El señor de las moscas
MÉTODO Y PANDEYUCAS

FERNANDO GARAVITO
jotamosca@hotmail.com

La historia de Colombia (o eso que Henao y Arrubla llamaron “la historia de Colombia”), está llena de episodios ridículos. El presidente, señor Núñez, necesita que la relamida sociedad de Bogotá, vale decir: la “oligarquía” de Chávez, reciba a su esposa por lo civil en los apolillados salones donde dan visos los frufrús y crujen las muselinas. Invita entonces a un banquete en el que el arzobispo primado le ofrece el brazo a la interesada. En ese mismo momento, las aguerridas amazonas que se han negado a dirigirle la palabra a “la barragana”, deponen sus armas y la integran a sus grupos de oración y a sus chocolates santafereños. La paz vuelve a posarse sobre el agitado horizonte de la patria.

Pocos años después, tal vez ocho o nueve, el general Pedro Nel Ospina, comandante de los ejércitos conservadores en la guerra de los mil días, se dirige al palacio presidencial con el fin de informarle al presidente Marroquín que se ha consumado la separación de Panamá. “Es un hecho cumplido”, le dice el general. Y don José Manuel, que escribe una de sus famosas sátiras, esta vez en alejandrinos, le contesta: “Bueno, Pedro Nel, no hay mal que por bien no venga. Se separó Panamá pero yo tengo el gusto de volverlo a ver en esta casa”.

Sube el liberalismo. En el período del señor Santos nadie sabe que en un futuro todas estas personas que deambulan por los corredores serán los protagonistas de un episodio singular. El ex mandatario se apaga en medio de sus fantasmas. El traicionado amor que sintió por doña Lorenza no le da un momento de tregua. Afuera, sus herederos no saben cómo hacer valer sus derechos. Se dice que le dejará la propiedad de El Tiempo al Hospital Infantil que lleva el nombre de su señora. Todos tiemblan. Entonces, Hernando Santos tiene una idea genial: ¡se disfraza de Lorencita! Y en medio de la penumbra el doctor Santos cree revivir los diálogos que mantuvo con ella. Es una extraña señora, tal vez un poco demasiado regordeta y muy chiquita, pero las gentes de ultratumba son así, y la peluca platinada es la que es y le queda divinamente. Es curioso que Lorencita le insista en favorecer a una rama de la familia a la que él no le ha tenido demasiado afecto. Pero si ella lo dice, así se hará. El equilibrio de las acciones permanece en su sitio.

Muchos años después, en diciembre de 1982, Jaime Michelsen recibe una llamada. “Es el presidente”, le dice su secretaria. Pasa. “Jaime, necesito un millón de pesos para mis regalos de navidad”. “De inmediato, presidente –le contesta el banquero–. En una hora tendrá en su despacho una letra y el dinero en efectivo”. “El presidente de Colombia no firma letras”, responde Belisario. “Como usted quiera”, contesta Michelsen. Un año después estalla el escándalo del Grupo Grancolombiano. Betancur no paga jamás el millón de pesos.

Dos años antes el whiski se apodera del ánimo de anfitriones e invitados a una fiesta que Cúcuta ofrece en honor del presidente Turbay y de su comitiva. El clima de la ciudad se presta para empinar el codo más allá de la cuenta. El presidente está enamorado y feliz. Cuando ya no puede tenerse en pie, le grita a la orquesta algo que nadie entiende. ¿Qué quiere su excelencia? Quehgdbftritjfnghdtersdncbfgklhotyiuasbflvorete, contesta él (el cuento es de Antonio Morales). Alguno de los edecanes, tal vez Julito Riaño, entiende de qué se trata. Y en el aire espeso de la madrugada estallan las notas de El polvorete, un corrido (o lo que sea) en el que “racatapumchinchin el gallo sube, s’echa su polvorete, racatapumchinchin y se sacude”. Una vez, dos veces, diez veces, mientras el presidente se sacude. Rubi–obispo–ano sienta su enérgica protesta. El presidente pregunta por qué está tan bravo. “Porque su excelencia no la invitó a bailar”, es la respuesta.

El 13 de junio de 1953 el país se hunde bajo un océano de sangre. La tiranía que presiden Laureano Gómez y Roberto Urdaneta cosecha ya trescientos mil muertos. Ese día, el presidente titular ordena que se releve al comandante de las Fuerzas Armadas, y se va a la casa de su consuegro a hacer pandeyucas. Mientras tanto, el país asiste al golpe de cuartel. El comandante, general Rojas Pinilla, que no es el prócer que ahora nos quieren pintar sino un godo cerril, que antes del cuartelazo tenía en su haber la matanza en la Casa Liberal de Cali y la amistad, por encima de todo proceso, con León María Lozano (el peor de los pájaros del Valle), se apodera del mando con el pretexto de sacar al país del caos en el que se debate. Colombia sigue en su eterno caos pero el presidente y su familia se enriquecen.

Hace cincuenta años no se rompió en dos nada que valiera la pena. Hace cincuenta años el gobierno desalmado que tenía Colombia siguió siendo el gobierno desalmado que tenemos en Colombia. Y la miseria que vivían los colombianos siguió siendo la miseria que vivimos los colombianos. Y el asesinato sistemático, las masacres y la profanación de los cadáveres que protagonizaban los chulavitas de la época, sigue siendo el asesinato sistemático, las masacres y la profanación de los cadáveres que protagonizan los criminales de Castaño y de Mancuso. Y las gentecitas detrás del trono, que en ese entonces se apellidaban Gómez, López, Santos, Ospinas y Urdanetas, así como las gentecitas incipientes que se conocían como Pastranas, Rojas, Turbayes y Londoños, siguen siendo exactamente las mismas gentecitas de hoy en día, con sus mismos vicios y costumbres e idénticos desfalcos y crímenes e indelicadezas. Porque, tristemente, el país sigue siendo el mismo tonto de capirote al que queremos tanto. Un ingenuo tonto de capirote que cree que aquí las cosas cambian. Cuando nada cambia. Cuando todo sigue y se anquilosa y se vuelve calcáreo y permanece.