El legado del exministro de Economía de Argentina, José Ber Gelbard

POR JULIÁN BLEJMAR /

“Me acuerdo del Pacto Social de Perón y José Ber Gelbard, un gran dirigente empresario. Nos faltan dirigentes empresarios de esa magnitud, que piensen a la empresa como instrumento de desarrollo del país y no sólo de desarrollo personal, que está bueno porque para eso sos empresario y querés ganar plata, pero tenés que entender que para ganar plata tienen que ganar todos y poner todos, si no es muy difícil”.

Con esas palabras, Cristina Fernández de Kirchner volvió a poner en boca de los argentinos a José Ber Gelbard y su impulso por crear una burguesía nacional que, aliada a la clase trabajadora por medio de altos salarios y alta productividad, permitiría dinamizar el consumo interno y ampliar las ganancias y bases de esa misma clase empresaria. Y es que los objetivos de esta burguesía, en palabras del intelectual Jorge Schvarzer, “no son altruistas sino que coinciden, naturalmente, con sus propios intereses, o mejor dicho, con la percepción de sus intereses de mediano plazo”, como lo son la ampliación de sus ventas y utilidades.

Las críticas de los liberales locales al plan Gelbard, desarrollado durante el tercer peronismo, arreciaron luego del discurso de Cristina pero en rigor fueron una constante durante décadas, siempre bajo el argumento de haber desembocado en el Rodrigazo, sin reparar en que el sucesor de Gelbard fue el peronista ortodoxo Alfredo Gómez Morales, ni que el plan de Celestino Rodrigo marcó el regreso del FMI y sus políticas al país, pero sobre todo que, en medio de la gestión Gelbard, falleció el principal sostén de un plan que era político antes que económico, Juan Perón.

De hecho, ya en marzo de 1976, días antes del golpe de Estado que por medio del terrorismo estatal intentaría acabar con el legado del peronismo -esto es una burguesía nacional pujante y fuertes sindicatos laborales- Gelbard denunció “una campaña destinada a exhibir nuestras tragedias presentes como un resultado de la política económica aplicada entre mayo de 1973 y octubre de 1974, cuando la realidad es que estamos sufriendo las consecuencias de haber abandonado aquella política. La maniobra es clara: primero se hizo arriar las banderas del desarrollo con justicia social y soberanía y ahora se trata de asegurar que nadie se atreva en el futuro a levantar estas mismas banderas”.

Lo cierto es que la narrativa del liberalismo argentino sobre Gelbard y su plan de desarrollo económico fue altamente necesaria para sostener los proyectos neoliberales que le precedieron, sustentados no solo en lo económico sino también en lo cultural, es decir en un pensamiento único que presente sus alternativas como excluyentes. Ciertamente, si Gelbard planteó un modelo económico soberano que tuvo importantes logros, entre ellos devolver la participación de la riqueza al sector obrero en un 50 por ciento del PBI, el mismo debía ser velado por gobiernos que, como el actual, presentaban las tragedias económicas como inexorables y con un único camino, el ajuste y el FMI.

Por eso, entre 1976 y 2001 solo se pueden encontrar reivindicaciones al proyecto de Perón y Gelbard durante los primeros años del gobierno de Alfonsín, bajo la gestión de Bernardo Grinspun, finalizada a comienzos de 1985. Tendrían que pasar luego casi dos décadas para que los gobiernos kirchneristas retomen parte de su proyecto, ligado a la ampliación del mercado interno pero en medio de una economía fuertemente extranjerizada, donde tampoco existió una burguesía nacional que los respalde. Y es que las pymes nacionales no solo estaban renaciendo de sus cenizas y no podían conformarse como actor político, sino que gran parte de estos empresarios carecieron de una conciencia de clase que les permitiera visualizar que, pese a representar al capital, su espacio social se encontraba mucho más cercano al de los trabajadores que al de los grupos económicos locales, que para su crecimiento no requieren tanto del consumo interno como sí de la exportación y de la posibilidad de fugar y financierizar sus ganancias.

De hecho, cuando la revista Crisis consultó al ex ministro de Economía Axel Kicillof por una autocrítica de su gobierno, el actual diputado respondió que uno de los sectores beneficiados por el anterior modelo económico “fue el sector Pyme, particularmente Pyme industrial, sobre todo las que se dirigen al mercado interno. El problema es que esos sectores empresariales no cuentan con una representación pujante y por eso no aparecen como un actor en la política argentina. Macri está devastando a las Pymes de todo pelaje y no hay representantes capaces de levantar la voz, a pesar de ser el factor productivo que más empleos genera. La representación empresarial en la Argentina tiene un gran ausente y es el empresariado nacional, genuinamente nacional y con intereses del conjunto. Durante los 12 años de nuestro gobierno no llegó a consolidarse un actor de estas características, con lo cual en la mesa empresarial que decide o que discute la política económica no hay representantes de las empresas nacionales que trabajan para el mercado interno. Es un déficit que podríamos incluir en el pliego de las autocríticas”.

El Plan Gelbard

El plan económico promovido desde los inicios por Gelbard constaba de fuertes regulaciones por parte del Estado, principalmente a través de veinte leyes que tenían como objetivo aumentar salarios, jubilaciones y otros beneficios sociales, promover la empresa nacional a través de la ampliación del consumo interno, limitar la competencia extranjera y otorgar una mayor disponibilidad de crédito público y privado. Todo ello, regulado por un Pacto Social entre empresarios y sindicatos que posibilitaba un aumento y posterior congelamiento de los salarios, así como un congelamiento de los precios. Las divisas necesarias para este recambio económico, provendrían de la apertura de nuevos canales comerciales con el exterior, en las que los contactos de Gelbard con los países del bloque comunista resultarían claves, así como de una reforma agraria que obligaría a los terratenientes a incrementar su producción y otorgar parte de su rentabilidad en el Estado.

Gelbard no ocultaba que se iría “reduciendo la importancia relativa del sector agropecuario, lo que cambiara las fuentes tradicionales de poder en el país”, e incluso sostenía en relación a la oligarquía diversificada que “no queremos que Argentina sea una colonia rica, ni que estas mejoras lleguen siempre a un grupo selecto, generalmente parasitario de la población”.

Por cierto, como en cualquier otro plan económico, el llevado adelante por Gelbard exhibía puntos débiles. Adolfo Canitrot, quien revistió como viceministro de Economía de Raúl Alfonsín, señaló en su trabajo La viabilidad económica de la democracia: un análisis de la experiencia peronista 1973-1976, que en el lapso en el que aún no se podían canalizar las proyectadas divisas del campo para aplicarlas a la expansión productiva, se sostuvo una política de déficit fiscal que significó una “fisura global”, que igualmente Gelbard confiaba en resolverla a medida que la reestructuración y expansión de la economía tuviera lugar. Según este autor, se sumaban además las restricciones a la inversión extranjera que también podrían dificultar el desarrollo hasta que madurara la inversión pública. Pero lo relevante en el señalamiento de este economista radical es que las fisuras intrínsecas al plan económico tuvieron una incidencia que, en los hechos, se probó secundaria, pues “la causa de fondo fue de naturaleza política”.

Hoy, cuando se vuelve a hablar de la necesidad de que sea la política la que conduzca la economía para, una vez más, reconstruir el tejido económico y social devastado por políticas neoliberales, surge el interrogante de cuan viable puede resultar este proyecto. Por un lado, la «pata empresaria» resulta verdaderamente compleja, pues la burguesía nacional sigue sin consolidarse como actor político, debido a la falta de conciencia de clase en muchos de sus integrantes, así como por el hecho de que la extranjerización de las empresas argentinas avanzó a pasos agigantados. Por otro lado, las pymes nacionales son aún más dependientes que entonces de los insumos importados, producto de décadas de destrucción del tejido industrial y de las globalizadas cadenas de valor, lo que los vuelve menos autónomos en la toma de decisiones. En tanto, los trabajadores, incluyendo el 40 por ciento no registrado, carecen de una confederación unificada y verdaderamente representativa, a lo que hay sumar el endeudamiento record que  legará el macrismo, el cual hará estrecho cualquier margen de maniobra.

La respuesta, posiblemente, resida en los últimos tres años y medio de neoliberalismo. Esa es la verdadera alternativa al posible relanzamiento del Pacto Social, el “contrato social de ciudadanía responsable», señalado por Cristina.

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