Estas dos “memorias contemporáneas”, es decir visiones
presentes del pasado, son análisis de la relación con
el otro e interpretaciones del papel del mestizaje que tienen consecuencias
en las prácticas sociales actuales y en la integración
de las diferencias en la organización social.
La primera presentación de la historia de la esclavitud en Cartagena,
la más difundida, remite a una visión armónica
de las relaciones raciales, simbolizada en la frase “todos somos
mestizos” y encarnada en el personaje de Pedro Claver, el “esclavo
de los esclavos”, que dedicó su existencia a mejorar las
condiciones de vida de los esclavos.
Es preciso hacer referencia a la presentación de Pedro Claver
en la iglesia que lleva el mismo nombre, en el centro histórico
de Cartagena: “La visita a este lugar debe tener un profundo sentido
espiritual, ya que estamos ante el ejemplo de un hombre extraordinario,
quien con su trabajo a favor de los más pobres y explotados,
santificó el territorio de Colombia”. Esta reconstrucción
etnocéntrica de la historia lleva la minoración de las
consecuencias negativas de la esclavitud y a una concepción paternalista
de las relaciones raciales. Es más, lo “negro” desaparece
(es la famosa “invisibilidad” de las personas negras) y
se rescata solamente el papel del Santo; la historia está hecha
y escrita por la elite blanca. Hay que recordar la amplia presencia
de esclavos domésticos en Cartagena, que favorece el desarrollo
de una forma paternalista de esclavitud (que se reconoce en frases de
este tipo: “el esclavo hace parte de la familia; por eso no puede
ser discriminado”). Esa posición se traduce en la creencia
actual según la cual “no hay racismo en Cartagena”
o en la tendencia a esconder las diferencias raciales detrás
de las diferencias socioeconómicas. Existe también una
continuidad entre este universalismo católico y su evolución
en ciudadanía republicana: las dos lógicas privilegian
el igualitarismo que pretende borrar las diferencias raciales. En esa
concepción, la alteridad desaparece en la asimilación,
definida como homogeneización socioracial a través de
la integración a la comunidad religiosa primero, y a la comunidad
nacional después; al mismo tiempo, esta visión armónica
de las relaciones raciales esconde una visión paternalista, etnocéntrica
y jerarquizada.
La segunda imagen insiste en el rescate del papel de los cimarrones
y de los palenques. Se denuncia la esclavitud como ideología
racista, se subraya el mal trato a los esclavos y se valora la resistencia
de los cimarrones. Ellos son vistos como los primeros que lucharon por
la libertad en las Américas, como los guardianes de sus especificidades
y riquezas culturales en un movimiento de construcción del pasado
que tiende a asimilar, de manera exclusiva, resistencia a la esclavitud
y cimarronaje.
El símbolo de esa visión de la historia es Benkos Biohó,
el mítico fundador del Palenque de San Basilio, a quien se le
dedicó una estatua en el nuevo Parque de la Constitución
(o Parque Apolón), inaugurado en 1991 en el barrio El Cabrero,
en homenaje a la Constitución de 1886. En compañía
de Pedro Zapata de Mendoza, primer gobernador de Cartagena (y también
primer proveedor de esclavos en gran escala de la Colonia), y de Carex,
símbolo de los indígenas de la costa, se supone que la
trilogía glorifica el carácter pluriétnico de Colombia,
expresado por la nueva Constitución. Benkos Biohó aparece
como el “caudillo negro [que] defendió su libertad hasta
la muerte”. Esta presentación tiene consecuencias hoy en
día: justifica, en lo político, la afirmación del
multiculturalismo y la existencia de un sistema de discriminación
positiva; acompaña, en lo científico, el proceso de rescate
de las herencias africanas, de búsqueda de las “huellas
de africanía”. Pero también tiende a introducir
una frontera y, a veces, una barrera histórica, cultural y –ahora–
política entre los cimarrones y el resto de la población
negra, mulata o mestiza, que no puede identificarse con este pasado
de resistencia cimarrona.
La primera visión, la historia de Cartagena escrita por la elite
de la ciudad, concibe la relación con el otro en una lógica
de asimilación, de homogeneización, de producción
de una supuesta armonía racial que borra las diferencias dentro
del universalismo católico o republicano. Esa tendencia lleva
a celebrar hoy los 150 años de abolición de la esclavitud.
Por el contrario, la segunda, la historia escrita por las víctimas
que se convirtieron en cimarrones, hace énfasis en la heterogeneidad
y sólo puede pensar una historia en blanco y negro, o sea en
términos de una frontera infranqueable entre grupos donde el
mestizaje está ausente. Esta segunda presentación se encuentra
en los discursos que llaman a celebrar los 500 años de resistencia
de los afrocolombianos o de los afrodescendientes.
Es importante mencionar que estas dos concepciones no son excluyentes
entre sí; al contrario, coexisten en la presentación de
la historia de Cartagena. Por ejemplo, en los cuatro volúmenes
de la Historia de Cartagena de Eduardo Lemaitre (1983) que puede ser
vista como la “historia oficial” por su importante difusión
bajo varias formas: académica, síntesis en inglés,
resumen para las escuelas, comics, se encuentran capítulos sobre
esclavitud y cimarronaje. En el tomo dos, que presenta la época
colonial, hay un capítulo titulado “Cartagena puerto negrero”,
otro sobre “El Padre Alonso de Sandoval y San Pedro Claver”
y otro más que trata de “Los palenques y la guerra de los
cimarrones”. Se presentan los dos paradigmas: el esclavo visto
a través de los amos, el cimarrón en su palenque. Es decir,
asimilación católica y luego republicana; multiculturalismo
y plurietnicidad.
Pensar el mestizaje
El interés por el mestizaje no es sólo una pregunta de
objeto: ¿qué es el mestizaje?, sino que plantea también
un problema de herramienta intelectual: ¿cómo pensarlo?
Hoy, el pensamiento del mestizaje admite su incapacidad para estudiar
su objeto: hay un “malentendido” inherente a su análisis.
El mestizaje se construye sobre una asimilación equivocada de
lo social a lo biológico. Su comprensión choca con nuestras
costumbres intelectuales que tienden a preferir las unidades monolíticas
a los espacios intermedios, la rigidez de las categorías a los
“intersticios sin nombre”.
Recientemente, durante un seminario organizado por la Universidad Nacional
de Colombia sobre el tema “¿Mestizo yo? Diferencia, identidad
e inconsciente”, se subrayó la dificultad para entender
el mestizaje y el mestizo, como lo atestiguan las expresiones “las
complicaciones del mestizaje”, “el no lugar” del mestizo,
la “lógica perversa” del mestizaje, hasta tal punto
que los intentos de su comprensión teórica llegaron a
denunciar el “fantasma” y la “trampa” teórica
y metodológica del mestizaje.
Pero relegar el mestizaje al desequilibrio transitorio y rechazarlo
del campo científico es abstenerse de introducir la ambivalencia
y la incertidumbre en el corazón del pensamiento y dentro de
los mecanismos sociales, concibiéndolas sólo en términos
de defectos, renuncia o fracaso. Negación de la identidad y de
la alteridad, el mestizaje obliga a pensar lo diferente que no es muy
distante, lo distante que no es muy diferente. Es un proceso que cuestiona
cualquier intento de clasificación social y científica
como una práctica subversiva de todas las categorías.
Revela que la cuestión actual no es sólo la crisis de
la identidad, sino también la crisis de la lógica misma
de identidad.
De la “invisibilidad” mestiza a la identificación
múltiple
El término de “invisibilidad” ha sido utilizado por
Nina de Friedemann y luego por varios investigadores para describir
la situación de la población negra antes de la Constitución
de 1991. La historia de Colombia es presentada como una historia de
la negación de la diferencia racial, primero a través
de la esclavitud, luego a través del igualitarismo republicano.
“La invisibilidad que como lastre el negro venía sufriendo
en su calidad humana e intelectual desde la colonia quedó así
plasmada en el reclamo de un americanismo sin negros”. Pero la
historia –o más bien la escritura de la historia- de Cartagena
nos muestra que sería más conveniente hablar de una “invisibilidad
mestiza” que de una “invisibilidad negra”. De hecho,
estas historias sin color o en blanco y negro –y a veces sin color
y en blanco y negro– tienen una misma concepción de la
relación con el otro como el encuentro de dos identidades diferentes.
Encuentro que sólo puede dar lugar a una desaparición
o a una acentuación de las diferencias.
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Pedro Romero y los lanceros de Getsemaní
Es interesante hacer la comparación con la presentación,
por ejemplo, de Alfonso Múnera en El fracaso de la Nación:
Pedro Romero aparece no sólo como uno de los personajes principales
del movimiento de independencia de Cartagena, sino también como
un artesano mulato, dirigente de las milicias de pardos: los Lanceros
de Getsemaní. Más allá de las oposiciones entre
dos visiones de la historia de Cartagena, se quiere subrayar que la
imagen actual de Pedro Romero se nutre precisamente de estas múltiples
representaciones y de estas ambigüedades.
Romero es jefe de las milicias de pardos y pide a la corona española,
al mismo tiempo, que se permita a su hijo estudiar filosofía
y teología a pesar de su condición de mulato. O sea, Pedro
Romero pide a la vez su derecho a la diferencia (como militar pardo)
y su derecho a la indiferencia (para su hijo); es a la vez sin color
en la historia de Lemaitre y mulato en la historia de Múnera;
es pasivo en la primera, líder activo de la independencia en
la segunda. En este sentido, Romero encarna este mestizaje que permite
definir su identidad según las situaciones y los interlocutores.
Es necesario mencionar que la ubicación geográfica de
estos tres personajes en la ciudad es muy reveladora: Pedro Claver tiene
iglesia, y ahora estatua, en pleno corazón de la ciudad, dentro
de las murallas; Benkos Biohó es celebrado en una estatua levantada
en el barrio El Cabrero, sin duda uno de los barrios más antiguos
de la ciudad, a unos pasos de la casa Rafael Núñez, pero
fuera de las murallas, del centro histórico y turístico;
Pedro Romero, por último, tiene su estatua en Getsemaní,
el barrio de los artesanos mulatos y de los esclavos libres, el arrabal
que está a la vez dentro y fuera de las murallas, que está
en el centro pero no es el centro. Así, la ubicación geográfica
de los tres personajes simboliza su papel en la representación
de la ciudad: centro, periferia y posición intermediaria, y –en
los dos primeros casos–, identificación socioespacial única
y definida; en el tercero, identificación múltiple y floja.
El mestizaje como cimarronaje identitario
Es necesario hacer unas aclaraciones sobre el término mismo de
mestizaje. Se tiende a concebir el mestizaje como una forma de homogeneización,
de superación de las diferencias, de dilución de las categorías
raciales. Unos dan a este proceso un sentido positivo (raza cósmica
de Vasconcelos en México, democracia racial de Freyre en Brasil
y, más cercano, hombre triétnico de Manuel Zapata Olivella);
otros, una connotación negativa: para Nina de Friedemann, el
mestizaje es una ideología de acción política que
“aniquila diversidades sociorraciales que reclamen derechos de
identidad”.
Frente a estos análisis que asocian el mestizaje a la supresión
o, por lo menos, a la minoración de las diferencias raciales,
que sea en una lógica valorada o rechazada, se debe plantear
otra postura: el mestizaje no es una negación del racismo y una
invisibilización de las categorías raciales. Por el contrario,
precisamente cuando las diferencias son menos visibles, cuando las fronteras
de la alteridad se debilitan a través del mestizaje, están
más presentes el prejuicio de color y la ideología racial.
Hay que recordar que el mestizaje, en la América colonial, es
percibido como una amenaza permanente: amenaza biológica frente
a la concepción europea de pureza y jerarquía entre las
“razas”; amenaza cultural a través de los sincretismos
de todos órdenes; amenaza política con la aparición
de las exigencias y reivindicaciones de los mestizos; amenaza social,
finalmente, frente al debilitamiento de todo principio de organización,
en particular la distinción por castas.
Negando la superposición entre órdenes raciales y sociales,
el mestizaje, lejos de obedecer a una lógica de armonía
racial o de desaparición de las categorías raciales, alimenta
y acentúa el recurso a la ideología racial y al prejuicio
de color. En este sentido, las múltiples leyes y los diferentes
Códigos Negros (Code Noir para las Antillas francesas en 1685,
Código Negro Carolino para América Latina en 1783-1784)
aparecen como tentativas para regular un orden sociorracial que escapa
cada día más a las autoridades coloniales, para controlar
este mestizaje (biológico, social, cultural) que lleva al fracaso
de todo principio de clasificación. En este sentido, se podría
decir que el racismo es más fuerte contra Pedro Romero que contra
el esclavo o el cimarrón, porque Romero es un “negro cercano”
que no tiene un estatus bien definido como el esclavo o el cimarrón.
El sentimiento de amenaza permanente, ligado al proceso de mestizaje,
favorece el fortalecimiento del prejuicio de color, del blanqueamiento
y de una racialización de las relaciones sociales.
Esta racialización del orden social no significa que existan
categorías raciales bien definidas y limitadas, una oposición
entre “blanco” y “negro”, entre “amo”
y “esclavo” o entre “amo” y “cimarrón”.
Si el mestizaje es la imposición de un orden racial, es al mismo
tiempo una forma de perversión de toda clasificación,
una negación del principio mismo de identidad.
El mestizaje no corresponde a una visión dualista, de un lado
la asimilación, del otro el multiculturalismo; de un lado Pedro
Claver, del otro lado Benkos Bioho; de un lado la homogeneidad, del
otro la heterogeneidad; de un lado el blanco, del otro el negro, porque
estas dos concepciones tienden a una naturalización del orden
social: naturalización de la jerarquía sociorracial disfrazada
en el modelo republicano; naturalización de las diferencias entre
los grupos basándose en la valoración de las peculiaridades
culturales en el multiculturalismo. Por el contrario, el mestizaje no
permite la objetivación de las categorías de identificación,
impide la edificación de una frontera entre “nosotros”
y “los otros”. El mestizaje es dinámico y relativo,
cuestiona cualquier clasificación en una identidad bien definida,
obliga a renunciar a dos formas de pensar: la analítica –de
la separación, de la descomposición en elementos puros,
simples (el blanco contra el negro del multiculturalismo)– y la
sintética –de la totalidad, de la fusión, de la
reconciliación entre los contrarios (el mito de la armonía
racial de la asimilación).
Es decir, el mestizaje no cabe en las categorías bipolares: esclavo
o cimarrón. El término mismo “libre de todos colores”
que se utilizaba durante la colonia es sintomático: el libre
de todos colores contesta al orden social (ni amo, ni esclavo) y al
orden racial (ni “blanco”, ni “negro”) por su
posición intermedia.
Introducción del multiculturalismo
Con la introducción formal del multiculturalismo en 1991, ¿cómo
pueden los habitantes de Cartagena compartir la búsqueda de territorios
ancestrales o la valoración de prácticas culturales tradicionales
de las cuales habla el actual multiculturalismo colombiano? En el campo
local, ¿cómo pueden reconocerse en los criterios de “afrocolombianidad”
que definen hoy el multiculturalismo en Cartagena, simbolizados por
el Palenque de San Basilio y los palenqueros en la ciudad: lengua, organización
social en cuagros, ritos funerarios? La historia del cimarronaje, del
cual ya se ha hablado, la referencia a Benkos Biohó, al primer
pueblo libre de América Latina, no hacen parte de la memoria
colectiva de la mayoría de los habitantes de Cartagena.
La afirmación reciente del “derecho a la diferencia”
sólo concierne a un grupo reducido: los palenqueros en la costa
Caribe, los habitantes del Pacífico rural en el ámbito
nacional. Finalmente, la población mulata y mestiza es dos veces
discriminada: una primera vez, por su exclusión de la igualdad
democrática; una segunda vez, por su exclusión del derecho
a la diferencia. Una primera vez porque es “negra” (en términos
del prejuicio de color escondido detrás del igualitarismo republicano);
una segunda vez, porque no es suficientemente “negra” (en
la nueva lógica étnica del multiculturalismo). Una primera
vez, porque solamente es el objeto de la generosidad de Pedro Claver;
una segunda vez, porque no comparte la historia de Benkos Biohó.
El multiculturalismo actual tiende a excluir del proceso de etnicización
a aquellos que no pueden producir “pruebas” de africanidad,
es decir, la mayoría de los individuos afrocolombianos, en especial
los que viven en las ciudades. El peligro del multiculturalismo, sobre
todo en un contexto de mestizaje, es que tiende a etnicizar las poblaciones
y a interpretar las alteridades en términos de diferencias insuperables.
Es más, la asociación del principio democrático
de igualdad y de la afirmación del multiculturalismo impide finalmente
toda reivindicación identitaria (que sea de igualdad o de diferencia)
a la mayoría de la población.
El mestizo o mulato no es sólo una víctima pasiva de la
esclavitud de ayer, del fracaso del multiculturalismo de hoy, sino también
alguien que tiene la capacidad de jugar con las categorías raciales,
de cambiar su identificación según las situaciones y los
interlocutores. Esa capacidad es lo que se podría llamar “habilidad”
o “competencia mestiza” de los actores. La “competencia
mestiza” corresponde a la capacidad de jugar con el color de la
piel y sus significaciones, contextualizar las apariencias raciales
para adaptarse a las situaciones, pasar de una norma social a otra.
Es una actividad cognitiva y práctica que permite manejar socialmente
la información corporal, basándose en el conocimiento
y adaptación de los códigos sociales y culturales.
Así, el semifracaso del multiculturalismo en Cartagena puede
ser visto también como el éxito de una cierta forma de
cimarronaje identitario. Este cimarronaje no es la lucha de los esclavos
contra los amos, de los “negros” contra los “blancos”,
que supone la existencia de razas o de etnias definidas en términos
biológicos o culturales; este cimarronaje identitario moderno
es más bien una forma de resistencia no sólo a la esclavización
y al racismo, sino a toda clasificación en razas, en etnias,
en culturas o en cualquier categoría fija.
Conclusión
A manera de conclusión, se debe precisar que tanto la asimilación
de ayer como el multiculturalismo de hoy son concepciones que tienden
a encerrar a los individuos en una misma comunidad de pertenencia: la
comunidad de los ciudadanos frente a la comunidad del grupo étnico-cultural.
Finalmente, la oposición no es tanto entre asimilación
y multiculturalismo, que suponen la misma creencia en la existencia
de identidades definidas, sino entre negación y reconocimiento
de la multiplicidad y de la fluidez de las pertenencias. Este reconocimiento
no se traduce en el culto de la armonía ni en el culto de la
diferencia, sino en la deconstrucción de mitos fundadores como
la ciudadanía universalista de la asimilación republicana
y la especificidad cultural de las minorías étnicas en
el multiculturalismo.
El énfasis actual en una sola dimensión de la historia
de Cartagena (la resistencia de los cimarrones) no sólo reduce
la diversidad y multiplicidad de las relaciones con el otro, sino que
produce nuevas formas de racismo –cierto neorracismo cultural–
o lleva al olvido del racismo cotidiano, ordinario. En el primer caso,
la referencia a lo biológico, aparentemente borrada, vuelve de
manera más sutil y peligrosa a través de la naturalización
de las diferencias culturales. Este “neorracismo cultural”
se basa en una valoración positiva de las diferencias y en la
presentación de la alteridad como algo invariable. Su lógica
ya no es excluir para conservar la identidad de un grupo dominante,
sino excluir para conservar las peculiaridades culturales de minorías.
El multiculturalismo, contrario al racismo, acaba finalmente generando
nuevas formas de exclusión. El segundo es una forma de racismo
injustificable pero explicable, inaceptable para los que defienden la
tolerancia pero omnipresente y condenable, aunque “normal”
por su frecuencia. Es un racismo implícito, encarnado en las
relaciones sociales, transmitido en palabras y comportamientos anodinos.
Es más difícil de observar y de estudiar porque no cabe
en la lógica de la diferenciación “evidente”
y absoluta entre “nosotros” y “ellos”: remite
más bien a formas de microalteridad que pueden cambiar de un
día a otro, de un contexto al otro y coexistir con otras lógicas
de diferenciación o de homogeneización.
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