EL TEMA DE LA INSTALACIÓN DE BASES MILITARES

ACUERDO ENTRE COLOMBIA Y E.U.: FALTA DISCUSIÓN


Por Ernesto Samper Pizano

El tema de las bases norteamericanas o de la presencia permanente de tropas y naves militares norteamericanas en bases colombianas, o sea, "bases dentro de las bases" que es lo mismo, no ha merecido el debate público que su gravedad amerita. Lejos del nacionalismo ramplón que exige a Colombia entrar en la carrera armamentista de América Latina con armas prestadas de los estadounidenses o de lo que Barack Obama llama "la tradicional retórica antiimperialista", la decisión de permitir la residencia permanente de tropas extranjeras y el estacionamiento de naves norteamericanas en las principales bases militares colombianas tendrá unas implicaciones en el cambio del relacionamiento externo de Colombia, parecidas a las que tuvo, hace más de un siglo, la pérdida del canal de Panamá.

El cierre de la base Howard de Panamá y su reemplazo por la de Manta, en Ecuador, constituyen el antecedente inmediato de este debate. El presidente panameño Ernesto Pérez Balladares, apoyado por los gobiernos de Perú, Colombia y México no quiso, con razón, que esta base, revertida al control de Panamá junto con el canal, pudiera seguir lanzando "operaciones especiales" sobre el continente que no estuvieran directamente relacionadas con la lucha contra el narcotráfico. Proponía Pérez Balladares, además, que un comando conjunto, integrado por oficiales militares o de Policía que representaran a los países del área, vigilara y certificara el tipo de actividades que se cumplirían desde la base.

La insistencia del mandatario panameño, consecuente con la recién restablecida soberanía de su país, le costó el retiro de su visa de entrada a los Estados Unidos y motivó el traslado de la centenaria base del istmo a Ecuador, en la población de Manta. Esta, a pesar de haber sido convenida inicialmente para enfrentar la lucha contra el narcotráfico en el Pacífico, se empleó para otro tipo de operaciones, como la persecución de migrantes ilegales y la inmunidad pactada para sus integrantes se convirtió, a la larga, en una forma de impunidad que acabó con su prestigio y resintió todo el aparato de justicia ecuatoriana. Lo sucedido en Manta parece destinado a convertirse en un síndrome común a las bases norteamericanas, que terminan operando para todo menos para aquello para lo cual fueron creadas. El caso más patético es el de la base de Guantánamo, que acabó convertida, en pleno siglo XXI, en un verdadero campo de concentración de prisioneros a los que se niegan los derechos procesales mínimos.

Me atrevo a pensar que este negro historial influyó para que el presidente Obama descartara públicamente -como lo reiteró la semana pasada para el caso colombiano- la apertura de nuevas bases militares norteamericanas en América Latina. En este continente, afortunadamente y en contraste con el mundo -donde existen 830 bases norteamericanas-, el número del personal asignado a ellas (no más de 2.000 efectivos ) es tan bajo e irrelevante como su propia importancia estratégica, si se tiene en cuenta que están localizadas en Honduras, Haití, Aruba y Curazao.

El tipo de equipamiento militar norteamericano de las bases colombianas que se pretende, dada la importancia geoestratégica de Colombia como "esquina" privilegiada de Suramérica y en medio de conflicto interno que tiene hoy comprometidas seriamente nuestras relaciones con Venezuela, Ecuador, Nicaragua, Bolivia y Cuba no es un asunto de menor cuantía para la seguridad hemisférica. A Estados Unidos no le conviene convertir con este acuerdo a Colombia, uno de sus más fieles aliados regionales en la lucha contra el narcotráfico, en el "país problema" del hemisferio, aislado de su vecindario y dispuesto a lanzar desde su territorio operaciones militares de vigilancia estratégica que serán fuente de tensiones y reclamos y acabarán a la larga retroalimentando su conflicto interno.

El espinoso asunto de las bases colombianas se complica si se tiene en cuenta que desde hace algunos años y siguiendo la tendencia global de construir esquemas regionales de seguridad que reemplacen los viejos diseños bipolares de la guerra fría, América del Sur, liderada por Brasil, viene perfilando, a través de Unasur, la definición de un sistema regional de aseguramiento que debería enfrentar, por la vía de la cooperación y la solidaridad entre los países del área, riesgos y amenazas que antes se resolvían mediante la confrontación y la disuasión. La presencia de enclaves militares norteamericanos en territorio colombiano sería un retroceso en esta tarea de construir un espacio autónomo latinoamericano para manejar sus problemas de seguridad que, para el caso de Colombia, es coherente con el mandato constitucional (Articulo 9º) que supedita su política exterior a la integración sudamericana. Por lo demás, no deja de producir cierto escalofrío el pensar de qué modo podría afectar la gobernabilidad interna de Colombia la proyectada presencia militar norteamericana, diseminada por todos los puntos estratégicos de su geografía, en caso de que se presentara una crisis grave en las relaciones de Colombia con los Estados Unidos-.

Los documentos del Pentágono sobre dicha presencia en Colombia mencionan la llegada, al tiempo con los contingentes de tropas, de equipos militares de alta tecnología, como los C-17, conocidos aviones de transporte militar con capacidad para desplegar de manera rápida unidades de combate; de aviones P-3 Orion aptos para operaciones de espionaje electrónico y de los poderosos Awacs, verdaderas plataformas volantes utilizadas para inteligencia aérea. Señalan, además, que la base de Palanquero, localizada en el corazón del país, serviría, dentro de la "Estrategia de Movilidad Aérea Global de los Estados Unidos", para "cubrir" la mitad del hemisferio sin reabastecimiento de combustible y para "asegurar" la región en cumplimiento de los objetivos trazados por el Comando Sur de los Estados Unidos. De lo que aquí se trata no es, pues, de sustituir a la base de Manta, como se ha pensado con alguna ingenuidad, asunto que habría podido hacerse sin problemas acondicionando la base de Málaga, que viene cumpliendo las mismas funciones en el Pacífico colombiano ni de fortalecer nuestra capacidad interna para combatir el narcotráfico y la guerrilla, lo cual sería absolutamente legitimo. No. De lo que estamos hablando, digámoslo claramente, es de la instalación en el país de una "capacidad estratégica militar" que actúe como poder disuasivo en medio de la actual y demente carrera armamentista latinoamericana, a la cual estaríamos entrando por la puerta de atrás y con armas prestadas, lo cual poco o nada tiene que ver con la resolución de nuestro propio conflicto interno. Se trataría, como bien lo ha señalado el precandidato liberal Rafael Pardo Rueda, de "prestarle el balcón" a alguien para que espíe a nuestros vecinos.

Aún más, es probable que, en el corto plazo, la aplicación de esta capacidad acabe de incendiar las relaciones con los países más sensibles del área, lo cual, previsiblemente, llevaría a retroalimentar el enfrentamiento interno. No deja de ser una paradoja enorme que la peligrosa internacionalización del conflicto colombiano a que conduciría la discusión sobre la presencia militar estratégica norteamericana en Colombia se produzca cuando la política de seguridad democrática del presidente Uribe ha mostrado resultados evidentes en la reducción de la capacidad ofensiva de las Farc, circunstancia que va en contravía de la importancia internacional que el mismo Gobierno está atribuyendo al grupo armado y que podrían llegar a convertirlo políticamente en aquello que militarmente es cada vez menos: un actor relevante en medio de la guerra.

En Colombia se comienzan a escuchar voces que, insufladas de un patriotismo de pacotilla, dan la bienvenida a la llegada de armas norteamericanas de alta tecnología que nos permitirían tener un sitio entre los "grandes" del área. Estos, en efecto, se están armando hasta los dientes en prevención de unos conflictos que tenderán a producirse acatando la simple lógica de que las armas son para usarse. El caso de Colombia es distinto del de los otros enloquecidos compradores suramericanos de armas. Los analistas militares coinciden en señalar que nuestras verdaderas ventajas estratégicas, en caso de un enfrentamiento armado externo -el único problema que nos faltaría en medio de la lucha contra la subversión, el narcotráfico y el paramilitarismo- son el tamaño, el profesionalismo y la capacidad de combate de nuestra fuerza pública, consecuencia de una larga historia de confrontación armada. La condición de tener uno de los ejércitos mejor preparados del mundo es la mayor ventaja estratégica de Colombia; para ejercer esta ventaja no necesitamos armas prestadas ni vender el alma al diablo para importarlas.

En una reciente y auspiciosa gira por algunos países de Unasur, el presidente Uribe recibió un claro apoyo a su derecho soberano de tomar una decisión sobre la presencia norteamericana en las bases militares colombianas. Supongo que este aval no incluía la posibilidad de que, desde estas mismas bases, se lanzaran operaciones de vigilancia a cubierto sobre todo el hemisferio. No imagino al presidente Lula aceptando que aeronaves extranjeras anden, como Pedro por su casa, vigilando desde el sur de Colombia sus posiciones geoestratégicas en la Amazonía o chequeando las nuevas reservas petroleras venezolanas en la zona del Orinoco. Tampoco debieron enterarse los mandatarios visitados de que en Colombia el debate sobre el tema todavía no comienza, entre otras cosas porque nadie sabe, a ciencia cierta, excepto el Gobierno, en qué consiste la letra menuda de los acuerdos. ¿Son bases estratégicas, de reaprovisionamiento o de operaciones internas? ¿Pueden desarrollar operaciones externas o desde Colombia, como la vigilancia electrónica aérea?, ¿qué tipo de equipos operarán en ellas?, ¿habrá inmunidad o impunidad judicial para los extranjeros que operen allí?. Aunque algo se aclaró en la última reunión de la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores, hay todavía mucha desinformación en el ambiente al respecto.

Tampoco se ha surtido el trámite constitucional del Acuerdo. La Constitución colombiana obliga (Artículo 173) a obtener la autorización del Senado para este tipo de operaciones que suponen el tránsito o estacionamiento de tropas y naves extranjeras militares en Colombia. También exige que el Consejo de Estado (Artículo 273) emita concepto previo sobre la materia. Como se trata, adicionalmente, de un acuerdo cuyo contenido modifica sustancialmente la política exterior colombiana en principios capitulares como la solución pacífica de controversias, el multilateralismo o la solidaridad hemisférica, deberá llevarse el acuerdo conseguido con Estados Unidos, una vez aprobada la presencia extranjera por el Senado, a consideración del Congreso para su aprobación como Tratado Internacional y, posteriormente, someterse a control de exequibilidad en la Corte Constitucional. En un país democrático y respetuoso de la legalidad, como el nuestro, resultaría insólito que un tema de tan inusitada trascendencia, capaz de cambiar diametralmente nuestra relación futura con todo el continente, se tramitara a escondidas de la opinión pública, sin la intervención del Congreso de la República ni el aval de la Corte Constitucionalidad, y se "legalizara" como mera extensión de acuerdos anteriores de cooperación (celebrados en 1962 y 1972) que no tienen nada que ver con la materia y que, según concepto de la Procuraduría General de la Nación (Concepto de octubre 28 del 2005, presentado ante la Corte Constitucional) también debe someter el Gobierno al control de legalidad de la Corte. La peligrosa tesis según la cual es posible evadir, a través de simples "acuerdos de cooperación entre países" los controles políticos y jurisdiccionales de legalidad y conveniencia contradicen la esencia del Estado de derecho en materia de acuerdos internacionales.

¿Qué hacer? Lo mejor habría sido no tener que empezar esta discusión en el punto en que ella se encuentra, rodeada de mucha confusión y poca información sobre el contenido de los pactos. Lo primero aconsejable sería sacar del debate aquellas bases que están operando bien y que no conviene meter en el torbellino de los acuerdos; me refiero a las bases del sur, Apiay y Larandia, que podrían seguir funcionando, como hasta hoy, en operaciones de lucha contra el narcotráfico y subversión circunscritas al territorio de Colombia. Así mismo, se podrían dejar tranquilas las bases de Málaga y Cartagena que cumplen, con la ayuda del sistema colombiano de radares y la flota naval de los Estados Unidos, una importante tarea de interdicción del narcotráfico en el Pacífico y en el Caribe. Quedaría el tema de las bases de Tolemaida, Malambo (Atlántico) y Palanquero. En la base costeña no tiene ningún sentido montar un sistema de interdicción aérea que competiría con la que se ejerce desde Cartagena. En la de Palanquero, que es la joya de la corona de la Fuerza Aérea Colombiana, podría convenirse una base de reaprovisionamiento o "base loto" como parte de un programa general, y no para lanzar operaciones desde Colombia. Cualquier pretensión de convertir a Palanquero en base estratégica debería ser acordada con Unasur y concertada con el gobierno de los Estados Unidos para que, desde el principio, quede absolutamente clara cuál es la naturaleza de la base, qué tipo de operaciones realizaría en su posible área de influencia, cómo va a ser manejada, qué uso se dará a su información y qué acceso tendrán a la misma los países afectados. Se trataría de un experimento, inédito en el mundo, para construir una verdadera "base hemisférica" resultante de un acuerdo multilateral, aplicada exclusivamente al combate del narcotráfico y del terrorismo y producto del desarrollo de una política de seguridad regional propia de la globalización contemporánea. Sería una base-modelo muy distinta de la base-problema que hoy nos están ofreciendo. Todo ello seria posible, a menos que existiera una agenda oculta detrás de este controvertido y peligroso acuerdo...

Bogotá, 16 de agosto de 2009.