EL RÍO POR FERNANDO GARAVITO |
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Cualquier día el río salió de las manos de Dios. Antes no existían las llanuras ni las montañas, y no había riberas ni vertientes, ni pequeños valles para que las aguas descansaran de su agitado ir y venir, ni precipicios para que cayeran en un abismo sin fondo. Entonces el río comenzó a ir a ciegas y a tropezar una
vez y mil veces, Era la época en que las cosas apenas comenzaban y había terremotos y volcanes y los continentes navegaban por las aguas del mar como barcos abiertos con todas las velas desplegadas. En medio de ese cataclismo el río llegó a todas las regiones, se cobijó bajo todos los cielos, fue él mismo bajo las aguas del mar y él mismo al subir a las cumbres nevadas a tratar de ser eterno bajo la mirada del sol. Fue entonces cuando nacieron los hombres que aprendieron a ir hasta sus
orillas a cumplir oficios tan sencillos como descansar o jugar a la pelota, Junto a él crecieron palabras transparentes como la palabra agua, o términos para soñar, como la palabra vuelo y la palabra camino, y también la palabra muerte que es el vuelo que no termina jamás. Poco a poco los hombres aprendieron a entrar en el río, a atravesarlo, algunos se aventuraron a ir un poco más allá de la primera curva, muchos se hirieron con las piedras del fondo o hundieron los pies en las arenas o sintieron entre las piernas la caricia estremecedora de las anguilas o se dejaron llevar por la corriente hasta los remolinos, donde terminaron por ahogarse asombrados ante la fuerza misteriosa del conocer y el conocerse. Así, el río fue la sed y fue el agua para saciarla, fue el viaje y el hecho de embarcarse, y la nave y el viento para correr entre las velas. Cierta vez uno de ellos quiso ir hasta el límite. Iba con la mirada que tienen los iluminados, el cayado y la brújula y un zurrón para llevar los alimentos y una honda para cazar y para defenderse del peligro. "Ya volveré", les dijo a los demás, "cuando
sepa qué existe más allá del allá, Entonces comenzó a pasar el tiempo hasta que todos lo olvidaron. De vez en cuando alguien tenía sobre él una memoria trémula, que no lograba precisar ni el por qué ni el para qué de un viaje, que en el oficio de los términos alguien llamó odisea, palabra que, tal vez, quiera decir viaje en el laberinto. Pasaron trescientos años, quizás uno más, uno menos, hasta que cierto día un hombre quiso entrar a una casa que no era su casa. En la mirada tenía la visión de las aguas profundas, y su barba estaba poblada de ramas secas y de arbustos, las orejas le habían crecido para oír los sonidos del mundo, y sus palabras decían cosas olvidadas por todos, como catalejo o astrolabio o rosa de los vientos. "Soy el que fui", dijo el hombre ante los ojos asombrados de quienes recordaban haber oído hablar de él, como una leyenda, que venía desde el tiempo de los abuelos de los abuelos de sus padres. "No alcancé a llegar hasta el fin del mundo que es el sitio donde termina el río, pero en él conocí el fuego misterioso que abriga el corazón de la mujer, y fue en ese corazón donde me sumergí en un misterio infinito; estuve, también, con los cíclopes y con los unicornios; en la tribu de los reducidores de cabezas me senté al pie del estrado donde escriben los autores de dogmas y de doctrinas, y allí comprobé que sus palabras provocan cambios en el curso del río, que se ve obligado a buscar senderos donde el aire no esté contaminado, y vertientes donde no haya espejismos." "He acumulado en mí -dijo el hombre- el conocimiento del
mundo. Debo escribirlo para que quienes vengan después no pierdan
esa memoria. Tal vez me demore doscientos años o más en
terminarla, pero en ella estará todo lo que es necesario saber,
desde la existencia de Dios, al que llamaré con todos los nombres
conocidos, hasta los elementos, y las leyes de la física y de la
botánica. Comprobaré que la Tierra es plana y que está
en el centro de la creación, que el hombre es a su vez el centro
de ese centro, y que su conciencia es la que impulsa lo creado y lo que
aún está por crearse; El hombre selló sus labios y se dedicó a su tarea. En un comienzo todos veían la lucecita de su habitación encendida hasta la madrugada, pero poco a poco fueron olvidándolo mientras cada cual se dedicaba a sus asuntos, los campesinos a sembrar el trigo y a cosechar el milagro del pan en la cocina, los herreros a forjar las coronas del rey y las herraduras de las bestias, la muerte a distribuir las epidemias y a ahondar en el dolor y la miseria. Mucho tiempo después (como esta es una historia antigua Allí estaba el hombre, recostado sobre su mesa, y en el libro que tenía abierto ante sí se alcanzaba a leer la palabra "umbral" escrita con caligrafía minuciosa. El muchacho llamó a los vecinos: "vengan", "vengan", gritó a voz en cuello mientras del libro salían las guacamayas de colores que sólo se conocen en los mares del sur, salían Islandia y el Taj Mahal y la Tierra del Fuego, y un conejo vestido de etiqueta consultando su reloj de bolsillo, aparte de un globo aerostático y Louis Pasteur junto a su microscopio, y la Muralla China aplastada por la solemnidad de los emperadores, y el Réquiem escrito para sí mismo por un hombre joven que murió de fiebres reumáticas, y la ballena blanca perseguida por un marino hundido en la demencia Después, cuando volvió la calma, cuando cada una de las cosas hubo tomado su rumbo cierto y distinto hacia el sitio que llegarían a ocupar en la memoria de los hombres, surgió del libro una última figura. Era leve y venía envuelta en la armonía de sus movimientos, que salían de su fuerza interior, de su serena mirada profunda. Ella era la brisa que detiene el curso de las tempestades, la encrucijada
que señala el mejor de los caminos posibles, en sus brazos nacían
los vientos alisios, y su sonrisa era un rayo de sol sobre un magnolio
cubierto de rocío. Todos bajarán hasta su orilla, pero no todos se hundirán
en sus aguas, Pasarán muchos siglos pero algún día llegará el tiempo en que el hombre encontrará la mejor manera de enfrentar sus desafíos, y habrá algunos que sabrán cómo ayudar a los demás a seguir su camino " Cuando su figura comenzó a esfumarse en el aire, aquel que la amó por el sólo hecho de verla, quiso saber quién era, y ella, con una voz que se perdió en el tiempo, alcanzó a contestarle: "Me llamo Priscilla Welton. Fui maestra."
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