MORIR EN BOGOTÁ

Freddy Leonardo Reyes A.

Cuando intentaron levantarlo ya estaba a punto de morir. Su pecho agitado, sus labios pálidos y sus ojos hundidos me dieron a entender que Carlos Alberto González, mejor conocido como Mayo en el sector ocho del barrio Minuto de Dios, se estaba despidiendo de todos aquellos que en la sala de mi casa, celebrando mi graduación como profesional, lo observamos desvanecerse de la silla donde estaba sentado bebiendo vodka.


No sé o no alcanzo a recordar quién le soltó el cinturón, si es que llegaron a soltárselo, pero en el momento en que su pesado cuerpo se acomodó en el suelo, gruesas capas de carne rebosaron los límites del trapo descolorido que traía como pantalón.
Intentamos darle respiración. En ese esfuerzo, Eduardo, vecino y amigo de la familia, colocó sus manos entre las dos bocas porque el muy tonto creyó que íbamos a pensar que lo besaba, como lo confesó borracho de aguardiente y brandy después del entierro. ¡Qué bruto! Aunque todos estábamos brutos de tanta cerveza, aguardiente, vodka y tabaco. Nadie tuvo la claridad para decidir qué hacer. Nadie tuvo la suficiente capacidad de reacción, para aceptar que Mayo estaba mal. De no ser por esa mujer en levantadora y despeinada, que aún no sé de dónde salió, pero que gritaba cual vendedora callejera de helados <apúrenle que a ese muchacho hay que llevarlo a un hospital>, el tipo se nos muere en todo el centro de la sala.
De inmediato, prendimos la misma camioneta Ford destartalada que tres año antes sirvió para conducir a Federico a que le cosieran la pierna, luego de una cortada con una patecabra que lo dejó cojo para toda su puta vida.
Un gemido profundo se escapó de todos en el momento en que intentamos montar tanta grasa junta en el platón de la camioneta. Pesaba como un maldito condenado. En diagonal a nuestra casa había fiesta con gente de la misma cuadra, y los que estaban parchados al pie de la puerta se fueron con el chisme. En menos de un minuto, una manada de rostros andaba encima de Mayo, tratando de mirar como lo que no había que mirar. Lo sacudían y, sin pensarlo, lo despedían. <Abran espacio, güevones, que el problema del hombre es que no puede respirar>, gritamos iracundos.
El último que se acomodó en el platón fue el papá de Mayo. Estaba pálido y somnoliento, pero no refleja intranquilidad. Parecía más preocupado por arreglarse los cuatro indomables pelos de su cabeza.
- ¿Qué pasó?

- No sabemos. Parece que le dio un ataque.
La camioneta salió disparada. Nos acomodamos alrededor de Mayo para tratar de reanimarlo con masajes en el pecho y respiración boca a boca. Claudia, cuyo rostro estaba adornado por unas inmensas ojeras, de lo asustada le daba masajes al costado derecho.
<Mujer, el corazón, creo, que queda al lado izquierdo> le dijeron, pero no había caso, todos nos echamos a reír y no paramos hasta el momento en que la camioneta se detuvo frente al hospital de La Granja. Una larga noche nos esperaba.
El hospital de La Granja está situado al noroeste de la ciudad de Bogotá. Es uno de los pocos centros asistenciales públicos que tiene los equipos adecuados para atender cualquier tipo de caso. Cada noche, pero en especial los fines de semana, sus corredores son escenarios de las más dramáticas situaciones hospitalarias; además de la población más vulnerable del sector que acude en busca de sus servicios, en sus consultorios se atienden a todas las personas que en el transcurrir del día y de la noche resultan lesionadas por cuenta de la vendetta, por cuenta del ladrón, del exceso, del accidente de tránsito.
La entrada principal del hospital está separada por altas rejas, custodiadas por tres famélicos celadores. Haciendo uso del uniforme café que ostentan, ellos se convierten en verdaderos perros guardines: garantizan que por cada paciente tan solo ingrese un familiar. Parece una medida extrema y sin sentido, pero necesaria e inevitable en un lugar donde pacientes y familiares son capaces de matar por una camilla o una silla de ruedas.
Es frecuente, incluso, que enfermeras y médicos realicen su trabajo en compañía de un policía, pues en varias ocasiones, rivales callejeros heridos que son atendidos al mismo tiempo, terminen la pelea acuchillándose entre los fonendoscopios de los galenos.
Al frente del hospital se encuentra una droguería atendida por dos sujetos flacos y ojerosos que ocultan el cansancio detrás de sus largas batas blancas. Paradójicamente, los vendedores de tinto que se aglomeran a lo largo de la calle sostienen que esos dos hombres le han salvado la vida a más de uno, comentario curioso teniendo como referente un hospital.
Nos bajamos de la camioneta con mucha prisa y tuvimos nuestro primer roce con los celadores

- ¡Oiga, hermano, traemos un paciente en muy malas condiciones!

- ¿Qué dice el patrón?, responde con cierta indiferencia.

- Por favor, hermano, traemos a un amigo en muy mal estado.

- ¿Qué le pasa?

- ¿Acaso usted es el médico?, increpamos - necesitamos que lo atiendan.
El tipo reaccionó y corrió a atender. A los pocos segundo se abrió la reja y el celador nos entregó una silla de ruedas. Con mucho esfuerzo sacamos a Mayo de la camioneta y lo sentamos en la silla, pero no había caso, el pobre se despanzurró, con la cabeza clavada en las rodillas y los brazos caídos. Si acostado se le dificultaba respirar, sentado quedó lindo.
No sé si fue por el trago; no sé si en el fondo todos pensábamos que el desvanecimiento no era nada grave, lo cierto es que nadie mencionó nada, ninguno reaccionó. Quedamos muy tranquilos cuando la silla de ruedas franqueó la puerta del hospital. ¡Ilusos que fuimos¡
Desde que uno llega a las puertas de un hospital a esperar la suerte de un amigo o de un familiar, se despierta entre las distintas personas cierta solidaridad que unifica. Todos tienen a alguien dentro. Es cuando empiezan los murmullos, los rumores; comienzan las preguntas y las especulaciones.

El único consuelo que queda a los que esperan es pegarse a las rejas. A través de ellas se inicia una comunicación que busca establecer el estado del que se encuentra dentro. <¿Usted sabe cómo está el pelado que entró hace como cinco minutos?>. <Señor, el que iba en una silla de ruedas, medio gordito>>. <Le recomiendo que me averigüe, por favor>.
El único consuelo es escuchar el repetido <tranquilo, al parecer todo anda muy bien> Si el paciente tiene suerte, y esa no sólo depende del estado de gravedad con que arribe, es posible que salga en unas cuantas horas, es posible que salga a la cama de una habitación o en una camioneta directo a Medicina Legal.
No alcanzaba a ser las dos de la madrugada y un viento suave, no muy frío, refrescó nuestros rostros para perderse luego por la calle destapada y cargada de polvo. Uno de los vendedores de tinto se me acercó para decir:

- Hermano, tienen que ponerse las pilas con su amigo.

- ¿Por qué lo dice? ¿Acaso hay algún problema?

- Está llegando mucha gente esta noche. Como dice la canción, en este sitio no hay cama para tanta gente. El personal no puede dar abasto con tanto peludo. ¿Si observa, por ejemplo, a esas personas que están al lado de la puerta? Hace como media hora trajeron a un marica herido de bala. Parece que en un atraco le metieron su pepazo en la barriga. No ha sido el único. Deben ser como cinco los que han entrado, y en peores condiciones. No quiero preocuparlo, pero su amigo no se veía nada bien.

- ¿Qué me recomienda?

- ¿Quién ingresó al hospital con el pelado?

- El papá. Creo que no dejan ingresar a nadie más.

- Hay que llamarlo y decirle que se ponga pilas a presionar a los médicos para que atiendan a su amigo. ¡Sé por qué se lo digo!
Como recompensa por su información le compré cuatro cafés. De inmediato, le dije al celador si era posible llamar al hombre, al papá de mi amigo. Con más indiferencia que la primera vez, me respondió que su papel era la de estar pendiente de la puerta. En ese momento intervino una señora gorda, con el rostro desencajado y el maquillaje corrido de tanto llorar; al parecer era parte de la familia del sujeto al que le habían dado un tiro en el estómago:

- Señor, no tiene que ser tan grosero. Comprenda la situación.

- Claro que la entiendo, pero ustedes deben saber que mi trabajo no es el de mandadero.
Me alejé de la discusión que se comenzaba a formar y llamé a una niña que desde el interior recogía dos tazas de café.

- Sardina, ¿sería tan amable de llamarme al papá del señor que entró en silla de ruedas?

- ¿Cuál es su nombre?

- No tengo idea, pero es un tipo bajito, barrigón y con una barba espesa.
Se alejó con la promesa de darle mi razón.
La conversación entre la gorda y el guachimán toma un rumbo inesperado cuando uno de los tantos acompañantes de la familia del baleado tomó del suelo una piedra y la arrojó. <Malparido, ¿no entiende que no tiene por qué ser grosero>, gritó mientras lanzaba manotazos por entre las rejas.
El idiota vigilante se alejó gruñendo entre dientes, para regresar pocos minutos después en compañía de un agente de policía. Éste salió a la calle y reunió a la familia. Los demás nos acercamos y aguzamos el oído.

- Les voy a pedir el favor que se calmen - dijo - los celadores están para mantener el orden del lugar y no deben descuidar su puesto. La persona que no se pueda calmar, le ruego que se retire o me lo cargo a la estación ¿Está claro?

- Señor agente - intervino alguien - nosotros nos calmamos, pero que esos hijueputas respeten.

- ¿Qué le acabo de decir? Por favor, tengan calma ¿Qué persona está en el hospital?

- Es mi papá, señor agente. Tiene un disparo en el estómago.
El rostro del policía se contrajo. Bajó la cabeza y se despidió solicitando nuevamente calma. La familia reaccionó ante el signo casi imperceptible del tombo, se abalanzaron todos sobre las rejas con notorias muestras de dolor. El tipo debía ser cadáver.
Ingresé a la camioneta, me senté en el volante, cerré los ojos y traté de poner la mente en blanco. En ese punto tuve conciencia de que la vida de un amigo estaba en juego. Comprendí que era posible que ya no volviera a escuchar su voz. Recuerdo que no pude mantenerme más tiempo sentado. Recuerdo que no pude mantenerme más tiempo sentado. Salí desesperado, me fumé dos cigarrillos seguidos y me senté a esperar a que la niña a quien hice mi encargo cumpliera la promesa.
El cuadro que observé después fue sorprendente. De una camioneta de la policía se bajó un negro inmenso de complexión gruesa. Con paso lento e inseguro se fue derecho a la entrada del hospital, acompañado de un agente. Estaba desnudo de la cintura para arriba, con la espalda bañada en sangre y un tiro a la altura de la nuca. Era increíble que pudiera estar de pie. En el momento en que el celador buscó tomarlo del brazo para ayudarlo a ingresar, los familiares del baleado y ya fallecido se le abalanzaron y lo arrojaron al suelo. Una lluvia de patadas cayó sobre su cuerpo.
El policía desenfundó el fierro y disparó al aire dos veces. Todos buscamos refugio. Los que golpeaban al negro se detuvieron, pero no se alejaron. Dos agentes más salieron de la camioneta de donde habían bajado al negro y lo ayudaron al negro a levantarse. La pregunta que rondaba en el aire era cómo diablos podía caminar.
Aunque me intrigaba por qué lo habían golpeado, no busqué obtener respuesta alguna. Sabía que tarde o temprano alguien llegaría a calmarle la curiosidad. Por el contrario, me alejé de todos e ingresé a la droguería. Uno de los empleados flacuchentos torció los ojos con rabia; contrariado, trataba de llenar un crucigrama.
- Casi matan a ese negro - dije, por decir cualquier cosa.

- Se lo tendría merecido - respondió con displicencia -¿En qué le puedo servir?

- Deme una bolsa con agua fría.
No quise preguntar nada. No tenía interés, pero el tipo, mientras se dirigía a la nevera, comenzó a soltar la lengua:

- Muy seguramente ese negro fue el que le pegó el tiro al muerto.

- ¿Usted cómo sabe? ¿Cómo sabe que el otro está muerto?

- Hombre, en esta droguería se sabe todo lo que pasa afuera, lo que pasa en urgencia y en el hospital. Además, mis ojos han visto ya tantas y tantas güevonadas, que hay cosas que no necesitan ser confirmadas.
- ¿Verdad? - exclamé con asombro.

- Claro, esta droguería y la funeraria que está a la vuelta andamos siempre en la jugada - Hay que ganarse el pan de algún modo.

- ¿Cómo cree que fue el asunto?

- ¿Cuál asunto? ¿El del negro? No tengo idea, pero me la imagino. Sé que el muerto salía de una fiesta con la mujer y el hijo, aquel flaco que está parado en la puerta. Parece que cuando fue a cuadrar el auto en el parqueadero, intentaron robarlo y tenga pa' que lleve.

- ¿Será que el negro le metió el tiro?

- Por lo menos estuvo involucrado, porque tanta pata no se la gana uno gratis?

- Hubiese sabido, hasta pata le había dado - dije - ¿Quién cascaría al negro?

- No sé, pero en menos de dos minutos le doy razón, si quiere. ¿Tiene a alguien en urgencias?

- Un amigo. Se llama Carlos Alberto González.

- Sobre él también le tendré una razón.
Salí de la droguería, que daba la impresión de ser una simple extensión del hospital. Bebí el agua despacio, tratando de calmar la sed, de refrescar la garganta. Me sentía cansado y abatido. Una camioneta de Medicina Legal ingresó al parqueadero del hospital. Llegaba a recoger los cuerpos de las personas muertas en urgencias. La imagen me pareció tétrica. El de la droguería me llamó con un suave chiflido. Cuando me acerqué, pude notar que su rostro estaba apesadumbrado.

- Ya sé qué le pasó a la piel morena. Parece que iba de correría asaltando distintos conjuntos residenciales. Hubo un tiroteo y un durazno le pegó su tiro. Lo que me intrigaba era cómo no se había muerto antes ese hijueputa.

- ¡Cómo!

- Sí, compadre, falleció hace un instante.

- ¿Sabe algo de mi amigo?
Su rostro se arrugó. Tomó uno de los extremos de la bata y comenzó a agitar sus manos de manera nerviosas.

- Su amigo entró con problemas respiratorios. No quiero engañarlo, él también falleció.
Un calor muy intenso subió de pronto por mi cuerpo. Quizá tomé al hombre por la solapa de la bata y lo estrujé con tanta fuerza que alcancé a sacarlo de detrás del mostrador. Los que estaban fuera voltearon a mirar. Solté al hombres, pues el otro dependiente se me acercó amenazante. Ofrecí disculpas, alejé a los amigos y busqué la mirada de quien había agredido injustamente. El hombre aceptó mis excusas, sacó una botella de coñac y me sirvió dos copas.

- No pensé que fuera afectarle tanto.

- ¿Está seguro de lo que me dijo?

- Créame que a estas horas de la noche no tengo muchas ganas de bromear. Su amigo murió simplemente porque no recibió atención médica a tiempo. Lo dejaron sentado en la silla de ruedas y cuando fueron a mirar ya estaba muerto. Al hombre le debieron meter oxígeno de primerazo, pero observe, sigue llegando gente, y seguirán llegando, todavía es temprano.
En principio me negué a creer, pero él hombre no mentía. Entonces, pude percibir el olor de la muerte. La droguería olían igual el hospital, la calle y el asfalto donde un grupo de desesperados esperábamos una razón, un parte médico, una noticia para sentarnos a reír o para sentarnos a llorar. No, el empleado de la droguería no mentía. Mayo estaba muerto, botado y tieso a la espera de que algún puto médico se dignara siquiera a mirarlo siquiera. Nadie lo miró. Nadie se preocupó. Su cuerpo desnudo saldría horas después en la camioneta de Medicina Legal acompañado del negro y su víctima.
Me quedé sentado en el andén, con mirada sórdida, a que siguiera llegando gente. A los diez minutos exactos cruzó por la entrada principal del hospital de La Granja un adolescente apuñalado en un pulmón; cinco minutos más tarde fueron dos pandilleros que destrozaron una discoteca a cuchillo limpio; dos minutos adelante, dos señoras ensangrentadas hasta las tetas y apestadas de alcohol, que habían culminado su lujuriosafaena estrelladas contra un poste de la luz.
Todos esperaban ser los primeros en obtener atención. Pero no había tantas manos para curar una herida en el brazo derecho, para suturar otra en la cabeza, para poner gasa en la mejilla o para colocar oxígeno en la boca. Imaginé que los médicos, enfermeros y enfermeras debían terminar borrachos de tanta sangre y tanto movimiento.
No fue ninguna casualidad que fallecieran todos los que durante esa noche ingresaron al hospital con un problema de cierta gravedad. Clarísimo me lo dijo el de la droguería antes de abandonarlo: <los que llegan en malas condiciones no se salvan nunca, porque esa mierda que está al frente no es un hospital, esa mierda es un moridero>.