El señor de las moscas

YOU’LL TAKE URABÁ
FERNANDO GARAVITO
jotamosca@hotmail.com

Quizá por falta de perspectiva, la celebración de los cien años de Panamá nos ha servido para muy poco. ¿Qué dirán, qué podrán decir los atildados historiadores bogotanos del año 2110 o del 2113 sobre lo que fue el proceso que llevó a la independencia de la república del Urabá en medio de una aguda confrontación de intereses despiadados y de masacres sin nombre? Si intentáramos una aproximación más allá del tiempo y del espacio, veríamos cómo el papel de su excelencia no es otro que el del señor Marroquín y su perrilla. Según se ha publicado hasta la saciedad en estos días, el quisquilloso gramático estaba más preocupado por arrasar a los liberales que por defender la integridad del territorio, y ni siquiera el día en que le anunciaron que Panamá se había separado de Colombia pareció percatarse de la importancia del asunto. Cien años más tarde su excelencia está obsesionada con el triunfo sobre unas guerrillas que juegan con ella al gato y al ratón (siendo ella el ratón), y no se da cuenta de que el enemigo, el verdadero enemigo, toma asiento en los consejos de gobierno por interpuesta persona, despacha en un edificio blindado lateral al de la Fiscalía, y habla hasta por los codos de asuntos que no le conciernen.

Los protagonistas son otros, claro está, pero la situación es la misma. Un territorio abandonado y potencialmente importante para los intereses estratégicos del imperio, una guerra insoluble, un descalabro de la economía, una miopía generalizada de quienes tienen a su cargo los asuntos del Estado. El zarpazo no va a ser cosa de estos días, pero permanece latente como una posibilidad digna de análisis. Hace cien años, los Estados Unidos necesitaban afirmar su dominio sobre el resto del mundo, y veían la posibilidad del canal interoceánico como un as marcado y puesto a su servicio. Sin distinción de ninguna especie, los dirigentes colombianos del momento aceptaban esa hipótesis como un imperativo, y cuál más, cuál menos, todos estaban dispuestos a ceder los derechos del país a cambio de un espaldarazo de Norteamérica a sus expectativas políticas domésticas. En la separación de Panamá jugó un papel importante la manipulación de los pequeños apetitos, que Wall Street orquestó a las mil maravillas a través del señor Cromwell, pero el principal factor fue nuestro desbarajuste político, que les sirvió en bandeja de plata a los piratas internacionales la posibilidad de disponer a su amaño de ese territorio.

Pues bien, hoy no sucede otra cosa. La guerra ya no es lo que era, pero hay presencias oprobiosas, cuya tarea no se acaba de dilucidar a cabalidad. Por ejemplo, la de Carlos Castaño. O la de Luis Alberto Moreno. ¿Les ha informado el mínimo embajador a las autoridades de los Estados Unidos que el propósito del país es inequívoco en la defensa de su integridad geográfica? Me permito dudarlo. Hace cien años el presidente Rafael Reyes, destituyó a Diego de Mendoza, su embajador en los Estados Unidos, ¡cuando descubrió que intentaba defender los intereses de Colombia! En esta oportunidad no habrá destituciones de por medio, porque a su excelencia y a su embajador y a su ministro y a su cardenal y a su brazo armado y a su paramilitar y a su bancada, lo único que les importa es acabar con su contrincante. Todos ellos participan íntegramente de los principios que animan a la agenda norteamericana para estos países, en la cual hasta el último espacio está ocupado por la lucha contra el narcotráfico. Lo que importa allá y acá es disimular que se quiere acabar con ese flagelo a través de un equívoco que permitirá prolongar el conflicto hasta que ellos quieran y garantizará la obtención de las ganancias que deseen en el volumen que les apetezca. Ese es el juego que jugamos. Aquí, como ocurrió hace cien años, el país es la última prioridad, y para entregárselo al peor postor se dispone de todo el tiempo del mundo. No se va a ganar la guerra contra el narcotráfico, no se va a ganar la guerra contra la guerrilla, no se van a solucionar los problemas de orden público, la crisis se profundizará al máximo, a su excelencia la seguirá el presidente Peñalosa que mandará pavimentar el río Magdalena y al presidente Peñalosa lo seguirá el presidente Morenito que recibirá un país y entregará tres. Todo récord, inclusive el de Marroquín, tiene a un Morenito en su futuro.

Eso, desde un punto de vista macro. Porque las cosas en pequeña escala, exigen que para reinsertar a unos delincuentes comunes como los que se quieren reinsertar a cualquier precio, alguien se invente un país de bolsillo en el que Castaño pueda ser presidente de la República y Pedro Juan Moreno vicepresidente y Rito Alejo del Río comandante de las Fuerzas Militares y Carlos Arturo Marulanda fiscal general y Visbal mininjusticia. Ojalá dentro de cien años se cuente la verdadera historia del proceso que vamos a vivir impepinablemente, tal como ocurrió con el de Panamá, que encuentra su dimensión exacta en el libro de Ovidio Díaz Espino. Pero, sin adelantarnos a los acontecimientos, digamos que la república soberana del Urabá tendrá a su cargo una serie de grandes y de pequeños objetivos. Los grandes, servir de punto de equilibrio global en una zona donde la riqueza no se mide en minas de uranio sino en biodiversidad. Los pequeños, ponerle un punto final –y macabro– a nuestra hecatombe.

Pensemos entonces en el himno, la bandera y el escudo. El himno, dos estrofas escritas y musicalizadas por Diomedes Díaz, donde se rinda homenaje a Paramillo y a los calzoncillos y a los pillos. La bandera, de color castaño con bordes morenos y morenitos. Y el escudo, dos motosierras cruzadas sobre un campo de agramante lleno de calaveras. Ah, ¡y la imagen institucional! La imagen institucional a cargo del fiscal de la cara de yo no fui y de su sartal de miserias y absoluciones.