: “No estamos de acuerdo con los países que, lejos de apoyar el normal desarrollo de las instituciones democráticas, dejan de lado el principio de no intervención en asuntos internos, tan caro a nuestra historia”.
Tampoco estamos de acuerdo –agregaban– “con la pretensión de imponer pautas desde afuera o de prejuzgar indebidamente el desarrollo de procesos electorales. En este contexto, no nos fue posible acompañar el proyecto de resolución puesto a consideración hoy en el Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Es perentorio que la OEA retome el espíritu constructivo de su Carta”.
Pero en septiembre las relaciones con el gobierno de México volvieron a tensarse. Nicaragua calificó de “injerencista y entrometido” al embajador mexicano en Managua, Gustavo Cabrera, que retuiteó una publicación del escritor Sergio Ramírez donde rechazaba una orden de detención en su contra.
En su nota, la cancillería nicaragüense lo acusaba de cumplir «sumisa» y «fielmente a los yanquis» sirviéndoles de «interventores permanentes en nuestro asuntos por encargo del imperio».
Con el escenario polarizado en Nicaragua, con una oposición mayormente alineada con las posiciones más conservadoras del Congreso norteamericano y las políticas de Washington, la voz de Argentina y México intentaron abrirse un espacio en ese escenario, rechazado por el gobierno de Ortega.
Como dijo Lula, hace diez años no tiene contacto con Nicaragua. Esa ausencia de sectores progresistas latinoamericanos deja las puertas abiertas al Norte, que trata de ocupar todos los espacios de la oposición.
En Europa, uno de los interlocutores de los conservadores nicaragüenses es José Ramón Bauzá. Politiquillo de pueblo, español, conservador, miembro de la Comisión de Asuntos Exteriores y de la Delegación para las Relaciones con Estados Unidos en el parlamento europeo, Bauzá se lamentó, en artículo reciente, de que el gobierno español no se alinee con Washington en América Latina. Washington tiene intereses muy importantes en la región y se le acaba la paciencia, afirmó.
Bauzá comentaba el debate en el Senado norteamericano, en la sesión de confirmación de Julissa Reynosa como embajadora en Madrid.
Bob Menéndez, presidente de la Comisión de Exteriores del Senado estadounidense, –con línea directa con el presidente Joe Biden, dijo Bauzá– recordó que a los españoles “no les gustaría que nos comportáramos en su hemisferio como lo hacen ellos en el nuestro”. Un recordatorio que no deja dudas sobre las consecuencias de agotar la paciencia de nuestro principal aliado, afirmó Bauzá.
Comentario que deja en evidencia la necesidad de una presencia permanente y coordinada de los partidos progresistas latinoamericanos en la región si queremos un hemisferio también nuestro.
Sería lamentable que el 8 de noviembre los únicos interlocutores para la oposición nicaraguense fueran Bob Meneéndez y Bauzá. Sería mejor que Lula y ‘Pepe’ Mujica, que Alberto Fernández, Rafael Correa y Andrés Manuel López Obrador hicieran posible un diálogo también con el Sur.
¡Hay que montarse en el carrusel!