El señor de las moscas
EL ETERNO RETORNO
FERNANDO GARAVITO
jotamosca@hotmail.com

El correo me trae la primera desolada novela de un joven de 25 años. En ella, claro está, se notan los titubeos, las dudas y las preguntas de una mano todavía inexperta, pero también las condiciones excepcionales que tiene el autor para entrar de lleno en el universo de la narrativa. Leo en las solapas que hasta el momento ha publicado un solo relato: La provincia perdida, que no conozco. Pero a partir de esta obra, Sin tierra para morir, sé que este escritor que vela sus armas, como Don Quijote, defendiéndolas de todo y todos, podrá ser en el futuro un autor esencial. Sin entrar a hacer comparaciones, tan de mal gusto en este caso, considero (y para ello dispongo ya de algunos elementos de juicio) que en Colombia hay un vacío, y que nuestros hechos y tragedias esperan todavía a aquel que algún día vendrá.

Ignoro, claro está, si este escritor será el que algún día vendrá. Sin embargo, me atrevería a decir que aquí están los elementos indispensables de una narrativa maciza, de un lenguaje escueto y necesario. Me refiero, claro está, a una obra en proceso. Sé bien que el autor no es Borges, que no es Fernando Pessoa. En ocasiones las palabras que emplea se escapan de sus moldes y suenan levemente vacías. Pero hay un trabajo, un enorme trabajo de recuperación de visiones dramáticas de una realidad que nos agobia en el fondo de la conciencia, que nos acorrala y nos limita y nos impide ser lo que deberíamos ser, como deberíamos serlo.

El autor retrocede más de cincuenta años y nos dibuja la época de la violencia, o de “la gran violencia” como han dado en llamarla quienes tratan de señalar que esta que ahora vivimos puede llegar a demencias aún más extremas. Unos pocos personajes, nítidamente captados, viven la tragedia de un proceso que ahora mismo se repite con minuciosidad angustiosa. Los propietarios están detrás del poder político y lo manipulan a su acomodo, y unos y otros utilizan a la delincuencia común para lograr lo que se proponen. No quisiera creer que el autor hace una alegoría, pero de cualquier manera, en la dura vida rural que él dibuja con envidiable economía de palabras, en la actitud sumisa y cómplice de las autoridades, en la compra a menosprecio de las propiedades de los desplazados, y en la impunidad de los criminales, cualquiera podría ver retratados de cuerpo entero a los protagonistas de nuestra actual tragedia. Aquí están los verdaderos usufructuarios de la violencia, vale decir, las multinacionales y los terratenientes y nuevos terratenientes que se enriquecen enviando por delante a sus batallones de asesinos. Y están los asesinos, claro, con el antiguo método del corte de franela. Añádale el lector una motosierra al grupo de criminales, y ahí quedarán dibujados de cuerpo entero los “soldados” de Castaño y Mancuso. Quítele a Laureano Gómez los ojos saltones y la boca grande y ordinaria, y sustitúyaselos por unas pestañas cuidadosamente rizadas y por unos labios delgaditos y cínicos, y ahí aparecerá el retrato del nuevo monstruo. Déle al pequeño pueblo donde se desarrolla la sucesión de crímenes sin nombre, la extensión del país entero, y ahí encontrará la respuesta a tantas preguntas que todavía no acaban de formularse. Sólo que en este libro que nos recupera la memoria extraviada en los vericuetos del temor y la reverencia, hay que hacer dos ajustes: primero, los paramilitares son los chulavitas; y, segundo, el iracundo ministro del Interior es el corregidor Candelo que, sin decir una sola palabra, se desabotona el saco para mostrar la cacha de su revólver. Pero lo demás: la agresión del Ejército y de la Policía, las formas de la violencia, la actitud indefensa, y en cierto modo optimista, de las víctimas, el asesinato de los presos políticos, la torpe complicidad de la jerarquía eclesiástica, el oscuro manejo del gobierno empeñado en convertir al país entero en un laboratorio de miserias, es idéntico a lo que hoy vivimos. Falta, eso sí, el corte de orejas. Pero ese pequeño error puede enmendarse con solo una orden tajante y perentoria.

Las medidas que anuncia el gobierno, las reformas que predica, los métodos que emplea, el discurso barato que enarbola, el manejo arbitrario del poder de las armas, todo, absolutamente todo, anuncia que “la gran violencia”, está de regreso. Sin que se haya dado cuenta, el país asiste hoy a un cambio sustancial en la tarea administrativa. A partir de la pobre –y, para completar, mentirosa– idea moralizante y de recuperación de los valores cristianos que tiene de su labor el presidente de la República, la administración está llamada a convertirse dentro de poco en la enemiga acérrima del país, y serán los alcaldes y los gobernadores los encargados de organizar la represión oficial contra los colombianos, que ya no tienen, que ya no tenemos, dónde mirar, a quién mirar, a quién recurrir en nuestro angustioso y desolado valle de lágrimas. Vivimos la sorda amenaza de individuos con visiones mesiánicas. Y no hay nadie que se plantee, siquiera, la urgencia de detenerlos. Tristemente, nuestra tragedia va todavía para más largo, más ancho y más hondo.

Si le damos un volantín a la historia, y dejamos de lado el hecho de que Eduardo Santa haya escrito Sin tierra para morir hace ya 49 años, podríamos decir que en esta novela se encuentra la semilla del horror que vivimos. Pero, todavía más grave, que nosotros apenas somos hoy una nueva semilla.