POR QUÉ DECIRLES NO AL ALCA Y AL TLC

“Durante siglos Inglaterra se apoyó en la protección, la apoyó hasta límites extremos y logró resultados satisfactorios. Luego de dos siglos, consideró mejor adoptar el libre cambio, pues piensa que la protección ya no tiene futuro. Muy bien, señores, el conocimiento que yo tengo de nuestro país me lleva a pensar que, en doscientos años, cuando Estados Unidos haya sacado de la protección todo lo que ella puede darle, también adoptará el libre cambio”.
Ulysses Grant, presidente de
Estados Unidos, (1868-1876)

Jorge Enrique Robledo Castillo**
robledoje@senado.gov.co


Aunque parezca mentira, los mismos que defendieron y aplicaron las políticas que llevaron a Colombia a una crisis sin precedentes todavía siguen al mando y, como si fuera poco, insisten en que deben profundizarse esas orientaciones, por lo que hay que suscribir –afirman– el Área de Libre Comercio de las Américas (Alca) y el Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos. De ahí que cualquier análisis sobre lo que les sucederá a los colombianos con el siguiente paso de la globalización neoliberal deba empezar por un balance de lo ocurrido desde 1990, cuando los presidentes Barco y Gaviria, sin consultarle a la nación, decidieron aplicar el llamado “Consenso de Washington” que definieran los estrategas estadounidenses.

Lo que enseña la experiencia

En el decenio de 1990, después de décadas de muy escasos y recortados progresos económicos y sociales, pero de avances al fin y al cabo, Colombia, al igual que los demás países latinoamericanos que aplicaron el recetario neoliberal, entró en una crisis económica tan profunda que todos los analistas coinciden en calificarla como la peor de su historia. Es tan grave, que el grado de sufrimiento al que ha llevado a los sectores populares, a una porción considerable de las capas medias y a no pocos empresarios supera cualquier capacidad de descripción, dolorosa realidad que en este texto por lo breve no cabe detallar, y porque nadie, ni los que la causaron, la niega en el país. El contraste consiste en que no todos se han empobrecido, porque la concentración de la riqueza ha aumentado en los bolsillos de la insignificante minoría que salió gananciosa del desastre, en una de las naciones con mayores desigualdades sociales del mundo.
¿ Cuáles fueron las causas fundamentales de esta hecatombe económica y social, de cuyo acierto en precisarlas depende que pueda superarse, tomando los correctivos que sean del caso? En tres pueden dividirse las principales políticas dictadas por el gobierno de Estados Unidos y su cancerbero, el Fondo Monetario Internacional (FMI), los centros de poder de donde provienen las ideas con las que posan de sabios los neoliberales criollos: una menor protección de la industria y el agro frente a la competencia extranjera, la privatización total o parcial de los principales activos del Estado y de los servicios que hasta ese momento habían sido deberes suyos frente a los colombianos, y el aumento de las gabelas al capital financiero nacional y foráneo.
Como algunos lo advertimos desde 1990, la apertura condujo a que las importaciones superaran de lejos a las exportaciones y a que, por tanto, la balanza comercial del país, que había sido equilibrada por décadas, se convirtiera en negativa en un promedio de 3.098 millones de dólares anuales entre 1993 y 1998, con unas pérdidas totales de 18.587 millones de dólares, suma muy parecida al incremento de la deuda externa nacional en ese lapso. Y las principales exportaciones de Colombia siguieron siendo, de lejos y como siempre, de café, banano, flores, petróleo, oro, níquel y carbón, productos que se exportan con muy poca o ninguna transformación y cuyos despachos no tienen nada que ver con la implantación del modelo neoliberal.
En consecuencia con el alud de importaciones, las agropecuarias pasaron de 700 mil a siete millones de toneladas y el sector perdió 880 mil hectáreas de cultivos transitorios y 150 mil empleos, a lo que se le agregó la crisis del café, que redujo su área en 200 mil hectáreas y su producción en seis millones de sacos, también originada en la imposición del neoliberalismo en el mundo, que en este caso les entregó a las trasnacionales de su comercio la potestad de bajar los precios de compra a su arbitrio. Por su parte, los indicadores de la industria manufacturera cayeron en proporciones incluso mayores, realidad que muchos ignoran porque la han ocultado quienes tienen como primer deber informarla, pero que resulta incontrovertible: entre 1993 y 1999, la suma de los porcentajes de los Productos Internos Brutos anuales del sector agropecuario llegó a la muy mediocre de 7,35 por ciento (+1,05 promedio anual), pero la de la industria manufacturera mostró una reducción de 5,9 por ciento (–0,84 promedio anual), lo que significa una diferencia notable, del 13,25 por ciento, la cual se agigantaría en términos relativos si las cifras se dieran sin incluir el aporte de las trasnacionales que operan en el país, pues es obvio que la peor parte la llevaron las factorías no monopolistas de los productores nacionales. Y también se desconoce que si el desastre industrial y agropecuario no alcanzó proporciones mayores ello se debió a que la desprotección no llegó al ciento por ciento, como bien lo muestra que el arancel promedio de las importaciones de origen agrícola y pecuario ronda por el sesenta por ciento y que la industria disfruta de protecciones reales aún mayores.
Además, y en consecuencia, al reducirse la producción urbana y rural, a la par con las rentabilidades de quienes no se quebraron, sufrieron el comercio, el transporte y el resto de la economía, donde también cayeron el número de empresas, las utilidades, el empleo y los salarios.
Al mismo tiempo, y con el propósito de darle largas a un modelo económico que ya para 1993 mostró que conduciría a un retroceso económico y social notable, los neoliberales se dedicaron a conseguir con los extranjeros los dólares que exigía el pago de las importaciones, y que no se podían generar con las exportaciones nacionales. Para tal efecto, convirtieron el país en el paraíso de los inversionistas, banqueros y vulgares especuladores foráneos, a quienes atrajeron mediante lo único que los estimula: unas tasas de ganancia mayores que las que pueden conseguir en sus lugares de origen. Entonces, les hicieron grandes entregas a menos precio de los recursos naturales, los servicios públicos domiciliarios y el sector financiero, entre otras áreas, en tanto la deuda externa pública y privada, que había tardado un siglo en llegar a 17.278 millones de dólares, más que se duplicó en sólo seis años, entre 1992 y 1998, cuando alcanzó 36.682 millones de dólares. El tapen-tapen del hundimiento del sector real de la economía se completó inflando la capacidad de gasto de los particulares y del Estado mediante todo tipo de facilidades a un endeudamiento irresponsable, que también le dio pábulo a una gran especulación inmobiliaria. Una vez los prestamistas extranjeros empezaron a resistirse a seguir prestando porque era obvio que no podían sostenerse unas balanzas comercial y de pagos cada vez más deficitarias, elevaron todavía más las tasas internas de interés, hasta niveles de escandalosa usura, lo que le dio el puntillazo a la producción, disparó el desempleo y desquició la capacidad de pago de los endeudados, arrastrando a la crisis a los propios banqueros y precipitando el colapso económico de 1999, el peor desde que se llevan estadísticas en Colombia. Y como ni ante lo ocurrido modificaron la estrategia, el déficit de la balanza comercial creció en otros 1.723 millones de dólares entre 1999 y 2002, para una pérdida total de 20.310 millones de dólares desde que empezó la apertura, la deuda externa llegó al tope de 39.038 millones de dólares en 2001 y la economía sigue con un comportamiento tan mediocre que podría terminar en otra crisis mayúscula.
Como estaba calculado por los neoliberales, en la misma medida en que naufragaba la economía no monopolista creció la concentración de la propiedad y en especial la de los extranjeros, bien fuera porque aparecieron trasnacionales en sectores donde no las había, como en el caso del comercio, o porque los monopolios públicos se convirtieron en privados, como sucedió en los servicios públicos domiciliarios, o porque el Estado les vendió su participación a sus socios, como lo muestran el carbón y el níquel, o porque hasta los “cacaos”, como llaman en Colombia a los monopolistas criollos, tuvieron que feriar varias de sus empresas y retroceder en algunos sectores, como lo ilustran las finanzas, las comunicaciones y la aviación.
El cuadro del desastre se completa al saberse que la tasa de ahorro nacional, el principal indicador para medir si un país tiene futuro o no, porque de ella depende la inversión productiva, cayó a la mitad con respecto a la de 1990, así como que el Estado debe tanto que desde hace años sus nuevos préstamos se adquieren para pagar las deudas contraídas, créditos que se contratan condicionados a profundizar el modelo neoliberal, lo que constituye su peor defecto, y que podría llegar el momento en que no puedan atenderse así le incrementen hasta el delirio los impuestos a los sectores populares y a las capas medias y disminuyan hasta la insignificancia el gasto público.
Con la astucia que los caracteriza, los neoliberales dicen que no fue la apertura la que golpeó la industria y el agro sino la revaluación del peso, ocultando que el peso tenía que valorizarse frente al dólar si entraban miles de millones de dólares al país y si se definía entregarle al “mercado” –el nombre que en este caso les dan a las andanzas de un puñado de especuladores– la potestad de fijar el precio de las divisas y la tasa de interés, como bien lo está confirmando lo ocurrido en 2003 y 2004. También alegan que no fueron sus políticas las que generaron el desastre sino el elevado gasto público y el déficit fiscal que vino con él, silenciando que estos problemas responden a la estrategia de mantener funcionando mediante la deuda una economía que estaba siendo destruida por las importaciones, así como al salvamento de los banqueros víctimas de la incapacidad de pago de los endeudados y a que los recaudos por impuestos, afectados por la baja de los aranceles y por la crisis económica, no han aumentado lo suficiente, a pesar de aprobarse una reforma tributaria cada 18 meses y que la participación de los tributos en el Producto Interno Bruto (PIB) pasó del 7,85 al 13,36 por ciento del PIB entre 1990 y 2002. Tampoco resiste análisis su alegato de explicar la crisis por los pagos de las pensiones, asunto al que con maña desligan de sus medidas, pues el faltante obedece a la caída de la economía, que redujo los salarios, el empleo formal y sus aportes, y a haberles pasado los cotizantes a los fondos privados, que ya poseen 22 billones de pesos dedicados a la especulación financiera, en tanto le dejaron al Estado la responsabilidad de pagarles a los pensionados.
Mención aparte merece la dolorosa situación de los millones de compatriotas que han tenido que irse al exterior a trabajar en las peores condiciones, porque en el país no encontraron en qué ocuparse. ¿A cuándo ascenderían las tasas de desempleo que reconoce el Dane sin esa migración enorme? ¿Cuánto ha perdido Colombia formando personas de las que se aprovechan Estados Unidos y otros países? Pero lo más indignante de este caso reside en que son las remesas en dólares de esos colombianos –que ya llegan a tres mil millones de dólares anuales– las que están permitiendo pagar unas importaciones y una deuda externa que de otra manera no podrían pagarse. Dolorosa paradoja la de estos paisanos: es su doble sacrificio – irse de su Patria, y girar cada mes– el que les permite a los neoliberales criollos darse aires de estadistas por mantener funcionando un modelo económico que los maltrata como a los que más.
Y tan tiene origen lo ocurrido en el desbalance entre exportaciones e importaciones, que las principales medidas tomadas desde 1999 apuntan a resolverlo. El peso se devaluó como una imposición de las realidades económicas en un ambiente de dejarle al “mercado” la fijación de su precio, y para disminuir las importaciones y aumentar las exportaciones por la vía de encarecer las primeras y abaratar las segundas, de forma que se equilibraran o al menos disminuyeran sus enormes diferencias. Aun cuando lo tratan de ocultar, se sabe que la decisión de empobrecer a los colombianos, además de mejorar la capacidad exportadora compitiendo con bajos salarios, tiene que ver con que se consuma menos para que se importe menos, y evitar otra crisis de la balanza de pagos. Quedó entonces la economía colombiana en un círculo vicioso del que no podrá salir sin romper con las orientaciones del Fondo Monetario Internacional, en razón de que si mejora su situación económica general se aumenta lo importado frente a lo exportado, y si aumenta la inversión extranjera para compensar las mayores compras al exterior se revalúa el peso, situaciones las dos que empujan hacia una balanza comercial deficitaria.
Los hechos, que son tozudos, confirmaron lo que ya se sabía: que nada que destruya la producción, el trabajo y el ahorro nacionales para reemplazarlos por los de los extranjeros conduce al desarrollo de un país. Colombia, como todo el continente, nunca ha recibido tanta plata del exterior, por crédito o inversión, y tampoco nunca ha estado peor, pero sí es seguro que lo estará si le imponen el Alca o un acuerdo de “libre comercio” con Estados Unidos, porque estos avanzan por la misma senda que condujo el país a la debacle.
El cambio ocurrido en las relaciones de dominación de Estados Unidos sobre Colombia, que son las que en lo fundamental explican el subdesarrollo nacional de antes de 1990, cuando también el Fondo Monetario Internacional definía la política económica, lo resumió Francisco Mosquera: “Se trataba (en el pasado) de una expoliación disimulada, astuta, que nos permitía algún grado de desarrollo, complementario a la sustracción de las riquezas del país. Digamos que los gringos chupaban el néctar con ciertas consideraciones. Pero con la apertura la extorsión se ha tornado descarada, cruda, sin miramiento alguno”.
Así las cosas, la pregunta que se hacen tantos de por qué el Fondo Monetario Internacional insiste en aplicar un modelo que “ha fracasado”, ya tiene respuesta. En realidad, dicho fracaso existe si se juzga el neoliberalismo como una orientación encaminada a desarrollar a Colombia y a América Latina. Pero si se mira como lo que en verdad es, como una política en beneficio de las trasnacionales y de Estados Unidos, el éxito ha sido total. ¿O no es un triunfo para los gringos haber duplicado la deuda externa colombiana en un lapso brevísimo? ¿O haber aumentado sus exportaciones agrícolas y de todos los géneros? ¿O haber adquirido a precio de feria lo mejor del patrimonio económico nacional? Que cada uno habla de la corrida según le va en ella, también se aplica en este caso. ¿Por qué va a censurar César Gaviria Trujillo unas ideas y unos hechos que lo sacaron de ser un politiquero de tercera categoría, perdido en Pereira, para llevarlo a vivir como un príncipe en Washington?

Por qué no se puede competir

El país no pudo competir ni en su industria ni en su agro frente a las importaciones, así como tampoco logró aumentar lo exportado en proporciones suficientes para compensar las pérdidas, por las simples razones de que Estados Unidos y otros países producen más barato en muchos sectores y porque los productos de exportación en los que Colombia puede competir con posibilidades de éxito no tienen mercados de envergadura suficiente o se hallan saturados, lo que impide colocarlos o les desvaloriza los precios de venta. Y otras naciones producen a menores precios, no porque sean más inteligentes y mejores trabajadoras sino porque, desde hace décadas, en esas latitudes se han desarrollado políticas macro­económicas que les han permitido mayores niveles de acumulación de capital, mejores tecnologías y más altas productividades a sus productores, los cuales han contado desde siempre con tantos subsidios y respaldos con recursos oficiales, además de múltiples medidas de protección en frontera a las importaciones que logran competirles y que consideran perniciosas para sus intereses, que no resulta exagerado decir que han sido llevados de la mano por sus Estados.
El caso del agro se conoce bastante. De acuerdo con un reciente estudio dirigido por Luis Jorge Garay para el Ministerio de Agricultura de Colombia, mientras el total de las transferencias oficiales de Estados Unidos a sus productores fue de 71.269 millones de dólares anuales en promedio entre 2000 y 2002, las de Colombia apenas llegaron a 1.142 millones de dólares, es decir, 62 veces menos, desproporción que lleva expresándose décadas, explicando sus altas productividades y menores costos, y que no va a reducirse porque entre otras razones ya el gobierno estadounidense, con la anuencia del colombiano, anunció que en las negociaciones del Alca y del TLC no podrán tocarse, e incluso ni mencionarse, las llamadas “ayudas internas” a su agro, que son las que explican los 54.977 millones de dólares de los aportes estatales. En palabras de Carlos Gustavo Cano, ministro de Agricultura de Colombia, “de los tres pilares de las negociaciones de libre comercio –el libre acceso a los mercados, la eliminación de los subsidios a las exportaciones y la supresión de las ayudas internas a los agricultores–, sólo con respecto a los dos primeros podrían alcanzarse acuerdos” (Intervención ante el XXXII Congreso Agrario Nacional, noviembre 27 de 2003). Tampoco caben ilusiones sobre lo que pueda lograrse con respecto al resto de los respaldos gringos. Pues la Casa Blanca ha dicho en todos los tonos que solo los negociaría, lo que está por verse, en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y siempre y cuando la Unión Europea acepte reducir los suyos. Y sin duda seguirán vivas, además, las muchas astucias sanitarias y de otros tipos con las que Estados Unidos bloquea la entrada a ese país de los productos del agro que considera indeseables.
Las diferencias entre las respectivas capacidades industriales son aún más grandes, pues este sector exige inversiones de capital bastante superiores para poder funcionar y competir con éxito, inversiones que en los países desarrollados también han contado desde siempre con un sinnúmero de respaldos y subsidios estatales abiertos. Para ilustrar este punto, baste decir que en 1990 los estadounidenses invirtieron 510 mil millones de dólares en plantas y equipos, un poco antes del año en que el presidente Gaviria no pudo encontrar los escasos mil millones de dólares que ofreció para apalancar la reconversión industrial con la que supuestamente se enfrentaría la apertura. Si no fuera tan grave lo que se pretende contra la industria nacional, porque el avance de esta es el que, en últimas, define el desarrollo de los países, hasta produciría risa proponer la confrontación. Y para la muestra, un botón: quien compare las respectivas evoluciones de las capacidades tecnológicas de Estados Unidos y Colombia entre 1900 y 2000, encontrará que mientras allá pasaron de la fabricación de automóviles a la de vehículos que se mueven por la superficie de Marte, aquí ni se fabrican automotores, puesto que estos apenas se ensamblan a partir de piezas importadas. Que nadie se confunda por las apariencias: el tan mentado paso de la mula al jet se ha hecho con aviones adquiridos en el exterior.
Por tanto, la verdad es que los productores colombianos sólo tienen dos ventajas comparativas frente a los extranjeros a la hora de competir: el clima y la mano de obra barata. El clima, en el caso del agro, pues ni en Estados Unidos ni en las otras potencias localizadas en las zonas templadas pueden cultivarse productos tropicales, lo que no nos exime de tener que enfrentarnos con los duros competidores de otras cincuenta empobrecidas naciones localizadas en el trópico. Y en todos los sectores, el ínfimo precio de los costos laborales nacionales, ventaja que suele ser insuficiente frente a otros países tan pobres como Colombia, o más, y frente a los enormes desarrollos tecnológicos y productivos de las trasnacionales, las cuales además actúan con la posibilidad, que les brinda la globalización neoliberal, de establecerse en cualquier parte donde se tengan salarios iguales o menores que los de aquí.

Más del mismo veneno

Lo que busca Estados Unidos con el “libre comercio” lo han explicado sus estrategas con excepcional franqueza, lo que les permite a lo colombianos que lo deseen no llamarse a engaños. De acuerdo con Robert Zoellick, el jefe estadounidense de las negociaciones: “El Alca abrirá los mercados de América Latina y el Caribe a las empresas y agricultores de Estados Unidos al eliminar las barreras al comercio, a las inversiones y los servicios, y reducirá los aranceles impuestos a las exportaciones de Estados Unidos, que en esos mercados son mucho más elevados que los que aplica Estados Unidos”. Y el Secretario de Estado, Colin Powell, afirmó: “Nuestro objetivo con el Alca es garantizar a las empresas norteamericanas, el control de un territorio que va del polo ártico hasta la Antártida, libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, para nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio”.
Entonces, y como era de esperarse, la decisión de crear el Alca la tomó en 1994 el único que podía hacerlo: el presidente de Estados Unidos, en ese momento George Bush padre, fiel a la frase de Henry Kissinger: “La globalización no es otra cosa que el papel dominante de los Estados Unidos”, aseveración que resulta más cierta en América que en ninguna otra parte. Y Colombia se comprometió a ingresar a dicho acuerdo sin consultarles a los colombianos y sin que mediara el menor análisis sobre sus consecuencias, a pesar de que ello implicaba, y para mal, cambios tan profundos que apenas pueden compararse con las dos principales fechas de la historia del continente: la conquista de los imperios europeos y la independencia de su yugo, lo que lleva a concluir que representa la mayor amenaza que haya sufrido la nación colombiana desde 1819. Hace ya casi una década se estableció que el acuerdo deberá estar firmado antes de finalizar 2004 y que empezará a aplicarse en 2006, una vez lo aprueben los respectivos Congresos, para que en un proceso de permanente profundización llegue a la plenitud de su vigencia unos diez años después, cuando en todos los países americanos –exceptuando a Cuba– los capitales y las mercancías, mas no las personas, podrán moverse como “iguales y con entera libertad”.
Pero como en la reunión realizada en Miami al finalizar 2003, Estados Unidos no pudo imponerles a Brasil y a las otras naciones aunadas en Mercosur sus condiciones más descaradamente leoninas, es posible que se termine suscribiendo un Alca light es decir, suavizado, que no llene por completo las aspiraciones estadounidenses en lo que se refiere al sector agropecuario, la propiedad intelectual, la inversión y las compras estatales. Ante este hecho, el gobierno de Álvaro Uribe Vélez –como siempre, el campeón entre los mandatarios sumisos de América Latina– decidió aceptarles a los estadounidenses el Alca que logren imponer y, además, un Tratado de Libre Comercio sin aspectos excluidos o limitados, lo que significa que Colombia se apresta a firmar unos acuerdos que incluso superan, por dañinos, las políticas de la Organización Mundial del Comercio, OMC, y que lo que no pierda con el uno lo perderá con el otro, pues constituye una astucia o una ingenuidad provinciana afirmar que con el TLC al país le irá mejor porque recibirá un trato de privilegio de la Casa Blanca en comparación con otros países latinoamericanos.
Se conoce bastante que se está negociando el ritmo al que se disminuirán los aranceles a las importaciones industriales y agropecuarias hasta llevarlos al cero por ciento, pero se sabe poco que las negociaciones cubren nueve tópicos en total, de forma que cada asunto de la vida nacional se modificará a profundidad, hasta el punto que, en los hechos y dado el nivel que se les reconoce a los acuerdos internacionales, lo que se pacte en el Alca o en el TLC con Estados Unidos sustituirá la propia Cons­titución política de nuestro país.
En el agro colombiano desaparecerán de una vez por todas, o se reducirán hasta la insignificancia, las producciones de algodón, fríjol, cebada, maíz y los otros cereales que golpeó la apertura, e igual le ocurrirá a la de arroz, que hasta ahora ha sufrido en menor medida dada la valerosa lucha de sus productores. También sufrirán, hasta arruinarse, todos o muchos de quienes producen azúcar, papa, carne de cerdo, de pollo y de res, leche, huevos y palma africana, por la simple razón de que la existencia de esos productos se explica por la notable protección de la que aún gozan y que desaparecerá en el plazo que se pacte, tales como aranceles a las importaciones, cuotas de importación y otros mecanismos. Y en el café, Colombia podría sufrir también por las importaciones originadas en otros países americanos, por la definitiva toma de sus exportaciones por las trasnacionales y por la eliminación de los precios de sustentación. Entonces, la “mejor negociación” posible que ofrece conseguir la demagogia neoliberal consiste apenas en darles un orden a las quiebras: quiénes se quebrarán en 2006, quiénes en 2009, y así... quedarán como “ganadores” los que desaparezcan alrededor de 2015. Sería muy extraño, además, que el criterio para negociar no incluya eliminar primero los productos de economía campesina y de pequeños y medianos empresarios, dejando de últimos los sectores de la gran producción y los monopolios, tratamiento de privilegio que ya se usó en la apertura de 1990.
No sobra agregar que el escalonamiento de las quiebras no obedece a ningún acto de generosidad de Estados Unidos; este apenas expresa, primero, que hasta esa potencia requiere de cierto tiempo para adecuar su aparato productivo al incremento de sus exportaciones y, segundo, que con ello divide las fuerzas de los sentenciados, lo que complica la constitución de amplios y fuertes movimientos generales de resistencia civil que den al traste con sus propósitos.
Como si fuera gran cosa para el sector agropecuario, los neoliberales criollos ofrecen compensar las inmensas pérdidas que nos causarán estos tratados con la especialización del país en productos tropicales, es decir, café, banano, cacao y, últimamente, pitahayas, uchuvas, chontaduro y borojó, propuesta que se aprovecha de la ignorancia y la ingenuidad de las gentes. Porque en el caso de los productos que tienen mercados externos de cierta importancia, como el café, estos se encuentran saturados, y porque, en los otros, el número de compradores resulta ser insignificante frente a lo que serían las necesidades de exportación, a lo cual se le suma que habría que disputarlos, a punta de bajos precios, con decenas de países, incluidos México y los centroamericanos, que tienen la ventaja de estar ubicados miles de kilómetros más cerca del mercado norteamericano. Y esta propuesta antinacional, aun si fuera viable en sus volúmenes para reemplazar lo perdido y haciendo caso omiso de la masacre económica y social que incluso en esas circunstancias la acompañará, también lesionaría la industria y los demás sectores y le arrebataría a Colombia su Seguridad Alimentaria Nacional, sometiéndola al chantaje que le quieran imponer las trasnacionales y los países a los que habría que comprarles los alimentos para cubrir la dieta básica de la nación.
Hasta el agresivo jefe de la globalización en boga reconoce que la Seguridad Alimentaria, entendida como que en cada país se produzca la dieta básica de la respectiva nación, no es un asunto desdeñable como dicen los neoliberales criollos. En efecto, George Bush hijo afirmó: “Es importante para nuestra nación cultivar alimentos, alimentar a nuestra población. ¿Pueden ustedes imaginar un país que no fuera capaz de cultivar alimentos suficientes para alimentar a su población? Sería una nación expuesta a presiones internacionales. Sería una nación vulnerable. Por eso, cuando hablamos de la agricultura (norte) americana, en realidad hablamos de una cuestión de seguridad nacional”. Y si esto lo dice quien tiene armas de sobra para ir por la comida o por lo que se le antoje a cualquier parte del planeta, ¿qué debería decir Colombia? Además, es obvio que el pensamiento oficial de Estados Unidos no se limita a la actitud defensiva que se expresa en la cita, pues son conscientes de que los alimentos también pueden ser instrumento de agresión, incluso militar, como lo han sido en no pocas ocasiones desde la Antigüedad. Según Jacqueline Roddick, en su libro El negocio de la deuda externa, un secretario adjunto del Tesoro estadounidense explicó que para conseguir ciertos fines de su imperio, “en muchos países, incluso la importación de alimentos sería restringida”.
A quienes piensen que, por monstruoso, este no puede ser el futuro del agro nacional que se está fraguando, basta con que lean lo que al respecto consagra el Plan Colombia* o lo publicado por Rudolf Hommes Rodríguez en El Tiempo del 18 de octubre de 2002, en el que este consultor de quien le pague y principal asesor económico de Álvaro Uribe Vélez señaló que hay que “aprovechar los subsidios que otorgan los países ricos para alimentar mejor a la población local, incrementando por la vía de las importaciones” la capacidad de compra de los colombianos; que no tiene sentido producir trigo porque es mejor adquirir el que venden los gringos subsidiado y “que lo mismo es cierto en el caso de la mayoría de los cereales y los granos”; que “lo que no producimos a un precio razonable lo deberíamos dejar importar” y que “el mayor beneficio del comercio proviene de las importaciones y no de las exportaciones, como nos han acostumbrado a pensar equivocadamente los mercantilistas criollos”. Y en el mismo artículo tampoco le tembló el pulso para poner por escrito que lo que se pierda se reemplazaría con “otras cosechas que no se dan en los países ricos de clima templado”, tales como espárragos, palmitos, ñame, hortalizas, frutas, caucho, plátano y yuca, más algunos productos de zoocriaderos.
La ruina también le llegará a mucho de lo que queda de la industria, porque esta goza de protecciones efectivas incluso mayores que las del agro. Por ejemplo, las principales importaciones de automotores tienen como menor arancel un significativo 35 por ciento, lo que anuncia que con tales tratados se dará el cierre de las ensam­bladoras y de las factorías de autopartes que las abastecen con insumos de baja tecnología, pues, como se ha dicho, el propósito es llevar los aranceles al cero por ciento. Que esto tampoco constituye una exageración de quienes nos oponemos al Alca y a un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos lo confirmó en El Tiempo del 1º de diciembre de 2003 el propio ministro de Comercio de Colombia, Jorge Humberto Botero Angulo, el único vocero del gobierno de Uribe Vélez en las negociaciones, cuando afirmó lapidario: “Es una insensatez que sigamos fabricando carros”. Y si esta frescura se expresa con respecto a un sector en el que hay involucradas fuertes inversiones de monopolistas, ¿qué pensará de los productores menores, cuyos intereses carecen de representación en el Estado colombiano?
Que tampoco se hagan ilusiones algunos industriales colombianos que hoy exportan, porque el Alca o el TLC implica que perderán las ventajas que les posibilitan sus ventas en la Comunidad Andina, a donde en el 2002 fueron el 49 por ciento de las exportaciones de manufacturas nacionales que se despacharon al hemisferio, o sea, dos y media veces más que las que salieron para Estados Unidos. También perderán las gabelas que les concede el Atpdea en el mercado de Estados Unidos, pues los gringos ya les otorgaron similares facilidades de acceso a los centroamericanos, a China y a otros países de Oriente, que son formidables competidores nuestros en razón de sus poderosas factorías y de unos precios de mano de obra tan bajos que los hacen imbatibles. Y no pueden soñar mucho los pocos que logren sobrevivir convirtiéndose en subcontratistas de las trasnacionales que se establezcan en Colombia, pues ellas exigen, a la hora de seleccionar a sus “socios” en las maquilas, que estos se sometan a la gran tensión que significa aceptar utilidades escasas y contratos de corto plazo, así como someter a sus trabajadores a relaciones laborales inicuas. Tan inicuas que con frecuencia solo logran imponérselas a mujeres cabeza de familia, que constituyen el sector mas débil de los trabajadores.
Y los llamados servicios –que son aquellos sectores económicos que deben generarse en todo o en parte en donde se consumen, por lo que no pueden importarse de la misma manera que los bienes agrícolas e industriales– serán cada vez más tomados por el capital extranjero, como bien lo muestra la experiencia de catorce años de aplicación del neoliberalismo en Colombia. Para saber que será así, basta pensar en lo ocurrido con el sector financiero, el comercio, las telecomunicaciones, la construcción de infraestructura y la salud, por ejemplo.
Por ello no debe extrañar que, según el primer estudio del Departamento Nacional de Planeación de Colombia sobre el impacto de una mayor apertura –cuya fecha también muestra la irresponsabilidad con la que se toman la decisiones en el país, pues apenas se produjo en julio de 2003–, “los sectores sobre los cuales Estados Unidos presenta ventajas competitivas y que muy seguramente con la eliminación de la protección arancelaria afectarían la producción doméstica están los relacionados con la fabricación de maquinaria y equipo; madera; algunos alimentos; hilados y fibras textiles; algunos productos químicos; derivados del petróleo y el carbón; cauchos y plásticos; como también los dedicados a la fabricación de productos metálicos”.
Tan ciertas son las asechanzas, que este mismo estudio reconoce que las importaciones crecerán más que las exportaciones: con el Alca, lo importado se incre­mentará en 10,07 por ciento, en tanto lo exportado aumentará 6,30 por ciento; y con el Tratado de Libre Comercio la relación será de 11,92 por ciento contra 6,44 por ciento, también en beneficio de la producción extranjera.
Pero como en el estudio de Planeación también señalan que, no obstante el mayor incremento de las importaciones frente a las exportaciones, aumentará el “bienestar” de los colombianos en ridículos 0,79 ó 0,23 por ciento, dependiendo del acuerdo que se firme, esto tienen que explicarlo de alguna manera. Y lo explican con una afirmación que otra vez los desenmascara porque muestra que toda la estrategia, por donde se mire, tiene como principal beneficiario al capital extranjero. Allí se afirma que “cuando se consideran los efectos de (la) mayor inversión extranjera producto de la liberalización del sector servicios, las ganancias tanto del acuerdo bilateral como del Alca son evidentes”, lo que significa reconocer que las pérdidas de la industria y el agro nacionales a su vez serán “evidentes”, para usar sus palabras, y que el capital extranjero se quedará con los negocios que no arruinen las importaciones, es decir, salud, educación, comercio, construcción de infraestructura, telecomunicaciones, servicios públicos domiciliarios, finanzas. Tan serán los financistas estadounidenses los que se beneficiarán de la profundización de la apertura que planean los neoliberales, que hasta el aumento de las exportaciones colombianas que esperan tendría origen en sus negocios. Al respecto, el mismo Jorge Humberto Botero Angulo explicó que las mayores gabelas que le otorgarán a la inversión foránea buscan “generar exportaciones principalmente a Estados Unidos, y generar cambios estructurales en la canasta exportadora” (El Tiempo, 23 de noviembre de 2003).
Claro que esos capitales foráneos llegarán –si es que llegan en las proporciones con las que sueñan los neoliberales criollos, porque otra cosa pueden definir sus propietarios, que apenas colocan en Colombia menos del 0,4 por ciento de la inversión extranjera directa que se hace cada año en el mundo– siempre y cuando el gobierno les garantice a los inversionistas más ventas a menos precio del patrimonio nacional, recursos naturales bien baratos, impuestos menores o inexistentes, tribunales privados y en el exterior para resolver los conflictos con el Estado y los particulares y, en especial, mano de obra de bajo precio (en salarios, prestaciones, salud y pensiones), porque de otra manera no se dignarán invertir en Colombia. Lo que busca Estados Unidos en América, entonces, no significa otra cosa que arrebatarles los aparatos productivos nacionales a los otros 33 países y seleccionar, en cada negocio, al que esté dispuesto a someterse a las peores condiciones, a cambio de “beneficiarlo” con las inversiones de sus monopolistas.
Una vez quedó en ridículo la tesis de que Colombia podría competir si mejoraba la creatividad y la autoestima de sus productores, como se sugirió en los noventas, los neoliberales se movieron de la demagogia a la desfachatez. Ahora, como lo ha señalado Míster Hommes, justifican el Alca o el TLC con Estados Unidos afirmando que las mayores importaciones benefician a los “pobres” porque les abaratan sus compras y que quienes defienden la protección son los “ricos” del país, que desean seguir abusando de su “ineficiencia”. Pretenden ocultar que el incremento de lo importado golpeará primero a los pequeños y medianos productores del campo y las ciudades, por definición peor dotados que los mayores para enfrentar a los monopolios extranjeros. Silencian que cuando se arruina un empresario los que más sufren son sus trabajadores, que se convierten en desempleados. Niegan la verdad general que señala que la capacidad de compra de una nación depende de la cantidad de riqueza y empleo bien remunerado que pueda producir. Guardan silencio acerca de que las reducciones de los precios de lo importado arruinarán la producción nacional pero no les llegarán a los compradores, pues ellas quedarán al arbitrio de los monopolistas que controlen lo que se traiga del exterior. Y mencionan poco que la eliminación de los aranceles a los productos foráneos –donde se originarían los supuestos menores costos de las mercancías– vendrá acompañada por un aumento igual en los impuestos a los colombianos –más IVA–, incremento que el gobierno, en el estudio de Planeación Nacional tantas veces citado, calcula en 806,5 o en 590,6 millones de dólares anuales, dependiendo del acuerdo que se firme, lo que quiere decir que se pasará de unos gravámenes que le sirven a la producción nacional a unos que benefician a la extranjera.

La falacia mayor

La falacia mayor de las teorías neoliberales consiste en señalar que “los países se desarrollan exportando”, pues, si así fuera, Colombia tendría más desarrollo que Estados Unidos y Japón, en razón de que sus respectivas exportaciones –como participación en el PIB, que es lo que cuenta– ascienden a 18, 10 y 11 por ciento. También existen cifras que muestran que algunos de los mayores exportadores relativos del mundo son empobrecidos países africanos, como Angola y Guinea Ecuatorial, cuyas ventas al exterior representan el 93 y el 97 por ciento de su PIB, respectivamente. Incluso, la propia historia del país permite demostrar que no existe ninguna relación de tipo automático entre mayores exportaciones relativas y mayor progreso económico y social o que si existe es al revés de como dicen los neoliberales. En La historia económica de Colombia, José Antonio Ocampo establece que entre 1945 y 1949 las exportaciones colombianas representaron el 21,6 por ciento del total PIB, un porcentaje superior al actual, y es obvio que todos los indicadores de ese entonces eran peores que los de hoy. Incluso, si alguien se tomara el trabajo de remontarse hacia atrás es seguro que encontraría que en la colonia española las exportaciones de piedras y metales preciosos llegaron a representar cerca del ciento por ciento del producto de la Nueva Granada. Sin que constituya una novedad, queda en evidencia que el “bienvenidos al futuro” neoliberal que acuñara César Gaviria, también en este aspecto busca una regresión.
Y lo ocurrido en México, que con el Tratado de Libre Comercio con los norteamericanos y los canadienses pasó de exportar 51.900 millones de dólares en 1994 a 160.700 millones de dólares en 2002, un incremento notable, también muestra lo endeble de esa teoría cuando se conoce el conjunto de sus indicadores económicos y sociales, tan mediocres como los países con que sueñan quienes lo ponen como ejemplo, y eso que los mexicanos están mejor localizados que todos en el mundo para tener éxito con el modelo neoliberal de exportaciones, dada su vecindad con Estados Unidos. Un solo indicador económico se sobra para ilustrar el rotundo fracaso de la globalización en México como orientación en favor del auténtico progreso de ese país: la tasa media de crecimiento del PIB por habitante durante el TLCAN (1994-2002) ha sido de sólo 0,96 por ciento, la más baja alcanzada en comparación con todas las estrategias de crecimiento seguidas por ese país en el siglo XX.
Lo ocurrido en México pone al descubierto por qué la globalización neoliberal no desarrolla a los países atrasados de la tierra. Existen cifras de sobra para mostrar que el aumento de las exportaciones mexicanas es, sobre todo, fruto del incremento de los precios del petróleo que desde hace décadas le vende en abundancia a Estados Unidos y del negocio de importación y exportación de manufacturas de las trasnacionales estadounidenses ubicadas a lado y lado de la frontera, con ellas mismas, como bien lo muestra que el 97 por ciento de los insumos distintos de costos laborales que utiliza la llamada “industria maquiladora” sean importados desde Estados Unidos y que hacia allí vaya una porción indeseable, por lo grande, de sus exportaciones. Su gran apertura, entonces, destruyó una porción considerable de su aparato productivo, al tiempo que lo reemplazó por inversión extranjera que utiliza casi como único insumo de ese país una mano de obra de bajísimo precio, el cual no podrá elevarse presionado por los salarios también ínfimos de otros países, como ya viene ocurriendo y ocurrirá cada vez más, en la medida en que los gringos firmen nuevos tratados de “libre comercio” e instalen más de sus factorías en otras latitudes.
Así, y ello se evidencia no sólo en México, la estrategia exportadora que se les impone a las neocolonias en la globalización neoliberal consiste, por una parte y como cosa supuestamente novedosa, en maquilarles manufacturas a las trasnacionales y, por la otra, seguir con la vieja estrategia colonialista de especializarse en producir materias primas agrícolas y mineras que se venden en el exterior con muy poco o ningún valor agregado nacional, las cuales, además, en todo o en parte cada vez mayor comercializan y hasta producen los monopolios de las potencias. Para confirmarlo en Colombia basta con mirar las cifras que muestran el aumento, desde la apertura, de las exportaciones industriales de las multinacionales instaladas en el país, así como los casos del carbón, el níquel, las flores y el banano, donde ha crecido el peso de los extranjeros en su producción y su comercio, sin perder de vista que las mayores ganancias de esos negocios se realizan al agregarles valor y en las ventas al detal, lo que indefectiblemente ocurre en las metrópolis.
Además, es absolutamente repudiable la teoría de supuesta reciprocidad que arguye que hay que aceptarle a Estados Unidos el arrasamiento de buena parte del agro y la industria nacional, dado que de otra manera este tendría razones para no comprar el café y el banano o el carbón y el petróleo que se producen en Colombia. Porque es obvio que esas importaciones de los estadounidenses no solo no le hacen ningún daño a su economía sino que, como lo sabe cualquiera, les generan enormes beneficios a sus monopolios. Salvo que se decida someterse a la lógica del más burdo chantaje imperialista, no cabe, por tanto, la proposición de decir que para poder venderles, por ejemplo, café, hay que acabar con el maíz o que a cambio de las ventas de carbón se debe sacrificar la industria farmacéutica colombiana. Y si de lo que tratan el Alca y el Tratado de Libre Comercio es de convertir en derecho internacional la extorsión de los poderosos contra los débiles, ¿por qué el gobierno colombiano no lo denuncia a los cuatro vientos? ¿Cómo explica que ese trato sea digno de todo rechazo en las relaciones entre las personas y no entre los países? Porque una cosa es ser obligado a hacer algo a punta de pistola y otra bien distinta someterse a lo indeseable con toda mansedumbre; así como tiene gran importancia distinguir entre quienes son víctimas del despojo y quienes son sus alcahuetes o sus cómplices.
Es evidente que si no se manipulan las teorías y los hechos para justificar la globalización neoliberal, debe reconocerse que el único y verdadero común denominador de los países que han logrado desarrollarse, y que poseen condiciones de recursos naturales y población equiparables a las de Colombia, consiste en que en todos ellos, sea que exporten más o menos, la clave de su progreso ha residido en crear fuertes mercados internos, es decir, en elevar de manera notable la capacidad de compra de su población, para que esta sustente un poderoso aparato productivo destinado a atender el consumo nacional, lo que además crea condiciones para la exportación de los excedentes. ¿Quién es capaz de discutir que el principal fundamento de la enorme capacidad productiva y competitiva de Estados Unidos radica en la también inmensa capacidad de compra, que llega hasta el derroche, de sus ciudadanos? Además, la estrategia exportadora como supuesta clave del progreso no sólo no conduce al desarrollo. También implica la más regresiva de las relaciones entre el capital y el trabajo que pueda concebirse dentro de un país: como quienes les compran a los exportadores no son los nacionales sino los extranjeros, a estos empresarios solo les interesa relacionarse con su pueblo a través de los salarios de miseria que sustentan sus ventas externas, so pena de que si no lo logran sean desplazados por los productores de otros países que sí puedan hacerlo. Lo que se traduce en una competencia global en procura de conseguir salarios de hambre y un mundo en el que se les imponga el empleo informal a las legiones que no podrán vincularse a los negocios de importación y exportación y a los llamados servicios que ofrecen los monopolios. A quienes señalan que hay que convertir el mercado externo en el principal porque el interno es muy débil, debemos espetarles: ¡dejen de importar lo que puede producirse en Colombia, y ahí tienen su mercado! ¡Eleven la capacidad de consumo de los treinta millones de colombianos que languidecen en la pobreza y la miseria, y ahí también tienen su mercado!
Resaltar la importancia del mercado interno como el principal para desarrollar a Colombia no debe entenderse como que se pretenda un desarrollo autárquico, que rechace las relaciones económicas internacionales. De ninguna manera. Es obvio que lo que no producen los colombianos, y se requiera para el desarrollo nacional, debe importarse, así como son bienvenidas las exportaciones y hasta pueden serlo las inversiones foráneas. Pero cualquier vínculo, de cualquier tipo, con los extranjeros debe fundamentarse en el respeto mutuo y el beneficio recíproco, a partir de una muy celosa exigencia de respetar las soberanías nacionales, de forma que se beneficie el desarrollo de cada nación, es decir, la posibilidad de constituir un vigoroso mercado interno, concepción que también debe ser la base para adelantar cualquier proyecto de integración económica entre las naciones.
Por otra parte, el Alca o el TLC con Estados Unidos van más allá de abrirles de par en par las puertas a las importaciones. También incluyen otra serie de objetivos, todos a favor de los estadounidenses y en contra de que el Estado colombiano, mediante sus políticas, auspicie el desarrollo de la producción nacional. Busca reformar el sistema de propiedad intelectual, de manera que con este las trasnacionales puedan consolidar sus monopolios y los precios monopolistas, lo que lesionaría a los empresarios y a los trabajadores nacionales y les significaría mayores precios a los consumidores, los cuales, en el caso de la farmacéutica, podrían llegar a 770 millones de dólares al año, según estudios del propio Fedesarrollo. El capítulo de compras del sector público apunta a impedir que mediante normas los gobiernos puedan favorecer a sus compatriotas con sus grandes adquisiciones y contratos, con lo que se perdería un instrumento que ha sido de uso común en el mundo en beneficio de los productores de cada país en su competencia con los foráneos. Un propósito similar persigue el capítulo que trata sobre inversiones, acceso a mercados y servicios, pues se sabe que uno de los instrumentos claves del desarrollo de los países que han tenido éxito ha sido el de reservarse ciertos sectores de sus economías para sus inversionistas, así como imponerles condicionamientos a los extranjeros. En el caso de la solución de controversias entre los particulares y el Estado con el capital extranjero, se quiere que ellas no las diriman los sistemas judiciales de los respectivos países, sino tribunales de arbitramento internacionales, hechos a la medida y en el obvio beneficio de las trasnacionales. En lo que tiene que ver con la política de competencia, los gringos tienen como propósito que esta se dé en absoluta igualdad de condiciones entre el capital nacional y el extranjero, lo que implica una descomunal desigualdad en contra del colombiano, dada la también descomunal desigualdad entre las partes. Y el capítulo de subsidios, antidumping y derechos compensatorios pretende –a pesar de que Estados Unidos ya advirtió que se reserva el derecho de mantener los enormes respaldos a sus productores– debilitar todavía más la capacidad de las naciones débiles para defender sus mercados internos.
Así las cosas, el cuadro de lo que también le ocurrirá a Colombia con el Alca o el TLC se completa si se comprende que es la misma política iniciada en 1990, pero elevada a la enésima potencia, lo que implica la definitiva privatización de la educación, la salud y los servicios públicos domiciliarios, sectores que de una vez por todas serán convertidos en vulgares negocios, de acuerdo con la voracidad del capital extranjero. Además es necesario advertir que el gobierno de Uribe Vélez viene anticipándose a los acuerdos que tiene decidido suscribir, por la vía de hacerles modificaciones a las actuales normas internas. Ya anunció que volverá a presentarle al Congreso el proyecto de ley negado en la legislatura de 2003, que establecía los tribunales internacionales de arbitraje para dirimir los conflictos con las trasnacionales. Y también es parte de la misma política la decisión de dividir la Empresa Colombiana de Petróleos (Ecopetrol) en tres, de prorrogar hasta el agotamiento de los pozos los contratos de asociación y de volver a los viejos negocios de concesión colonial con las petroleras foráneas.

La recolonización y sus beneficiarios

No se asiste, por tanto, a un proyecto para integrar las economías del continente. Lo que avanza es un plan de anexión de las enclenques economías latinoamericanas por parte de la muy poderosa economía estadounidense, proceso que viene desarrollándose desde hace más de un siglo en la dirección de hacer que las relaciones de Colombia y los países latinoamericanos con Estados Unidos se parezcan cada vez más a las que tuvieron con España, hasta concluir en su recolonización definitiva. Si se comparan el Alca y los TLC con la Unión Europea –así sobre esta puedan expresarse reparos–, resaltan tres enormes diferencias como acuerdos de integración: los europeos se demoraron cincuenta años en negociaciones y cambios hasta concluirla, y eso que se trataba de países con menores diferencias relativas, mientras que en América se quiere imponer en mucho menos tiempo; allá se creo una moneda única que es la de todos, en tanto aquí los acuerdos se desarrollarán con la batuta del dólar, lo que les aumenta las ventajas a los monopolistas gringos; y en Europa acordaron el libre movimiento de las personas, de forma que lo acordado tiene que cuidar un cierto equilibrio entre las partes para impedir migraciones masivas de unos países a otros, al tiempo que el Alca y el TLC excluye esa posibilidad, lo que obedece a que la riqueza se concentrará en Estados Unidos y la pobreza al sur del Río Grande y a que sólo podrán migrar hacia el imperio los latinoamericanos que sean necesarios para que, por las situaciones desesperadas a las que los empuja el neoliberalismo y que los inducen a aceptar los peores trabajos y remuneraciones, presionen a la baja las condiciones laborales y los salarios norteamericanos, y contribuyan también así con el éxito de sus monopolios.
Son tan de bulto las razones por las cuales Estados Unidos decidió imponer el Alca y el TLC, que ellas no requieren más explicaciones, como no sea la de agregar que su natural ventajismo actúa acicateado por las grandes dificultades económicas por las que atraviesa y por la paradoja de que la globalización que viene imponiendo lo hunde cada vez más en la misma crisis en la que, con interrupciones, lleva décadas. Y las razones de los gobiernos latinoamericanos que tienen definido suscribir este acuerdo, sin importar lo leonino que sea, también pueden conocerse. Su secreto se revela cuando se sabe que las clases sociales que controlan el poder económico y político en estos países son las mismas que desde siempre se han beneficiado de las relaciones desiguales con el capital financiero norteamericano o que al menos lograron distanciarse de sus peores consecuencias, sectores que son cada vez más pequeños por la nueva situación originada con los cambios ocurridos en los últimos años: en esta etapa están siendo eliminados o golpeados muchos de quienes gozaron de condiciones favorables en la anterior y, en especial, todos los que no lograron amasar fortunas de nivel monopolístico, aunque también sobre estos se ciernen grandes asechanzas.
Eufemismos o timideces aparte, hay que denunciar que en Colombia existen sectores sociales que lograron separar su suerte de la suerte de la nación, como bien lo ejemplarizan los asociados al capital extranjero, los criollos que trabajan como altos mandos del medio centenar de trasnacionales que operan en el país o los tecnócratas de los organismos financieros internacionales. Gentes a las que les va bien aunque al país le vaya mal o, lo que es más grave, les va mejor cuando a la nación le va peor. Como lo explicara Mariano Ospina Hernández, conocido dirigente del Partido Conservador, lo que pretenden los gringos equivale a una pelea de toche con guayaba madura, en la que, “para empeorar la situación, la guayaba madura encierra dentro de sí amigos del toche que seguramente esperan ganarse la benevolencia y quizá algunas asesorías por parte del USA-toche”.
La globalización neoliberal representa un paso más en la evolución del capitalismo y este significa, en sus relaciones entre sus empresarios, un sistema de competencia feroz en procura de eliminar a sus competidores y, con ello, alcanzar el monopolio que genera la máxima ganancia posible, de donde se deduce que las relaciones entre los países capitalistas también poseen la competencia como la característica principal de sus relaciones. De ahí que no pueda haber peor vocero de una nación que quien negocie en su nombre pero represente el interés extranjero o se someta a él, que es lo que ha ocurrido en las reuniones donde Colombia define sus posiciones frente al Alca o el Tratado de Libre Comercio, en las que ni siquiera se distingue entre los empresarios nacionales y los extranjeros, y a las que incluso asisten con iguales derechos, como si fueran voceros de los colombianos, los representantes de las trasnacionales que operan en el país.
La actitud de patética sumisión que caracteriza las negociaciones entre Colombia y Estados Unidos la resumió bien Eugenio Marulanda, presidente de Confecámaras, uno de los asistentes a la reunión de Uribe Vélez con Robert Zoellick, Representante Comercial estadounidense, en la que se decidió firmar el TLC: “Quien tiene el oro pone las condiciones... Eso fue lo que hizo Zoellick. Decir: listo, se hace el acuerdo, pero nosotros ponemos las condiciones. Lo toman o lo dejan” (El Espectador, agosto 10 de 2003).
Entonces, a los socios menores o mayores del capital extranjero, así como a sus empleados y comisionistas o a quienes aspiran a serlo –en razón de su incapacidad para defender el modelo económico neoliberal como una estrategia de progreso para Colombia–, les quedó como principal argumento su supuesta “inevitabilidad”, con lo que cumplen también con la misión de repetir la cantinela que inoculan los ideólogos estadounidenses, quienes saben que este nuevo paso en la construcción de su imperio se dirimirá, primero que todo, en el terreno de las ideas, pues nadie está más derrotado que quien de antemano se niega a decir ¡No! Además de los voceros oficiales, quienes lo afirman para tramar incautos, también dicen que “hay que entrar”, así tampoco puedan mostrar sus beneficios, los que se hacen ilusiones de que “puede negociarse bien”, lo que tiene origen en saber o suponer que serán otros los que sufrirán las peores consecuencias. Y no faltan los que, por timoratos, guardan silencio sobre el desastre que saben llegará, con el sueño de lograr un puesto en el bus del imperialismo aunque sea colgados de la placa.
La nación colombiana toda –sus trabajadores y empleados de todos los tipos, los campesinos, indígenas, artesanos y empresarios del campo y la ciudad afectados de manera directa por la globalización neoliberal, o que tengan sentimientos patrióticos– debe levantar como una sola voz el rechazo al Alca y el TLC con Estados Unidos, porque esa política, como se ha visto, solo puede agravar los muchos padecimientos de los colombianos y alejar el momento en el que, a partir de una orientación económica diferente, se construya un país autén­ti­ca­mente democrático y próspero.
Ahora más que nunca urge entender cómo, desde siempre, la principal palanca del desarrollo económico ha sido la política, en este caso entendida como la importancia de que las naciones garanticen el ejercicio pleno de la soberanía sobre los territorios en los que se asientan, así como en sus relaciones internacionales, pues ella es la única que, mediante decisiones de todo tipo, puede impedir que el descomunal poder económico de los imperios y sus monopolios arrase con las producciones de los países débiles y con sus posibilidades de desarrollo y progreso. Sin la independencia de España los colombianos poco o nada tendríamos; y el relativo desarrollo que se ha logrado desde entonces se explica porque el Estado, mediante aranceles y otras muchas medidas de protección y estímulo al desarrollo, facilitó que creciera la producción nacional. Que nadie se haga ilusiones: si algún país no tiene futuro es aquel que amarre su destino a los desechos de los negocios de las trasnacionales y sus imperios.
Bogotá, 15 de marzo de 2004.
*El Plan Colombia señala: “En los últimos diez años, Colombia ha abierto su economía, tradicionalmente cerrada... El sector agropecuario ha sufrido graves impactos ya que la producción de algunos cereales tales como el trigo, el maíz, la cebada, y otros productos básicos como soya, algodón y sorgo han resultado poco competitivos en los mercados internacionales. Como resultado de ello –agrega– se han perdido 700 mil hectáreas de producción agrícola frente al aumento de importaciones durante los años 90, y esto a su vez ha sido un golpe dramático al empleo en las áreas rurales”. Y concluye: “La modernización esperada de la agricultura en Colombia ha progresado en forma muy lenta, ya que los cultivos permanentes en los cuales Colombia es competitiva como país tropical, requieren de inversiones y créditos sustanciales puesto que son de rendimiento tardío”

**Jorge Enrique Robledo Castillo, senador elegido por la coalición Unidad Cívica y Agraria-MOIR, es arquitecto de la Universidad de los Andes y fue por muchos años profesor de la Universidad Nacional, institución que le otorgó la Orden Gerardo Molina, máxima distinción que les confiere a sus docentes. Ganó también Robledo el premio de la XVII Bienal de Arquitectura en Teoría, Historia y Crítica.
Ha publicado varios libros, entre los que se destacan los siguientes: El drama de la vivienda en Colombia, La ciudad en la colonización antioqueña: Manizales, Lo que oculta la privatización, El café en Colombia y www.neoliberalismo.com.co. Además, es articulista de La Patria (Manizales), La Tarde (Pereira), El Nuevo Día (Ibagué), Tribuna Roja y El Usuario.
Fue fundador y coordinador de Unidad Cafetera, secretario ejecutivo de la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria y asesor de la Liga de Usuarios de Servicios Públicos de Caldas.