El señor de las moscas
ABRE LOS OJOS
FERNANDO GARAVITO
jotamosca@hotmail.com

Desde hace algunos meses los colombianos sabemos que de un momento a otro vamos a vivir un nuevo episodio del florero de Llorente. Aún no tenemos claro cómo será ni a quiénes afectará en forma directa. Pero lo cierto es que esa pretendida institucionalidad que nos sostiene al borde del abismo, está a punto de reventarse. Sobra decir que nuestra tragedia, construida sobre centenares de miles de muertos, sobre centurias perdidas y sobre millones de desplazados, puede apreciarse en el terror que sentimos cuando se trata de enfrentar la realidad de nuestro cadáver. Porque nosotros somos un triste cadáver, divinamente maquillado, eso sí, pero cadáver. Eso hace que, ante el peligro de una descomposición evidente, tengamos que enfrentar en algún momento nuestra tremenda realidad. Y será entonces cuando alguien se convertirá en el protagonista, posiblemente involuntario, de un nuevo episodio del florero. ¿Dónde y cuándo surgirá? ¿En qué forma? ¿Con qué protagonistas? Nadie se atrevería a dar una respuesta. Pero en el panorama de la tragedia en que morimos sabemos que ese algo va a ocurrir, y que cuando ocurra va a tener consecuencias imprevisibles.

Pues bien. Esta semana algunos creyeron que el florero había llegado con el asesinato de diez colombianos a manos de las FARC. Sin embargo, en el episodio faltaron varios de los elementos espontáneos que deben darse como requisito sine qua non en asuntos de tal naturaleza. El crimen, que se volcó inicialmente en contra de unos delincuentes comunes que tienen la desfachatez de autodenominarse guerrilleros, se convirtió luego en el momentáneo auto cabeza de proceso de un gobierno empeñado en hundir al país en el remolino de una violencia de Estado inconcebible. Pese a todo, el reconocimiento de la torpeza con que se cumplió el operativo volvió a cambiar el panorama. Y hoy tenemos a un régimen que merecería ser señalado por la opinión pública como el coautor necesario (no digo voluntario: digo necesario) del asesinato, llevado a los altares por su modosidad de seminarista y su arrepentimiento.

En este delito hubo una típica pareja criminal: el íncubo fue el gobierno, que con su estupidez condujo a los delincuentes a la acción; el súcubo, los asesinos, que apretaron el gatillo. Uno y otros igualmente culpables. Pero aquí muchos insisten en el cuento del enfrentamiento entre buenos y malos. No. Si aceptáramos una categoría moral que poco y nada tiene qué ver en este paseo, estaríamos ante un enfrentamiento entre malos y malos. Los buenos están al margen. No son las víctimas, claro está. Ellas están involucradas en el conflicto y en muchos casos se convierten en victimarios… y en horribles victimarios. Tirofijo comenzó siendo víctima. Y Castaño. Y Uribe. Los buenos son los marginales, los olvidados de todo y todos, los silenciosos, los aterrorizados, a quienes los medios buscan convencer de las buenas intenciones del gobierno, de su inocencia absoluta, de la maldad de los guerrilleros, de la profunda tristeza de los dirigentes, de la piedad del país, de la necesidad de una respuesta. Palabras, sólo inútiles palabras.

Resumamos. Aquí hubo un hecho, macizo como una roca: un comando militar sin estrategia de ninguna especie, fue al rescate de unos secuestrados. ¡Apoyado en helicópteros! Obedeció, quiérase que no, la orden tácita de profundizar en el camino de la hecatombe, dictada por su comandante supremo, que es el presidente de la República. Los secuestrados murieron en la acción. Sus asesinos obedecieron, quiérase que no, la orden expresa de avanzar, dictada por su comandante supremo, el señor Tirofijo. Aquí las víctimas cuentan poco y el país cuenta menos. Lo que importa es que en este juego de apariencias que es la tragedia de Colombia, ganaron y perdieron los indeseables. En términos de ajedrez, hicieron tablas. Los peones, tendidos en el campo, vimos entonces cómo los contendores se estrecharon la mano y abandonaron la sala. Pero todos sabemos que pronto regresarán a sacrificarnos de nuevo y a quedar una vez más en tablas. Y así hasta el infinito.

Dentro de este panorama de pacotilla, las declaraciones, discursos, acuerdos, frases, óhes, áhes, cartas, plegarias y condolencias, comienzan a adquirir ese olor dulzarrón de los cadáveres. A esa pretendida “sociedad civil” que sólo sirve para disimular la pobreza de un discurso que no se atreve a reconocer su ignorancia, le sabe definitivamente a cacho tanto golpe de pecho, tanta entrevista presidencial, tanta manipulación, tanto cuento barato, tanta verdad a medias, tanta inconsistencia, tamaña pamplinada. El país despierta poco a poco. Para comenzar, amplios sectores ya no le creen una sola palabra a los medios. Tampoco al establecimiento. Mucho menos a los guerrilleros (o a esos asesinos que se autodenominan guerrilleros). Claro está que todavía hay unos pocos ingenuos que no se dan cuenta de que el gobierno sólo actúa en nombre de los corruptos de cualquier pelambre, mientras otros creen que los guerrilleros (u, otra vez, esos asesinos que se dicen guerrilleros), son la última esperanza de un proceso de recuperación política y social. Pero en medio de ese caos comienza a extenderse una sombra de duda. ¿Serán estos mequetrefes sórdidos que revolotean alrededor del poder establecido o insurgente, quienes podrán sacar a Colombia del caos en que se debate? ¿Podrán ayudarla quienes regresan a la época macabra de los cortes de franela, de corbata y de mica, con manipulaciones sobre los cadáveres, despojo de bienes y desalojo de los indefensos? Los violentos ya no tienen forma de demostrar que no son los mismos. Durante años quisieron convencernos de lo contrario. Pero los hechos señalaron palpablemente que se trata de una mentira: ellos son los mismos. Indudablemente, son los mismos.

El país está cansado de que lo gobierne la sombra de oprobio de Pablo Escobar. Y que sea Pablo Escobar (llámese Jojoy o Londoño o Uribe o Castaño o Mora o Moreno, o Gabino o Tirofijo) el dueño de un poder absoluto que se basa sobre el terror y el crimen. En Colombia, algunos comienzan a abrir los ojos. Aunque nadie lo crea.