LA GUERRA INTERMINABLE

POR JUAN DIEGO GARCÍA

El actual conflicto armado en Colombia se aproxima ya al medio siglo y solo los más optimistas apuestan por una rápida solución del mismo. Unos, la extrema derecha que apoya al gobierno de manera irrestricta y confía en una pronta victoria militar; otros, esperanzados en una salida negociada que empiece con el intercambio de prisioneros y permita al país salir del torbellino de muertes y destrucción que soporta hoy. Pero son minorías, aunque es obvia la ventaja de los primeros sobre los segundo a la hora de hacer conocer sus propuestas. En realidad, poco se sabe sobre la opinión de la mayoría de la ciudadanía pues apenas se manifiesta y ni siquiera acude a las urnas (existe una abstención permanente que ronda el 60% del censo electoral) pero es de suponer que se decante más por el fin de la guerra que por su intensificación, justificada en la vana promesa de una victoria cercana.

Apenas lo registran los medios de comunicación y no aparece en los triunfalistas comunicados oficiales, pero recientes estudios muestran algunos factores que permiten hacerse una idea más aproximada sobre la realidad de esta guerra, su dinámica y posible desenlace.

En primer lugar, una reciente investigación sobre los costes del conflicto pone de manifiesto hasta que punto la economía local no parece en capacidad de mantener el gasto militar y mucho menos de aumentarlo. Se concluye que el presupuesto de guerra supera ya el 7% del PIB, una cifra a todas luces impresionante si se compara, por ejemplo con el 3% que gastan los Estados Unidos en las muchas guerras que adelanta por todo el planeta. Si ya es una cifra exagerada para Estados Unidos, lo es mucho más para Colombia pues en este caso este porcentaje corresponde solo a gasto, mientras allá tiene una relación estrecha con la producción (el complejo militar-industrial) actuando -dentro de ciertos límites- como revulsivo para la economía.

Uribe puede aumentar el esfuerzo fiscal sobre la población trabajadora y el pequeño empresario, principales sostenedores del fisco, pero es seguro que estos sectores no lo recibirán con agrado y lo que se gana en fondos se pierde en apoyo social. Menos probable resulta que se grave a los grandes capitalistas (sobre todo extranjeros) pues no es propio de la política neoliberal; además, como se sabe, el bolsillo de los ricos no es generoso. Si a lo anterior se agrega que un posible cambio en Washington podría disminuir los fondos de la ayuda militar, el panorama económico es aún más sombrío.

En síntesis, Bogotá afronta dificultades financieras para mantener un conflicto que ya desagua sus arcas y afecta duramente la economía nacional.

En segundo lugar, tampoco parece factible aumentar el pié de fuerza. Algunos expertos señalan que dada la dimensión del movimiento guerrillero y su probada capacidad de adaptarse a condiciones cambiantes (una enorme ofensiva como el Plan Colombia, por ejemplo) el actual número de soldados -alrededor de 400 mil- resulta insuficiente. Las fuerzas adicionales, conformadas por "para", soplones, chivatos, asesores gringos, mercenarios extranjeros y demás civiles comprometidos en los operativos (¿200 mil?) tampoco resuelven el problema; la decisión de involucrar población civil en la guerra deja resultados poco edificantes (el paramilitarismo, en particular), para no mencionar los problemas que supone tener oficiales extranjeros que de asesores devienen en jefes, o mercenarios, por sus prácticas siniestras y degradantes.

La moral de la tropa no es la mejor. Sometidos al escarnio público por los escándalos continuados de corrupción, connivencia con el paramilitarismo, vínculos criminales con el narcotráfico, maltrato a las tropas y violación permanente de los derechos humanos de la población civil, el gobierno intenta mejorar las cosas alegando que se trata de "manzanas podridas" que no comprometen la institución (una excusa que por manida ya nadie cree) o mostrando algunos golpes a la guerrilla que aunque sean ciertos no cambian lo fundamental del problema: la guerrilla se mantiene y solo la propaganda oficial la da por debilitada y a punto de desaparecer.

En estas condiciones no es fácil alistar más efectivos. Aunque se publica poco al respecto, se sabe de insubordinaciones y conatos de revuelta de la tropa en respuesta a las duras condiciones de la guerra en las selvas tropicales. Y algo más: en Colombia, a partir de cierto grado alto de la oficialidad (¿capitán?) parece que no está permitido participar directamente en los combates. Un elemento más que no contribuye precisamente a elevar la moral de una tropa dirigida por oficiales que no se exponen a los peligros del combate.

En tercer lugar, debe considerarse la atmósfera de pacifismo que recorre sobre todo a amplias capas de la pequeña burguesía, base social del gobierno. Si bien existen sectores muy adictos a Uribe y partidarios de la salida puramente militar del conflicto, es mayor el número de quienes abogan no solo por el intercambio de prisioneros con la guerrilla sino por la negociación política del conflicto. Muchos de los que van a asistir a la manifestación contra las FARC el 4 de febrero han manifestado que no lo hacen para apoyar al gobierno sino para condenar la violencia en general; otros no asistirán sencillamente porque entienden que esa marcha (claramente propiciada desde el gobierno) no denuncia la violencia oficial, el terrorismo de estado.

En reciente carta enviada al presidente Uribe, el conocido defensor de los derechos humanos Iván Cepeda Castro dice:…"Es cierto que el secuestro es una práctica criminal que la sociedad colombiana no debe tolerar bajo ningún concepto. Pero en Colombia no solo existen cientos de secuestrados por las guerrillas. Hay miles de desaparecidos, asesinados y desplazados por agentes estatales y por grupos de paramilitares que, como Usted recordará, fueron auspiciados hace más de una década a través de las empresas de seguridad Convivir (creación de Uribe Vélez). Esa realidad no se desvanecerá con la tozuda insistencia del gobierno en una concepción unidimensional del terrorismo" (Bogotá, 21 de enero de 2008).

La inmensa campaña publicitaria emprendida por Uribe, el tono apocalíptico de los mensajes y la agresividad de algunos sectores de opinión se producen precisamente para acallar y neutralizar ese sentimiento mayoritario de la población que cuenta políticamente y no parece sensible al mensaje oficial. Basta leer a la mayoría de los creadores de opinión (todos ellos partidarios del sistema) para constatar que la guerra y el militarismo del fogoso y temperamental mandatario no tienen mucho eco. Las encuestas que le dan apoyos del 70 y hasta del 80 por ciento resultan muy poco fiables, pues cuando esos apoyos se necesitan en las urnas Uribe nunca logra movilizar a más de 25% del electorado. Se trata de encuestas manipuladas, llenas de preguntas indicativas y realizadas en las áreas en las cuales (por la extracción de clase) es más probable que el mensaje gubernamental encuentre apoyo o simpatías.

En cuarto lugar, (y éste es seguramente el meollo del asunto) las perspectivas de una posible salida dialogada del conflicto tienen un obstáculo enorme que solo una inmensa movilización social puede superar: la clase dominante colombiana no está dispuesta a negociar nada que afecte a sus intereses básicos de riqueza y poder político. En realidad, como ha ocurrido en procesos de paz anteriores, esa rancia oligarquía solo negocia los términos de una rendición a cambio de dádivas menores, ayudas a los desmovilizados y algún espacio inofensivo en la política; ni siquiera garantizan la vida física de los que abandonan las armas. La larga lista de antiguos guerrilleros asesinados a manos de la fuerza pública o la extrema derecha honran poco o nada la palabra de una clase dominante que señorea desde siempre sobre la vida y la suerte de la población y ha tenido sometido al país a una guerra permanente desde su mismo nacimiento como nación. Sus finas maneras, sus aires intelectuales, su pretendido manejo pulcro del idioma y sus blasones mentirosos de nobleza ibérica no logran ocultar su comportamiento violento, su propensión al crimen y su negativa sistemática y tenaz a la menor concesión.

Todos estos son pues factores que debilitan al gobierno de Uribe, ya porque sus recursos (fondos y tropas) han llegando al límite y estirarlos puede traer consecuencias de gran riesgo, ya porque el sentimiento general no es precisamente por la salida militarista, ya porque si se sienta a negociar con las guerrilla se verá ante el dilema de no poder ofrecer más que una "rendición honorable" a los alzados en armas, con el inconveniente de enfrentar a guerrilleros no derrotados. Es casi seguro que ni las FARC ni el ELN firmarán la paz si no se empieza con una reforma agraria (al menos!). Si este u otro gobierno acude a una mesa de negociación con la guerrilla, ¿está realmente en condición y en disposición de garantizar al movimiento guerrillero su paso a la legalidad y el ejercicio pleno de sus derechos político para buscar el apoyo de la población a sus programas?. O sea, ¿están las autoridades colombianas en capacidad y en disposición de hacer real uno de los fundamentos de la constitución, garantizando el elemental derecho la vida a los desmovilizados?.

Resulta toda una paradoja que la imagen terrible que se vende de la guerrilla contraste con la modestia de su programa. Sus reivindicaciones caben, todas y cada una, en el actual ordenamiento jurídico y las reformas no suponen desmantelar el sistema capitalista del país. Se puede debatir acerca de su pertinencia, de su oportunidad o su necesidad real, pero en líneas generales pueden ser suscritas por cualquier liberal demócrata. Más aún, ni sus objetables métodos militares ni sus bastante discutibles formas de financiación (en buena medida fruto de su condición de de organizaciones fuera de la ley) eliminan su condición política. Si en el pasado reciente tanto las FARC como el ELN, con métodos de lucha y financiación exactamente iguales a los actuales, han sido reconocidos como entes políticos y contrapartes válidas ¿cuál es el motivo de que hoy no lo sean?. De hecho, las autoridades colombianas se mueven entre negativas rotundas a todo acercamiento y tenues aperturas a posibles negociaciones, para a renglón seguido poner tales condiciones previas que diluyen toda esperanza. De la misma manera se actúa en el asunto del intercambio humanitario, un tema en el cual Uribe ha cometido mil errores y cambia de posición de forma súbita para desesperación de los suyos, pero siempre concluyendo en premisas que invalidan en los hechos todo esfuerzo. (los conocidos "inamovibles").

En la práctica solo Hugo Chávez ha conseguido alguna liberación de prisioneros. A pesar del alboroto patriotero orquestado desde el gobierno y los medios afines (es decir, todos) en relación a la reciente propuesta de presidente venezolano, Uribe debería aceptarla, reconsiderar el status del movimiento guerrillero y avenirse a una negociación seria con los insurgentes.

Si a estas limitaciones de la estrategia gubernamental se agrega que el movimiento guerrillero podría acoger la parte de la propuesta venezolana que les afecta (terminar con las famosas "retenciones", liberar a todos y cada uno de los cautivos y desistir de la lucha armada como método), el discurso de Uribe se haría insostenible, y si además un movimiento ciudadano masivo exige la salida pacífica del conflicto, entonces si se podría hablar de luz al final del túnel.

En síntesis, la debilidad real de la estrategia de la "seguridad democrática" (o se fracaso evidente, en realidad) y las malas perspectivas de prolongarla deberían llevar a Uribe a asumir la realidad (reconocerla públicamente sería pedir demasiado al temperamental mandatario colombiano); la incapacidad reconocida de la guerrilla para tomar el poder -al menos, por ahora- y su manifestada disposición a negociar (¿aceptarán la propuesta de Chávez?), y la ampliación y fortalecimiento del movimiento ciudadano por la paz (no por supuesto la marcha anunciada del 4 de febrero que es unilateral y excluyente), el intercambio y la negociación podrían conjuntarse en feliz coincidencia de suerte que Colombia no se vea condenada a otros cien años de guerra interminable.