Son muchos los aspectos
positivos que generan optimismo acerca de un desenlace feliz en los diálogos
entre el gobierno colombiano y las FARC-EP en La Habana; pero no son pocos
ni menores los factores negativos, de suerte que el proceso oscila entre
grandes anuncios de inminente arreglo final y negros nubarrones que presagian
lo peor: el rompimiento definitivo.
Al gobierno de Santos le favorece sin duda el amplio respaldo internacional
que incluye por primera vez un compromiso de Obama. Y es conveniente
subrayar que este compromiso del presidente estadounidense no debe extenderse
necesariamente a los principales centros de poder en los Estados Unidos,
en particular los grupos más vinculados a la extrema derecha
y al complejo militar-industrial. A Santos le favorece y mucho la sonada
derrota electoral de su propia extrema derecha (Uribe Vélez)
en las recientes elecciones municipales y la consolidación de
los apoyos parlamentarios que garantizarían a Santos un margen
holgado para adelantar mecanismos de refrendación de los acuerdos
con la guerrilla y hasta cierto punto no tener demasiados problemas
en su aplicación.
El tenue cambio en el discurso oficial y su repercusión en los
medios de información (desde siempre verdaderos centros de agitación
contra cualquier asomo de arreglo con la insurgencia, entusiastas voceros
de la extrema derecha) ha ido restando el nivel de histeria anticomunista
que el sistema ha propalado sistemáticamente y que solo contribuye
a dificultar el cambio del discurso. Todo empieza cuando el gobierno
reconoce que hay un conflicto y acepta de hecho a la insurgencia como
un actor político, a contracorriente de todo lo afirmado hasta
entonces. El asunto se torna más complejo cuando, obligado por
las circunstancias el gobierno hace públicos los acuerdos iniciales
sobre la cuestión agraria y la reforma del sistema político:
ninguno de esos acuerdos contradice la naturaleza capitalista del sistema
y, por el contrario, si le otorgan visos evidentes de modernidad y democracia.
Santos puede ahora ir a Cuba y estrechar la mano al jefe de la guerrilla
sin que se produzca una reacción histérica de la opinión
pública. Sola la extrema derecha se rasga las vestiduras.
Pero hay algunos factores frente a los cuales Santos no parece tenerlas
todas consigo.
En primer lugar está la persistencia de la guerra sucia que si
bien no tiene aún los niveles de otras épocas si es de
suficiente entidad como para hacer dudar a los insurgentes sobre su
paso a la legalidad en unas condiciones como las actuales en las cuales
diversas formas de terrorismo afectan de lleno a colectividades (sobre
todo rurales), personalidades del activismo social, sindicalistas y
dirigentes de movimientos populares. Nada de esto sería posible
sin una buena dosis de tolerancia de las autoridades de tal manera que
resulta legítimo preguntarse si el gobierno no quiere o si en
realidad no puede desmantelar el paramilitarismo que señorea
en tantos lugares a juzgar por las denuncias y por el conteo de muertes,
desplazamientos, amenazas y tras formas de terror. El recrudecimiento
de la guerra sucia remite a otra pregunta central ¿Qué
tan firme es el compromiso de los militares con el proceso de paz? Oficialmente
los cuarteles apoyan al presidente Santos; pero no parece que ese apoyo
anule o al menos disminuya la actividad criminal de los paramilitares.
Si los militares quieren, pueden desmantelar radicalmente los grupos
armados de la extrema derecha (otra cosa será terminar con su
entramado civil, económico e institucional, una tarea de largo
plazo). Por el momento, bastaría con terminar con la amenaza
de los grupos armados de la extrema derecha contra los opositores sociales
y políticos. Sería una señal muy tranquilizante
para los insurgentes que están dispuesto a dejar las armas y
pasar a la legalidad.
Un segundo factor que introduce dudas acerca de las posibilidades reales
de este proceso de paz es la disposición real de los empresarios
(en buena medida, de la clase dominante del país) a juzgar por
su reciente manifiesto sobre el proceso de paz, supuestamente en favor
del mismo pero cargado de tantos condicionantes y prevenciones que más
parece un regalo envenenado que un respaldo sincero a Santos. Más
allá de algunas consideraciones de aparente candidez (como afirmar
que el proceso de paz tiene orígenes "humanitarios"
y de entender al sistema colombiano como una "democracia ejemplar")
los voceros del gran capital nacional se convierten en defensores a
ultranza precisamente el grupos menos moderno y más vinculado
a la violencia en las zonas rurales: los terratenientes, que tampoco
son el sector más numeroso de la clase dominante del país.
Su defensa de los inversores extranjeros, sin que éstos lo hayan
solicitado, agrega una nota un tanto penosa a ese comunicado de "respaldo".
Estos y otros factores similares son solo expresión de la debilidad
del entramado institucional de este país. No solo el estado es
premoderno en tantos aspectos sino que su clase dominante se ha caracterizado
siempre por faltar a su palabra, por practicar un cinismo y una desfachatez
sin límites. Es comprensible entonces que existan dudas muy fundadas
sobre el valor de la palabra dada por el gobierno. Ya es una tradición
en este país andino no solo la solemnidad y contundencia de las
promesas oficiales sino el incumplimiento de las mismas. Y esto es de
particular relevancia sobre todo en lo que se refiere a los pactos con
los grupos insurgentes dadas las experiencias de la historia más
reciente del país: o claudican y terminan insertados en el sistema
a cambio de dádivas menores o deben esperar alguna forma de exterminio
físico. Que este proceso de paz culmine de otra manera es el
gran desafío que tiene el sistema, el gran reto que Santos debe
afrontar si desea realmente ser considerado por esta y las futuras generaciones
como "el presidente de la paz".
Dadas las enormes limitaciones de la participación política
y social en este país resulta complicado saber con exactitud
el grado de apoyo de las mayorías al proceso de paz. Pero si
es posible percibir que apoyan ampliamente los sectores rurales, en
especial los campesinos pobres; también se manifiestan en favor
colectivos significativos del movimiento obrero (muy diezmado por la
guerra sucia pero con cierto vigor en las grandes empresas y el sector
público) y personalidades y grupos importantes del mundo académico,
la educación y de las artes. En estos sectores el proceso de
paz tiene un respaldo considerable. Sin embargo siempre queda la incógnita
de amplios sectores populares -sobre todo urbanos- que apenas manifiestan
sus opiniones políticas. Son el grueso de esa abstención
electoral masiva y permanente que tanta legitimidad resta al sistema
parlamentario y al régimen en general. Ganarlos para este propósito
de la paz es un desafío tanto para Santos como para la insurgencia
si es que finalmente se acuerde refrendar el proceso mediante un referendo.
Si los medios de comunicación contribuyen el gobierno puede
ampliar de forma notoria el apoyo de la llamada "opinión
pública", es decir, los estratos medios y acomodados de
las grandes ciudades (donde se realiza el grueso de las encuestas de
opinión) y asegurarse un respaldo suficiente tanto para la firma
del acuerdo como para su aplicación posterior.
Santos puede contribuir a mejorar el clima en torno a la paz con medidas
como el desminado de ciertas zonas acordado con la guerrilla, una disminución
efectiva de los operativos militares contra los insurgentes y avanzar
hacia el cese de fuego bilateral tal como se ha anunciado. Sería
igualmente muy positivo mejorar aunque sea en parte la situación
de los presos insurgentes dando una respuesta positiva a la huelga de
hambre que éstos adelantan ahora con una exigencia muy sencilla
y que cabe perfectamente dentro de las leyes vigentes: poner en libertad
vigilada a un cierto número de prisioneros de la insurgencia
que padecen enfermedades graves, muchos de ellas en estado terminal.
Su denuncia está respaldada por varias comisiones que han constatado
las inhumanas condiciones de las cárceles colombianas; comisiones
nacionales e internacionales de toda solvencia y una del mismo parlamento
colombiano; todas dan motivos para condenar el régimen de internamiento
y calificar éste como un verdadero sistema de exterminio, en
contraste escandaloso con la forma como van a prisión (si es
que van) los delincuentes de cuello blanco, los llamados "parapolíticos"
o los militares condenados por graves delitos en el desarrollo del conflicto.
18 de noviembre de 2015.