Una pandilla de bandidos tomó por
asalto la presidencia de Brasil. La integran tres actores principales:
por un lado, un elevado número de parlamentarios (recordar que
sobre unas dos terceras partes de ellos pesan gravísimas acusaciones
de corrupción) la mayoría de los cuales llegó al
Congreso producto de una absurda legislación electoral que permite
que un candidato que obtenga apenas unos pocos centenares de votos acceda
a una banca gracias a la perversa magia del "cociente electoral".
Tales eminentes naderías pudieron destituir provisoriamente a
quien llegara al Palacio del Planalto con el aval de 54 millones de
votos. Segundo, un poder judicial igualmente sospechado por su connivencia
con la corruptela generalizada del sistema político y repudiado
por amplias franjas de la población del Brasil. Pero es un poder
del estado herméticamente sellado a cualquier clase de contraloría
democrática o popular, profundamente oligárquico en su
cosmovisión y visceralmente opuesto a cualquier alternativa política
que se proponga construir un país más justo e igualitario.
Para colmo, al igual que los legisladores, esos jueces y fiscales han
venido siendo entrenados a lo largo de casi dos décadas por sus
pares estadounidenses en cursos supuestamente técnicos pero que,
como es bien sabido, tienen invariablemente un trasfondo político
que no requiere de mucho esfuerzo para imaginar sus contornos ideológicos.
El tercer protagonista de esta gigantesca estafa a la soberanía
popular son los principales medios de comunicación del Brasil,
cuya vocación golpista y ethos profundamente reaccionario son
ampliamente conocidos porque han militado desde siempre en contra de
cualquier proyecto de cambio en uno de los países más
injustos del planeta. Al separar a Dilma Rousseff de su cargo (por un
plazo máximo de 180 días en el cual el Senado deberá
decidir por una mayoría de dos tercios si la acusación
en contra de la presidenta se ratifica o no) el interinato presidencial
recayó sobre oscuro y mediocre político, un ex aliado
del PT convertido en un conspicuo conspirador y, finalmente, infame
traidor: Michel Temer. Desgraciadamente, todo hace suponer que en poco
tiempo más el Senado convertirá la suspensión temporal
en destitución definitiva de la presidenta porque en la votación
que la apartó de su cargo los conspiradores obtuvieron 55 votos,
uno más de los exigidos para destituirla. Y eso será así
pese a que, como Dilma lo reconociera al ser notificada de la decisión
senatorial, pudo haber cometido errores pero jamás crímenes.
Su límpido historial en esa materia resplandece cuando se lo
contrasta con los prontuarios delictivos de sus censores, torvos personajes
prefigurados en la Ópera del Malandro de Chico Buarque cuando
se burlaba del "malandro oficial, el candidato a malandro federal,
y el malandro con contrato, con corbata y capital". Ese malandraje
hoy gobierna Brasil.
La confabulación de la derecha brasileña contó
con el apoyo de Washington -¡imaginen como habría reaccionado
la Casa Blanca si algo semejante se hubiera tramado en contra de alguno
de sus peones en la región! En su momento Barack Obama envió
como embajadora en Brasil a Liliana Ayalde, una experta en promover
"golpes blandos" porque antes de asumir su cargo en Brasilia,
en el cual se sigue desempeñando, seguramente que de pura casualidad
había sido embajadora en Paraguay, en vísperas del derrocamiento
"institucional" de Fernando Lugo. Pero el imperio no es omnipotente,
y para viabilizar la conspiración reaccionaria en Brasil suscitó
la complicidad de varios gobiernos de la región, como el argentino,
que definió el ataque que sus amigos brasileños estaban
perpetrando en contra de la democracia como un rutinario ejercicio parlamentario
y nada más. En suma, lo ocurrido en Brasil es un durísimo
ataque encaminado no sólo a destituir a Dilma sino también
a derrocar a un partido, el PT, que no pudo ser derrotado en las urnas,
y a abrir las puertas para un procesamiento del ex presidente Lula da
Silva que impida su postulación en la próxima elección
presidencial. En otros términos, el mensaje que los "malandros"
enviaron al pueblo brasileño fue rotundo: ¡no se les vuelva
a ocurrir votar a al PT o a una fuerza política como el PT!,
porque aunque ustedes prevalezcan en las urnas nosotros lo hacemos en
el congreso, la judicatura y en los medios, y nuestro poderío
combinado puede mucho más que sus millones de votos.
Grave retroceso para toda América Latina, que se suma al ya experimentado
en la Argentina y que obliga a repensar que fue lo que ocurrió,
o preguntarnos, en línea con el célebre consejo de Simón
Rodríguez, dónde fue que erramos y por qué no inventamos,
o inventamos mal. En tiempos oscuros como los que estamos viviendo:
guerra frontal contra el gobierno bolivariano en Venezuela, insidiosas
campañas de prensa en contra de Evo y Correa, retroceso político
en Argentina, conspiración fraudulenta en el Brasil, en tiempos
como esos, decíamos, lo peor que podría ocurrir sería
que rehusáramos a realizar una profunda autocrítica que
impidiera recaer en los mismos desaciertos. En el caso del Brasil uno
de ellos, tal vez el más grave, fue la desmovilización
del PT y la desarticulación del movimiento popular que comenzó
en los primeros tramos del gobierno de Lula y que, años después,
dejaría a Dilma indefensa ante el ataque del malandraje político.
El otro, íntimamente vinculado al anterior, fue creer que se
podía cambiar Brasil sólo desde los despachos oficiales
y sin el respaldo activo, consciente y organizado del campo popular.
Si las tentativas golpistas ensayadas en Venezuela (2002), Bolivia (2008)
y Ecuador (2010) fueron repelidas fue porque en esos países no
se cayó en la ilusión institucionalista que, desgraciadamente,
se apoderó del gobierno y del PT desde sus primeros años.
Tercer error: haber desalentado el debate y la crítica al interior
del partido y del gobierno, apañando en cambio un consignismo
facilista que obstruía la visión de los desaciertos e
impedía corregirlos antes de que, como se comprobó ahora,
el daño fuera irreparable. Por algo Maquiavelo decía que
uno de los peores enemigos de la estabilidad de los gobernantes era
el nefasto rol de sus consejeros y asesores, siempre dispuestos a adularlos
y, por eso mismo, absolutamente incapacitados para alertar de los peligros
y acechanzas que aguardaban a lo largo del camino. Ojalá que
los traumáticos eventos que se produjeron en Brasil en estos
días nos sirvan para aprender estas lecciones.
Buenos Aires, 12 de mayo de 2016.