EL DERECHO A NO MATAR |
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El pasado mes de febrero el Ejército
Nacional reclutó cerca de 20.000 muchachos para la guerra. El
mayor realizado en tan corto lapso en 50 años. Colombia encabeza las cifras de inversión militar per cápita, que aumenta año tras año, sacrificándose inversiones que permitirían al país estrenarse en escenarios superiores. La información es manejada con sigilo, soportada en la estructura de alarmas que impone la seguridad, así que poco se sabe de cifras consolidadas de muertos en combate, mutilados, incapacitados, mentes enloquecidas de soldados que permanecen recluidos en el hospital de sanidad de las FF.MM., al que nadie accede libremente. |
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Desde el domingo pasado, la instrucción que llegó de Bogotá para cabos, sargentos y tenientes fue enganchar el mayor número posible de jóvenes a engrosar las filas del Ejército, porque el ejercicio de febrero se quedó corto. Y se les ve cumpliendo la orden con obediencia y hasta disfrute. Como si se tratara de una cacería, aprovechan cualquier ocasión, reuniones en parques, colas para entrar a los estadios en las fechas de los clásicos de fútbol, buses de transporte intermunicipal, esquinas o calles para realizar redadas y sorprender muchachos entre los 18 y 28 años con su situación militar pendiente. Caen, sobre todo, muchachos de las zonas rurales y los más pobres de las ciudades, desprotegidos y vulnerables, sin recursos argumentales, que terminan en el camión donde inician el triste camino hacia el cuartel y el infierno de la guerra. Triste porque no se trata de una opción voluntaria ni de una
decisión con convencimiento, a riesgo incluso de no regresar
vivos. La mayoría de jóvenes que terminan atrapados en
un conflicto cuyos móviles les resultan ajenos e incomprensibles,
hubieran querido una suerte distinta. Que se merecen. Basta verles sus
caras de desconcierto y miedo cuando entran a este túnel sin
salida del camión de reclutamiento. Si se hiciera una encuesta entre los jóvenes colombianos, el no a la guerra sería rotundo. Pero nadie les pregunta. Simplemente se les obliga. Gobernantes y legisladores adultos les definen, desde Bogotá, su futuro, volviendo sus vidas estadísticas anónimas, convirtiendo la esperanza joven en carne de cañón, forzando a traicionar sus convicciones a muchachos que, como Deiby Alexander, cuesta y muchos otros se rehúsan a matar. El País, Cali - Colombia. |