Aunque parezca mentira, los mismos que defendieron
y aplicaron las políticas que llevaron a Colombia a una crisis
sin precedentes todavía siguen al mando y, como si fuera poco,
insisten en que deben profundizarse esas orientaciones, por lo que
hay que suscribir –afirman– el Área de Libre Comercio
de las Américas (Alca) y el Tratado de Libre Comercio (TLC)
con Estados Unidos. De ahí que cualquier análisis sobre
lo que les sucederá a los colombianos con el siguiente paso
de la globalización neoliberal deba empezar por un balance
de lo ocurrido desde 1990, cuando los presidentes Barco y Gaviria,
sin consultarle a la nación, decidieron aplicar el llamado “Consenso
de Washington” que definieran los estrategas estadounidenses.
Lo que enseña la experiencia
En el decenio de 1990, después de décadas de muy escasos
y recortados progresos económicos y sociales, pero de avances
al fin y al cabo, Colombia, al igual que los demás países
latinoamericanos que aplicaron el recetario neoliberal, entró en
una crisis económica tan profunda que todos los analistas
coinciden en calificarla como la peor de su historia. Es tan grave,
que el grado de sufrimiento al que ha llevado a los sectores populares,
a una porción considerable de las capas medias y a no pocos
empresarios supera cualquier capacidad de descripción, dolorosa
realidad que en este texto por lo breve no cabe detallar, y porque
nadie, ni los que la causaron, la niega en el país. El contraste
consiste en que no todos se han empobrecido, porque la concentración
de la riqueza ha aumentado en los bolsillos de la insignificante
minoría que salió gananciosa del desastre, en una de
las naciones con mayores desigualdades sociales del mundo.
¿
Cuáles fueron las causas fundamentales de esta hecatombe económica
y social, de cuyo acierto en precisarlas depende que pueda superarse,
tomando los correctivos que sean del caso? En tres pueden dividirse
las principales políticas dictadas por el gobierno de Estados
Unidos y su cancerbero, el Fondo Monetario Internacional (FMI), los
centros de poder de donde provienen las ideas con las que posan de
sabios los neoliberales criollos: una menor protección de
la industria y el agro frente a la competencia extranjera, la privatización
total o parcial de los principales activos del Estado y de los servicios
que hasta ese momento habían sido deberes suyos frente a los
colombianos, y el aumento de las gabelas al capital financiero nacional
y foráneo.
Como algunos lo advertimos desde 1990, la apertura condujo a que
las importaciones superaran de lejos a las exportaciones y a que,
por tanto, la balanza comercial del país, que había
sido equilibrada por décadas, se convirtiera en negativa en
un promedio de 3.098 millones de dólares anuales entre 1993
y 1998, con unas pérdidas totales de 18.587 millones de dólares,
suma muy parecida al incremento de la deuda externa nacional en ese
lapso. Y las principales exportaciones de Colombia siguieron siendo,
de lejos y como siempre, de café, banano, flores, petróleo,
oro, níquel y carbón, productos que se exportan con
muy poca o ninguna transformación y cuyos despachos no tienen
nada que ver con la implantación del modelo neoliberal.
En consecuencia con el alud de importaciones, las agropecuarias pasaron
de 700 mil a siete millones de toneladas y el sector perdió 880
mil hectáreas de cultivos transitorios y 150 mil empleos,
a lo que se le agregó la crisis del café, que redujo
su área en 200 mil hectáreas y su producción
en seis millones de sacos, también originada en la imposición
del neoliberalismo en el mundo, que en este caso les entregó a
las trasnacionales de su comercio la potestad de bajar los precios
de compra a su arbitrio. Por su parte, los indicadores de la industria
manufacturera cayeron en proporciones incluso mayores, realidad que
muchos ignoran porque la han ocultado quienes tienen como primer
deber informarla, pero que resulta incontrovertible: entre 1993 y
1999, la suma de los porcentajes de los Productos Internos Brutos
anuales del sector agropecuario llegó a la muy mediocre de
7,35 por ciento (+1,05 promedio anual), pero la de la industria manufacturera
mostró una reducción de 5,9 por ciento (–0,84
promedio anual), lo que significa una diferencia notable, del 13,25
por ciento, la cual se agigantaría en términos relativos
si las cifras se dieran sin incluir el aporte de las trasnacionales
que operan en el país, pues es obvio que la peor parte la
llevaron las factorías no monopolistas de los productores
nacionales. Y también se desconoce que si el desastre industrial
y agropecuario no alcanzó proporciones mayores ello se debió a
que la desprotección no llegó al ciento por ciento,
como bien lo muestra que el arancel promedio de las importaciones
de origen agrícola y pecuario ronda por el sesenta por ciento
y que la industria disfruta de protecciones reales aún mayores.
Además, y en consecuencia, al reducirse la producción
urbana y rural, a la par con las rentabilidades de quienes no se
quebraron, sufrieron el comercio, el transporte y el resto de la
economía, donde también cayeron el número de
empresas, las utilidades, el empleo y los salarios.
Al mismo tiempo, y con el propósito de darle largas a un modelo
económico que ya para 1993 mostró que conduciría
a un retroceso económico y social notable, los neoliberales
se dedicaron a conseguir con los extranjeros los dólares que
exigía el pago de las importaciones, y que no se podían
generar con las exportaciones nacionales. Para tal efecto, convirtieron
el país en el paraíso de los inversionistas, banqueros
y vulgares especuladores foráneos, a quienes atrajeron mediante
lo único que los estimula: unas tasas de ganancia mayores
que las que pueden conseguir en sus lugares de origen. Entonces,
les hicieron grandes entregas a menos precio de los recursos naturales,
los servicios públicos domiciliarios y el sector financiero,
entre otras áreas, en tanto la deuda externa pública
y privada, que había tardado un siglo en llegar a 17.278 millones
de dólares, más que se duplicó en sólo
seis años, entre 1992 y 1998, cuando alcanzó 36.682
millones de dólares. El tapen-tapen del hundimiento del sector
real de la economía se completó inflando la capacidad
de gasto de los particulares y del Estado mediante todo tipo de facilidades
a un endeudamiento irresponsable, que también le dio pábulo
a una gran especulación inmobiliaria. Una vez los prestamistas
extranjeros empezaron a resistirse a seguir prestando porque era
obvio que no podían sostenerse unas balanzas comercial y de
pagos cada vez más deficitarias, elevaron todavía más
las tasas internas de interés, hasta niveles de escandalosa
usura, lo que le dio el puntillazo a la producción, disparó el
desempleo y desquició la capacidad de pago de los endeudados,
arrastrando a la crisis a los propios banqueros y precipitando el
colapso económico de 1999, el peor desde que se llevan estadísticas
en Colombia. Y como ni ante lo ocurrido modificaron la estrategia,
el déficit de la balanza comercial creció en otros
1.723 millones de dólares entre 1999 y 2002, para una pérdida
total de 20.310 millones de dólares desde que empezó la
apertura, la deuda externa llegó al tope de 39.038 millones
de dólares en 2001 y la economía sigue con un comportamiento
tan mediocre que podría terminar en otra crisis mayúscula.
Como estaba calculado por los neoliberales, en la misma medida en
que naufragaba la economía no monopolista creció la
concentración de la propiedad y en especial la de los extranjeros,
bien fuera porque aparecieron trasnacionales en sectores donde no
las había, como en el caso del comercio, o porque los monopolios
públicos se convirtieron en privados, como sucedió en
los servicios públicos domiciliarios, o porque el Estado les
vendió su participación a sus socios, como lo muestran
el carbón y el níquel, o porque hasta los “cacaos”,
como llaman en Colombia a los monopolistas criollos, tuvieron que
feriar varias de sus empresas y retroceder en algunos sectores, como
lo ilustran las finanzas, las comunicaciones y la aviación.
El cuadro del desastre se completa al saberse que la tasa de ahorro
nacional, el principal indicador para medir si un país tiene
futuro o no, porque de ella depende la inversión productiva,
cayó a la mitad con respecto a la de 1990, así como
que el Estado debe tanto que desde hace años sus nuevos préstamos
se adquieren para pagar las deudas contraídas, créditos
que se contratan condicionados a profundizar el modelo neoliberal,
lo que constituye su peor defecto, y que podría llegar el
momento en que no puedan atenderse así le incrementen hasta
el delirio los impuestos a los sectores populares y a las capas medias
y disminuyan hasta la insignificancia el gasto público.
Con la astucia que los caracteriza, los neoliberales dicen que no
fue la apertura la que golpeó la industria y el agro sino
la revaluación del peso, ocultando que el peso tenía
que valorizarse frente al dólar si entraban miles de millones
de dólares al país y si se definía entregarle
al “mercado” –el nombre que en este caso les dan
a las andanzas de un puñado de especuladores– la potestad
de fijar el precio de las divisas y la tasa de interés, como
bien lo está confirmando lo ocurrido en 2003 y 2004. También
alegan que no fueron sus políticas las que generaron el desastre
sino el elevado gasto público y el déficit fiscal que
vino con él, silenciando que estos problemas responden a la
estrategia de mantener funcionando mediante la deuda una economía
que estaba siendo destruida por las importaciones, así como
al salvamento de los banqueros víctimas de la incapacidad
de pago de los endeudados y a que los recaudos por impuestos, afectados
por la baja de los aranceles y por la crisis económica, no
han aumentado lo suficiente, a pesar de aprobarse una reforma tributaria
cada 18 meses y que la participación de los tributos en el
Producto Interno Bruto (PIB) pasó del 7,85 al 13,36 por ciento
del PIB entre 1990 y 2002. Tampoco resiste análisis su alegato
de explicar la crisis por los pagos de las pensiones, asunto al que
con maña desligan de sus medidas, pues el faltante obedece
a la caída de la economía, que redujo los salarios,
el empleo formal y sus aportes, y a haberles pasado los cotizantes
a los fondos privados, que ya poseen 22 billones de pesos dedicados
a la especulación financiera, en tanto le dejaron al Estado
la responsabilidad de pagarles a los pensionados.
Mención aparte merece la dolorosa situación de los
millones de compatriotas que han tenido que irse al exterior a trabajar
en las peores condiciones, porque en el país no encontraron
en qué ocuparse. ¿A cuándo ascenderían
las tasas de desempleo que reconoce el Dane sin esa migración
enorme? ¿Cuánto ha perdido Colombia formando personas
de las que se aprovechan Estados Unidos y otros países? Pero
lo más indignante de este caso reside en que son las remesas
en dólares de esos colombianos –que ya llegan a tres
mil millones de dólares anuales– las que están
permitiendo pagar unas importaciones y una deuda externa que de otra
manera no podrían pagarse. Dolorosa paradoja la de estos paisanos:
es su doble sacrificio – irse de su Patria, y girar cada mes– el
que les permite a los neoliberales criollos darse aires de estadistas
por mantener funcionando un modelo económico que los maltrata
como a los que más.
Y tan tiene origen lo ocurrido en el desbalance entre exportaciones
e importaciones, que las principales medidas tomadas desde 1999 apuntan
a resolverlo. El peso se devaluó como una imposición
de las realidades económicas en un ambiente de dejarle al “mercado” la
fijación de su precio, y para disminuir las importaciones
y aumentar las exportaciones por la vía de encarecer las primeras
y abaratar las segundas, de forma que se equilibraran o al menos
disminuyeran sus enormes diferencias. Aun cuando lo tratan de ocultar,
se sabe que la decisión de empobrecer a los colombianos, además
de mejorar la capacidad exportadora compitiendo con bajos salarios,
tiene que ver con que se consuma menos para que se importe menos,
y evitar otra crisis de la balanza de pagos. Quedó entonces
la economía colombiana en un círculo vicioso del que
no podrá salir sin romper con las orientaciones del Fondo
Monetario Internacional, en razón de que si mejora su situación
económica general se aumenta lo importado frente a lo exportado,
y si aumenta la inversión extranjera para compensar las mayores
compras al exterior se revalúa el peso, situaciones las dos
que empujan hacia una balanza comercial deficitaria.
Los hechos, que son tozudos, confirmaron lo que ya se sabía:
que nada que destruya la producción, el trabajo y el ahorro
nacionales para reemplazarlos por los de los extranjeros conduce
al desarrollo de un país. Colombia, como todo el continente,
nunca ha recibido tanta plata del exterior, por crédito o
inversión, y tampoco nunca ha estado peor, pero sí es
seguro que lo estará si le imponen el Alca o un acuerdo de “libre
comercio” con Estados Unidos, porque estos avanzan por la misma
senda que condujo el país a la debacle.
El cambio ocurrido en las relaciones de dominación de Estados
Unidos sobre Colombia, que son las que en lo fundamental explican
el subdesarrollo nacional de antes de 1990, cuando también
el Fondo Monetario Internacional definía la política
económica, lo resumió Francisco Mosquera: “Se
trataba (en el pasado) de una expoliación disimulada, astuta,
que nos permitía algún grado de desarrollo, complementario
a la sustracción de las riquezas del país. Digamos
que los gringos chupaban el néctar con ciertas consideraciones.
Pero con la apertura la extorsión se ha tornado descarada,
cruda, sin miramiento alguno”.
Así las cosas, la pregunta que se hacen tantos de por qué el
Fondo Monetario Internacional insiste en aplicar un modelo que “ha
fracasado”, ya tiene respuesta. En realidad, dicho fracaso
existe si se juzga el neoliberalismo como una orientación
encaminada a desarrollar a Colombia y a América Latina. Pero
si se mira como lo que en verdad es, como una política en
beneficio de las trasnacionales y de Estados Unidos, el éxito
ha sido total. ¿O no es un triunfo para los gringos haber
duplicado la deuda externa colombiana en un lapso brevísimo? ¿O
haber aumentado sus exportaciones agrícolas y de todos los
géneros? ¿O haber adquirido a precio de feria lo mejor
del patrimonio económico nacional? Que cada uno habla de la
corrida según le va en ella, también se aplica en este
caso. ¿Por qué va a censurar César Gaviria Trujillo
unas ideas y unos hechos que lo sacaron de ser un politiquero de
tercera categoría, perdido en Pereira, para llevarlo a vivir
como un príncipe en Washington?
Por qué no se puede competir
El país no pudo competir ni en su industria ni en su agro
frente a las importaciones, así como tampoco logró aumentar
lo exportado en proporciones suficientes para compensar las pérdidas,
por las simples razones de que Estados Unidos y otros países
producen más barato en muchos sectores y porque los productos
de exportación en los que Colombia puede competir con posibilidades
de éxito no tienen mercados de envergadura suficiente o se
hallan saturados, lo que impide colocarlos o les desvaloriza los
precios de venta. Y otras naciones producen a menores precios, no
porque sean más inteligentes y mejores trabajadoras sino porque,
desde hace décadas, en esas latitudes se han desarrollado
políticas macroeconómicas que les han permitido
mayores niveles de acumulación de capital, mejores tecnologías
y más altas productividades a sus productores, los cuales
han contado desde siempre con tantos subsidios y respaldos con recursos
oficiales, además de múltiples medidas de protección
en frontera a las importaciones que logran competirles y que consideran
perniciosas para sus intereses, que no resulta exagerado decir que
han sido llevados de la mano por sus Estados.
El caso del agro se conoce bastante. De acuerdo con un reciente estudio
dirigido por Luis Jorge Garay para el Ministerio de Agricultura de
Colombia, mientras el total de las transferencias oficiales de Estados
Unidos a sus productores fue de 71.269 millones de dólares
anuales en promedio entre 2000 y 2002, las de Colombia apenas llegaron
a 1.142 millones de dólares, es decir, 62 veces menos, desproporción
que lleva expresándose décadas, explicando sus altas
productividades y menores costos, y que no va a reducirse porque
entre otras razones ya el gobierno estadounidense, con la anuencia
del colombiano, anunció que en las negociaciones del Alca
y del TLC no podrán tocarse, e incluso ni mencionarse, las
llamadas “ayudas internas” a su agro, que son las que
explican los 54.977 millones de dólares de los aportes estatales.
En palabras de Carlos Gustavo Cano, ministro de Agricultura de Colombia, “de
los tres pilares de las negociaciones de libre comercio –el
libre acceso a los mercados, la eliminación de los subsidios
a las exportaciones y la supresión de las ayudas internas
a los agricultores–, sólo con respecto a los dos primeros
podrían alcanzarse acuerdos” (Intervención ante
el XXXII Congreso Agrario Nacional, noviembre 27 de 2003). Tampoco
caben ilusiones sobre lo que pueda lograrse con respecto al resto
de los respaldos gringos. Pues la Casa Blanca ha dicho en todos los
tonos que solo los negociaría, lo que está por verse,
en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC)
y siempre y cuando la Unión Europea acepte reducir los suyos.
Y sin duda seguirán vivas, además, las muchas astucias
sanitarias y de otros tipos con las que Estados Unidos bloquea la
entrada a ese país de los productos del agro que considera
indeseables.
Las diferencias entre las respectivas capacidades industriales son
aún más grandes, pues este sector exige inversiones
de capital bastante superiores para poder funcionar y competir con éxito,
inversiones que en los países desarrollados también
han contado desde siempre con un sinnúmero de respaldos y
subsidios estatales abiertos. Para ilustrar este punto, baste decir
que en 1990 los estadounidenses invirtieron 510 mil millones de dólares
en plantas y equipos, un poco antes del año en que el presidente
Gaviria no pudo encontrar los escasos mil millones de dólares
que ofreció para apalancar la reconversión industrial
con la que supuestamente se enfrentaría la apertura. Si no
fuera tan grave lo que se pretende contra la industria nacional,
porque el avance de esta es el que, en últimas, define el
desarrollo de los países, hasta produciría risa proponer
la confrontación. Y para la muestra, un botón: quien
compare las respectivas evoluciones de las capacidades tecnológicas
de Estados Unidos y Colombia entre 1900 y 2000, encontrará que
mientras allá pasaron de la fabricación de automóviles
a la de vehículos que se mueven por la superficie de Marte,
aquí ni se fabrican automotores, puesto que estos apenas se
ensamblan a partir de piezas importadas. Que nadie se confunda por
las apariencias: el tan mentado paso de la mula al jet se ha hecho
con aviones adquiridos en el exterior.
Por tanto, la verdad es que los productores colombianos sólo
tienen dos ventajas comparativas frente a los extranjeros a la hora
de competir: el clima y la mano de obra barata. El clima, en el caso
del agro, pues ni en Estados Unidos ni en las otras potencias localizadas
en las zonas templadas pueden cultivarse productos tropicales, lo
que no nos exime de tener que enfrentarnos con los duros competidores
de otras cincuenta empobrecidas naciones localizadas en el trópico.
Y en todos los sectores, el ínfimo precio de los costos laborales
nacionales, ventaja que suele ser insuficiente frente a otros países
tan pobres como Colombia, o más, y frente a los enormes desarrollos
tecnológicos y productivos de las trasnacionales, las cuales
además actúan con la posibilidad, que les brinda la
globalización neoliberal, de establecerse en cualquier parte
donde se tengan salarios iguales o menores que los de aquí.
Más del mismo veneno
Lo que busca Estados Unidos con el “libre comercio” lo
han explicado sus estrategas con excepcional franqueza, lo que les
permite a lo colombianos que lo deseen no llamarse a engaños.
De acuerdo con Robert Zoellick, el jefe estadounidense de las negociaciones: “El
Alca abrirá los mercados de América Latina y el Caribe
a las empresas y agricultores de Estados Unidos al eliminar las barreras
al comercio, a las inversiones y los servicios, y reducirá los
aranceles impuestos a las exportaciones de Estados Unidos, que en
esos mercados son mucho más elevados que los que aplica Estados
Unidos”. Y el Secretario de Estado, Colin Powell, afirmó: “Nuestro
objetivo con el Alca es garantizar a las empresas norteamericanas,
el control de un territorio que va del polo ártico hasta la
Antártida, libre acceso, sin ningún obstáculo
o dificultad, para nuestros productos, servicios, tecnología
y capital en todo el hemisferio”.
Entonces, y como era de esperarse, la decisión de crear el
Alca la tomó en 1994 el único que podía hacerlo:
el presidente de Estados Unidos, en ese momento George Bush padre,
fiel a la frase de Henry Kissinger: “La globalización
no es otra cosa que el papel dominante de los Estados Unidos”,
aseveración que resulta más cierta en América
que en ninguna otra parte. Y Colombia se comprometió a ingresar
a dicho acuerdo sin consultarles a los colombianos y sin que mediara
el menor análisis sobre sus consecuencias, a pesar de que
ello implicaba, y para mal, cambios tan profundos que apenas pueden
compararse con las dos principales fechas de la historia del continente:
la conquista de los imperios europeos y la independencia de su yugo,
lo que lleva a concluir que representa la mayor amenaza que haya
sufrido la nación colombiana desde 1819. Hace ya casi una
década se estableció que el acuerdo deberá estar
firmado antes de finalizar 2004 y que empezará a aplicarse
en 2006, una vez lo aprueben los respectivos Congresos, para que
en un proceso de permanente profundización llegue a la plenitud
de su vigencia unos diez años después, cuando en todos
los países americanos –exceptuando a Cuba– los
capitales y las mercancías, mas no las personas, podrán
moverse como “iguales y con entera libertad”.
Pero como en la reunión realizada en Miami al finalizar 2003,
Estados Unidos no pudo imponerles a Brasil y a las otras naciones
aunadas en Mercosur sus condiciones más descaradamente leoninas,
es posible que se termine suscribiendo un Alca light es decir, suavizado,
que no llene por completo las aspiraciones estadounidenses en lo
que se refiere al sector agropecuario, la propiedad intelectual,
la inversión y las compras estatales. Ante este hecho, el
gobierno de Álvaro Uribe Vélez –como siempre,
el campeón entre los mandatarios sumisos de América
Latina– decidió aceptarles a los estadounidenses el
Alca que logren imponer y, además, un Tratado de Libre Comercio
sin aspectos excluidos o limitados, lo que significa que Colombia
se apresta a firmar unos acuerdos que incluso superan, por dañinos,
las políticas de la Organización Mundial del Comercio,
OMC, y que lo que no pierda con el uno lo perderá con el otro,
pues constituye una astucia o una ingenuidad provinciana afirmar
que con el TLC al país le irá mejor porque recibirá un
trato de privilegio de la Casa Blanca en comparación con otros
países latinoamericanos.
Se conoce bastante que se está negociando el ritmo al que
se disminuirán los aranceles a las importaciones industriales
y agropecuarias hasta llevarlos al cero por ciento, pero se sabe
poco que las negociaciones cubren nueve tópicos en total,
de forma que cada asunto de la vida nacional se modificará a
profundidad, hasta el punto que, en los hechos y dado el nivel que
se les reconoce a los acuerdos internacionales, lo que se pacte en
el Alca o en el TLC con Estados Unidos sustituirá la propia
Constitución política de nuestro país.
En el agro colombiano desaparecerán de una vez por todas,
o se reducirán hasta la insignificancia, las producciones
de algodón, fríjol, cebada, maíz y los otros
cereales que golpeó la apertura, e igual le ocurrirá a
la de arroz, que hasta ahora ha sufrido en menor medida dada la valerosa
lucha de sus productores. También sufrirán, hasta arruinarse,
todos o muchos de quienes producen azúcar, papa, carne de
cerdo, de pollo y de res, leche, huevos y palma africana, por la
simple razón de que la existencia de esos productos se explica
por la notable protección de la que aún gozan y que
desaparecerá en el plazo que se pacte, tales como aranceles
a las importaciones, cuotas de importación y otros mecanismos.
Y en el café, Colombia podría sufrir también
por las importaciones originadas en otros países americanos,
por la definitiva toma de sus exportaciones por las trasnacionales
y por la eliminación de los precios de sustentación.
Entonces, la “mejor negociación” posible que ofrece
conseguir la demagogia neoliberal consiste apenas en darles un orden
a las quiebras: quiénes se quebrarán en 2006, quiénes
en 2009, y así... quedarán como “ganadores” los
que desaparezcan alrededor de 2015. Sería muy extraño,
además, que el criterio para negociar no incluya eliminar
primero los productos de economía campesina y de pequeños
y medianos empresarios, dejando de últimos los sectores de
la gran producción y los monopolios, tratamiento de privilegio
que ya se usó en la apertura de 1990.
No sobra agregar que el escalonamiento de las quiebras no obedece
a ningún acto de generosidad de Estados Unidos; este apenas
expresa, primero, que hasta esa potencia requiere de cierto tiempo
para adecuar su aparato productivo al incremento de sus exportaciones
y, segundo, que con ello divide las fuerzas de los sentenciados,
lo que complica la constitución de amplios y fuertes movimientos
generales de resistencia civil que den al traste con sus propósitos.
Como si fuera gran cosa para el sector agropecuario, los neoliberales
criollos ofrecen compensar las inmensas pérdidas que nos causarán
estos tratados con la especialización del país en productos
tropicales, es decir, café, banano, cacao y, últimamente,
pitahayas, uchuvas, chontaduro y borojó, propuesta que se
aprovecha de la ignorancia y la ingenuidad de las gentes. Porque
en el caso de los productos que tienen mercados externos de cierta
importancia, como el café, estos se encuentran saturados,
y porque, en los otros, el número de compradores resulta ser
insignificante frente a lo que serían las necesidades de exportación,
a lo cual se le suma que habría que disputarlos, a punta de
bajos precios, con decenas de países, incluidos México
y los centroamericanos, que tienen la ventaja de estar ubicados miles
de kilómetros más cerca del mercado norteamericano.
Y esta propuesta antinacional, aun si fuera viable en sus volúmenes
para reemplazar lo perdido y haciendo caso omiso de la masacre económica
y social que incluso en esas circunstancias la acompañará,
también lesionaría la industria y los demás
sectores y le arrebataría a Colombia su Seguridad Alimentaria
Nacional, sometiéndola al chantaje que le quieran imponer
las trasnacionales y los países a los que habría que
comprarles los alimentos para cubrir la dieta básica de la
nación.
Hasta el agresivo jefe de la globalización en boga reconoce
que la Seguridad Alimentaria, entendida como que en cada país
se produzca la dieta básica de la respectiva nación,
no es un asunto desdeñable como dicen los neoliberales criollos.
En efecto, George Bush hijo afirmó: “Es importante para
nuestra nación cultivar alimentos, alimentar a nuestra población. ¿Pueden
ustedes imaginar un país que no fuera capaz de cultivar alimentos
suficientes para alimentar a su población? Sería una
nación expuesta a presiones internacionales. Sería
una nación vulnerable. Por eso, cuando hablamos de la agricultura
(norte) americana, en realidad hablamos de una cuestión de
seguridad nacional”. Y si esto lo dice quien tiene armas de
sobra para ir por la comida o por lo que se le antoje a cualquier
parte del planeta, ¿qué debería decir Colombia?
Además, es obvio que el pensamiento oficial de Estados Unidos
no se limita a la actitud defensiva que se expresa en la cita, pues
son conscientes de que los alimentos también pueden ser instrumento
de agresión, incluso militar, como lo han sido en no pocas
ocasiones desde la Antigüedad. Según Jacqueline Roddick,
en su libro El negocio de la deuda externa, un secretario adjunto
del Tesoro estadounidense explicó que para conseguir ciertos
fines de su imperio, “en muchos países, incluso la importación
de alimentos sería restringida”.
A quienes piensen que, por monstruoso, este no puede ser el futuro
del agro nacional que se está fraguando, basta con que lean
lo que al respecto consagra el Plan Colombia* o lo publicado por
Rudolf Hommes Rodríguez en El Tiempo del 18 de octubre de
2002, en el que este consultor de quien le pague y principal asesor
económico de Álvaro Uribe Vélez señaló que
hay que “aprovechar los subsidios que otorgan los países
ricos para alimentar mejor a la población local, incrementando
por la vía de las importaciones” la capacidad de compra
de los colombianos; que no tiene sentido producir trigo porque es
mejor adquirir el que venden los gringos subsidiado y “que
lo mismo es cierto en el caso de la mayoría de los cereales
y los granos”; que “lo que no producimos a un precio
razonable lo deberíamos dejar importar” y que “el
mayor beneficio del comercio proviene de las importaciones y no de
las exportaciones, como nos han acostumbrado a pensar equivocadamente
los mercantilistas criollos”. Y en el mismo artículo
tampoco le tembló el pulso para poner por escrito que lo que
se pierda se reemplazaría con “otras cosechas que no
se dan en los países ricos de clima templado”, tales
como espárragos, palmitos, ñame, hortalizas, frutas,
caucho, plátano y yuca, más algunos productos de zoocriaderos.
La ruina también le llegará a mucho de lo que queda
de la industria, porque esta goza de protecciones efectivas incluso
mayores que las del agro. Por ejemplo, las principales importaciones
de automotores tienen como menor arancel un significativo 35 por
ciento, lo que anuncia que con tales tratados se dará el cierre
de las ensambladoras y de las factorías de autopartes
que las abastecen con insumos de baja tecnología, pues, como
se ha dicho, el propósito es llevar los aranceles al cero
por ciento. Que esto tampoco constituye una exageración de
quienes nos oponemos al Alca y a un Tratado de Libre Comercio con
Estados Unidos lo confirmó en El Tiempo del 1º de diciembre
de 2003 el propio ministro de Comercio de Colombia, Jorge Humberto
Botero Angulo, el único vocero del gobierno de Uribe Vélez
en las negociaciones, cuando afirmó lapidario: “Es una
insensatez que sigamos fabricando carros”. Y si esta frescura
se expresa con respecto a un sector en el que hay involucradas fuertes
inversiones de monopolistas, ¿qué pensará de
los productores menores, cuyos intereses carecen de representación
en el Estado colombiano?
Que tampoco se hagan ilusiones algunos industriales colombianos que
hoy exportan, porque el Alca o el TLC implica que perderán
las ventajas que les posibilitan sus ventas en la Comunidad Andina,
a donde en el 2002 fueron el 49 por ciento de las exportaciones de
manufacturas nacionales que se despacharon al hemisferio, o sea,
dos y media veces más que las que salieron para Estados Unidos.
También perderán las gabelas que les concede el Atpdea
en el mercado de Estados Unidos, pues los gringos ya les otorgaron
similares facilidades de acceso a los centroamericanos, a China y
a otros países de Oriente, que son formidables competidores
nuestros en razón de sus poderosas factorías y de unos
precios de mano de obra tan bajos que los hacen imbatibles. Y no
pueden soñar mucho los pocos que logren sobrevivir convirtiéndose
en subcontratistas de las trasnacionales que se establezcan en Colombia,
pues ellas exigen, a la hora de seleccionar a sus “socios” en
las maquilas, que estos se sometan a la gran tensión que significa
aceptar utilidades escasas y contratos de corto plazo, así como
someter a sus trabajadores a relaciones laborales inicuas. Tan inicuas
que con frecuencia solo logran imponérselas a mujeres cabeza
de familia, que constituyen el sector mas débil de los trabajadores.
Y los llamados servicios –que son aquellos sectores económicos
que deben generarse en todo o en parte en donde se consumen, por
lo que no pueden importarse de la misma manera que los bienes agrícolas
e industriales– serán cada vez más tomados por
el capital extranjero, como bien lo muestra la experiencia de catorce
años de aplicación del neoliberalismo en Colombia.
Para saber que será así, basta pensar en lo ocurrido
con el sector financiero, el comercio, las telecomunicaciones, la
construcción de infraestructura y la salud, por ejemplo.
Por ello no debe extrañar que, según el primer estudio
del Departamento Nacional de Planeación de Colombia sobre
el impacto de una mayor apertura –cuya fecha también
muestra la irresponsabilidad con la que se toman la decisiones en
el país, pues apenas se produjo en julio de 2003–, “los
sectores sobre los cuales Estados Unidos presenta ventajas competitivas
y que muy seguramente con la eliminación de la protección
arancelaria afectarían la producción doméstica
están los relacionados con la fabricación de maquinaria
y equipo; madera; algunos alimentos; hilados y fibras textiles; algunos
productos químicos; derivados del petróleo y el carbón;
cauchos y plásticos; como también los dedicados a la
fabricación de productos metálicos”.
Tan ciertas son las asechanzas, que este mismo estudio reconoce que
las importaciones crecerán más que las exportaciones:
con el Alca, lo importado se incrementará en 10,07 por
ciento, en tanto lo exportado aumentará 6,30 por ciento; y
con el Tratado de Libre Comercio la relación será de
11,92 por ciento contra 6,44 por ciento, también en beneficio
de la producción extranjera.
Pero como en el estudio de Planeación también señalan
que, no obstante el mayor incremento de las importaciones frente
a las exportaciones, aumentará el “bienestar” de
los colombianos en ridículos 0,79 ó 0,23 por ciento,
dependiendo del acuerdo que se firme, esto tienen que explicarlo
de alguna manera. Y lo explican con una afirmación que otra
vez los desenmascara porque muestra que toda la estrategia, por donde
se mire, tiene como principal beneficiario al capital extranjero.
Allí se afirma que “cuando se consideran los efectos
de (la) mayor inversión extranjera producto de la liberalización
del sector servicios, las ganancias tanto del acuerdo bilateral como
del Alca son evidentes”, lo que significa reconocer que las
pérdidas de la industria y el agro nacionales a su vez serán “evidentes”,
para usar sus palabras, y que el capital extranjero se quedará con
los negocios que no arruinen las importaciones, es decir, salud,
educación, comercio, construcción de infraestructura,
telecomunicaciones, servicios públicos domiciliarios, finanzas.
Tan serán los financistas estadounidenses los que se beneficiarán
de la profundización de la apertura que planean los neoliberales,
que hasta el aumento de las exportaciones colombianas que esperan
tendría origen en sus negocios. Al respecto, el mismo Jorge
Humberto Botero Angulo explicó que las mayores gabelas que
le otorgarán a la inversión foránea buscan “generar
exportaciones principalmente a Estados Unidos, y generar cambios
estructurales en la canasta exportadora” (El Tiempo, 23 de
noviembre de 2003).
Claro que esos capitales foráneos llegarán –si
es que llegan en las proporciones con las que sueñan los neoliberales
criollos, porque otra cosa pueden definir sus propietarios, que apenas
colocan en Colombia menos del 0,4 por ciento de la inversión
extranjera directa que se hace cada año en el mundo– siempre
y cuando el gobierno les garantice a los inversionistas más
ventas a menos precio del patrimonio nacional, recursos naturales
bien baratos, impuestos menores o inexistentes, tribunales privados
y en el exterior para resolver los conflictos con el Estado y los
particulares y, en especial, mano de obra de bajo precio (en salarios,
prestaciones, salud y pensiones), porque de otra manera no se dignarán
invertir en Colombia. Lo que busca Estados Unidos en América,
entonces, no significa otra cosa que arrebatarles los aparatos productivos
nacionales a los otros 33 países y seleccionar, en cada negocio,
al que esté dispuesto a someterse a las peores condiciones,
a cambio de “beneficiarlo” con las inversiones de sus
monopolistas.
Una vez quedó en ridículo la tesis de que Colombia
podría competir si mejoraba la creatividad y la autoestima
de sus productores, como se sugirió en los noventas, los neoliberales
se movieron de la demagogia a la desfachatez. Ahora, como lo ha señalado
Míster Hommes, justifican el Alca o el TLC con Estados Unidos
afirmando que las mayores importaciones benefician a los “pobres” porque
les abaratan sus compras y que quienes defienden la protección
son los “ricos” del país, que desean seguir abusando
de su “ineficiencia”. Pretenden ocultar que el incremento
de lo importado golpeará primero a los pequeños y medianos
productores del campo y las ciudades, por definición peor
dotados que los mayores para enfrentar a los monopolios extranjeros.
Silencian que cuando se arruina un empresario los que más
sufren son sus trabajadores, que se convierten en desempleados. Niegan
la verdad general que señala que la capacidad de compra de
una nación depende de la cantidad de riqueza y empleo bien
remunerado que pueda producir. Guardan silencio acerca de que las
reducciones de los precios de lo importado arruinarán la producción
nacional pero no les llegarán a los compradores, pues ellas
quedarán al arbitrio de los monopolistas que controlen lo
que se traiga del exterior. Y mencionan poco que la eliminación
de los aranceles a los productos foráneos –donde se
originarían los supuestos menores costos de las mercancías– vendrá acompañada
por un aumento igual en los impuestos a los colombianos –más
IVA–, incremento que el gobierno, en el estudio de Planeación
Nacional tantas veces citado, calcula en 806,5 o en 590,6 millones
de dólares anuales, dependiendo del acuerdo que se firme,
lo que quiere decir que se pasará de unos gravámenes
que le sirven a la producción nacional a unos que benefician
a la extranjera.
La falacia mayor
La falacia mayor de las teorías neoliberales consiste en
señalar que “los países se desarrollan exportando”,
pues, si así fuera, Colombia tendría más desarrollo
que Estados Unidos y Japón, en razón de que sus respectivas
exportaciones –como participación en el PIB, que es
lo que cuenta– ascienden a 18, 10 y 11 por ciento. También
existen cifras que muestran que algunos de los mayores exportadores
relativos del mundo son empobrecidos países africanos, como
Angola y Guinea Ecuatorial, cuyas ventas al exterior representan
el 93 y el 97 por ciento de su PIB, respectivamente. Incluso, la
propia historia del país permite demostrar que no existe ninguna
relación de tipo automático entre mayores exportaciones
relativas y mayor progreso económico y social o que si existe
es al revés de como dicen los neoliberales. En La historia
económica de Colombia, José Antonio Ocampo establece
que entre 1945 y 1949 las exportaciones colombianas representaron
el 21,6 por ciento del total PIB, un porcentaje superior al actual,
y es obvio que todos los indicadores de ese entonces eran peores
que los de hoy. Incluso, si alguien se tomara el trabajo de remontarse
hacia atrás es seguro que encontraría que en la colonia
española las exportaciones de piedras y metales preciosos
llegaron a representar cerca del ciento por ciento del producto de
la Nueva Granada. Sin que constituya una novedad, queda en evidencia
que el “bienvenidos al futuro” neoliberal que acuñara
César Gaviria, también en este aspecto busca una regresión.
Y lo ocurrido en México, que con el Tratado de Libre Comercio
con los norteamericanos y los canadienses pasó de exportar
51.900 millones de dólares en 1994 a 160.700 millones de dólares
en 2002, un incremento notable, también muestra lo endeble
de esa teoría cuando se conoce el conjunto de sus indicadores
económicos y sociales, tan mediocres como los países
con que sueñan quienes lo ponen como ejemplo, y eso que los
mexicanos están mejor localizados que todos en el mundo para
tener éxito con el modelo neoliberal de exportaciones, dada
su vecindad con Estados Unidos. Un solo indicador económico
se sobra para ilustrar el rotundo fracaso de la globalización
en México como orientación en favor del auténtico
progreso de ese país: la tasa media de crecimiento del PIB
por habitante durante el TLCAN (1994-2002) ha sido de sólo
0,96 por ciento, la más baja alcanzada en comparación
con todas las estrategias de crecimiento seguidas por ese país
en el siglo XX.
Lo ocurrido en México pone al descubierto por qué la
globalización neoliberal no desarrolla a los países
atrasados de la tierra. Existen cifras de sobra para mostrar que
el aumento de las exportaciones mexicanas es, sobre todo, fruto del
incremento de los precios del petróleo que desde hace décadas
le vende en abundancia a Estados Unidos y del negocio de importación
y exportación de manufacturas de las trasnacionales estadounidenses
ubicadas a lado y lado de la frontera, con ellas mismas, como bien
lo muestra que el 97 por ciento de los insumos distintos de costos
laborales que utiliza la llamada “industria maquiladora” sean
importados desde Estados Unidos y que hacia allí vaya una
porción indeseable, por lo grande, de sus exportaciones. Su
gran apertura, entonces, destruyó una porción considerable
de su aparato productivo, al tiempo que lo reemplazó por inversión
extranjera que utiliza casi como único insumo de ese país
una mano de obra de bajísimo precio, el cual no podrá elevarse
presionado por los salarios también ínfimos de otros
países, como ya viene ocurriendo y ocurrirá cada vez
más, en la medida en que los gringos firmen nuevos tratados
de “libre comercio” e instalen más de sus factorías
en otras latitudes.
Así, y ello se evidencia no sólo en México,
la estrategia exportadora que se les impone a las neocolonias en
la globalización neoliberal consiste, por una parte y como
cosa supuestamente novedosa, en maquilarles manufacturas a las trasnacionales
y, por la otra, seguir con la vieja estrategia colonialista de especializarse
en producir materias primas agrícolas y mineras que se venden
en el exterior con muy poco o ningún valor agregado nacional,
las cuales, además, en todo o en parte cada vez mayor comercializan
y hasta producen los monopolios de las potencias. Para confirmarlo
en Colombia basta con mirar las cifras que muestran el aumento, desde
la apertura, de las exportaciones industriales de las multinacionales
instaladas en el país, así como los casos del carbón,
el níquel, las flores y el banano, donde ha crecido el peso
de los extranjeros en su producción y su comercio, sin perder
de vista que las mayores ganancias de esos negocios se realizan al
agregarles valor y en las ventas al detal, lo que indefectiblemente
ocurre en las metrópolis.
Además, es absolutamente repudiable la teoría de supuesta
reciprocidad que arguye que hay que aceptarle a Estados Unidos el
arrasamiento de buena parte del agro y la industria nacional, dado
que de otra manera este tendría razones para no comprar el
café y el banano o el carbón y el petróleo que
se producen en Colombia. Porque es obvio que esas importaciones de
los estadounidenses no solo no le hacen ningún daño
a su economía sino que, como lo sabe cualquiera, les generan
enormes beneficios a sus monopolios. Salvo que se decida someterse
a la lógica del más burdo chantaje imperialista, no
cabe, por tanto, la proposición de decir que para poder venderles,
por ejemplo, café, hay que acabar con el maíz o que
a cambio de las ventas de carbón se debe sacrificar la industria
farmacéutica colombiana. Y si de lo que tratan el Alca y el
Tratado de Libre Comercio es de convertir en derecho internacional
la extorsión de los poderosos contra los débiles, ¿por
qué el gobierno colombiano no lo denuncia a los cuatro vientos? ¿Cómo
explica que ese trato sea digno de todo rechazo en las relaciones
entre las personas y no entre los países? Porque una cosa
es ser obligado a hacer algo a punta de pistola y otra bien distinta
someterse a lo indeseable con toda mansedumbre; así como tiene
gran importancia distinguir entre quienes son víctimas del
despojo y quienes son sus alcahuetes o sus cómplices.
Es evidente que si no se manipulan las teorías y los hechos
para justificar la globalización neoliberal, debe reconocerse
que el único y verdadero común denominador de los países
que han logrado desarrollarse, y que poseen condiciones de recursos
naturales y población equiparables a las de Colombia, consiste
en que en todos ellos, sea que exporten más o menos, la clave
de su progreso ha residido en crear fuertes mercados internos, es
decir, en elevar de manera notable la capacidad de compra de su población,
para que esta sustente un poderoso aparato productivo destinado a
atender el consumo nacional, lo que además crea condiciones
para la exportación de los excedentes. ¿Quién
es capaz de discutir que el principal fundamento de la enorme capacidad
productiva y competitiva de Estados Unidos radica en la también
inmensa capacidad de compra, que llega hasta el derroche, de sus
ciudadanos? Además, la estrategia exportadora como supuesta
clave del progreso no sólo no conduce al desarrollo. También
implica la más regresiva de las relaciones entre el capital
y el trabajo que pueda concebirse dentro de un país: como
quienes les compran a los exportadores no son los nacionales sino
los extranjeros, a estos empresarios solo les interesa relacionarse
con su pueblo a través de los salarios de miseria que sustentan
sus ventas externas, so pena de que si no lo logran sean desplazados
por los productores de otros países que sí puedan hacerlo.
Lo que se traduce en una competencia global en procura de conseguir
salarios de hambre y un mundo en el que se les imponga el empleo
informal a las legiones que no podrán vincularse a los negocios
de importación y exportación y a los llamados servicios
que ofrecen los monopolios. A quienes señalan que hay que
convertir el mercado externo en el principal porque el interno es
muy débil, debemos espetarles: ¡dejen de importar lo
que puede producirse en Colombia, y ahí tienen su mercado! ¡Eleven
la capacidad de consumo de los treinta millones de colombianos que
languidecen en la pobreza y la miseria, y ahí también
tienen su mercado!
Resaltar la importancia del mercado interno como el principal para
desarrollar a Colombia no debe entenderse como que se pretenda un
desarrollo autárquico, que rechace las relaciones económicas
internacionales. De ninguna manera. Es obvio que lo que no producen
los colombianos, y se requiera para el desarrollo nacional, debe
importarse, así como son bienvenidas las exportaciones y hasta
pueden serlo las inversiones foráneas. Pero cualquier vínculo,
de cualquier tipo, con los extranjeros debe fundamentarse en el respeto
mutuo y el beneficio recíproco, a partir de una muy celosa
exigencia de respetar las soberanías nacionales, de forma
que se beneficie el desarrollo de cada nación, es decir, la
posibilidad de constituir un vigoroso mercado interno, concepción
que también debe ser la base para adelantar cualquier proyecto
de integración económica entre las naciones.
Por otra parte, el Alca o el TLC con Estados Unidos van más
allá de abrirles de par en par las puertas a las importaciones.
También incluyen otra serie de objetivos, todos a favor de
los estadounidenses y en contra de que el Estado colombiano, mediante
sus políticas, auspicie el desarrollo de la producción
nacional. Busca reformar el sistema de propiedad intelectual, de
manera que con este las trasnacionales puedan consolidar sus monopolios
y los precios monopolistas, lo que lesionaría a los empresarios
y a los trabajadores nacionales y les significaría mayores
precios a los consumidores, los cuales, en el caso de la farmacéutica,
podrían llegar a 770 millones de dólares al año,
según estudios del propio Fedesarrollo. El capítulo
de compras del sector público apunta a impedir que mediante
normas los gobiernos puedan favorecer a sus compatriotas con sus
grandes adquisiciones y contratos, con lo que se perdería
un instrumento que ha sido de uso común en el mundo en beneficio
de los productores de cada país en su competencia con los
foráneos. Un propósito similar persigue el capítulo
que trata sobre inversiones, acceso a mercados y servicios, pues
se sabe que uno de los instrumentos claves del desarrollo de los
países que han tenido éxito ha sido el de reservarse
ciertos sectores de sus economías para sus inversionistas,
así como imponerles condicionamientos a los extranjeros. En
el caso de la solución de controversias entre los particulares
y el Estado con el capital extranjero, se quiere que ellas no las
diriman los sistemas judiciales de los respectivos países,
sino tribunales de arbitramento internacionales, hechos a la medida
y en el obvio beneficio de las trasnacionales. En lo que tiene que
ver con la política de competencia, los gringos tienen como
propósito que esta se dé en absoluta igualdad de condiciones
entre el capital nacional y el extranjero, lo que implica una descomunal
desigualdad en contra del colombiano, dada la también descomunal
desigualdad entre las partes. Y el capítulo de subsidios,
antidumping y derechos compensatorios pretende –a pesar de
que Estados Unidos ya advirtió que se reserva el derecho de
mantener los enormes respaldos a sus productores– debilitar
todavía más la capacidad de las naciones débiles
para defender sus mercados internos.
Así las cosas, el cuadro de lo que también le ocurrirá a
Colombia con el Alca o el TLC se completa si se comprende que es
la misma política iniciada en 1990, pero elevada a la enésima
potencia, lo que implica la definitiva privatización de la
educación, la salud y los servicios públicos domiciliarios,
sectores que de una vez por todas serán convertidos en vulgares
negocios, de acuerdo con la voracidad del capital extranjero. Además
es necesario advertir que el gobierno de Uribe Vélez viene
anticipándose a los acuerdos que tiene decidido suscribir,
por la vía de hacerles modificaciones a las actuales normas
internas. Ya anunció que volverá a presentarle al Congreso
el proyecto de ley negado en la legislatura de 2003, que establecía
los tribunales internacionales de arbitraje para dirimir los conflictos
con las trasnacionales. Y también es parte de la misma política
la decisión de dividir la Empresa Colombiana de Petróleos
(Ecopetrol) en tres, de prorrogar hasta el agotamiento de los pozos
los contratos de asociación y de volver a los viejos negocios
de concesión colonial con las petroleras foráneas.
La recolonización y sus beneficiarios
No se asiste, por tanto, a un proyecto para integrar las economías
del continente. Lo que avanza es un plan de anexión de las
enclenques economías latinoamericanas por parte de la muy
poderosa economía estadounidense, proceso que viene desarrollándose
desde hace más de un siglo en la dirección de hacer
que las relaciones de Colombia y los países latinoamericanos
con Estados Unidos se parezcan cada vez más a las que tuvieron
con España, hasta concluir en su recolonización definitiva.
Si se comparan el Alca y los TLC con la Unión Europea –así sobre
esta puedan expresarse reparos–, resaltan tres enormes diferencias
como acuerdos de integración: los europeos se demoraron cincuenta
años en negociaciones y cambios hasta concluirla, y eso que
se trataba de países con menores diferencias relativas, mientras
que en América se quiere imponer en mucho menos tiempo; allá se
creo una moneda única que es la de todos, en tanto aquí los
acuerdos se desarrollarán con la batuta del dólar,
lo que les aumenta las ventajas a los monopolistas gringos; y en
Europa acordaron el libre movimiento de las personas, de forma que
lo acordado tiene que cuidar un cierto equilibrio entre las partes
para impedir migraciones masivas de unos países a otros, al
tiempo que el Alca y el TLC excluye esa posibilidad, lo que obedece
a que la riqueza se concentrará en Estados Unidos y la pobreza
al sur del Río Grande y a que sólo podrán migrar
hacia el imperio los latinoamericanos que sean necesarios para que,
por las situaciones desesperadas a las que los empuja el neoliberalismo
y que los inducen a aceptar los peores trabajos y remuneraciones,
presionen a la baja las condiciones laborales y los salarios norteamericanos,
y contribuyan también así con el éxito de sus
monopolios.
Son tan de bulto las razones por las cuales Estados Unidos decidió imponer
el Alca y el TLC, que ellas no requieren más explicaciones,
como no sea la de agregar que su natural ventajismo actúa
acicateado por las grandes dificultades económicas por las
que atraviesa y por la paradoja de que la globalización que
viene imponiendo lo hunde cada vez más en la misma crisis
en la que, con interrupciones, lleva décadas. Y las razones
de los gobiernos latinoamericanos que tienen definido suscribir este
acuerdo, sin importar lo leonino que sea, también pueden conocerse.
Su secreto se revela cuando se sabe que las clases sociales que controlan
el poder económico y político en estos países
son las mismas que desde siempre se han beneficiado de las relaciones
desiguales con el capital financiero norteamericano o que al menos
lograron distanciarse de sus peores consecuencias, sectores que son
cada vez más pequeños por la nueva situación
originada con los cambios ocurridos en los últimos años:
en esta etapa están siendo eliminados o golpeados muchos de
quienes gozaron de condiciones favorables en la anterior y, en especial,
todos los que no lograron amasar fortunas de nivel monopolístico,
aunque también sobre estos se ciernen grandes asechanzas.
Eufemismos o timideces aparte, hay que denunciar que en Colombia
existen sectores sociales que lograron separar su suerte de la suerte
de la nación, como bien lo ejemplarizan los asociados al capital
extranjero, los criollos que trabajan como altos mandos del medio
centenar de trasnacionales que operan en el país o los tecnócratas
de los organismos financieros internacionales. Gentes a las que les
va bien aunque al país le vaya mal o, lo que es más
grave, les va mejor cuando a la nación le va peor. Como lo
explicara Mariano Ospina Hernández, conocido dirigente del
Partido Conservador, lo que pretenden los gringos equivale a una
pelea de toche con guayaba madura, en la que, “para empeorar
la situación, la guayaba madura encierra dentro de sí amigos
del toche que seguramente esperan ganarse la benevolencia y quizá algunas
asesorías por parte del USA-toche”.
La globalización neoliberal representa un paso más
en la evolución del capitalismo y este significa, en sus relaciones
entre sus empresarios, un sistema de competencia feroz en procura
de eliminar a sus competidores y, con ello, alcanzar el monopolio
que genera la máxima ganancia posible, de donde se deduce
que las relaciones entre los países capitalistas también
poseen la competencia como la característica principal de
sus relaciones. De ahí que no pueda haber peor vocero de una
nación que quien negocie en su nombre pero represente el interés
extranjero o se someta a él, que es lo que ha ocurrido en
las reuniones donde Colombia define sus posiciones frente al Alca
o el Tratado de Libre Comercio, en las que ni siquiera se distingue
entre los empresarios nacionales y los extranjeros, y a las que incluso
asisten con iguales derechos, como si fueran voceros de los colombianos,
los representantes de las trasnacionales que operan en el país.
La actitud de patética sumisión que caracteriza las
negociaciones entre Colombia y Estados Unidos la resumió bien
Eugenio Marulanda, presidente de Confecámaras, uno de los
asistentes a la reunión de Uribe Vélez con Robert Zoellick,
Representante Comercial estadounidense, en la que se decidió firmar
el TLC: “Quien tiene el oro pone las condiciones... Eso fue
lo que hizo Zoellick. Decir: listo, se hace el acuerdo, pero nosotros
ponemos las condiciones. Lo toman o lo dejan” (El Espectador,
agosto 10 de 2003).
Entonces, a los socios menores o mayores del capital extranjero,
así como a sus empleados y comisionistas o a quienes aspiran
a serlo –en razón de su incapacidad para defender el
modelo económico neoliberal como una estrategia de progreso
para Colombia–, les quedó como principal argumento su
supuesta “inevitabilidad”, con lo que cumplen también
con la misión de repetir la cantinela que inoculan los ideólogos
estadounidenses, quienes saben que este nuevo paso en la construcción
de su imperio se dirimirá, primero que todo, en el terreno
de las ideas, pues nadie está más derrotado que quien
de antemano se niega a decir ¡No! Además de los voceros
oficiales, quienes lo afirman para tramar incautos, también
dicen que “hay que entrar”, así tampoco puedan
mostrar sus beneficios, los que se hacen ilusiones de que “puede
negociarse bien”, lo que tiene origen en saber o suponer que
serán otros los que sufrirán las peores consecuencias.
Y no faltan los que, por timoratos, guardan silencio sobre el desastre
que saben llegará, con el sueño de lograr un puesto
en el bus del imperialismo aunque sea colgados de la placa.
La nación colombiana toda –sus trabajadores y empleados
de todos los tipos, los campesinos, indígenas, artesanos y
empresarios del campo y la ciudad afectados de manera directa por
la globalización neoliberal, o que tengan sentimientos patrióticos– debe
levantar como una sola voz el rechazo al Alca y el TLC con Estados
Unidos, porque esa política, como se ha visto, solo puede
agravar los muchos padecimientos de los colombianos y alejar el momento
en el que, a partir de una orientación económica diferente,
se construya un país auténticamente
democrático y próspero.
Ahora más que nunca urge entender cómo, desde siempre,
la principal palanca del desarrollo económico ha sido la política,
en este caso entendida como la importancia de que las naciones garanticen
el ejercicio pleno de la soberanía sobre los territorios en
los que se asientan, así como en sus relaciones internacionales,
pues ella es la única que, mediante decisiones de todo tipo,
puede impedir que el descomunal poder económico de los imperios
y sus monopolios arrase con las producciones de los países
débiles y con sus posibilidades de desarrollo y progreso.
Sin la independencia de España los colombianos poco o nada
tendríamos; y el relativo desarrollo que se ha logrado desde
entonces se explica porque el Estado, mediante aranceles y otras
muchas medidas de protección y estímulo al desarrollo,
facilitó que creciera la producción nacional. Que nadie
se haga ilusiones: si algún país no tiene futuro es
aquel que amarre su destino a los desechos de los negocios de las
trasnacionales y sus imperios.
Bogotá, 15 de marzo de 2004.
*El Plan Colombia señala: “En los últimos diez
años, Colombia ha abierto su economía, tradicionalmente
cerrada... El sector agropecuario ha sufrido graves impactos ya que
la producción de algunos cereales tales como el trigo, el
maíz, la cebada, y otros productos básicos como soya,
algodón y sorgo han resultado poco competitivos en los mercados
internacionales. Como resultado de ello –agrega– se han
perdido 700 mil hectáreas de producción agrícola
frente al aumento de importaciones durante los años 90, y
esto a su vez ha sido un golpe dramático al empleo en las áreas
rurales”. Y concluye: “La modernización esperada
de la agricultura en Colombia ha progresado en forma muy lenta, ya
que los cultivos permanentes en los cuales Colombia es competitiva
como país tropical, requieren de inversiones y créditos
sustanciales puesto que son de rendimiento tardío”
**Jorge Enrique Robledo Castillo, senador elegido por la coalición
Unidad Cívica y Agraria-MOIR, es arquitecto de la Universidad
de los Andes y fue por muchos años profesor de la Universidad
Nacional, institución que le otorgó la Orden Gerardo
Molina, máxima distinción que les confiere a sus docentes.
Ganó también Robledo el premio de la XVII Bienal de
Arquitectura en Teoría, Historia y Crítica.
Ha publicado varios libros, entre los que se destacan los siguientes:
El drama de la vivienda en Colombia, La ciudad en la colonización
antioqueña: Manizales, Lo que oculta la privatización,
El café en Colombia y www.neoliberalismo.com.co. Además,
es articulista de La Patria (Manizales), La Tarde (Pereira), El Nuevo
Día (Ibagué), Tribuna Roja y El Usuario.
Fue fundador y coordinador de Unidad Cafetera, secretario ejecutivo
de la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria
y asesor de la Liga de Usuarios de Servicios Públicos de Caldas.