LA IDENTIDAD Y LA GLOBALIZACIÓN


Por Ernesto Samper Pizano

Parte del siguiente texto procede del libro escrito por el ex presidente colombiano y actual presidente de la Corporación Escenarios con sede en Bogotá, que lleva por título "El salto global", (Editorial Taurus, junio de 2004).

CONTENIDO

- El ser latinoamericano

- Informatización, identidad y cultura

- Valores y raíces en América Latina:

- La lengua
- La religión
- La justicia y el derecho

- La ética de los derechos humanos

- Los intelectuales globales y globalizados

- Nacionalismo y movimientismo

- El nuevo proyecto de identidad

- Referencias bibliográficas


"Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que pronto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el bien y el mal sean durables y de aquí se sigue que habiendo durado mucho el mal, el bien está ya muy cerca."
Miguel de Cervantes Saavedra - El Quijote.

La identidad expresa la cualidad de una cosa para estar en relación con ella misma, aquello que le permite ser como es. Voltaire hablaba de ella como la "mismidad". ¿Quién soy? y ¿a quién pertenezco? son, según Marcuse, las preguntas clave que resumen la búsqueda angustiosa del hombre y de su razón de ser. Y aunque la preservación de una identidad no debe resultar -como piensan algunos- de enfrentarla a otras identidades, sí está claro que necesitamos a los otros para reconocernos, a través del establecimiento de diferencias, a nosotros mismos (Fuentes, 2000). Esta necesidad de afirmar agresivamente la identidad ha llevado a algunos a oponer cultura y globalización y defender la tesis de que el propio concepto de "cultura global" es un contrasentido, en la medida en que es imposible pensar en una memoria universal de experiencias compartidas ya que no existe una reserva global de recuerdos ni un modo global de pensar, ni mucho menos una historia universal en que podamos encontrarnos todos.

Por cuenta de los complejos procesos de interconexión resultantes de una mayor informatización, el auge de las denominadas industrias culturales y el afianzamiento del poder hegemónico que gobierna el mundo después de la Guerra Fría, se abre camino la idea de una cultura única y cosmopolita, opuesta al esquema multiculturalista de convivencia de muchas culturas nacionales, conviviendo juntas y apoyadas en movimientos globales y locales. Cosmopolitismo con ideología única o multiculturalismo con pluralismo ideológico son los dos extremos alrededor de los cuales gira hoy la discusión sobre globalización y cultura. El cosmopolitismo va de la mano del unilateralismo político y la pretensión de imponer un pensamiento único a través de los canales globales de comunicación, la venta masiva de bienes culturales y las cláusulas de condicionalidad impuestas por los organismos multilaterales alrededor de los bienes y servicios relacionados con la cultura.

El mensaje cosmopolitista se confunde con el discurso de la modernidad occidental a partir del falso silogismo según el cual globalización es modernización y modernización es occidentalización. Que la ocidentalización está lejos de poder confundirse con la globalización cultural lo demostraron los rusos al votar en contra de Gorbachov cuando éste, influido por Jeffrey Sachs, trató de poner el mercado como mediador en el secular conflicto entre las diferencias de raíces y valores de la Rusia europea y la Rusia asiática. La confusión entre modernidad y cultura, buscada interesadamente por los cosmopolitistas, ha llevado al rechazo sistemático por parte de los sectores contestatarios de la globalización, de todos los códigos de modernidad sin distingo alguno.

Desde el siglo pasado, América Latina viene apegada a esta interpretación modernizante de la cultura. El pensamiento de José de Vasconcelos de "por mi raza hablará el espíritu", que dominó el debate elitista sobre el papel de la cultura durante la primera mitad del siglo XX, giró precisamente alrededor del dilema entre modernidad y tradicionalidad; la ansiedad latinoamericana por ser o parecer modernos nos ha llevado a entregar valores y tradiciones que las élites de turno consideraban como lastres para nuestras posibilidades de "ser modernos". El hemisferio vive, por cuenta de estas contradicciones seculares, en un limbo de identidad, una hibridación en que las tradiciones no han desaparecido completamente y la modernidad tampoco se ha instalado (García Canclini, citado por J.T. Glinson, 2003).
Esta situación de desidentificación permanente se ve reforzada por el efecto de neutralización cultural producido por la acción de los propios mercados; la apertura de nuevos canales de circulación de bienes, personas e ideas, como consecuencia de la globalización, ha llevado a un desvanecimiento de las culturas nacionales (Walters, citado por Garay, 1999). Algunos autores, como Samuel Huntington, parten de esta estandarización de conductas producida por el mercado para concluir que la homogeneización producida por la libre circulación de cosas, personas e imágenes, redujo las diferencias entre países a la comparación de sus sistemas de valores y raíces. Los rasgos civilizacionales, como factores de nuevo realinderamiento entre países, sustituyeron las diferencias ideológicas que dividían al mundo durante el período de la Guerra Fría.

Mas recientemente, Huntington ha creído encontrar una expresión practica de este conflicto civilizacional en el propio territorio de los Estados Unidos por la presencia cada vez mayor y, según el, mas amenazante de la comunidad hispánica. La llegada de estos migrantes hispánicos, especialmente los mexicanos que ya representan el 25% de la inmigración a los Estados Unidos, estaría dividiendo el país del Norte en dos culturas y dos lenguas. Los migrantes latinoamericanos, constituidos en la principal minoría norteamericana por encima de la minoría tradicional de raza negra, difieren de los migrantes protestantes británicos del siglo XVIII, de los alemanes, irlandeses y escandinavos del siglo XIX y los europeos del este del siglo XX en que no llegaron cruzando el océano ni se están fundiendo con la población nativa, es mas, se comportan como un verdadero enclave cultural identificado por lengua, valores y costumbres que se preservan y reproducen en escuelas y medios urbanos atendidos por hispanos para poblaciones hispanas.

El desafió hispánico será cada vez mayor en la medida en que las tasas de natalidad de los hispánicos duplican la del promedio de los nativos norteamericanos. El panorama que ofrece la consolidación de este comunidad cultural en los Estados Unidos oscila desde los pesimistas que sintetizan su angustia en el grafitti "el último americano en dejar Miami por favor traiga la bandera" y pensamos que esta inyección de migrantes hispánicos transformará para bien la realidad norteamericana para hacerlo un país mas tolerante, más pluralista e inclusive, más alegre.

Las causas de las guerras y los conflictos del siglo XXI, como se ha visto en el desarrollo temprano del nuevo milenio, tendrán relación con las profundas asimetrías sociales derivadas de la insistencia en aplicar un modelo injusto de desarrollo y de estos choques de identidades; unas y otros, amplificados y agravados por una mayor percepción colectiva de las desigualdades sociales y culturales como resultado de la mayor informatización. El "ajuste cultural" que caracteriza el panorama amenazado de las identidades nacionales es, por supuesto, muy distinto al que se produjo durante la Guerra Fría, cuando la ideología determinaba la forma de poder, y éste, la manera de organizar la economía que, a su turno, influía sobre la cultura. En la era global, por el contrario, es la economía la que determina el poder, y éste el que, a través del entramado cosmopolitista, condiciona la cultura.

Paradójicamente, las primeras víctimas del intento de someter comunidades culturales al mandato del pensamiento único son las que habitan en Estados Unidos. La lucha de las comunidades culturales residentes en Norteamérica, como la hispánica por preservar su identidad, ha terminado por producir un fenómeno de atrincheramiento cultural que convierte estas expresiones de identidad en verdaderas contraculturas dentro de una cultura homogeneizante; se reproducen así las mismas distorsiones formadas en muchos países de América Latina como resultado del enfrentamiento entre minorías étnicas o raciales que se oponen a la imposición de una cultura oficial que empieza por desconocer el derecho a ser tratados diferencialmente.

América Latina puede entrar en la globalización por la puerta de atrás y "ser globalizada", o asumir activamente su proceso de inserción en los nuevos escenarios globales. Esta última alternativa empieza por un acto de reflexión sobre sí misma y la búsqueda de nuevos consensos y caminos que se articulen en un nuevo proyecto de identidad. Tan formidable empeño chocará necesariamente con la obsesión mercadista de algunos dirigentes, que los lleva a afirmar su yo por encima de los valores que nos ayudarían a definirnos como una verdadera comunidad ética. No entienden ellos que el mercado no puede sedimentar tradiciones ni crear vínculos entre sujetos que generen nuevas relaciones sociales, y que no trabaja con solidaridades o diferencias porque sólo le importan las rentabilidades (Martín Barbero, García Canclini, citados por Monsiváis, 1977).


EL SER LATINOAMERICANO

El gran reto que nos plantea el reencuentro con nuestra identidad tiene mucho que ver con el ser latinoamericano; los latinoamericanos constituimos una subcultura que participa de algunos principios del sistema occidental de valores como la separación de la autoridad terrenal de la autoridad espiritual; la afirmación del poder de la ley en la organización de la sociedad, el pluralismo social y la democracia representativa; también encarnamos valores auténticos como la solidaridad social resultante del sentido colectivista tribal, la prevalencia del concepto de Nación sobre el de Sociedad y la justificación mesiánica de nuestro destino y nuestros actos.

América Latina es una gran fragua étnica que le ha permitido en el transcurso de los años amalgamar blancos e indígenas en el mestizaje, fundir por medio del mulataje mestizos y negros, y servir de punto de reencuentro hispánico de los andaluces, los vascos, los catalanes y los castellanos americanos. La anécdota del ojo negro que le pusieron al cadáver de Maximiliano para devolverlo completo a Europa, extraído de una virgen de Querétaro porque no pudieron encontrar un ojo azul, ilustra perfectamente el profundo sentido del mestizaje como rasgo latinoamericano distintivo que reúne orillas distintas de la geografía humana y las funde en alianzas raciales. Con algún escepticismo sobre esta realidad, el Libertador, Simón Bolívar, afirmaba que resultaba imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos cuando la mayor parte del indígena se ha aniquilado, el europeo se ha mezclado con el africano y éste con el indio y con el europeo. Y cuando, a pesar de haber nacido todos del seno de una misma madre, nuestros padres difieren en su origen y en su sangre, son extranjeros y completamente distintos en su epidermis.

Sometidos a la violenta tensión del mestizaje, los criollos se preguntan quiénes son y a qué cielo tienen derecho. El ser latinoamericano se expresa a partir de una América que fue conquistada antes que descubierta, esclavizada antes que reconocida, y reglamentada antes que comprendida (Massur, citado por Houellebecq, 2000). Como la famosa danza boliviana de la diablada, en que las máscaras identifican simultáneamente las contradicciones entre indígenas y blancos, la gran fragua étnica latinoamericana permitió la síntesis perfecta entre conquistadores y conquistados en una aleación que difiere considerablemente del melting pot norteamericano, ese crisol donde las razas se purifican o se destilan sin mezclarse. La fusión étnica no altera, sin embargo, las diferencias de clases. El cholismo peruano, por ejemplo, enfrentado a los blancos y a los chinos, expresa no solamente una peculiaridad étnica, sino verdaderas diferencias sociales y económicas que tienden a coincidir con identificaciones culturales. En América Latina se vive con intensidad la separación de razas por clase y no de culturas por raza, como en Europa. Tener resueltas nuestras diferencias étnicas ha contribuido a realzar la importancia de otras características determinantes de nuestra idiosincrasia. Nuestra lucha por la identidad se confunde con las luchas por la tierra y el espacio ya que nuestras diferencias son más espaciales que étnicas, como las que existen entre la América andina y la costeña. La primera, introvertida, metódica, sentimental; la segunda, creativa, descomplicada y, en la Costa Caribe, mágica.

El mesianismo también ayuda a definir el ser latinoamericano, bien porque adopte la forma de un providencialismo que convierte el subcontinente, como sostiene José Mármol, en "el escenario de la obra de Dios mismo" o porque reafirma un sentido de predestinación que permitió a Vasconcelos hablar de la "raza cósmica". Nuestra verdadera tragedia es que la suma de nuestras esencias nacionales no produce una esencia latinoamericana, un sentido de "latinoamericanidad" en el sentido exacto de la palabra.

Nos hemos pasado demasiado tiempo bailando al ritmo de nuestras dos obsesiones inclaudicables, la fiesta y la muerte lo cual explica por qué nos hemos convertido en grandes exportadores de sentimientos a través de películas y telenovelas. Es bien conocido el caso de la telenovela mexicana Los Ricos también lloran, que llevó a decir a muchos televidentes rusos, llorosos, que Verónica Castro, como icono de este continente, era tanto o aun más importante que el Libertador, Simón Bolívar.

La novela contemporánea latinoamericana constituye un aporte a la idea global de lo telúrico y de lo mágico en un continente donde, como afirma Juan Rulfo, lo mágico no son los autores, sino la existencia de lectores. El dilema fundamental, planteado en la novela de Facundo de Domingo Sarmiento, entre la civilización y la muerte, es nuestro auténtico y principal dilema; a nombre del miedo que nos produce la muerte y la necesidad de vivir civilizadamente, se han cometido en el continente las más crueles expediciones "civilizatorias"; por parte de dictadores y usurpadores que han perpetrado las más horrendas masacres en nombre de unos principios que no nos pertenecen.

Con la solitaria excepción del cine cubano, nuestro cine divierte, pero no transmite modos de vida ni normas de conducta, como sí lo hace el de Hollywood, la más exitosa máquina de lavar cerebros que haya conocido la humanidad en toda su historia. Nuestro cine es sentimental y contagioso, todos los latinoamericanos llevamos un pedazo de Cantinflas adentro y lloramos con la reiteración del mensaje de la expiación sin consecuencias de obras como El Derecho de Nacer, de Félix B. Caignet. Los latinoamericanos somos "cosmócratas" (Deas), andamos por el mundo en busca de una visión totalizante, despreciamos las partes y su significado y por eso nos equivocamos con demasiada frecuencia armas rompecabezas de identidad no es nuestro fuerte. Los narco corridos mexicanos, las canciones de carrilera antioqueñas o los tangos de arrabal de Buenos Aires expresan este divorcio entre la América oficial y la América sentimental. Como comunidad cultural, repito, estamos amenazados en nuestra identidad por la imposición del pensamiento único, el bombardeo de contenidos a través de la circulación masiva de bienes culturales, la expansión informática, y por nuestra propia incapacidad para reconocernos en el espejo de nuestras raíces.

En medio de este entorno hostil y amenazante, todavía no sabemos dónde están los dirigentes o los intelectuales que pueden emprender esta operación de reencuentro que debe servir de punto de partida para empezar a construir un proyecto regional que enfrente los desafíos globales. La barrera lingüística de Brasil y la explicable lucha de México por defender su identidad amenazada por su nueva relación conyugal con Estados Unidos y Canadá, nos impiden hablar de la existencia de un país-corazón en la región, que pueda liderar este proyecto de identidad para la supervivencia. Todos los países latinoamericanos deben asumir la tarea de esta gran reflexión colectiva que debería convertirse en lo que podríamos llamar un ALCA del alma.

INFORMATIZACIÓN, IDENTIDAD Y CULTURA.

La informatización es el proceso por medio del cual se concreta la capacidad de procesar y transmitir información a bajo costo y alta velocidad; los contenidos de la informatización son, generalmente, códigos de modernidad que cumplen el papel de transmitir conocimientos y destrezas necesarios para actuar en la vida pública contemporánea (CEPAL, 1992). Todos los imperios del futuro serán imperios de la mente, vaticinó Churchill hace medio siglo. Los caminos de la informatización conducen precisamente hacia esta prevalencia hegemónica del conocimiento en la determinación de la economía y la organización de la sociedad misma.
Si alguna cultura global puede llegar a existir en el futuro inmediato, como consecuencia de la globalización, es la cultura digital, que actúa como una formidable fábrica de generación de discursos simbólicos, sonidos, símbolos, íconos, conocimientos, noticias, modas, sensibilidades e imágenes prefabricadas e instantáneas, desprendidas de cualquier subjetividad, que convierten la realidad en ficción y la ficción en algo realizable. Los medios logran que sucesos no simultáneos aparezcan como tales, crean proximidades en la distancia y distancias en la proximidad (Held y McGrew, 2001); actúan como una mega máquina anónima que homogeneiza, reduce las diferencias a igualdades manejables y divide los habitantes del mundo entre los info-ricos y los info-pobres, los informados y los desinformados (Ramonet, 2000). La cultura digital es una cultura desterritorializada, en la medida en que no está anclada geográficamente, como lo estaban las culturas locales o las nacionales; al contrario, esta cultura se expande a través de "no lugares" o lugares placebos como los centros comerciales, los aeropuertos internacionales, los puestos de comida rápida o las superautopistas (S. Latouche, citado por Glinson, 2003).

La nueva forma de organización social, propia de los tiempos de la informatización, es la telépolis donde las centrales de buses, las estaciones férreas y los aeropuertos cumplen el papel que antes cumplían las viejas puertas de las ciudades, las regiones geográficas son los barrios y los tejados de las casas, repletos de antenas y transmisores, las verdaderas fachadas de estas nuevas ciudades virtuales. Y sus habitantes ya no llevan nombres sino números que los identifican ante los bancos, los organismos de seguridad social, las administraciones de impuestos, mientras llegan los códigos genéticos que nos identificaran como seres biológicos. (J. Echeverría, 2002).
El papel de las ciudades en el contexto del espacio no territorializado, cambia; los centros culturales ya no son París o Londres, donde antes vivían los artistas y los intelectuales, sino Miami y los Ángeles, donde residen los cantantes y los actores, que son los nuevos representantes culturales. El papel culturizador que en su momento cumplieron ciudades como la Meca, Jerusalén, Benares, Roma o Santiago de Compostela, al servir de punto de apoyo para la expansión del islamismo y el cristianismo, hoy lo asumen las redes y los terminales informáticos que forman la columna vertebral de la globalización. Vemos el caso de centros urbanos como Sao Paulo y México, que actúan como centros globales culturales de América Latina por el solo hecho de ser nodos comunicacionales de la Red, a través de la cual propagan la cultura digital.

Castells habla de la existencia de dos modelos de informatización: el de info-servicios, propio de Estados Unidos y Gran Bretaña, que extiende la informatización a través de los servicios, especialmente financieros, y el info-industrial, característico de Alemania y Japón, que aprovecha los avances comunicacionales para mejorar la calidad productiva de sus industrias.

A la ceremonia de inauguración de los Juegos de Atlanta acudieron 3.500 millones de tele espectadores; fue el acontecimiento de mayor concurrencia de la historia de la humanidad: nunca antes tantas personas oyeron y supieron tanto sobre el resto del mundo y sus semejantes simultáneamente. Con las autopistas informáticas sucede, empero, algo parecido a lo que acontece con las autopistas reales: el que no logra entrar, queda condenado a circular por vías secundarias, y quien se mete mal o a destiempo, puede resultar atropellado. Al comenzar la segunda década del siglo XIX, los medios de comunicación -el ferrocarril, el telégrafo, los cables submarinos- eran considerados como agentes civilizadores. Mc Luhan fue el primero en acuñar, muchos años después, el término "global" para explicar el impacto de la televisión en la guerra de Vietnam, que convirtió a los ciudadanos-espectadores en actores y víctimas del conflicto televisado. Por contraste, los medios globales del siglo XX, como el transistor, los ordenadores civiles y la internet, fueron inventos nacidos de la guerra y para ser usados en la guerra, y su papel fundamental no es comunicar, sino servir de paradigma de una nueva sociedad dividida según el acceso que se tenga a la información y sus canales, donde los hombres, como dijo bellamente Baudelaire, son como niños perdidos en un valle de símbolos.

En la era digital o "info-lítica", los medios no se limitan a transportar informaciones: los medios actúan, deciden y discriminan. Cumplen el papel atribuido anteriormente al Príncipe como articulador de voluntades colectivas y lo hacen en condiciones de velocidad que eliminan el concepto de demora; el tiempo electrónico se confunde con el tiempo real en un presente permanente. Si la radio demoró 38 años en llegar a sus primeros 50 millones de usuarios, y la televisión, 13 años para llegar a la misma meta, la internet sólo necesitó cinco años para conseguirlo.

Los "grandes" de la globalización ya no son los productores de cosas, sino de códigos virtuales. Si antes la fusión de dos grandes fábricas de automóviles era considerada como un hecho normal del mercado que podía afectar positivamente la vida de los consumidores de carros, la integración de dos mega gigantes comunicacionales puede afectar hoy la cultura de millones de personas, su calidad de vida, su visión del futuro y hasta la estabilidad de los gobiernos que los rigen. Las grandes empresas informáticas han desarrollado una peligrosa confusión entre la libertad de empresa y la de opinión, que crea la falsa ilusión de que el mundo se gobierna a partir de un consenso generalizado administrado por unos cuantos gigantes informáticos. De las 20 empresas que manejan las comunicaciones en el mundo, ninguna tiene origen latinoamericano; 11 de ellas transmiten en inglés, ninguna, en español; el 80% de su facturación está originada en Europa y Estados Unidos y apenas el 5%, en América Latina. Una sola agencia de noticias en inglés mueve 17 millones de palabras al día, mientras que la agencia más relacionada con los países centrales lanza 100.000 palabras de información por día.

A pesar de esta aplastante superioridad, la región tiene la ventaja de ser uno de los más grandes mercados idiomáticos del planeta, lo cual le daría la posibilidad única de desarrollar redes sur-sur que la conecten transversalmente. El número de radios y televisores regionales por 1.000 habitantes -418 y 205, respectivamente-, aunque está por debajo del de los países industrializados -1.060 y 240-, está por encima de los niveles de otros países de similar grado de desarrollo. Si bien es cierto que la región sólo tiene el 3% de los internautas del mundo, también lo es que registra los mayores índices relativos de crecimiento de conexiones en los últimos 10 años, que se explican en que más del 84% de su red de comunicaciones ya está digitalizada. El problema no es, sin embargo, tan sencillo. Las posibilidades de informatización real se encuentran con dificultades como la limitada capacidad de transmisión, altas tarifas relativas de energía y teléfonos, escasez de operadores y servidores, y altos niveles de concentración de conexiones en las áreas urbanas. La mayoría de los países latinoamericanos están lejos de poder ser considerados como "sociedades de redes" en cuanto a equipamiento tecnológico, aprestamiento organizacional y protección normativa.

El verdadero actor de la cultura digital es el hombre virtual que la alimenta y vive de ella y por ella. Como en la película de Johnny Mnemonic, este hombre virtual coincide con el protagonista, que exige periódicamente a su jefe una "restauración" completa para superar la "sobrecarga de datos" que lo agobia; se trata de un ser infeliz cuya memoria digital ha invadido su memoria subjetiva y que ya no vive sentimientos, sino experiencias analógicas. El hombre digital, cuyo padre es el computador, y su madre, la televisión, es un consumidor insaciable de datos y de símbolos; todas las mañanas, cuando se levanta, lo primero que hace es conectarse a la red para quedar ON LINE porque él es, por definición, un sujeto interactivo que proyecta su propia energía vital al manejar a través de la red datos y códigos que le dan sensación de poder pero, sobre todo, de estar vivo. Este yo interactivo pasa sus días en piloto automático, sin sobresaltos pasionales ni cuestionamientos profundos; como si le hubieran hecho una lobotomía en el alma, actúa en medio de un desierto subjetivo de antipensamientos y antisentimientos: no piensa, no siente, actúa, es una terminal humana de la RED.

Para el hombre digital, la realidad del mundo es la que nace de la televisión, él ve, aunque no entienda; el zapping de la televisión actúa como un control mágico para cambiar su rutina. En su mundo onírico de la televisión, hasta los nuevos monstruos, los aliens, a diferencia de los dioses mitológicos que tenían sus papeles muy bien definidos, son peligrosos porque son inestables, indefinidos e impredecibles. En la televisión, al contrario del mundo de los libros, la imaginación va articulando los códigos y las palabras en un discurso coherente, no hay tiempo para reflexiones: lo que se ve es lo que existe. La apoteosis de la virtualidad televisiva son los nuevos programas de "realities", en los que la realidad se trivializa y la vida normal pasa a la condición de subrealidad.

Existe una estrecha relación entre oportunidades de informatización y posibilidades de realización democrática. Así lo entendieron los países no alineados cuando abrieron, hace algunos años, en la Unesco, el debate sobre la necesidad de un nuevo orden comunicacional en que la democracia de los cañones fuera sustituida por la democracia de las redes. Esta democracia comunicacional debería garantizar el libre acceso de todos los ciudadanos a los flujos de información que empezaban a circular por el sistema nervioso de la red global. El triste resultado de esta exigencia fue el retiro de Estados Unidos y Gran Bretaña de la Unesco. El debate sobre cultura, democracia y poder sería reabierto posteriormente por el Presidente Mitterand al plantear la necesidad de establecer, en las negociaciones internacionales para un libre comercio global, una "excepción cultural" que otorgara un tratamiento especial a los mercados de los llamados bienes culturales como libros, discos, videos y obras de arte, en razón de su especial contenido como obras creativas. Al oponerse a la propuesta norteamericana de converger todos alrededor de un modelo cultural único, el presidente francés, a través de su Ministro de Cultura, Jack Lang, afirmó que la única restricción a la libre circulación de un bien cultural como un video, un disco o un libro, no puede ser la que ejerza el consumidor al comprarlo o descartarlo, pues resultaba indispensable, por el bien de la humanidad, preservar su aporte al patrimonio ético y estético del mundo.

La cultura digital no se expande, se infiltra a través de la informatización, circula por las redes, llega a los aparatos receptores de televisión, deambula por el internet, lo cual hace difícil regularla normativamente. En 1996, John Perry lanzó su Declaración Ciberespacial de Independencia, en la que invitaba "a todos los gobiernos del mundo industrializado, en nombre del futuro, a dejarnos solos… porque ustedes -agregaba- no ejercen soberanía donde nosotros actuamos ni manera de forzarnos a hacer nada distinto de lo que queramos". Este reclamo, un poco bravucón, de autonomía, es preocupante en la medida en que la expansión de las nuevas tecnologías informáticas ha sido el resultado de la forma absolutamente libre como fueron creadas e implantadas. El hecho de que esta libertad invasiva haya comenzado a traspasar las puertas que separan la intimidad de los ciudadanos de la realidad en que conviven, ha colocado de nuevo en primer plano la necesidad de entrar a regular los flujos informativos.

Los investigadores de Microsoft están estudiando la forma de almacenar en un chip todas las conversaciones, mensajes, fotografías, correos electrónicos y documentos que pueda emitir o recibir una persona durante su vida en lo que podría llegar a configurar auténticos expedientes cibernéticos y genéticos. Los sistemas de control a través de las tarjetas de crédito han probado ser más efectivos para seguirle el rastro a una persona, que los viejos diseños de supervigilancia electrónica, y se complementan con los rayos X de última generación que permiten mirar a través de los cuerpos, los automóviles y las paredes mismas.

La imposición de límites a estas posibilidades de invasión de la privacidad se convierte en uno de los dilemas éticos más importantes de la nueva era global. La normativa comunitaria europea sobre "protección de datos" que obliga a los info-mediarios a requerir el consentimiento de una persona antes de suministrar sus datos personales, se puede considerar un buen comienzo en materia de protección informática. Estados Unidos se resiste a tenerlo en cuenta. Otra materia posible de proteger son las ideas que circulan libre y gratuitamente por internet, cuya restricción es considerada por algunos, con alguna razón, una interferencia nociva en las posibilidades de comunicación creativa de millones de ciudadanos del mundo. Recientemente, una Corte americana se negó a aceptar la decisión de las autoridades francesas de prohibir que a través de Yahoo se difundiera una 'biblia' nazi que constituía una verdadera apología del nazismo. (The Economist, Octubre 2001)

India se puede considerar el modelo más exitoso de aplicación de la informatización para la globalización. Actualmente, un banco multinacional puede economizar hasta el 24% de sus costos de procesamiento electrónico al contratar la ejecución de todas sus operaciones contables en Nueva Delhi. Con la misma forma de contratación, American Express economiza actualmente el 40% del costo de administración mundial de sus tarjetas. Medio millón de trabajadores simbólicos indios llevan récord de recetas médicas, atienden centros de llamadas, digitalizan periódicos y libros y manejan centenares de procesos de aprendizaje a distancia. Sus centros de producción de software hoy producen más de 8.000 millones de dólares al año. Sin embargo, en India reside la mitad de las personas que nunca han realizado una llamada por teléfono en el mundo; allí mismo se ubican los mayores índices de analfabetismo electrónico (The Economist, mayo de 2001).

La conectividad mide los niveles de informatización de una sociedad. Con frecuencia se confunde conectividad con número de computadores por habitante, cuando el nivel de informatización también tiene que ver con la preparación informática de los maestros, la disponibilidad de redes y el acceso en condiciones razonables de precio y calidad a los servicios de energía y telefonía. Más allá, implica la sintonización de las redes informáticas con las redes sociales y económicas de la sociedad informatizada. Entre todas estas redes virtuales existe una interactividad que está regida por el principio de reflexividad, según el cual cada realidad crea su propia virtualidad, que a su vez se convierte en una nueva realidad (Soros, citado por Glinson, 2003); un buen ejemplo de reflexividad fue lo que sucedió con la denominada crisis asiática, cuando las primeras noticias sobre dificultades en algunos sistemas financieros asiáticos, difundidas a través de las redes financieras y amplificadas por la actitud histérica de algunas agencias calificadoras de riesgo, convirtieron una crisis real manejable en una formidable crisis virtual de proporciones inmanejables.

Las deficiencias de acceso a la red generan un déficit digital que mide el grado de exclusión informática. Al conjunto de habilidades y conocimientos digitales con valor productivo se le denomina capital simbólico; a mayor equidad simbólica, más equidad y mayor progreso. América Latina muestra unos índices aceptables de consumo de periódicos, radios y televisores, que contrastan con el decaimiento de sus niveles generales de consumo de otros bienes y servicios en el mercado; mientras la región ha aumentado sus niveles de integración simbólica, ha retrocedido en los de integración real. Los bajos grados de conectividad que miden la brecha digital se deben complementar con otros indicadores como las posibilidades de acceso a los medios de comunicación que mide el nivel de democracia comunicacional y la distribución de la propiedad de estos mismos medios que se conoce como la "equidad simbólica".

En este contexto, la exclusión informática puede llegar a ser más dramática que la propia exclusión social, en la medida en que le niega al ciudadano su acceso al progreso. El 90% de las conexiones a internet en América Latina está concentrado en los estratos altos. Algunos programas como la Agenda de Conectividad de Colombia, el Programa de Enlaces en Chile, los Cafés Internet en Perú o el desarrollo de la informática educativa en Costa Rica, apuntan en la dirección correcta, pero sus resultados son insuficientes. Entre las fortalezas que presenta la región para intentar un esfuerzo sistemático de informatización se encuentran la alta proporción de usuarios de redes unidos por terminal, las posibilidades de acceso universal a medios abiertos, la amplia difusión de la telefonía móvil que ya está sobrepasando el número de teléfonos fijos, el desarrollo favorable de la industria editorial y el hecho evidente de que los latinoamericanos muestran la más contundente evidencia mundial de "querer aprender".

Las diferencias entre países en materia de informatización aumentan la brecha digital y los niveles de exclusión social, inducen procesos de desidentificación cultural y generan un mayor desempleo calificado. Las agendas de conectividad pueden contribuir a mejorar la equidad social, reforzar la productividad, construir ciudadanía y mejorar el buen gobierno, tanto en el nivel nacional como en el local, si no se limitan a aumentar el número de computadores por habitante y trabajan el entorno de mercado, la regulación normativa y el desarrollo de su infraestructura de redes (Chaparro, 2003).

El desafío de la informatización en el caso de América Latina es impresionante si se tiene en cuenta que solamente el 6% de su población se encuentra "conectada". Los trabajadores del conocimiento que deben ayudar en esta tarea no son los técnicos de ayer, ni siquiera los tecnólogos, sino los trabajadores simbólicos (P. Drucker, en The Economist, noviembre 2001), expertos en tecnologías informáticas, programadores, analistas de laboratorios científicos, productores de software. América Latina ha entrado en el mundo de la informatización después de una serie de migraciones culturales masivas que empezaron con las migraciones campesinas hacia las ciudades, continuaron con la invasión fílmica que desplazó la realidad literaria por la realidad electrónica, se expresó nuevamente con el carácter escapista de la migración masiva de las drogas, hasta llegar a la entronización de la televisión, que nos introdujo de lleno en el mundo gobernado por la ilusión de pertenecer. La introducción de la INTERNET es la migración cultural más reciente que nos ofrece el acceso pleno a la comunidad virtual en que ha quedado convertida la nueva sociedad planetaria; en la medida en que la RED se convierta en el soporte virtual de los movimientos contestatarios que recorren el mundo, podríamos comenzar a hablar de una nueva democracia electrónica que enfrentaría los Goliath comunicacionales de la globalización con los miles de David que están tejiendo la red de una globalización alternativa más democrática y más humana.

Los latinoamericanos nos la hemos pasado construyendo paredes; paredes para defendernos de las inclemencias del tiempo, para resistir los ataques de las bestias, para enfrentar los ataques de los corsarios, para asegurar al conquistador frente al conquistado y separar a los pobres de los ricos (Fuentes, citado por The Economist, 2002). El desafío que tenemos por delante es el de construir unas nuevas paredes, invisibles y electrónicas, que nos protejan de las invasiones culturales y de los fantasmas de crisis globales que andan rondando, como virus culturales, por el mundo, a través de sus nuevas redes informáticas.

VALORES Y RAÍCES EN AMÉRICA LATINA.

Como subcultura, América Latina presenta una definida idiosincrasia cultural que tiene su origen en la proyección en el tiempo de raíces profundas que definen claramente su identidad, como la lengua, la religión y el papel jugado tradicionalmente por el derecho y la justicia como anclas del devenir histórico de la región.

LA LENGUA

Todo hombre, en cuanto habla, se puede considerar como un animal simbólico. Algunos van más allá, al señalar que el lenguaje está dado aun antes de existir (Popper, 2000) o son más parcos, al sostener que el lenguaje es un simple codificador de simbologías (Castells, citado por Glinson, 2003). Los semiólogos y los filólogos están de moda en la medida en que la filosofía ha centrado su mayor interés en el análisis estructural del lenguaje y las revelaciones que pueden resultar de sus interpretaciones sico y socio lingüísticas. La función valorativa del lenguaje es lo que finalmente diferencia a los hombres de los animales. Los animales, que no pueden mentir, no distinguen entre lo cierto y lo verdadero; los hombres, que sí pueden mentir y lo hacen con demasiada frecuencia, han utilizado el lenguaje para justificar las guerras más cruentas y cometer las peores atrocidades. En la era global, además de lenguas, existen muchos lenguajes. Está el lenguaje binario digital compuesto por dos números, el 0 y el 1, para la comunicación electrónica; el lenguaje genético, que expresa los misterios y las combinaciones del genoma humano; están también los lenguajes propios de los computadores y las instrucciones técnicas para el funcionamiento de las máquinas informáticas, y el lenguaje de las marcas con sus palabras universales connotadas: Marlboro, Coca Cola, Adidas, CNN, que se confunden con el consumo de cigarrillos, gaseosas, zapatos tenis o noticias.

El español, en medio de esta torre de Babel de lenguajes, podría llegar a convertirse en una de las lenguas globales del siglo XXI junto con el chino y el árabe, gracias al alto número de personas que lo hablan, el respaldo de una sólida tradición cultural, sus importantes niveles de cohesión interna garantizados por una dinámica red de Academias de la Lengua y la contigüidad territorial de muchos países hispanoparlantes, concretamente en América Latina. El número de personas que hablan un idioma, empero, no es prueba definitiva de su mayor o menor importancia, como lo prueba el hecho de que el 85% de las relaciones internacionales de hoy tenga lugar en inglés, y que las tres cuartas partes de la correspondencia comercial y el 80% de los libros publicados se escriban en la lengua de Shakespeare.

El español está vinculado a los procesos de colonización, conquista y emancipación de América. La atomización lingüística en esta parte del mundo facilitó su implantación que fue consustancial, como en otros casos, al desarrollo del propio imperio. Aunque los Reyes Católicos dispusieron claramente que la nueva evangelización se tendría que hacer en el idioma castellano, muchos misioneros se entregaron de lleno a aprender las lenguas indígenas porque pensaban que el adoctrinamiento en el idioma ibérico podría abrir las puertas para que los nativos se contaminaran de los vicios propios de la corrupción castellana; aprendieron el "nahuatl" en Centroamérica y México, y el "quechua" en el sur, y hasta confeccionaron los primeros catecismos en dichas lenguas vernáculas. Gracias a este bilingüismo, se evitaron tragedias durante la conquista; es conocido el caso de la princesa azteca Malinche quien, sirviendo de traductora a Hernán Cortés, le informó que el pueblo nativo de la región estaba dividido contra Moctezuma y podía conquistarlo fácilmente sin derramar tanta sangre.

Mucha tinta ha corrido por las páginas de nuestra historia desde cuando Jacobo Cromberger recibió de parte de Carlos V el derecho exclusivo de distribuir libros en México como biblias, catecismos y diccionarios; las novelas de caballería estaban excluidas de esta licencia porque podían "calentar las mentes" y "despertar las imaginaciones guerreristas" de los pacíficos nativos de estas comarcas. La influencia de los idiomas locales sobre el español peninsular fue relativamente insignificante y puntual; en el diario de Colón aparecen palabras como "hamaca", "ají" y "cacique". Cervantes empleó "cacao", "caimán", "bejuco", "huracán". Rufino José Cuervo, el gran lingüista americano, pensaba que el español americano se dividiría en lenguas nacionales como los latines provinciales en la época del imperio romano. La historia demostró que afortunadamente no fue así y que más bien el español contribuyó y sigue contribuyendo a la unificación latinoamericana, con diferencias de léxico y regionalismos que no han afectado su estructura fonética común (Moreno, 1993). Las palabras nos permitieron saber los unos de los otros, luego ayudaron a comunicarnos, pero no fueron muy utilizadas en la elaboración de argumentaciones o la construcción de un proyecto común.
Atravesadas como piedras en la corriente del río de nuestra historia, las palabras no sirvieron para unir sólidamente las dos orillas (Popper, 2000).
El caso más reciente de la expansión del español tiene que ver con su importancia como hilo aglutinador e identificador de la comunidad hispánica en Estados Unidos, constituida como una verdadera comunidad idiomática de más de 40 millones de personas que representan el 17% de la población norteamericana, unidas por una misma lengua que inicialmente fue un simple factor de aglutinación y ahora, cuando ya existen dos o tres generaciones de hispanoparlantes nacidos en los Estados Unidos, están formando una comunidad bilingüe que comienza a pisar duro política y comercialmente en algunas regiones y ciudades como Los Ángeles y Miami. Las cifras no pueden ser más claras: más de 500 emisoras emiten hoy en Estados Unidos programas en español, que escuchan 30 horas semanales en promedio más de 35 millones de hispanoparlantes. El poder futuro de esta comunidad depende de su capacidad para sacar el español de la casa y meterlo en el debate político, económico o cultural de Estados Unidos. No es, por supuesto, una empresa fácil; la publicidad en Norteamérica sigue siendo pagada en más de un 90% por angloparlantes a quienes la multiplicación de las lenguas no les interesa por razones políticas, culturales y comerciales.

LA RELIGIÓN

La religión es una de las raíces más profundas de la cultura latinoamericana. Joseph Pérez menciona cómo las espantosas epidemias que vinieron en los barcos españoles que llegaron a estas tierras hicieron pensar a los indios que los dioses, cuyo retorno estaban esperando desde hacía largo tiempo, no solamente no habían regresado sino que, definitivamente, los habían abandonado al enviarles esos intrusos que los estaban destruyendo (Borja y Castells, 2001). Los indígenas aceptaron, sin embargo, y con cierta complacencia, esa nueva religión que excluía los sacrificios humanos a que estaban acostumbrados como ofrenda y predicaba que alguien muy importante, Jesucristo, había sido ya sacrificado en una cruz a nombre de todos. El profundo significado de la religión en nuestra historia de independencia aparece en el episodio de la Virgen de Guadalupe, fusilada por subversiva durante las gestas libertarias de México, y el caso del Cura Quintana, que convirtió en cartuchos para rellenar de pólvora, los edictos que proclamaban su excomunión.

Desde entonces y hasta hoy, el catolicismo latinoamericano -el rebaño más grande de la Iglesia Católica en el mundo- ha sido una idea fuerza en la determinación de la cultura hemisférica, la organización de la sociedad, el desarrollo de su economía y hasta la propia forma de hacer política y ejercer el gobierno. Por algo, el proceso de evangelización de América estuvo acompañado de profundas y saludables discusiones dentro de España y en Europa, sobre la legitimidad de los títulos del imperio para someter a la población pagana que vivía en Latinoamérica, a sus propias convicciones religiosas. El Padre Victoria comparaba a los indígenas, en una hermosa referencia, con las laboriosas abejas que trabajan la miel honradamente, y a los conquistadores con los zánganos que se las quitan utilizando la violencia; Victoria cuestionaba duramente a Sepúlveda por los que este denominaba títulos ilegítimos de la conquista de España, como la creencia de que el pecado justifica privar a un hombre de algo que le pertenece; o la idea de que la debilidad mental de una persona autoriza al gobernante a privarle de sus derechos, o la todavía más discutible tesis según la cual la fe podía ser impuesta por medio de la fuerza.

Aunque la mayoría de los teólogos de la época apoyaba el derecho de la Corona a evangelizar a los nativos a las buenas o a las malas, y respaldaba sus mandamientos ejecutivos orientados a conseguirlo como las bulas alejandrinas y las leyes de Burgos, todos coincidían en afirmar la condición del indio como "encomendado" y no como esclavo. Carlos V, amigo cercano de Fray Bartolomé de las Casas, promulgó las Leyes Nuevas de Indias, que terminaron con la esclavitud de los indios y dispusieron el término de las encomiendas cuando murieran los encomenderos, para ampliar los espacios coloniales de libertad. En esos tiempos se hizo famosa la Junta de Valladolid de 1550, por la disputa sostenida entre el Padre de las Casas y el Padre Sepúlveda alrededor de los derechos humanos de los indígenas. Victoria, Suárez y De las Casas fueron los verdaderos precursores de una ética colectiva basada en los derechos humanos como la que está abriéndose camino en el caso de la globalización contemporánea. Tomás Moro, en un tono más despectivo, por supuesto, desarrolló los mismos argumentos unos años después, cuando consideró a los habitantes de esta parte del mundo como unos "buenos salvajes" que debían ser tratados con respeto.

El debate en la Europa no española estuvo liderado por Erasmo de Rotterdam, el intelectual más influyente del siglo XVI quien recuperó las fuentes de la filosofía clásica para el pensamiento teológico de la época y enfrentó con valor la arrogancia teocéntrica del Vaticano, al plantear la necesidad de avanzar hacia una religiosidad antropocéntrica, basada en la imitación de Cristo a través de la cual cada uno establecía, con su conducta cotidiana, sus propios niveles de relación personal con Dios. Los "coloquios" de Erasmo estaban inspirados en la admiración que le producía la figura de San Pablo, el apóstol con mayor visión política sobre el impacto internacional del mensaje redentor de Cristo. Erasmo era en esencia un gran pacifista; la imagen del Papa Julio II entrando con su armadura puesta a Bolonia para someterla por la fuerza, recogida en varias pinturas de la época, le repugnaba. "La guerra sólo es dulce para los que no la conocen", decía, al criticar la actitud belicista de la Iglesia, y señalaba que no había podido encontrar en la Biblia una sola cita que avalara el uso de la violencia. Amigo de Moro, Lutero, León X y Rabelais, Erasmo compartió con los iluministas y los calvinistas de entonces el formidable valor de la fe interior y discrepó con ellos sobre la importancia que le atribuían a la predestinación como razón última de un orden ya establecido, por injusto que fuera.

La Inquisición le cobró al monje holandés sus coqueteos luteranos al colocar toda su obra bajo el Index y, de no haber contado con la protección de algunos influyentes amigos en el Vaticano y las Cortes imperiales, habría corrido la misma suerte de Giordano Bruno, quemado en el campo de las flores de Roma por haber sostenido, contra el Vaticano, que el universo era infinito y una sola cosa, que todos somos cada uno de los otros y que todo es todo lo demás (Briggs y Peat, 1990). Bruno fue el primer mártir de la libertad de pensamiento de la historia moderna.

El discurso de la modernidad que trajeron los protestantes a Norteamérica creó una dinámica social mucho más positiva que el confesionalismo hispanoamericano impuesto por la doble vía persuasiva y disuasiva de la evangelización y la Inquisición. Como resultado de la confusión entre conquista y evangelización, nuestra región pasó directamente del panteísmo indígena, como expresión de una multiculturalidad positiva, al monoteísmo católico, que limitaba la visión del mundo y de su naturaleza. El conformismo con la vida terrenal mientras llegaba el reino de los cielos que predicaba la Iglesia Católica dio origen a la cultura de la sumisión o de la paciente espera, que ha sido identificada como rasgo característico de nuestra propia cultura.
El episodio religioso más sobresaliente de la época de la colonia fue la expulsión de los jesuitas. Las órdenes religiosas cumplieron en la época colonial el papel de integrar las élites locales y actuaron así, prácticamente, como sustitutos de los partidos políticos. Los jesuitas fueron, sin duda, los progresistas de la época; siguiendo a Pico de la Mirandola, plantearon la subversiva tesis de la existencia de una sola religión universal, sincrética, conformada por ritos y valores comunes al catolicismo oficial europeo, el confucionismo de oriente y las religiones nativas de la América recién descubierta. Llevados de esta convicción, los jesuitas celebraban el hecho de que la Virgen de Guadalupe hubiera sido entronizada en un santuario indígena, veían a Santo Tomás predicando el evangelio por las tierras descubiertas por Colón con el nombre de Quetzalcoatl y hasta relacionaron los ritos caníbales nativos con la ceremonia católica de la comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo (Paz, 1982). La hipótesis jesuita del sincretismo se puede entender como un primer intento revolucionario por construir una explicación ética global del funcionamiento del mundo y como la semilla del primer proyecto criollo de libertad en Latinoamérica.

El desarrollo de la teoría de la liberación se puede considerar otro gran momento en este largo periplo de la religión a través de nuestra historia; la teoría se vinculó activamente, durante la segunda mitad del siglo XX, a los movimientos que luchaban contra los gobiernos dictatoriales de entonces. La Conferencia Episcopal de León expidió en 1979 una Carta Pastoral que apoyaba la insurrección sandinista contra la dictadura de Somoza; el Congreso Eucarístico de Medellín del año 74 avanzó en el concepto de una Iglesia popular y antropocéntrica, sintonizada con los movimientos sociales del momento: "Dios como el gran silencio, y el hambre como grito que da sentido a ese silencio" (Houellebecq, 2000). El Concilio Vaticano II recogió en sus conclusiones este aporte definitivo de la Iglesia latinoamericana a una concepción más humana del papel de la religión en la construcción de sociedad y ciudadanía; la doctrina social de la Iglesia, así renovada, sirvió de fuente de inspiración programática para los nuevos partidos demócratas cristianos latinoamericanos. Estos y los partidos socialistas, identificados profundamente en el mensaje social, crearon en la región un escenario ideológico particular, distante del espectro tradicional europeo que dividió de manera tajante las alternativas políticas entre la izquierda y la derecha.

La teoría de la liberación, sostenida por Monseñor Helder Camara en Brasil, y el padre Camilo Torres en Colombia, se encuentra con las corrientes marxistas en su crítica a la exclusión social como resultado inevitable de la lucha de clases que para los liberacionistas era una oportunidad para corregir con esfuerzos de solidaridad social y la revisión de los modelos económicos vigentes, la tendencia inevitable hacia el empobrecimiento latinoamericano. De la mano de esas experiencias, la Iglesia latinoamericana debe hoy reencontrar su camino en el escenario conflictivo de la globalización. Y aprovechar el proceso denominado gráficamente como la "revancha de Dios", a través del cual se estaría produciendo en el mundo un regreso a la religiosidad mediante la reinstalación de la fe islámica en Oriente oriental y la fe cristiana en Europa.
El proceso de recristianización, en contravía con muchas de las tesis vigentes por parte de Roma, propone volver al hombre como centro de la Iglesia, el viejo mensaje de la Iglesia progresista de América Latina y superar lo que parece estar buscando ingenuamente el Vaticano, que no es modernizar el cristianismo, sino cristianizar la modernidad (Giussani, citado por Kepel, 1991).
América Latina también vive su propio proceso de reinstalación religiosa. Mientras Roma se empecina en sostener el proceso de reconservatización iniciado en la región al terminar los años 70, para "extirpar" los brotes liberacionistas a través del nombramiento de prelados conservadores que defendían tesis retardatarias en relación con la familia, la libertad sexual y los derechos de las mujeres, toda una constelación de nuevos movimientos religiosos, principalmente de origen protestante, invade el continente. Utilizando los medios masivos de comunicación, las nuevas iglesias latinoamericanas, que hoy suman 50 millones de seguidores frente a siete millones de hace 40 años, atraen con sus ritos modernos, la alegría de sus liturgias, las atractivas peregrinaciones internacionales y la capacidad oratoria de tele predicadores como Billy Graham, cantidades de personas jóvenes que buscan en la nueva espiritualidad un escape hacia el futuro o una manera de alejarse del mundo de la corrupción y de las drogas. La miopía en materia de doctrina, de la jerarquía eclesiástica latinoamericana contrasta con el mensaje progresista y valiente asumido por la Conferencia Episcopal latinoamericana (Celam) contra el modelo neoliberal de desarrollo y los profundos efectos disruptivos que está produciendo en la tarea de construir una América Latina más humana, más justa y regida por lo que los mismos prelados en sus cónclaves han llamado "la solidaridad desde abajo" para oponerla a la "solidaridad de los de arriba". El islamismo vive una crisis parecida por razones distintas. Su incapacidad interpretativa de las nuevas circunstancias, su desconocimiento de los derechos de las mujeres y su persistencia en imponer una fe que los jóvenes sólo están dispuestos a aceptar de manera voluntaria, también han dividido y disminuido sus feligreses a lo largo del mundo.

LA JUSTICIA Y EL DERECHO

El aumento inusitado de los flujos comerciales por el desmonte de las viejas barreras arancelarias; la necesidad de controlar los flujos de capital que circulan por las venas de la red virtual; el carácter complejo de las nuevas inversiones por parte de las gigantes empresas transnacionales; los desequilibrios de gobernabilidad producidos por políticas monetarias internacionales costosas en términos sociales; la necesidad de proteger la tecnología sin marginar a los países periféricos de los nuevos hallazgos científicos con impacto humanitario; la manipulación genética que permite el alargamiento artificial de la vida después de la muerte; la larga sucesión de sangrientos conflictos armados locales; la extensión de epidemias como la del sida, de cuyas dimensiones bíblicas da fe la población africana devastada; las inundaciones producidas por los cambios climáticos, y los calentamientos planetarios igualmente depredadores; el auge de una economía criminal organizada por cuyos canales subterráneos circulan hoy terroristas, drogas, migrantes ilegales, todos estos hechos, que forman parte de la nueva fenomenología global, plantean la obligación moral para los dirigentes del mundo de acordar unas normas de conducta para regularlos, reprimirlos o, simplemente, manejarlos.

El formidable reto de gobernar la globalización a través de su reglamentación demanda un cambio en el rol que deben cumplir algunos actores tradicionales como los jueces, que ya no podrán seguir actuando como simples intérpretes de normas -la boca a través de la cual habla la ley, según la vieja concepción napoleónica- y deberán asumir, por el contrario, un rol activo de guardianes de una ley que opera dentro de unos contextos sociales dinámicos, caóticos, confusos y cambiantes. En ese escenario del "nuevo derecho", el juez se convierte, en los términos de Kelsen, en un auténtico creador de normatividad y de aplicación de normas jurídicas individuales. La más nítida expresión de este cambio está en el florecimiento de las Cortes Constitucionales, que de manera independiente sintonizan las decisiones legislativas con el espíritu de las constituciones, cuya vigencia social les ha sido encomendada. Este nuevo papel debe ser cumplido por los magistrados sin exceder, por supuesto, su papel de agentes tutelares e imparciales de la seguridad jurídica de las sociedades que los designaron.

Como reflejo de la crisis del sistema representativo y su incapacidad para liderar los nuevos cambios, la judicialización de la política puede conducir a la politización de la justicia marcando un retroceso a las épocas en que, en ausencia de controles ciudadanos institucionalizados, se recurría al castigo judicial de los gobernantes, lo cual llevaba a éstos a concentrar su atención en la elección de tribunales y jueces de bolsillo que legitimaran sus acciones criminales. El sistema de escogencia de los jueces diferencia por ello, y de manera apreciable, el modelo anglosajón del esquema positivista que rige la mayor parte de los países de América Latina. Mientras en el primero los jueces son elegidos atendiendo consideraciones políticas de las cuales se desprenden al entrar a cumplir sus obligaciones como magistrados, en el caso de las carreras judiciales latinoamericanas, el juez se elige a partir de consideraciones objetivas y profesionales, pero son proclives a actuar políticamente cuando asumen sus despachos. En el common- law o derecho anglosajón, el proceso es un instrumento para aplicar políticas públicas y el derecho nace del acuerdo de voluntades; en el civil-law o derecho positivo, las normas procesales se utilizan para solucionar disputas y conflictos que son fuente de creación y aplicación de normas jurídicas sustanciales. A este hecho se suma el fenómeno muy latinoamericano de inflaciones legislativas que terminaron por convertir los sistemas jurídicos de la región en carruajes negros repletos de decretos como el que acompañaba a Benito Juárez para permitirle legislar en medio de la revolución. Muchas veces los latinoamericanos hemos desatendido la máxima bolivariana de "instituciones fuertes sí, hombres fuertes no". En la actualidad, por cuenta de las múltiples reformas neoliberales a las cartas constitucionales -cambiar por cambiar para demostrar que algo se está cambiando- el régimen de responsabilidad política está anarquizado en poderes ejecutivos que juzgan, legislativos que administran y jueces que están legislando.

Aunque la credibilidad de los latinoamericanos respecto a sus sistemas de justicia es una de las más bajas del mundo -apenas un 25% de los ciudadanos consultados cree en ellos-, paradójicamente, la crisis del sistema representativo ha llevado a que la gente se dirija cada vez más, a través de acciones de participación ciudadana como el derecho de amparo o tutela, a los jueces para que les garantice su seguridad jurídica. Por cuenta de la sobrerregulación normativa, los costos jurídicos de un negocio en América Latina equivalen en promedio al 52,7% del producto bruto per capita, cifra muy por encima de los costos en Asia, de 15,8% de su producto bruto per cápita y de los países de la OECD, 9,5%.

La globalización ha añadido nuevos elementos sobre el papel que debe cumplir el derecho. Los arbitramentos internacionales y las normas carcelarias nos ofrecen un buen ejemplo. En la medida en que la competitividad demanda mecanismos de solución de controversias expeditos y confiables, recursos como los arbitramentos los han desplazado, en no pocas ocasiones vulnerando el derecho de defensa de las partes más débiles, las instancias judiciales nacionales. Las tesis de resocialización carcelaria, por su parte, han sido sustituidas por la represión penitenciaria que propone hasta la privatización de las cárceles. El caso de Estados Unidos, al respecto, es particularmente dramático. El sistema carcelario norteamericano se ha convertido en un verdadero archipiélago GULAG, como lo prueba el hecho de que siete de cada 10 presidiarios sean de origen afroamericano y que hoy se encuentre en prisión uno de cada 100 ciudadanos, frente a países como Gran Bretaña, donde la proporción es de uno por cada mil o que una tercera parte de todos los abogados del mundo se encuentren trabajando en Estados Unidos en millones de causas superfluas (Gray, 1999).

Lamentablemente, los hechos prueban que la conciencia jurídica va por detrás de la formación del derecho. Ello explica por qué Estados Unidos ha sido uno de los pocos países que no firmaron el Tratado del Tribunal Penal Internacional de Roma, el instrumento más importante de lucha contra los crímenes globales en materia de derechos humanos, y que el derecho global esté quedando reducido a una caricatura que ha convertido las Naciones Unidas en un policía global que actúa legitimado por consensos episódicos resultantes de egoísmos hegemónicos.

LA ÉTICA DE LOS DERECHOS HUMANOS

América Latina, cuando fue descubierta, era una tierra moralmente sana. Lo cuenta el propio Cristóbal Colón a los Reyes Católicos en el diario del descubrimiento: "Certifico a vuestras altezas que en el mundo creo que no hay mejor gente ni mejor tierra. Ellos aman a sus próximos como a sí mismos y tienen un habla la más dulce del mundo y mansa y siempre con risas... y es placer de verlo todo y la memoria que tienen y todo quieren ver y preguntan qué es y para qué" (Cobo, 2002).

El único problema más grave que el discernimiento entre los límites que separan el bien del mal ha sido la utilización arbitraria de esta diferencia para justificar guerras, apoyar intervenciones o legitimar genocidios históricos. La demonización ha sido, a lo largo de los siglos, la disculpa ética perfecta de los fuertes para acabar con el otro, señalado como malo o perverso. El contexto ético de la globalización actual no escapa de este doloroso síndrome. Con el desarrollo del concepto del imperio absoluto de los mercados se ha venido abriendo camino una nueva ética, la del mercado, que está creando confusiones y estragos. Hace muchos años, Rousseau vaticinó que el derecho de propiedad, concebido como algo individual, sería causa de guerras y motivo de mayores sufrimientos; hoy, varios siglos después, con el auge de las nuevas concepciones sobre el valor del mercado, las preocupaciones de entonces siguen vigentes. Los neoliberales tienden a confundir los valores morales con los valores bursátiles, las leyes de la ética con las de mercado, y lo bueno con lo rentable. Al amparo de sus concepciones, florece un concepto de moral transaccional, pragmática y negociable; la diferencia entre lo público y lo privado es superada por la que produce dividendos financieros. En el nuevo esquema, los ciudadanos se convierten en consumidores, la bondad se confunde con el éxito y el viejo concepto de servicio público se acaba cuando lo que importa es producir resultados, no importa cómo ni a qué precio. Los paquetes educativos ofrecidos que permiten elevar la condición de "espiritualidad entrando al mundo de los negocios", o "cómo alcanzar el éxito a pesar de sí mismo" o "ser millonario en pocos días", paraísos virtuales al alcance de tontos y frustrados, son un buen ejemplo de este cambio. Como en el caso de la moral objetiva de Weber, la ética neoliberal se aplica para legitimar moralmente una estrategia productiva que se enfrenta a otras concepciones en las cuales el mercado no es considerado como un fin, sino como un medio, como la concepción japonesa de la "armonía", o la idea china de la economía ("ching chi"), que traduce literalmente la capacidad basada en la confianza de administrar una ganancia. La ética neoliberal afecta profundamente la propia percepción sobre la realización de los derechos humanos al privilegiar derechos de clase, como el derecho a la propiedad, sobre los que tienen que ver con la defensa de la dignidad humana y la calidad de vida.

A esta versión de la ética global se opone la denominada "ética del hacker", la de las personas que se dedican a programar y encontrar nuevos caminos y espacios virtuales en beneficio de la humanidad entera. Los "hackers" no se deben confundir con los "crackers" que son los piratas informáticos; el caso de Linus Torvalds, quien diseñó un nuevo sistema operativo, el Linux, que puso al servicio de la humanidad entera sin contraprestación distinta a que quienes lo utilizarán y pudieran mejorarlo aportaran sus hallazgos a la comunidad beneficiaria del mismo, es un magnifico ejemplo de cómo opera esta nueva moral que algunos enfrentan a la moral protestante que considera el trabajo como un fin en sí mismo y el tiempo como un productor de dinero. "Ninguna persona debe aprender como un esclavo", dijo Platón y esta es la regla de la nueva ética hackeriana. (Pekka Himanen, 2003). El planteamiento es muy consistente con el de Castells sobre la existencia de una sociedad red estructurada sobre un lenguaje binario que divide el mundo alrededor de los conceptos fundamentales de exclusión e inclusión y convierte la cultura en el "gran caleidoscopio de un hipertexto global y electrónico" (Castells citado por Himanen, 2003) del cual quedan marginadas las culturas fundamentalistas y las utopías alternativas.

El mejor antídoto contra la ética neoliberal y protestante es la ética de los derechos humanos. El fin de la Guerra Fría terminó las disputas entre las percepciones economicistas y politicistas de los derechos humanos posteriores a la Segunda Guerra Mundial; entonces la discusión se polarizó entre quienes defendían los derechos económicos y sociales como prioritarios, sobre los políticos, para justificar el incumplimiento de éstos últimos y quienes, al poner la defensa de los derechos políticos por encima de la protección de los económicos, evadían la incómoda discusión sobre el reparto de la riqueza en el mundo. Al terminar la Guerra Fría, los derechos económicos quedaron en lugar privilegiado, pero condicionados a la racionalidad de un nuevo modelo de desarrollo basado en que la economía gobernaba la política. Pocos previeron entonces que los desajustes sociales resultantes de la aplicación de los nuevos paradigmas neoliberales de desarrollo complicarían la gobernabilidad del mundo y volverían a amenazar la vigencia de los derechos humanos.

El debate entre tipos de derechos evoca las discusiones del Siglo XIX, cuando los republicanos franceses se opusieron a la aprobación de los derechos sindicales porque consideraban que la consagración de prerrogativas selectivas a ciertos ciudadanos o minorías de ciudadanos atentaba contra el principio de universalidad de los derechos proclamados durante la Revolución Francesa. La controversia la perdieron los republicanos y desde entonces, y a lo largo del Siglo XX, la evolución del tema estuvo marcada por el reconocimiento de derechos específicos a grupos sociales indefensos. Hasta llegar al año 1948, cuando la Carta de Derechos Fundamentales resumió en una sola compilación la Declaración de los Derechos, el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y políticos considerados como capitulares hasta entonces.

En el marco de la globalidad, la defensa de los derechos humanos debe partir de la formación de una nueva conciencia planetaria sobre el propio respeto de la dignidad del hombre global. De lo que se trata no es solamente de universalizar la aplicación de los derechos humanos, sino de crear una nueva conciencia sobre los principios y los valores morales que deben llevar a una nueva conciencia planetaria que finalmente dependerá del modelo de globalización que se adopte entre el modelo neoliberal, definido por la realidad del mercado, los valores de occidente y el pragmatismo económico y el modelo alternativo, resultante de la reinterpretación de viejos conceptos como solidaridad y multiculturalismo y de la propia vigencia de nuevos valores globales como el derecho a la identidad y el desarrollo. El derecho a la identidad, como parte de esta nueva agenda de derechos, es el derecho a la diferencialidad que otorga a todo individuo el grado suficiente de libertad para luchar por sus necesidades. Shijvi distingue entre los derechos a las raíces, que son colectivos, y los derechos a la identidad, que son opciones de vida.

Para Sen, el derecho a la identidad supone la posibilidad de cada quien de descubrir su capacidad para elegir las tradiciones en las cuales cree. En la concepción de Naciones Unidas y sus organismos, el derecho a la identidad se confunde con el derecho al desarrollo, que es la prerrogativa que tiene todo ser humano de participar en proporción justa y equitativa de los bienes y servicios de la comunidad a la cual pertenece (De Sousa, 2002).

El desarrollo de "estrategias inclusivas" que aseguren la redistribución del ingreso y mejoren las condiciones de participación ciudadana tiene, entonces, mucho que ver con las nuevas políticas globales de defensa de los derechos humanos. Más acciones redistributivas y mejores canales participativos apuntan hacia la creación de una sociedad abierta como la propone Popper, sin la cual el énfasis mercadista de la globalización puede llevarnos a una peligrosa categorización de los derechos económicos según el nivel de enriquecimiento de quienes ganan o pierden con la globalización. Esta exacerbación de las injusticias por parte de una globalización mal entendida podría plantear, paradójicamente, el regreso a la confrontación de clases planteada por Marx; sólo que aquí no se trataría de un enfrentamiento entre ricos del norte y pobres del sur, sino entre globalizadores dominantes y globalizados excluidos, a lo largo y ancho del mundo.

El contenido de las políticas públicas orientadas hacia el mejoramiento de las condiciones de participación y equidad se debe convertir en un generador de legitimidad del nuevo esquema de gobierno del mundo globalizado; sin ellas, la promoción de los derechos humanos quedaría reducida a un simple registro burocrático de violaciones y omisiones. De nada sirve un largo catálogo declarativo de derechos si algunos países que se autoproclaman como los más "civilizados", como Estados Unidos, se abstienen de firmar tratados internacionales que marcan la diferencia entre la civilización y la barbarie contemporáneas y que constituyen el "compromiso global humanitario", como los Convenios y Tratados de Derechos Económicos, Culturales y Sociales, Derechos Políticos, Abolición de la Pena de Muerte, eliminación de la discriminación racial, contra el apartheid, prevención del genocidio; contra crímenes de guerra y la humanidad, a favor de los derechos de los niños y de la mujer, contra la esclavitud y la prostitución, el que crea un Tribunal Internacional de Justicia y los protocolos humanitarios de Ginebra. ¡Estados Unidos tampoco ha firmado el Convenio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, con el argumento de que cualquier ciudadano podría demandar al gobierno norteamericano por su incumplimiento! (The Economist, julio de 2001).

La vigencia retórica de los derechos humanos contrasta con la ineficiencia de los mecanismos utilizados para hacerlos cumplir. Algunos países han diseñado sistemas de "certificación" unilateral que vinculan concesiones económicas con su vigencia; estas condicionalidades, como otras relacionadas con la lucha contra las drogas o la defensa del medio ambiente, adolecen del gravísimo problema de su aplicación arbitraria y selectiva; en muchos casos han sido utilizadas como una forma de abierta intervención en los asuntos internos de los Estados y un expediente para imponer restricciones para arancelarias abiertamente proteccionistas.

La forma más radical de defensa de los derechos humanos ha sido la de las intervenciones militares por razones humanitarias, como sucedió en Somalia, Rwanda y Zaire. Sin desconocer su necesidad en casos extremos, para evitar tragedias humanitarias, acciones de este tipo deben estar basadas en principios de legalidad y multilateralidad que las legitimen internacionalmente. En América Latina, por ejemplo, se llegó a pensar que no era posible alcanzar unos niveles aceptables de crecimiento con estabilidad política si no se asumía el costo necesario de "algunas" violaciones de los derechos humanos; el propio Banco Mundial y el FMI acuñaron entonces el concepto de "democracia de baja intensidad", para justificar su exclusiva preocupación por el funcionamiento electoral de las democracias, sin tener en cuenta los altos niveles de exclusión social y la inexistencia de formas de participación ciudadana que la acompañaban. Estos tiempos por fortuna están quedando atrás.

Si a este panorama se agrega el choque cultural que se produce por el desencuentro de la concepción colectivista de los derechos humanos en los países islámicos y la idea occidental, parroquialista e impertinente, de mantener la ilusión egocéntrica de que el mundo gira alrededor de los derechos individuales, es fácil entender las dificultades que se presentan en la tarea de abrir camino a una nueva ética global basada en el respeto y la promoción de los derechos humanos. Para las escuelas orientales de pensamiento ético como el hinduismo, el confucionismo o el islamismo, los derechos humanos, en la medida en que están referidos a la protección de las comunidades, también son deberes que deben ser igualmente consagrados, como afirma Gandhi.

Además de las diferencias culturales que separan radicalmente la óptica occidental de la oriental sobre el tema de los derechos humanos, es claro que existen una idea-sur y una idea-norte, al respecto. La preservación de los derechos humanos en el mundo en desarrollo está más próxima a la defensa de la vida misma y la necesidad de garantizar unos mayores niveles de cohesión social; consecuentes con esta visión, en América Latina algunos actores sociales, encabezados por la Iglesia Católica, han propuesto, como ya mencionamos en este capítulo, una nueva óptica para mirar la aplicabilidad de los derechos humanos desde la perspectiva de una "globalización desde abajo", que coincide con la preocupación expresada en la Cumbre sobre Medio Ambiente de Rio de Janeiro, en la de Derechos Humanos en Viena, en la Cumbre sobre Desarrollo Social de Copenhague, en la Reunión para la Convención de los Derechos del Niño, en la Cumbre de la Mujer en Beijing y en la del Hábitat en Estambul.

La manera más idónea de avanzar en este campo consiste en el fortalecimiento en cada país de los procesos de asimilación democrática de sus responsabilidades en la defensa de estos derechos fundamentales, el desarrollo de políticas para reducir la exclusión social y el mejoramiento de los sistemas de alternatividad judicial. En el largo plazo, este compromiso mundial tendría que llevar a la formación de un nuevo ciudadano global; la nueva ciudadanía ética no resultará, sin embargo, de extender la ficción de la ciudadanía contractual de los antiguos Estados soberanos a la sociedad global para que cada quien asuma, como individuo, sus obligaciones garantistas de cara al mundo; el respeto a los derechos humanos en el escenario de la globalización debe pasar a ser un bien colectivo que cada nación asuma y promueva según su cultura y sus propias circunstancias particulares, a partir de un consenso global sobre sus contenidos.

Por cuenta del auge de la genética, hemos pasado del lenguaje de los sueños al de los códigos genéticos, en el que somos lo que somos y no lo que soñamos que fuimos o que podemos llegar a ser. El descubrimiento del mapa del genoma humano, como parte de los hallazgos modernos, y las infinitas posibilidades de vida que se abren con el potencial descubrimiento de sus impredecibles combinaciones, plantea interrogantes morales del tamaño de catedrales medievales. Los primeros en entrar en conflicto fueron los sectores conservadores obligados a cuestionar, por cuenta de estos avances genéticos, sus convicciones religiosas sobre el origen de la vida, pero entusiasmados con la idea de una sociedad diferenciada socialmente por razones naturales. La izquierda, por su parte, empezó a debatirse entre la afirmación de la vida como un proceso esencialmente material y la aceptación de que las diferencias sociales no tendrían mucho que ver con las relaciones alrededor de la propiedad de los medios de producción.

Estos profundos cambios que se están viviendo por cuenta del desarrollo global de la ciencia y la tecnología deberán ser acompañados de la aparición de una nueva conciencia global sobre los problemas que pueden ocasionar fenómenos como el hambre masiva, los desplazamientos de gente por estragos ecológicos o los peligros de un armamentismo revivido por las grandes fábricas productoras de material bélico. Se trata de crear un referente ético para evitar que los riesgos que nosotros mismos creamos nos hagan daño. Derechos humanos de tercera generación, como los genéticos, los ambientales, los culturales y los relacionados con la calidad de vida adquieren, en este propósito de sentar las bases para una nueva conciencia planetaria, importancia inusitada. Otros, siguiendo parecido raciocinio, han derivado consecuencias morales de la globalización a partir de cambios relacionados con la amoralidad del mercado como la desculpabilización del dinero, el triunfo del individualismo sobre lo colectivo, el endurecimiento social por la competencia, y la uniformización de la especie humana como consecuencia de la informatización (M. Albert, 1992).

Los efectos del desarrollo industrial sobre el cambio climático y la consiguiente responsabilidad de unos pocos países en el calentamiento global; las reglas asimétricas del comercio global que golpean desfavorablemente las posibilidades de desarrollo de los países periféricos; la necesidad de asegurar los derechos humanos mediante intervenciones humanitarias, y los niveles de compromiso con el alivio de la deuda y el aumento de la cooperación internacional, han sido identificados por Singer como las cuatro áreas de reflexión ética relacionadas con la globalización.

Okobo Tosbimichi, el más importante líder japonés del siglo XIX, importó de Alemania, para adoptar a la idiosincrasia nipona, los conceptos de austeridad, trabajo duro y pragmatismo económico que le permitieron al Japón de entonces convertirse en una potencia moral y nacional; esta apertura le costó la vida en el año 1878, cuando fue asesinado por los samurais, defensores fundamentalistas de las viejas tradiciones opuestos a los cambios que el visionario líder estaba poniendo en marcha (Landes, 2000). Hoy, nadie duda de que sin esta transformación moral Japón fuera una isla perdida del Asia. La palabra "Islam" significa en su sentido literal "sumisión a Dios", que se ejerce a través de una vida sana. La radical oposición de los musulmanes a las distintas formas de invasión occidental de que han sido objeto siempre ha estado movida por la intención de enfrentar el mal que para estos pueblos representan los valores occidentales. El historiador Mohamed Talbi justifica esta lucha -materia de graves desencuentros civilizacionales- con el argumento de que a nombre de la moral islámica jamás se han cometido genocidios, ni declarado inquisiciones, ni cometido holocaustos ni desplazamientos masivos de gente desesperada. Lamentablemente, su profunda convicción sobre la relación entre lo ético y la tradición los ha llevado a legitimar en sus sistemas normativos, como el Shavi, formas de discriminación inaceptables desde cualquier contexto en que se evalúen, contra los extranjeros y las mujeres. La ética budista tiene un origen existencial; como tal se puede considerar como una ética individual con un referente colectivo. A diferencia de los occidentales, los budistas no entienden la libertad como la posibilidad de hacer lo que se quiere, sino como en tener menos necesidad de hacerlo. El sentimiento moral resulta entonces de darnos cuenta de que el otro también siente como nosotros sentimos (Velázquez, 2000). Para el budismo, la razón ética nace de la convivencia armónica entre los hombres y no del respeto que cada uno tenga de los derechos del otro; por esta razón, la revolución de Buda era la que se daba de adentro hacia afuera.

La nueva ética global debe resultar de una nueva conciencia sobre la importancia de nuevos valores de convivencia como la equidad, la sustentabilidad y los derechos humanos y el respeto de las distintas formas de acercamiento individual o colectivo a ellos por parte de las distintas culturas éticas. La revolución moral global tiene las mismas características de la transformación ética producida durante el Siglo XVIII por Kant, Hume, Voltaire, Leibniz y el propio Marx unos años más tarde, cuando alertaron sobre los peligros de una moral homogeneizante producto de la concepción de las élites dominantes y los procedimientos infames utilizados para combatir los voceros del mal a nombre del bien dominante.

LOS INTELECTUALES GLOBALES Y GLOBALIZADOS

Los intelectuales se la han pasado la vida dando distintas razones a los hombres para matarse, por una idea, por un precepto, por una teoría, por una superstición o una falsa creencia. Han confundido en no pocas ocasiones el relativismo que promulga que todas las tesis son válidas con el pluralismo para el que todas las ideas son aceptables. Han mezclado la tolerancia con la magnanimidad ignorando que aquella consiste, como afirma Voltaire, en el reconocimiento humilde de la capacidad de equivocarnos. Ellos deberían entender, con Cioran, que el problema de la identidad en medio de la globalización es que ya no somos de aquí de la misma manera que antes.

A la luz de esta consideración inicial, vale la pena preguntarse: ¿es posible articular una respuesta convincente de identidad frente al mensaje avasallante de la globalización? Hasta el momento no ha sido posible; los contenidos de la lucha anti globalización son disímiles, dispersos y, en no pocas ocasiones, contradictorios. La tarea de estructurar mensajes que interpreten los alcances de la globalización, que corresponde a los intelectuales de hoy, parece contaminada de la misma perplejidad de la época del reduccionismo científico, cuando éstos se limitaron a seguir sumisamente una evolución científica que partía de la premisa de que todo estaba dado y todo era explicable. Entonces, como hoy, guardaron silencio, tal vez motivados por la paradoja de que nuestra ignorancia puede llegar a ser la única razón de que existamos (Prigorgine, citado por Briggs y Peat, 1990).

En los tiempos actuales, la aguja de la historia apunta en el sentido exactamente contrario de la época reduccionista; la tarea interpretativa que deberían cumplir los intelectuales debe ayudar a construir una realidad a partir de un caos de interpretaciones subjetivas sobre unos acontecimientos impredecibles, pero definitivos. Karl Popper recoge esta preocupación sobre la libertad del hombre frente al determinismo físico en su ensayo sobre "nubes y relojes"; la tesis central responde a una simple pregunta: si los átomos y los genes obedecen a leyes preestablecidas y si su comportamiento nos determina, ¿cuál es el margen de libertad que le queda al hombre para definirse? El determinismo va de la mano con el autoritarismo así como lo impredecible -si no lo asumimos- podría conducirnos a la anarquía. La consideración de la sociedad como un sistema cerrado puede coartar la libertad de los intelectuales; sólo la expresión de la sociedad como un sistema abierto puede ofrecer un espacio crítico para entender los vericuetos epistemológicos de esta nueva globalización.

Más temprano que tarde se producirá el enfrentamiento entre los intelectuales que podrían ayudar a explicar el caos y los tecnócratas que se empeñan en demostrar que éste no existe y que el mundo se comporta como un mecanismo de relojería que obedece las leyes sistémicas y casi perfectas del mercado. Los intelectuales apocalípticos pueden resultar incluso más hábiles para interpretar las nuevas realidades globales, que los intelectuales integrados de ayer y los tecnócratas clonados de hoy. Lo que sí está claro es que las amenazas de hoy son más complejas que las que ocuparon el quehacer intelectual de Zola contra la justicia de Estado en Francia, o la actitud contestataria de Sartre frente a la guerra de Argelia, y que en cualquier caso, el ambiente de opinión de hoy es más hostil que el de ayer en la medida en que está influido por unas fuerzas de mercado que precondicionan, sutilmente, modos de vida, maneras de pensar y actitudes éticas. En este mundo global, el sistema como un todo tiene más importancia en la explicación de la realidad, que el análisis de las partes; los analistas pueden quedarse toda la vida abriendo los innumerables cajones de la gran cómoda del conocimiento global o atreverse a encontrar las múltiples interrelaciones que los comunican por detrás.

La crisis de la globalización es también la crisis de las utopías explicativas derogadas por los modelos pragmáticos; no se necesita ser un Marcuse o un Sartre para entender la hiperrealidad del mercado o explicar por qué en el siglo de los mayores avances en relación con la prolongación de la vida y la explicación de sus causas, se han producido los mayores índices de genocidios, guerras y masacres. El pragmatismo del mercado, combinado con la informatización, consigue el milagro de reducir los principios a dogmas públicos que, como los axiomas, no necesitan demostración sino afirmación, reiteración, insistencia autoritaria. Problemas como el de los pobres y la pobreza, a la luz de la ética de mercado son consecuencias "necesarias" del funcionamiento del mercado y no realidades morales; Víctor Hugo, Zola y Dickens se habrían muerto de hambre en esta época cuando sus percepciones literarias sobre la miseria ha sido sustituidas por las estadísticas del Banco Mundial, frías, objetivas, hiperreales.

En la medida en que han desaparecido los conceptos tradicionales de tiempo y espacio, la función orientadora de los intelectuales tropieza con el muro de la virtualidad que crean, recrean y manejan los medios. Las imágenes y los personajes de ficción son más reales que las personas y los objetos que interpretan: el mito de la Caverna de Platón confirmado. Y mientras Fukuyama proclama, con el fin de las ideologías, el fin de la historia misma, Saramago, el intelectual más importante de la época global, afirma con angustia que, al contrario, la historia, una nueva y terrible historia, no sólo no ha terminado, sino que apenas comienza.

Sumergidos en el mito integrador de la modernidad, los intelectuales globales viven, como muchos otros, el síndrome del Titanic: grupos sociales desiguales metidos en un mismo barco, considerado como emblema del progreso y la modernidad, que se hunde en medio de la música mediática. Y los intelectuales ahí, como parte del espectáculo, confundidos en su manera de pensar y de expresarse, con los apologistas de un progreso que no se detiene, que avanza pisando duro sobre un pasado que ellos maldicen porque lo retrasa; son los pragmáticos, los antiintelectuales por excelencia, fervientes defensores de un futuro que desconocen, pero que aman, fanáticos de la velocidad y del factualismo, de hacer cosas, muchas cosas, en poco tiempo y muy rápidamente para dejar una huella imborrable de su paso. La alianza entre el despotismo y la filosofía, como resultado de la subordinación de los intelectuales al poder establecido mediante la red de afinidades selectivas de que hablaba Goethe, podría resultar comparable con la que hoy se establece entre la opinión y el mercado, aquella al servicio pragmático e incondicional de éste.

Los fundamentalismos también son los otros enemigos de los intelectuales en la medida en que expresan la paradoja del hombre moderno que, como afirma Giddens, sólo llega a tener una razón para vivir si no tiene algo por lo cual valga la pena morir. En el espacio reducido de los fundamentalismos del siglo XXI no hay lugar para librepensadores al estilo del siglo XVII, para enciclopedistas o seguidores de ese pensamiento crítico que se distinguía del otro pensamiento porque no cometía delitos. Los intelectuales de hoy son víctimas de los fundamentalistas religiosos no tanto por sus posiciones de ruptura de lo tradicional, como por su condición de humanistas seculares al servicio del dios del consumismo.

La informatización ha conseguido que los intelectuales de hoy no cuestionen, opinen; son doxósofos, técnicos de una opinión que puede ser definida como la suma de lo que se les ocurre a quienes, en esos minutos, pasan por la esquina elegida (Sábato, 2000); estos intelectuales globales manejan, en los términos de Aristóteles, tesis con las cuales argumentan, pero no sobre las cuales argumentan; son toderos que se ven forzados a encapsular en centímetros y minutos de prensa y televisión kilómetros y horas de conocimientos; su papel no es inventar respuestas, sino inventar maneras de inventar respuestas (Bourdieu, 2000); son esencialmente reactivos, expresan su angustia por la tecnología, su escándalo por los avances del terrorismo, su preocupación por los altos niveles de desempleo, su hastío por la corrupción, siempre encerrados dentro de la filosofía fatalista del famoso tango de que "contra el destino nadie la talla".

El otro enemigo de los intelectuales de hoy es la celebridad, esa posibilidad de que habla Andy Werbel, que tenemos todos de ser famosos durante sólo 15 minutos; los verdugos de los intelectuales, que los persiguen para reducirlos, para aniquilarlos, son el rating, la circulación y la sintonía. Por cuenta del síndrome de la celebridad, el papel de los intelectuales también se ha visto limitado en la medida en que se nos han ido acabando los héroes vulnerables.
Ya no hay tiranos detestables para cuestionar como en las épocas aciagas de Juan Manuel Rosas, en Argentina; Rodríguez Francia, en Paraguay, o el dictador de opereta, López de Santana, en México, que mandó enterrar con honores la pierna que perdió en una batalla, y murió ensalzado por mendigos que le contrataba su mujer para que le hicieran la vejez más grata, o las más recientes figuras autoritarias de Somoza, Trujillo, Pérez Jiménez o Pinochet.
Tampoco hemos vuelto a producir héroes libertarios que admirar como Bolívar, Miranda, O'Higgins, San Martín, Máximo Gómez, Sandino o Juárez, ni pedagogos para poner de ejemplo ante las nuevas generaciones latinoamericanas como Domingo Faustino Sarmiento, Juan Montalvo, Rodó o Vasconcelos, o heroínas como la Mistral, la Khalo, Violeta, Alfonsina Storni o la Ibarburu. O poetas y escritores de esos que se especializaron en nombrar las cosas que nos dieron identidad como Darío, Martí, Silva o Vallejo, Borges o Neruda; o los escritores del boom: Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, García Márquez, Carpentier, que fueron los últimos destellos de una cultura que ha venido apagándose a medida que los héroes mediáticos, cantantes, modelos y deportistas, han ocupado el lugar de la galería de los famosos del pensamiento de antaño.

Ni siquiera el sentimiento antiamericano que por muchos años identificó a los intelectuales latinoamericanos tiene hoy importancia frente a la invasión informativa y publicitaria que cambió los conceptos por las marcas y los juicios de valor por los códigos informativos de las grandes cadenas de noticias. Lejos estamos de la época en que la guerrilla latinoamericana inspiró a Marcuse, Rosa Luxemburgo y Cohn-bendit, y despertó solidaridades filosóficas con las causas de la liberación centroamericana; o del movimiento telúrico del surrealismo que unió a Éluard, Aragon, Neruda, Zalamea, Buñuel, Lorca y Vallejo en torno al concepto de la imaginación como fuente de creación; o de la solidaridad de los movimientos estudiantiles europeos de los años 60 con los movimientos sociales latinoamericanos que sirvieron de detonante de una revolución mundial contra los excesos de la individualidad precursora de los excesos singularizantes del mercado de hoy; o del indignado rechazo de muchos novelistas del boom latinoamericano a los excesos de Stalin y de Mao y su decisión de someter a los intelectuales simpatizantes a sus designios autoritarios.

El estilo barroco del intelectual latinoamericano, que lo lleva al fanatismo por las generalizaciones; el sentimentalismo por las tesis, y el desprecio por los hechos particulares y su significado, puede inducirlo fácilmente a seguir la corriente de los especialistas en cuestiones generales en que se han convertido muchos intelectuales en la era de la globalización. Lo anticipó Sor Juana Inés de la Cruz: "por no profanar el decoro, mi entendimiento admira lo que entiendo y mi fe reverencia lo que ignoro". Precisamente, la ignorancia de los intelectuales europeos de hoy respecto a América Latina es apenas comparable con la deferencia patética con que los intelectuales latinoamericanos aceptan sus juicios desorientados (Deas, 1999). Estamos de regreso a las épocas en que los intelectuales del Viejo Mundo juzgaban como terroristas los actos cometidos por las brigadas rojas italianas mientras expresaban su admiración por la comisión de actos parecidos por parte de grupos terroristas latinoamericanos. Los intelectuales latinoamericanos podrían hacer, por lo menos, el intento de volver a dividirse en su visión frente a Europa, como lo hicieron en su época alrededor de Ortega y Unamuno y sus visiones particulares del mundo. La de Ortega, racionalista, internacional, elitista si se quiere, Unamuno, existencialista, surrealista, anárquico. Los intelectuales latinoamericanos todavía pueden aportar mucho a Europa en la tarea de construir ese hombre abstracto venido del mar, del que hablaba el propio Ortega, para contraponerlo al hombre histórico peninsular, nacido de la tierra. Y pueden hacerlo si renuncian a seguir utilizando las ideas como máscaras (Fuentes, 2000) y se desapegan de su sumisión a modelos interpretativos de la realidad que no le sirven a nadie.

NACIONALISMO Y MOVIMIENTISMO

La afirmación nacionalista fue la primera salida que encontraron los líderes republicanos latinoamericanos para empezar a edificar un modelo propio de gobierno; la expresión América Latina, acuñada por un asesor de Napoleón III, nació como contraposición de la América hispánica y la América inglesa que recordaban las épocas del dominio colonial. Martí y Rodó, entre otros, incursionaron en la posibilidad de construir un concepto de latinoamericanidad, con una idea más espiritual que efectiva de una nueva identidad. Víctor Raúl Haya de la Torre, con su tesis indoamericana, y Prebisch, con la de la dependencia, volverían, en pleno siglo XX por los fueros de lo propio y lo nacional como determinantes de identidad.

Gobiernos populistas y dictaduras militares apelaron al nacionalismo como factor de cohesión, y máscara protectora de sus intereses antidemocráticos. El nacionalismo también estuvo presente en las luchas antiimperialistas que caracterizaron por muchos años la acción política en la región hasta el final de la Guerra Fría, al terminar el pasado siglo, cuando bajaron su intensidad; a la izquierda latinoamericana, lamentablemente, le hizo mucho daño el haberse desprendido, durante la Guerra Fría, de las anclas nacionalistas, para sumarse a un supuesto internacionalismo proletario que se quedó escrito en los textos de Marx y de Lenin. Si el nacionalismo ha sido el mito integrador por excelencia en América Latina, el movimientismo ha sido el gran generador de identidad; alimentado de de la tendencia natural del hombre a ser alguien que pertenece a algo en alguna parte, el movimientismo latinoamericano funciona dentro de lo que Sartori denomina la dialéctica del disentir, esa búsqueda permanente de reglas de juego para existir, en contra o alrededor de las cuales se forman culturas y contraculturas especiales. El cemento de la dinámica organizativa es lo que los griegos llaman la "koinonia", un vínculo que se siente y que, por consiguiente, identifica y hace sustantiva la diferencia entre una comunidad agregada mecánicamente y una comunidad orgánica. Así proyectada, la dinámica movimientista tiende a reemplazar la forma clásica de organización vertical del Estado en su relación con las comunidades, por una nueva forma horizontal basada en intermediaciones corporativas entre comunidades, sociedad y poder.

La capacidad intrínseca de organización no implica la integración de dichas organizaciones en dinámicas sociales coherentes como las que creyó encontrar Marx en el siglo XIX en las luchas de clases, cuando hablaba de estas corrientes como topos que trabajaban en distintas direcciones para llegar siempre a la misma superficie; en el caso de los movimientos sociales contemporáneos, el problema reside en que esa misma lucha por la identidad se da en la superficie misma, a la luz de la realidad virtual creada por los medios de comunicación de masas y, sobre todo, por la acción de la internet, que tiene la capacidad mágica de convertir protestas aisladas en reivindicaciones sistémicas globales, aunque virtuales. Para algunos autores, esta perspectiva global de los nuevos movimientos sociales puede demostrar que estos son formas embrionarias de un orden más amplio y poderoso de resistencia social a los aspectos represivos de la globalización (Castells, citado por Glinson, 2003).

La historia de los movimientos sociales en América Latina tiene sus antecedentes más remotos en los gritos de independencia de Tupac Amarú en las montañas andinas y de Toissant L'Ouverture, cuando decretó en Haití la primera república negra latinoamericana. A partir de este momento, se sucede una larga historia de vueltas y revueltas, que termina con los grupos culturales de los años 60 que reemplazaron las antiguas identidades separatistas; estos nacionalismos de identidad, más emocionales que racionales, fueron sustituidos en los años 80 por movimientos reivindicativos de aspiraciones económicas y sociales que respondían a las presiones provenientes de las políticas de ajuste y apertura; al despuntar el siglo XXI, los mismos movimientos se transformaron en manifestaciones regionales de grandes olas contestatarias globales protestando ante los foros económicos multilaterales donde se cocinaba la "otra globalización", la globalización excluyente de los poderosos.

Entre los movimientos típicos de América Latina están las guerrillas; nacidas de la lucha contra los gobiernos autoritarios y corruptos de la segunda mitad del siglo XX, las guerrillas latinoamericanas, como la cubana con Fidel Castro y el Che Guevara a la cabeza, los montoneros de Argentina o los senderistas de Perú, nacieron como causas armadas con la legitimidad ética que les concedía el luchar para derrocar a tiranos corrompidos y sanguinarios. Posteriormente, estas guerrillas adoptarían las consignas de la Guerra Fría, al alinearse como marxistas prochinos o prosoviéticos. La guerrilla colombiana vivió estas distintas fases hasta quedar atrapada, como está hoy, entre la deslegitimación política de un pueblo que no la acompaña, y la degradación de sus formas de lucha y financiación que la alejan de sus orígenes como luchadora por unos ideales.La guerrilla centroamericana tuvo una connotación esencialmente antiimperialista que sólo se puede entender cuando se recuerdan la autoproclamación del norteamericano William Waker como Presidente de Nicaragua y sus primeros decretos, que establecían la esclavitud y hacían obligatorio el uso del inglés. Años más tarde, el Presidente Ronald Reagan se encargaría de recordar que el síndrome de Waker estaba vivo, cuando solicitó abiertamente del Congreso de su país apoyo económico para financiar la lucha de los grupos paramilitares (contras) contra la guerrilla sandinista en Nicaragua; esta intervención fue condenada en un fallo histórico del Tribunal de la Haya.

El movimiento zapatista mexicano corresponde al patrón actual de una guerrilla global. Aunque detrás de la causa zapatista se esconde una larga historia de abandono que comenzó con la no llegada de Zapata a Chiapas en 1911, siguió con la inaplicación de las reformas laborales de Carranza en 1914 y la exclusión de la región de los beneficios de la reforma agraria de Cárdenas, los factores que dispararon la revuelta, al terminar el siglo XX, tienen que ver con abolición del artículo 27 de la Constitución, sobre el régimen de tierras en respuesta a ciertas presiones internacionales; la caída del Pacto del Café, que dejó en la miseria a más de 75.000 familias campesinas caficultoras; la aplicación de los compromisos del Acuerdo de Comercio con Estados Unidos y Canadá (Nafta), y las reivindicaciones modernizantes de millares de indígenas conocidos como la 'raza de bronce'. Chiapas nos ha obligado a todos a recordar que somos todo lo que hemos sido, pero también todo lo que nos falta por ser y hacer, dijo con sobradas razones el escritor Carlos Fuentes.

Los movimientos indigenistas configuran otra dinámica social en América Latina. Inicialmente, los indios eran los que habitaban las tierras recién descubiertas de América; éstos, por su parte, se definían a sí mismos como "seres humanos", para distinguirse de los "seres extraños" venidos del otro mundo del océano. Tenían un orden muy parecido al tejido "jaroti" de sus telas, fibras entrecruzadas sin seguir un patrón simétrico, pero que obedecían a un orden interno, propio, solidario. Algunos tienden, equivocadamente, a subestimar el peso que todavía ejercen esos 50 millones de indígenas que habitan en la región; en algunos países esta presencia es definitiva, como sucede en Perú, donde representan el 27%; el 26% en México; el 17% en Guatemala, o el 11% en Bolivia. Este mestizaje es el verdadero criterio para plantear una diferencia latinoamericana. Distribuidos en 400 grupos étnicos, los indígenas latinoamericanos siguen representando un puente hacia el pasado y una seria preocupación de extinción hacia el futuro inmediato.

Las luchas indigenistas comienzan desde el año 1837 con la Sociedad de Protección de Aborígenes. Algunas políticas en la región, siguiendo la recomendación de Naciones Unidas de garantizar a estas comunidades "el derecho mínimo a existir", han concentrado su acción a favor de estos grupos en la expedición de leyes sobreprotectoras de su cultura y sus tierras, que los han marginado aun más de la sociedad, sin conseguir avanzar mucho en la superación de su condición actual de excluidos sociales; se nos olvida que los indígenas latinoamericanos, además de ser indígenas, o antes que ello, son pobres, son el sur del sur, en términos sociales. Otras políticas, por el contrario, han criminalizado la lucha social indigenista, como sucede con la prohibición legal del consumo secular de la coca en algunos países andinos, la respuesta represiva a los ocasionales enfrentamientos entre compañías de explotación de petróleo y el rechazo de las comunidades indígenas a los frecuentes intentos por quitarles el valioso hidrocarburo que ellos consideran la sangre de su tierra.

Las luchas indigenistas se encuentran con las campesinas en su reivindicación del derecho secular a las tierras. Empero, esta campesinización de los movimientos indígenas ha reducido su tratamiento como comunidades étnicas a un simple problema de distribución de parcelas. Las políticas de reforma agraria, iniciadas en los años 60, se quedaron a medio camino cuando la preocupación por el ajuste fiscal de corto plazo, al comenzar los 80, y las prioridades del modelo neoliberal, al terminar los 90, soslayaron la relación entre el reparto de la propiedad y la distribución del ingreso como una posibilidad válida para reducir las abismales diferencias en materia de distribución del ingreso.

El afán legalista por encerrar a los indígenas en guetos terminó por desvirtuar las manifestaciones enriquecedoras de una cultura de cuyos alcances todavía hoy nos sorprendemos. Como la deliciosa historia de Monterroso sobre la muerte de Fray Bartolomé Araosla quien, condenado a muerte por los indios por predicar en estas tierras, se acordó de que, precisamente esa noche, habría un eclipse de sol y así se los anunció a sus verdugos como una premonición fatal de lo que les podría suceder si hacían efectiva su sentencia; el consejo de sabios se reunió por un breve espacio de tiempo y al final tomó la determinación irrevocable de reiterar la condena contra el fraile, pero esta vez por terrorista y mentiroso; acordaron también que mientras se ejecutaba la orden, en medio del eclipse, uno de ellos recitaría los meses y los años en los cuales, según el calendario azteca, se producirían los siguientes eclipses en los próximos 100 años.

Los movimientos sindicales protagonizan la dinámica social del siglo XX. Conformados inicialmente como expresión organizativa de los primeros artesanos, los sindicatos se convierten, a partir de los años 20, en el brazo social de los partidos comunistas y, más tarde, por reacción, en cuadros sociales de los partidos políticos y de la propia Iglesia. Sin llegar a tener la importancia política de los europeos, los sindicatos latinoamericanos cumplen en el siglo XX un importante papel como poleas de transmisión de reivindicaciones sociales entre las comunidades de base, los partidos, los congresos y los gobiernos. El debilitamiento del modelo proteccionista, la satanización neoliberal de su función reivindicativa, la crisis del sistema representativo del cual formaban parte mediante los partidos, y los efectos perversos de la globalización que dividió los trabajadores del mundo entre trabajadores de economías ganadoras y perdedoras, debilitó el importante papel de protagonismo social cumplido por los sindicatos y los movimientos de trabajadores en el escenario convulsionado, pero enriquecedor, del siglo XX latinoamericano.

La nueva centuria será la de los movimientos globales con expresiones regionales, consagrados a grandes acciones sociales transformativas como la ecología, los derechos humanos o la protección de las mujeres. Más de 3.500 ONG, 450 de ellas dedicadas a la defensa del medio ambiente, cumplen hoy esta función de representar la globalización social. Lugares como Seattle, Washington, Davos, Ginebra, Durban, Seúl, Okinawa, Ginebra, Melbourne, Praga y Portoalegre han sido escenarios de las primeras protestas globales encabezadas por líderes antiglobalización como José Bove, fundador de la Vía Campesina; Vandana Shiva, líder feminista hindú; Nava Nethem Pillay, juez sudafricana contra el apartheid; Jody Williams, precursor de la Convención de Ottawa contra las minas antipersonal; Pedro Stedile, líder de los 'Sin Tierra' en Brasil; Ralph Nader, fundador de la Asociación de defensa de los consumidores de Estados Unidos, o la dirigente iraní, Shirin Ebadi, ganadora del Nobel de la Paz de 2003.

Los líderes globales actúan a través de organizaciones como el Direct Action Network, que integra todas las organizaciones contraculturales en Estados Unidos; Global Watch, que vigila las empresas multinacionales; Attac, creada para promover la adopción del impuesto Tobin; el Comité de Seguimiento de la Cumbre de Mujeres de Beijing o el Foro de San Francisco, considerados como la primera red de redes. En América Latina, el escenario de mayor relevancia es el Foro Social Mundial de Portoalegre, que se lanzó contra el Foro de Davos: "Ataque al Planeta Davos" lo llamó cinematográficamente el Financial Times. El principio de organización de estos movimientos corresponde a un modelo de caos que graficado sobre un gran pedazo de tela semeja una gran telaraña llena de patas y de antenas. Se trata de una típica organización en red, jerarquizada de manera horizontal, un modelo libre de organización, intercomunicado activamente a través de la internet, que permite más convocar que actuar, como se ha demostrado en todas las expresiones públicas recientes del movimiento antiglobalización. Por cuenta de esta mayor capacidad de acción que de reflexión, y de sus propias contradicciones internas, los movimientos sociales que se oponen a la globalización no han podido desarrollar una dinámica constructiva ni configurar una agenda de lo que se podría denominar la "alter globalización", la globalización alternativa que se expresaría a través de una forma de internacional civil, como las internacionales de los partidos. Se trataría de una especie de internacional de las resistencias, nacida de la desobediencia social opuesta a un modelo de globalización capitalista sin equidad.

A pesar de todas estas dificultades, la causa antiglobalizadora comienza ya a dar algunos frutos. El Foro de Davos lanzó recientemente un "Global Compact" que contiene una decena de compromisos que deberán suscribir las multinacionales en torno a la protección de los derechos laborales, el respeto de los derechos humanos y las democracias. El FMI celebró su primer conversatorio con las ONG en Singapur. El Banco Mundial está revisando los contenidos sociales de sus políticas crediticias. Los países acreedores han flexibilizado las condiciones impuestas para el alivio de la deuda externa de los países más endeudados. América Latina, como ya se dijo, sirve de escenario en la ciudad brasileña de Portoalegre, del más importante Foro Antiglobalizador del mundo, donde se dan citan anualmente más de 20.000 activistas reunidos en 400 paneles de discusión que abordan una extensa agenda de temas como el alivio de la deuda externa; la eliminación de los alimentos transgénicos; el rechazo de los acuerdos de libre comercio; la disminución del protagonismo internacional del FMI, el Banco Mundial y la OMC; la abolición de los subsidios agrícolas que hoy dispensan los países industrializados a sus agricultores, y hasta el establecimiento de un ingreso mínimo universal para todos los trabajadores del mundo.

El catálogo de aspiraciones del Foro es interminable. No piden libre comercio, sino comercio justo. Exigen que ciertos temas como la educación, la cultura, la salud, el medio ambiente y la seguridad alimentaria se excluyan de las negociaciones de reglas globales que se están dando en el seno de la OMC.
Desarrollos específicos de estas pretensiones son la universalización de la venta de medicamentos relacionados con el combate del sida y el rechazo a la venta de alimentos genéticamente modificados. En las reivindicaciones financieras, solicitan gravar el capital internacional con la Tasa Tobin y cancelar la deuda externa que absorbe el 22,3% de las exportaciones de los países en desarrollo y el 41,6% de las latinoamericanas. Se oponen, por supuesto, a unas condiciones impuestas por los organismos multilaterales de crédito que jamás aceptarían los países desarrollados para sus propios compromisos multilaterales de crédito. Para hacerle el seguimiento a la causa de la deuda externa se ha conformado un Movimiento, Jubileo Sur, que propicia su condonación y se suma a la Red Ciudadana por la Abolición de la Deuda Externa. En lo medioambiental, propugnan por el principio de precaución para la protección del medio ambiente que evitaría la aplicación de ciertas tecnologías contaminantes. Abogan por la elevación a Ley Fundamental, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Desaparición de los paraísos fiscales y la expedición de un código de Conducta para las Empresas Transnacionales. Se oponen, con razón, al trabajo infantil que les cercena las posibilidades educativas a más de 250 millones de niños que se podrían educar con 6.000 millones de dólares al año, 2% del presupuesto militar del mundo. Luchan por la aplicación del principio de subsidiariedad para organizar las relaciones territoriales, según el cual la regla general es la competencia de los entes locales, y su excepción, las normas nacionales y regionales.
Todavía no se ha hecho el esfuerzo de configurar una Agenda Alternativa realmente Global; cuando se haga, será una muy buena noticia porque será la primera Agenda Alternativa sobre temas mundiales que expresan las aspiraciones de los excluidos en todas partes del mundo. Pero no es tarea fácil.

Algunas de estas aspiraciones pueden resultar contradictorias entre sí, como la defensa del empleo frente a ciertas propuestas conservacionistas o el proteccionismo en algunos países industrializados frente a las pretensiones de los trabajadores del Sur. La riqueza de la agenda antiglobalizadora contrasta con la difícil coherencia interna de muchas de las reivindicaciones que propone y que resulta de la simple contradicción entre los objetivos que persiguen ganadores y perdedores de la globalización. Las reivindicaciones laborales de los trabajadores del mundo industrializado que piden mayor protección de los mercados locales atenta contra el derecho de trabajo de los obreros del Tercer Mundo. La supresión del comercio de alimentos transgénicos puede hacer inviable el propósito de reducir los niveles de hambruna en África. La imposición de condicionalidades unilaterales relacionadas con la protección del medio ambiente puede afectar seriamente las posibilidades de vida en los países periféricos. Las expresiones violentas de organizaciones separatistas y de guerrillas que participan en los foros contradicen la búsqueda pacífica de propósitos democráticos que anima a las organizaciones defensoras de los derechos humanos que hoy asisten al Foro. Las reivindicaciones de Bove para defender a los agricultores franceses de la competencia externa les resta posibilidades de trabajo a las 140.00 familias de los 'Sin Tierra' brasileños. La pretensión de algunas organizaciones ecologistas por incluir en la agenda la defensa de las tortugas y los delfines choca con las posibilidades de vida de millares de pescadores del Pacífico latinoamericano.

De aquí que el mayor desafío que se presenta a estos movimientos sociales resultantes de la dinámica antiglobalizadora, es el de conseguir una agenda unificada que sea el resultado del consenso entre los intereses contrapuestos de sus organizaciones y sus protagonistas; mientras no lo consigan, seguirán chocando con la coherencia del modelo económico global que se abre camino sin las "incómodas" limitaciones de una inexistente democracia global.

EL NUEVO PROYECTO DE IDENTIDAD

La Unesco señala como meta fundamental de la nueva agenda cultural global reaprender a vivir juntos. El nuevo espacio multicultural que resulta de una globalización bien entendida debe permitirnos recuperar, en el nivel de país, el sentido de Nación, orientar el destino de las regiones, reordenar nuestras relaciones sociales en función de una nueva propuesta de identidad y, simultáneamente, mantenernos como productores y consumidores de bienes culturales, sin alienarnos. Gracias a la globalización nos ha sido posible conocer culturas periféricas hasta hoy totalmente ignoradas; el contrapeso de este conocimiento, sin embargo, ha sido el desarraigo cultural de miles de personas cuyos referentes tradicionales de identidad han sido desbordados por la poderosa maquinaria mediática.

La Declaración sobre la Diversidad Cultural, de la Unesco, es un buen punto de partida para llegar a una Agenda Cultural Latinoamericana que interprete un proyecto de identidad consistente con las exigencias de la globalización que incluye tareas como preservar el patrimonio lingüístico, tomar conciencia de la diversidad mediante los procesos educativos, fomentar la alfabetización electrónica, promover los servicios públicos de radiodifusión y televisión, combatir el tráfico ilícito de bienes culturales, apoyar el conocimiento tradicional, proteger la creatividad, premiar a los creadores, defender el acceso a la cultura y preparar gestores culturales que atiendan con eficiencia la administración de todas estas políticas culturales. Acceso, creación, diversidad, informatización son las claves de la nueva agenda, cuyo mayor desafío está en la construcción de puentes entre cultura, comunicaciones y educación que eviten que la euforia mediática arrase con la memoria pedagógica y ayuden a superar la contradicción dialéctica entre el impacto deslocalizador de la televisión y el poder integrador de la escuela.

Entre las industrias más desarrolladas hoy día, se cuentan aquellas que producen bienes culturales; las industrias culturales atienden el mercado dedicado a la producción de bienes y servicios que de manera industrial, en forma continua como la radio, o como simple soporte, por ejemplo los libros, difunden contenidos o símbolos basados para su generación en la creatividad humana que expresa valores y representaciones sociales (OEI, Conferencia sobre Globalización y Educación, 2002). En América Latina, uno de los temas más sensibles en esta materia es el de su industria editorial. La mayor parte de los países de la región son importadores de libros, diarios y revistas. El impulso de esta industria supone modificar el concepto del copyright, que sostiene que el detentor de los derechos sobre la obra es quien tiene poder para reproducirla y reemplazarlo por el principio de los derechos de autor en cabeza del creador de la misma; así mismo, adelantar políticas decididas contra la piratería editorial, que es uno de los grandes males culturales latinoamericanos.

Otro aspecto práctico de la nueva agenda tiene que ver con el reconocimiento del denominado conocimiento tradicional. La Unesco incluyó muy recientemente, dentro de sus planes de protección, el concepto de "patrimonio inmaterial" que salvaguardia los derechos relacionados con el patrimonio intangible de la cultura tradicional, el folclor, las artesanías -que representan una cuarta parte de las microempresas de la región- y la biodiversidad. Brasil ha compendiado este nuevo acervo cultural de manera bíblica en cuatro libros: el Libro de los Saberes, que se refiere a conocimientos cotidianos; el Libro de las celebraciones, sobre fiestas, rituales y festejos; el Libro de las Expresiones, que abarca las manifestaciones literarias, musicales, plásticas, escénicas y lúdicas, y el Libro de los Lugares, que tiene que ver con espacios, mercados, plazas y santuarios.

El proyecto de identidad debe permitirnos a los latinoamericanos seguir viviendo con nuestra diversidad y mirar el futuro con ilusión. Precisamente, el Premio Nobel, José Saramago, hablaba algún día de las dos acepciones que tiene la palabra "ilusión" en la lengua castellana, que en unos casos puede significar esperanza y en otros, engaño o truco; como el mundo global, hoy dividido entre una realidad virtual que corresponde a la versión ilusionista de la palabra, y una realidad global donde todavía no ha cabido la ilusión como esperanza. El respeto a la identidad, a ser lo que fuimos, seguir siendo lo que somos y llegar a ser lo que queremos ser, debe ser la base de la nueva agenda de la esperanza latinoamericana.

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