SEMIPRESIDENCIALISMO O SEMIPARLAMENTARISMO: ¿UNA ALTERNATIVA DE GOBERNABILIDAD PARA AMÉRICA LATINA?

CORPORACIÓN ESCENARIOS, Bogotá, Agosto 2004.


América Latina atraviesa por una de sus crisis más serias de gobernabilidad. Después de largos esfuerzos por redemocratizar sus sistemas políticos, la región se ve enfrentada a tres grandes amenazas a su estabilidad política: algunos riesgos derivados de fenómenos asociados con la globalización, como la corrupción, el narcotráfico, el terrorismo y el armamentismo; las tensiones y rupturas sociales resultantes de la crisis del modelo neoliberal de desarrollo y la propia incapacidad del sistema político vigente para enfrentar estas nuevas circunstancias. Partidos, congresos y gobiernos han sido desbordados por la realidad fáctica de protestas que han terminado por bloquear la democracia y demostrar que no es cierto que solo un poder fuerte en cabeza del Ejecutivo sirva para manejar situaciones de inequidad y ruptura, como las que se han visto recientemente en el escenario hemisférico. Está demostrado que los poderes propios de los regímenes presidencialistas vigentes en la región ayudan a manejar estas tensiones pero no consiguen solucionarlas.

El sistema representativo permitió en el siglo XIX estructurar una forma de acción política a partir de los partidos actuando como intermediarios entre las reclamaciones colectivas de cambio de la ciudadanía y el Estado; el “representativismo” hizo crisis al terminar el siglo XX como consecuencia del debilitamiento de los partidos, la transformación del Estado y la sustitución del concepto de “persona individual” por el de una sociedad civil constituida por una constelación de organizaciones no gubernamentales que, de cierta manera y sin asumir ninguna responsabilidad política, comenzaron a reemplazar los partidos en su función representativa de la ciudadanía.

Así mismo, ha influido en este cuadro de crisis la desnaturalización del rol que se asignó desde entonces a cada rama del poder público; las funciones de cada una de ellas se han venido confundiendo, en desmedro del espacio asignado originalmente al poder legislativo. El Ejecutivo ha recibido facultades constitucionales o excepcionales para expedir normas, poderes reactivos para vetarlas y proactivos para proponerlas al
Congreso de manera excluyente y exclusiva. (Shugart, 1997). Al poder judicial, por su parte, dentro de las teorías modernas del “nuevo derecho”, se le han abierto caminos para crear normas en desarrollo de su función interpretativa del derecho. Solamente el poder legislativo ha sufrido mengua en sus atribuciones y responsabilidades. La crisis del sistema representativo, de la cual son una buena muestra los sistemas políticos latinoamericanos, es igualmente la crisis de la política, en un medio donde paradójicamente cada día hay más democracia y menos política.

Esta circunstancia no releva por supuesto a los partidos de su culpabilidad en el abandono de los espacios que han sido diligentemente ocupados por estos nuevos actores políticos en la medida en que las viejas identidades partidistas han sido reemplazadas por nuevas afinidades religiosas, ecológicas, étnicas e incluso deportivas. Las mismas organizaciones partidistas han sido renuentes a abrir sus puertas a líderes provenientes de estas nuevas canteras de participación social, incorporar sus reivindicaciones en sus acartonados programas de partido o cambiar las viejas estrategias comunicacionales de persona a persona por las nuevas técnicas de información y mensaje basadas en el desarrollo de las nuevas tecnologías informáticas y mediáticas masivas. Detrás de la crisis del sistema representativo latinoamericano, repetimos, se esconde la profunda crisis que atraviesan los partidos regionales.

Las discusiones sobre presidencialismo y parlamentarismo han girado, tradicionalmente, alrededor del dilema entre el sistema presidencialista de los Estados
Unidos y el sistema parlamentarista del Reino Unido. En Europa el debate siempre ha distinguido entre el sistema británico de parlamentarismo puro, el del “voto constructivo” de Alemania y el semipresidencialismo francés de la V República. El sistema presidencialista latinoamericano, tomado de alguna manera del modelo de los Estados Unidos, está haciendo crisis quizás porque, a diferencia del modelo de “frenos y contrapesos” norteamericano, basado en la existencia de un sistema federal que balancea el poder presidencial, una Corte de Justicia que unifica su jurisprudencia y un Congreso que representa los intereses concretos de la sociedad, el presidencialismo latinoamericano se ejerce a través de esquemas territorialmente centralizados de poder y apelando a Congresos cuyos miembros ejercen de manera personalizada y casuística unos mandatos mediatizados por la interferencia presidencialista. La fragmentación, la desideologización, la polarización y la volatilidad de los partidos latinoamericanos caracterizan hoy un cuadro de crisis que abarca desde la anarquía multipartidista del sistema de partidos brasileño hasta el derrumbe de las dos grandes colectividades partidistas venezolanas, pasando por el anquilosamiento ideológico del bipartidismo colombiano y costarricense. Una parte considerable de estas dificultades se asocia con el régimen presidencialista que actualmente gobierna nuestros países.

La literatura política reciente muestra claramente que una de las consecuencias negativas del excesivo poder presidencialista es que tiende a debilitar los Partidos en la medida en que la política se hace través del poder Ejecutivo y - en no pocas ocasiones – a espaldas de los Congresos respectivos. Una muestra reciente sobre sistemas políticos en América latina determinó para más de dos terceras partes de los partidos analizados que existe una relación inversamente proporcional entre el poder presidencial y los partidos fuertes: a mayor presidencialismo mayor debilidad de los partidos. Colombia y Brasil son mencionados como casos típicos del problema y Chile como una excepción solitaria. Aquí lo que se plantea es un círculo vicioso: los partidos no son fuertes ni transparentes ni dinámicos porque el sistema presidencialista está diseñado precisamente para debilitarlos, corromperlos y anularlos.

El desarrollo no controlado del sistema presidencialista ha impedido la conformación del libre juego de alternativas de gobierno y de oposición que son la esencia de la democracia en la medida en que el presidencialismo confunde la polarización con la sana confrontación de proyectos alternativos que oxigenan la democracia a través del juego dialéctico entre opciones legítimas de gobierno y oposición. En este contexto, la fiscalización política se debilita, la corrupción florece y el cobro de cuentas se deja para el final de cada gobierno. En la raíz de la crisis por la que atraviesa el sistema presidencialista se encuentra el conflicto entre la legitimidad resultante de la elección providencialista y plebiscitaria, por mayorías absolutas del Presidente de la República y la del Congreso por mayorías proporcionales o relativas.

La inexistencia de mecanismos institucionales para resolver las crisis políticas, como existen en los sistemas parlamentarios, como la disolución del Congreso, la convocatoria anticipada de elecciones o el voto de censura constructivo frente a la inamovilidad absoluta de los Presidentes, obliga a que las crisis de gobierno sean resueltas a través de procedimientos disruptivos del orden jurídico, mediante apelaciones autoritarias como en las viejas épocas cuando la confusión entre las funciones presidenciales y la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas allanó el camino a las dictaduras militares.

Es claro, a la luz de las consideraciones anteriores, que ciertas figuras, como la de la reelección, en el sistema parlamentario el problema se resuelve supeditando la reelección del Ejecutivo a la supervivencia democrática de la coalición que lo apoya. En estas circunstancias lo que facilita la reelección no son las condiciones personales del mandatario sino su capacidad de relegitimar su programa y su equipo de gobierno de manera permanente sometiéndolo al escrutinio democrático. Francia y Finlandia son buenos ejemplos de reelecciones permanentes bien administradas.

La división entre regímenes parlamentarios y presidencialistas no es en la práctica tan nítida. Cada sistema político incorpora, a su manera, elementos propios de uno y otro régimen con acento en el carácter presidencialista, como sería el caso de los sistemas de América Latina o parlamentario, como sucede con la mayor parte de los sistemas europeos. De lo que se trata no es entonces de hacer formulaciones abstractas y universales, como sugerir las reformas que permitirían acercar los sistemas políticos latinoamericanos a la nueva realidad universal según la cual más del 80% de los ciudadanos del mundo están participando a través de democracias en las cuales priman los sistemas parlamentarios. O el hecho relevante de que veintiocho de los treinta países en el mundo con mejores registros de comportamiento económico estén siendo gobernados por sistemas parlamentarios.

Existen elementos sustanciales que definen cada modelo. El esquema presidencialista puro se caracteriza por la existencia de un Jefe de la Rama Ejecutiva que actúa, simultáneamente, como Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, un Presidente que por regla general no puede ser removido de su cargo sino a través de elecciones directas, la aplicación del doble principio de legitimidad para elegir de manera directa al Presidente y proporcional al Congreso y la omnipotencia de un Presidente que nombra de manera absolutamente libérrima a su Gabinete. En el sistema parlamentario, por el contrario, están separadas las funciones del Presidente y el Jefe de Gobierno; mientras el primero es elegido de manera directa, el segundo es nombrado por el Presidente y ratificado por el Congreso o directamente nombrado por este. Congreso y Presidente son elegidos en elecciones concurrentes. El Jefe del Ejecutivo, en consecuencia, puede ser reemplazado en cualquier momento por una nueva coalición de gobierno. Es característica también del sistema parlamentario la consagración de instrumentos institucionales para la superación de crisis políticas que incluyen la posible remoción del Jefe de Gobierno a través del voto de censura (constructivo o simple), la posibilidad de anticipación de las elecciones generales y la consiguiente disolución anticipada del Congreso para relegitimar los mandatos vigentes. En la práctica, como ya se señalaba, cada sistema incluye elementos presidencialistas o parlamentarios de gobierno. En Corea, por ejemplo, el Presidente nombra el Primer Ministro y el Congreso lo aprueba. En Filipinas los nombramientos de todos los ministros tienen que pasar por el filtro del Congreso. Esta hibridación de los dos sistemas en algunos casos con detrimento evidente de la autonomía parlamentaria es patente en algunos países de América Latina (Argentina, Chile, Colombia, Perú y Brasil entre otros) donde muchos Presidentes han recibido poderes legislativos directos, la posibilidad de vetar de manera reversible o irreversible las leyes, la iniciativa excluyente en ciertos temas como los relacionados con el presupuesto y el Plan de Desarrollo (gate-keeping) o el beneficio de la figura de “dictadura fiscal” que les permite poner en ejecución las leyes de presupuesto presentadas por el Ejecutivo y que no hayan sido votadas por el Congreso en el tiempo previsto ordinariamente para hacerlo (Argentina, Guatemala, República Dominicana, Uruguay, Venezuela). Otros casos se acercan al modelo parlamentario como Bolivia, donde el Presidente que obtiene una mayoría relativa inferior al 50% debe someterse a la aprobación de una coalición de las distintas fuerzas políticas representadas en el Congreso, o el Perú donde el Congreso puede vetar por tres veces consecutivas al gabinete ministerial y su Jefe para obligar a que sea cambiado por el Presidente. En Bahamas, Barbados, Belice, Santa Lucía y San Vicente, por su ancestro anglosajón, funcionan sistemas de gobierno netamente parlamentarios.

El federalismo norteamericano se ha considerado por muchos autores como un contrapeso legítimo del presidencialismo de Washington; la realidad es que el presidencialismo en los Estados Unidos, a diferencia del latinoamericano, nació del federalismo y no a la inversa; la Constitución de Filadelfia fue en la práctica un acuerdo entre estados soberanos para que un delegado presidencial administrara sus temas comunes como el comercio o la defensa y les sirviera de árbitro en sus eventuales conflictos de intereses. Estas razones explican porque los regímenes parlamentarios no deben identificarse, como lo hacen algunos apelando a las relaciones históricas entre presidencialismo y federalismo, con los regímenes políticos centralizados; al contrario, el parlamentarismo permite una expresión orgánica de los intereses regionales a través de las coaliciones parlamentarias que no solamente deciden en el campo legislativo sino también lo hacen a través del Jefe de Gobierno que designan; Alemania es un buen ejemplo de un sistema fuerte federal y parlamentario. En América Latina lamentablemente nos estamos quedando con lo peor del sistema presidencialista norteamericano y sin ninguna de sus bondades. Sin el poder unificador de su Corte ni la posibilidad democrática de sus legítimas expresiones federales.

El modelo semipresidencialista, acuñado por el Profesor Duverger en 1980, en esencia es aquel en el cual el gobierno responde ante un órgano legislativo y un Presidente elegido democráticamente por mayorías simples. Otros autores mencionan como elementos de la figura la dependencia del propio Gabinete de la coalición parlamentaria. (Sartori, 2001) Este esquema básico se complementaría con figuras políticas como la consagración de salidas institucionales para las crisis políticas – tal como el voto de censura, la disolución anticipada del Congreso y la convocatoria de elecciones generales - el unicameralismo, las elecciones concurrentes un mismo día para elegir al Presidente y sus Cámaras, el voto preferente para la conformación de las listas de partido que combina disciplina y opinión, la posibilidad de que los congresistas formen parte del gobierno que avalan, disciplina de las bancadas, mayores espacios federales y los beneplácitos legislativos para la designación de los ministros. En la esencia de la recomendación parlamentaria se encuentra la lógica incontestable de devolver la política a su foro natural del Congreso sacándola de su inestable dependencia de la capacidad de líderes mesiánicos o emocionales. (Tito Livio Caldas en: Ámbito Jurídico, 2004). En no pocas ocasiones, la adopción de formas parlamentarias de gobierno ha sido la condición del éxito de procesos de transición entre regímenes autoritarios y democracias incipientes como sucedió en la transición española ya mencionada en este escrito.

América Latina, que calcó el sistema presidencialista norteamericano de la Constitución de Filadelfia de 1787, podría ensayar un nuevo esquema de semipresidencialismo manteniendo los atributos propios del presidencialismo en ciertas materias como el control del orden público, la negociación internacional, el manejo de la política criminal y la iniciativa, no excluyente, en materias fiscales y de planeación; así podría empezar a superar la más grave crisis de gobernabilidad que haya conocido desde los tiempos aciagos de las dictaduras militares. Es una apuesta difícil pero insoslayable para preservar su futuro político que, lamentablemente, no se observa tan despejado como piensan algunos.