Reducir la deuda o impulsar el crecimiento,
es la disyuntiva que enfrentan hoy las autoridades económicas
de los países que antes se llamaban desarrollados. Europa no
sabe qué hacer frente a la profunda crisis financiera que ha
sacudido los cimientos de su comunidad económica y su moneda
común, el euro.
Islandia e Irlanda ya se quebraron; Grecia tiene un enorme déficit
fiscal que venía desde antes de la crisis y una elevada deuda
pública que es impagable; España había sido juiciosa
y prudente en el manejo de sus finanzas públicas, pero la crisis
financiera le produjo recesión, desempleo y un gran hueco fiscal;
Italia anda en las mismas, aunque se distrae con los escándalos
de Berlusconi; Francia y Alemania eran los países de mostrar
y el salvavidas de los demás, pero ya la banca francesa está
haciendo agua y el gobierno ha tenido que salir a rescatarla, mientras
que los votantes alemanes se oponen a tener que pagar los platos rotos
de los otros.
Inglaterra no pertenece a la Unión Europea, pero tiene las mismas
dificultades y dilemas: desempleo creciente, economía estancada
y como resultado mayor déficit fiscal, además de estar
preocupada por una inflación que se aceleró hasta cerca
del 5% por el impacto del aumento del IVA que hicieron para tratar de
reducir el déficit.
Cuando estalló la crisis en el 2008 la respuesta fue clara: salvar
a las entidades financieras, fuerte intervención de los bancos
centrales con una expansión monetaria sin precedentes y aumento
del gasto público para estimular el crecimiento y reducir el
desempleo. La receta keynesiana evitó que se repitiera la Gran
Depresión de 1930, pero no fue suficiente. El PIB europeo solo
crecerá este trimestre el 0.1%, muy bajo para aumentar los ingresos
tributarios, de manera que sigue creciendo el saldo negativo en las
cuentas fiscales.
Entonces la ortodoxia volvió al ataque. El déficit fiscal
volvió a ser el enemigo número uno, y la reducción
de la deuda pública, el objetivo principal de los gobiernos.
Alemania y Francia impusieron a todos sus vecinos la obligación
de tener una regla fiscal con un límite al déficit, para
lo cual España se tuvo que poner de acuerdo con socialistas y
conservadores para reformar la Constitución, a pesar de las protestas
populares.
Para la mayoría de los economistas es evidente que esta regla,
aunque es necesaria para el largo plazo, ahora va a empeorar el problema.
Lo que necesita Europa son más estímulos para reactivar
sus economías. Por eso el Banco Central Europeo en estrecha coordinación
con la Reserva Federal de Estados Unidos y con los bancos centrales
de Inglaterra y Japón, acaba de autorizar una masiva emisión
monetaria para ayudar a los bancos de la eurozona y así evitar
el colapso del canal de crédito.
Sin embargo, el estimulo monetario tampoco es suficiente y será
indispensable recurrir al aumento del gasto público. Así
lo entendió el presidente Obama y por eso anunció un programa
de gasto de más de US$400.000 millones para promover la creación
de empleo y acelerar el crecimiento. Si quieren salir de la olla, los
gobiernos europeos van a tener que seguir ese ejemplo y aplazar los
programas de ajuste, que en las circunstancias actuales solo les agudizarían
la recesión.
Para que el mayor nivel de gasto no aumente la deuda y el déficit,
hay que financiarlo con nuevos impuestos, pero unos que no frenen el
consumo. La solución está al alcance de la mano y ya la
están implementando España y Francia que han introducido
impuestos al patrimonio y a los ingresos más altos. La salida
al dilema entre déficit y crecimiento es que el peso del ajuste
no caiga sobre la mayoría de la población, sino que se
les haga caso a la iniciativa de los súper ricos de pagar más
impuestos.
Septiembre 18 de 2011.