El señor de las moscas
EL ENEMIGO
FERNANDO GARAVITO
jotamosca@hotmail.com

El enemigo es una construcción. Colectivamente lo hemos hecho a partir de una imagen borrosa, donde juegan persistentes atavismos que muchas veces no se atreven siquiera a decir su nombre. Nuestro enemigo es el desorden, es la igualdad, es el espíritu libertario que reprimimos con un sentimiento de culpa. El enemigo es el otro. Vivimos la obsesión de encontrarlo a la vuelta de la esquina, armado de manera adecuada para aniquilarnos, para atropellarnos, para acabar con nuestros intereses, con nuestras expectativas. La idea que de él tenemos nos es impuesta a través de mecanismos sutiles. El lenguaje que emplean los medios de comunicación, las imágenes que saltan sorpresivamente sobre las pantallas de nuestros televisores y que desaparecen con velocidad de vértigo, las palabras que se resaltan por sí solas en el torpe discurso político de las gentecitas que nos gobiernan, las sombras que proliferan más allá de los espacios iluminados por la razón, todo eso constituye la parafernalia adecuada para que nosotros vivamos nuestro pobre terror íntimo que se manifiesta en silencios y en especulaciones. Y, sin embargo, en el fondo de cada uno de nosotros quedará siempre una sombra de duda. ¿Será el enemigo el hombre de la Calle del Cartucho que se droga en público y amenaza rompernos los vidrios del automóvil con un palo? ¿Será el enemigo el silencioso ladrón que nos despoja de todo lo nuestro, el atracador que nos atraca, el secuestrador que nos secuestra, el asesino que nos asesina? Permítanme ustedes plantear una duda. Si trajéramos a Alberto Caeiro y lo sentáramos a dialogar con nosotros en esta conversación que no pudo interrumpir la censura, él nos explicaría con propiedad que el atracador es el atracador y el asesino el asesino y el ladrón el ladrón, pero no el enemigo, porque el enemigo sólo puede ser el enemigo. ¿Y quién es el enemigo? El enemigo, diría él, es el lenguaje que manipula, es la razón que razona, es la verdad que miente, es la bondad que hiere, es la mirada que no ve y el sonido que no dice y el aire que no respira.

Entonces uno descubre cuánta razón tiene un poeta que nunca pensó concretamente sobre esto pero lo pensó como hacen los verdaderos grandes poetas. El enemigo no es el hombre que va regando desolación y muerte con hechos concretos como las bombas, porque antes de él está el hombre que va regando desolación y muerte con palabras y hechos ambiguos. Aquí hay ahora un discurso moralizante que da pedradas sin tino ni concierto, y que ha resuelto regresar a la torpe y recurrente disyuntiva entre buenos y malos. Buenos los que están conmigo, dijo Bush en su momento. Malos los otros. Buenos, dice su pobre epígono doméstico, son los que apoyan el referendo. Malos los otros. En el comienzo de la violencia tuvimos un gobierno semejante: buenos los católicos conservadores partidarios del color azul. Malos los otros. Para un régimen de fuerza como ese, como este, todos fuimos enemigos, todos somos enemigos. Pero poco a poco él se aislará en su deleznable pedestal de palabras, como se aisló hace cincuenta años, porque él, el poder, es el auténtico enemigo, que nos manipula con el enemigo de ficción (el hombre de la Calle del Cartucho, el indígena, el pobre) como le viene en gana.
Así las cosas, el enemigo es el instrumento de nuestro enemigo, que mantiene su posición aprovechándose de la ingenuidad que nos distingue. A lo largo de décadas ha cambiado de cara varias veces, pero nunca ha perdido su extraño perfil de triunfador en ciernes. Ese enemigo, cualquiera sea, está siempre ad portas de derrotarnos. Qué lástima que no nos hayamos dado cuenta de la jugarreta: quien nos señala a quién debemos odiar y temer, siempre tiene un arma en la mano. Si pudiéramos dejar a un lado nuestro miedo, si estuviéramos en capacidad de reflexionar sin el terror que ahora nos produce el solo hecho de vivir, veríamos que al otro lado de esa ametralladora que se esgrime para protegernos sobreviven seres como nosotros, que nos odian y nos temen, rodeando a su vez a otros seres con ametralladora con la que nos amenazan y los amenazan. Al exponer nuestra indefensión, podemos comprobar que somos un país acorralado por el horror. Vivimos (si acaso vivimos) dentro de un rechazo permanente de la diferencia, nos aterroriza cualquier cosa que escape de los parámetros que nos han dibujado como esenciales para una convivencia que el poder ha convertido en un imposible.

En una confrontación de poca monta, que se pierde en el origen de los tiempos, nosotros, los que tenemos la razón, somos las víctimas de la agresión, los eternamente atropellados y amenazados con el despojo. Ese miedo nos despojó del país. Hoy no somos país. Somos un rebaño de borregos que rodean al lobo que hemos elegido para que nos proteja, el cual nos devora sin misericordia. Obvio, cada rebaño tiene su propio lobo. El agresivo lobo de las motosierras, de las masacres y de las violaciones sin cuento, es íntimo del nuestro. Cada uno, claro está, devora su propio rebaño y no permite dentelladas ajenas en su territorio. Pero uno y otro utilizan al tercero como un espejo indispensable para la confrontación, como un pretexto para hacernos participar en la lucha. Ese tercero, tan cruel y despiadado como los otros, acorrala y es acorralado, golpea y es golpeado, asesina y es asesinado. Y en medio de ese estruendo, de esas ideologías que no son ideologías, de esos intereses que no son los nuestros, y de la corrupción generalizada que extiende sobre todos ellos su mano de ceniza, los tres asustados rebaños que podrían ser un gran rebaño único si lograran levantarse contra la opresión y la muerte, se odian empeñados en mantener una confrontación que sólo le interesa a los poderosos de todos los pelambres y de todos los crímenes.
Abramos los ojos. El enemigo es el enemigo.