LA REVUELTA ÁRABE

POR JUAN DIEGO GARCÍA

En Túnez, después del derrumbe del dictador corrupto y su guardia pretoriana ante el empuje del movimiento popular de protesta quedan las fuerzas armadas como garantes últimos del sistema. En Egipto ocurre poco más o menos lo mismo. Ante la incontenible marea humana que exige el fin del régimen de Mubarak (y no solo la salida del dictador) y frente a la cual nada ha podido el aparato cotidiano de represión enviado a atacar a las manifestaciones pacíficas de la ciudadanía, solamente los militares permanecen como última esperanza de las capas dominantes locales de las que Mubarak ha sido fiel representante y, por supuesto, garantes igualmente de los intereses de los aliados occidentales, es decir, los Estados Unidos y la Unión Europea. La cuota de sangre no ha sido poca y dadas las actuales circunstancias nada segura que no se repita en el futuro. A estas alturas es todo un sarcasmo hablar de transición pacífica cuando los muertos se cuentan por cientos, por cientos los desaparecidos y por miles los presos y represaliados.

El entramado burocrático se ha venido abajo en ambos casos y el instrumento directo de la represión -policías y paramilitares- ha resultado impotente ante la magnitud de las movilizaciones. Tan solo las fuerzas armadas permanecen, aparentemente neutrales, sacando al dictador tunecino al exilio y convirtiéndose en el interlocutor real y único factor de poder que sobrevive; en Egipto, a pesar de la participación de los militares en la represión, se ha sabido hábilmente presentar a los cuarteles como una instancia salvadora que ni expulsa a Mubarak (un militar como ellos) ni dispara contra la multitud que ocupa plazas y calles. Pero también en El Cairo los militares mantienen el control de la situación.

En realidad, estos procesos no hacen más que confirmar una experiencia histórica que indica que no basta con tener razón ni legitimidad si no se cuenta con una fuerza militar de suficiente entidad para respaldarlas. Por supuesto, siempre cabe la posibilidad de que una marea humana desbordante consiga neutralizar primero y desmovilizar luego al ejército dado que quienes realmente deciden en estos cuerpos castrenses son minorías vinculadas por todo tipo de lazos con las clases dominantes del lugar mientras entre la oficialidad y sobre todo entre la tropa la inmensa mayoría de sus componentes pertenecen a los sectores pobres de la población. Una movilización extraordinaria puede variar substancialmente la correlación de fuerzas y dejar a los grupos gobernantes sin su instrumento más preciado y último recurso para proteger sus privilegios: los militares. Así sucedió en la Revolución Islámica de Irán, un precedente que seguramente es ahora fuente de preocupación para las potencias occidentales que han tenido en Túnez y Egipto dos puntales claves de su estrategia mundial de dominación. Sobre todo Egipto.

La revuelta árabe no es aún una revolución pero podría llegar a serlo. Que sean las fuerzas armadas el instrumento de urgencia que en última instancia solvente la situación es un indicio fuerte de lo profundamente afectados que están esos sistemas políticos de sátrapas mantenidos y armados por Occidente. Igualmente indicativo de la gravedad de la situación es el grado de movilización registrado que tiene en su naturaleza espontánea una de sus grandes virtudes a la vez que una de sus mayores limitaciones. Ciertamente, ni en Túnez ni en Egipto es posibe identificar alguna vanguardia o grupo organizado que haya dado impulso al descontento y propiciado la protesta. No al menos en los primeros momentos. Más bien, parece que la oposición política resulta igualmente sorprendida por el estallido espontáneo de las masas. Ahora bien, la espontaneidad popular, con toda su frescura y dinamismo no puede prescindir de la organización, llámese ésta partido, frente, alianza o hermandad religiosa, entidades que siempre se estructuran como instancias de acción política, con todas las exigencias de racionalidad, división del trabajo, profesionalidad y sobre todo de continuidad en la gestión del proceso de forma que sea posible acomodar en cada coyuntura los recursos disponibles a los objetivos que se buscan. Materializar los deseos populares en la consigna correcta y escoger con acierto pero con decisión los momentos adecuados de cada batalla puede generarse en esa dinámica espontánea, pero solo excepcionalmente. Si estas luchas populares tienen con la guerra misma tantas semejanzas, lo usual es que sean sus estados mayores las instancias que orienten el combate, tanto en el campo de batalla como en una mesa de negociaciones en la que se materializa el triunfo o, por un mal manejo, se frustra la victoria.

En un momento dado la confrontación en plazas y calles se complementa con otra lucha igualmente complicada en la mesa de negociaciones. Sin estados mayores que hagan de entes directivos en cada momento no parece que sea posible a la sola movilización espontánea de la población alcanzar objetivos reales. Sobre todo porque se enfrentan no a un poder disperso sino a un aparato estatal que (a pesar de su crisis) aún funciona como un estado mayor en guerra y cuenta con el respaldo de todo tipo de recursos, en particular ese último instrumento frente al cual tan solo resulta eficaz el contrapoder físico del que se disponga: las fuerzas armadas. Si no basta con tener razón y es indispensable contar con fuerzas suficientes para defenderla, tampoco puede faltar la conducción eficaz, la organización y una disciplina acorde a las circunstancias.

En los actuales proceso de Túnez y Egipto es indudable el entusiasmo, la decisión y el valor de la ciudadanía sometida por décadas no solo a grandes privaciones materiales sino también a un régimen político asfixiante y represivo. Pero contradiciendo la imagen que han ofrecido siempre los medios de comunicación, la población inunda calles y plazas en una muestra de civismo y valentía que devuelve a cualquiera la confianza en el género humano, sobre todo en estas épocas de hedonismo enfermizo e individualismo feroz. Y nada parece apagar esa corriente de exigencias que pone contra las cuerdas al sistema. Tampoco faltan los grupos de la oposición que ahora salen de la dura clandestinidad a la que han sido obligados por las circunstancias. En la calle, está la ciudadanía activa; en la mesa de negociaciones los dirigentes, una y otros en feliz combinación enfrentados a quien ahora tiene la última palabra: los generales. La decisión de los militares es ahora crucial. De ellos depende que la salida de los dictadores no se limite a un cambio de fachada o a una suerte de golpe militar para salvaguardar el sistema. De ellos depende que se abran caminos a la libertad, el bienestar y sobre todo a la independencia nacional. Lo natural sería que los generales maniobren para ganar tiempo, debilitar la movilización popular, neutralizar los grupos de activistas más comprometidos y frustrar finalmente los objetivos del movimiento. Tampoco debe descartarse que todo esto desemboque en un baño de sangre si los grupos dominantes pierden por completo el control de la situación. Cabe sin embargo la posibilidad de una respuesta nacionalista y popular al menos de una parte importante de las fuerzas armadas. No sería la primera vez que un grupo de oficiales patriotas interpreten el sentimiento de las mayorías y vuelvan las armas contra el poder establecido. Mubarak ha salido de los cuarteles; Nasser, también.


Febrero 11 de 2011.