A PARTIR DEL CASO DE CARTAGENA DE INDIAS
ANÁLISIS DEL MULTICULTURALISMO Y MESTIZAJE EN LA POBLACIÓN AFROCOLOMBIANA

POR ELISABETH CUNIN

Si en Colombia se reconoció la plurietnicidad y la multiculturalidad de la nación a partir de la Constitución 1991, ¿por qué, en una ciudad como Cartagena de Indias, la afirmación del multiculturalismo y el reconocimiento en el ámbito político de derechos especiales para las poblaciones negras - que rompen una larga tradición de asimilación republicana - no han tenido mucho éxito? Esta pregunta llevará a otra: ¿será que el mestizaje, característico de la ciudad de Cartagena, visto como una forma de dilución de las alteridades, impide el desarrollo del derecho a la diferencia?

Como punto de partida, es preciso hacer una distinción entre “multiculturalidad” y “multiculturalismo”, con base en las aclaraciones de Isabelle Taboada Leonetti. La multiculturalidad remite a la coexistencia, dentro de un mismo Estado, de varios grupos que se distinguen por el uso de una lengua o de una religión diferentes de las del grupo mayoritario; por la referencia a una filiación histórica o a una “identidad cultural” específica. En este sentido, en todas las sociedades contemporáneas existe, de hecho, este tipo de multiculturalidad. Cartagena, ciudad puerto, con una larga historia de migraciones (conquistadores españoles, esclavos africanos, comerciantes: turcos, chinos , paisas; turistas norteamericanos, desplazados de la violencia.), no escapa a este fenómeno.
El multiculturalismo se define de manera más precisa y delimitada, como una forma de gestión política de la multiculturalidad, es decir, el reconocimiento institucional de las diversas formas de cultura de la sociedad y la adopción de medidas legislativas cuyo objetivo es preservar los derechos culturales de cada grupo, en especial de los grupos minoritarios. Este tipo de gestión política nace en Colombia en 1991.

En ese sentido es pertinente revisar este fenómeno a través del estudio de la situación de las denominadas “poblaciones afrocolombianas”.

En la ciudad de Cartagena la introducción del multiculturalismo para las “poblaciones negras” parece ser un fracaso: la Ley 70, que nace luego del artículo transitorio 55 en la Asamblea Constituyente y que simboliza el desarrollo concreto del multiculturalismo étnico negro, es desconocida por la mayoría de la población; la Comisión Consultiva de Comunidades Negras de la Costa es una estructura vacía; en las instancias gubernamentales de fomento del multiculturalismo: Icetex, Ministerio de Medio Ambiente, Incora, no se reconoce el derecho a la diferencia; los candidatos “negros” a las elecciones locales de 1997 no alcanzaron el 1% del total de votos.
Un análisis inmediato de este proceso remite a la naturaleza misma del multiculturalismo étnico negro; la Ley 70 define a las “comunidades negras” a partir de ciertas características: relación ancestral con el territorio, carácter ribereño y rural, prácticas tradicionales de producción. Estas características no corresponden a la situación mayoritaria de las “comunidades negras” en la costa Caribe y, menos, en una ciudad de la costa Caribe. Pero es necesario centrarse también en otro mecanismo que parece explicar el fracaso del multiculturalismo en Cartagena: el papel del mestizaje, entendido como un término genérico que significa intercambio y confrontación, y no sólo como el producto de la unión de “blanco” con “indio” como lo define la clasificación por castas de la época colonial. Además no se considerará el mestizaje como un resultado; esta afirmación, visible en el culto actual del mestizaje, supondría la existencia previa de entidades (que sean llamadas “razas”, “culturas”, “etnias”) primordiales, discretas y delimitadas. Por el contrario, se tomará el mestizaje como una característica de la multiculturalidad de toda sociedad, que obliga a deconstruir las “identidades” e impide las “ilusiones identitarias”.
El mestizaje no significa homogeneización ni superación de las diferencias y ausencia de jerarquías sociales y raciales. El mestizaje es más bien una forma de gestión de la alteridad en la cual se atribuye al otro un estatus cambiante y múltiple.
En este sentido se entiende porqué el multiculturalismo puede parecer una reducción de la capacidad de jugar con las pertenencias y las apariencias socio-raciales. Si el multiculturalismo no ha tenido el impacto deseado en Cartagena no es, como se dice muy a menudo, porque no haya racismo en la ciudad, sino porque Cartagena está basada en una racialización difusa de su organización social que favorece una amplitud de asignaciones identitarias que no permite el multiculturalismo, a través de su definición única del otro.

Cartagena, ¿ciudad mestiza? De Pedro Claver a Benkos Biohó
Como punto de partida, hay que recordar la importancia histórica del mestizaje en una ciudad como Cartagena. Por ejemplo, se puede hacer referencia a las cifras de 1789, presentadas en la obra de Jaime Jaramillo Uribe, en las que se ve que la población mestiza es la más importante en Cartagena, en términos absolutos y relativos, en comparación con Antioquia, Cauca y el Chocó.
¿Cómo han sido presentados el mestizaje y las alteridades raciales en los relatos sobre la historia de Cartagena? En la presentación actual de la historia de Cartagena existen dos imágenes principales de las relaciones raciales y étnicas. Estas reconstrucciones de la historia no sólo producen una memoria colectiva sino que se utilizan hoy en día para legitimar ciertos discursos, cierta interpretación de las relaciones sociales y anclarlos en la continuidad con el pasado.

Estas dos “memorias contemporáneas”, es decir visiones presentes del pasado, son análisis de la relación con el otro e interpretaciones del papel del mestizaje que tienen consecuencias en las prácticas sociales actuales y en la integración de las diferencias en la organización social.
La primera presentación de la historia de la esclavitud en Cartagena, la más difundida, remite a una visión armónica de las relaciones raciales, simbolizada en la frase “todos somos mestizos” y encarnada en el personaje de Pedro Claver, el “esclavo de los esclavos”, que dedicó su existencia a mejorar las condiciones de vida de los esclavos.
Es preciso hacer referencia a la presentación de Pedro Claver en la iglesia que lleva el mismo nombre, en el centro histórico de Cartagena: “La visita a este lugar debe tener un profundo sentido espiritual, ya que estamos ante el ejemplo de un hombre extraordinario, quien con su trabajo a favor de los más pobres y explotados, santificó el territorio de Colombia”. Esta reconstrucción etnocéntrica de la historia lleva la minoración de las consecuencias negativas de la esclavitud y a una concepción paternalista de las relaciones raciales. Es más, lo “negro” desaparece (es la famosa “invisibilidad” de las personas negras) y se rescata solamente el papel del Santo; la historia está hecha y escrita por la elite blanca. Hay que recordar la amplia presencia de esclavos domésticos en Cartagena, que favorece el desarrollo de una forma paternalista de esclavitud (que se reconoce en frases de este tipo: “el esclavo hace parte de la familia; por eso no puede ser discriminado”). Esa posición se traduce en la creencia actual según la cual “no hay racismo en Cartagena” o en la tendencia a esconder las diferencias raciales detrás de las diferencias socioeconómicas. Existe también una continuidad entre este universalismo católico y su evolución en ciudadanía republicana: las dos lógicas privilegian el igualitarismo que pretende borrar las diferencias raciales. En esa concepción, la alteridad desaparece en la asimilación, definida como homogeneización socioracial a través de la integración a la comunidad religiosa primero, y a la comunidad nacional después; al mismo tiempo, esta visión armónica de las relaciones raciales esconde una visión paternalista, etnocéntrica y jerarquizada.
La segunda imagen insiste en el rescate del papel de los cimarrones y de los palenques. Se denuncia la esclavitud como ideología racista, se subraya el mal trato a los esclavos y se valora la resistencia de los cimarrones. Ellos son vistos como los primeros que lucharon por la libertad en las Américas, como los guardianes de sus especificidades y riquezas culturales en un movimiento de construcción del pasado que tiende a asimilar, de manera exclusiva, resistencia a la esclavitud y cimarronaje.
El símbolo de esa visión de la historia es Benkos Biohó, el mítico fundador del Palenque de San Basilio, a quien se le dedicó una estatua en el nuevo Parque de la Constitución (o Parque Apolón), inaugurado en 1991 en el barrio El Cabrero, en homenaje a la Constitución de 1886. En compañía de Pedro Zapata de Mendoza, primer gobernador de Cartagena (y también primer proveedor de esclavos en gran escala de la Colonia), y de Carex, símbolo de los indígenas de la costa, se supone que la trilogía glorifica el carácter pluriétnico de Colombia, expresado por la nueva Constitución. Benkos Biohó aparece como el “caudillo negro [que] defendió su libertad hasta la muerte”. Esta presentación tiene consecuencias hoy en día: justifica, en lo político, la afirmación del multiculturalismo y la existencia de un sistema de discriminación positiva; acompaña, en lo científico, el proceso de rescate de las herencias africanas, de búsqueda de las “huellas de africanía”. Pero también tiende a introducir una frontera y, a veces, una barrera histórica, cultural y –ahora– política entre los cimarrones y el resto de la población negra, mulata o mestiza, que no puede identificarse con este pasado de resistencia cimarrona.
La primera visión, la historia de Cartagena escrita por la elite de la ciudad, concibe la relación con el otro en una lógica de asimilación, de homogeneización, de producción de una supuesta armonía racial que borra las diferencias dentro del universalismo católico o republicano. Esa tendencia lleva a celebrar hoy los 150 años de abolición de la esclavitud. Por el contrario, la segunda, la historia escrita por las víctimas que se convirtieron en cimarrones, hace énfasis en la heterogeneidad y sólo puede pensar una historia en blanco y negro, o sea en términos de una frontera infranqueable entre grupos donde el mestizaje está ausente. Esta segunda presentación se encuentra en los discursos que llaman a celebrar los 500 años de resistencia de los afrocolombianos o de los afrodescendientes.
Es importante mencionar que estas dos concepciones no son excluyentes entre sí; al contrario, coexisten en la presentación de la historia de Cartagena. Por ejemplo, en los cuatro volúmenes de la Historia de Cartagena de Eduardo Lemaitre (1983) que puede ser vista como la “historia oficial” por su importante difusión bajo varias formas: académica, síntesis en inglés, resumen para las escuelas, comics, se encuentran capítulos sobre esclavitud y cimarronaje. En el tomo dos, que presenta la época colonial, hay un capítulo titulado “Cartagena puerto negrero”, otro sobre “El Padre Alonso de Sandoval y San Pedro Claver” y otro más que trata de “Los palenques y la guerra de los cimarrones”. Se presentan los dos paradigmas: el esclavo visto a través de los amos, el cimarrón en su palenque. Es decir, asimilación católica y luego republicana; multiculturalismo y plurietnicidad.

Pensar el mestizaje
El interés por el mestizaje no es sólo una pregunta de objeto: ¿qué es el mestizaje?, sino que plantea también un problema de herramienta intelectual: ¿cómo pensarlo? Hoy, el pensamiento del mestizaje admite su incapacidad para estudiar su objeto: hay un “malentendido” inherente a su análisis. El mestizaje se construye sobre una asimilación equivocada de lo social a lo biológico. Su comprensión choca con nuestras costumbres intelectuales que tienden a preferir las unidades monolíticas a los espacios intermedios, la rigidez de las categorías a los “intersticios sin nombre”.
Recientemente, durante un seminario organizado por la Universidad Nacional de Colombia sobre el tema “¿Mestizo yo? Diferencia, identidad e inconsciente”, se subrayó la dificultad para entender el mestizaje y el mestizo, como lo atestiguan las expresiones “las complicaciones del mestizaje”, “el no lugar” del mestizo, la “lógica perversa” del mestizaje, hasta tal punto que los intentos de su comprensión teórica llegaron a denunciar el “fantasma” y la “trampa” teórica y metodológica del mestizaje.
Pero relegar el mestizaje al desequilibrio transitorio y rechazarlo del campo científico es abstenerse de introducir la ambivalencia y la incertidumbre en el corazón del pensamiento y dentro de los mecanismos sociales, concibiéndolas sólo en términos de defectos, renuncia o fracaso. Negación de la identidad y de la alteridad, el mestizaje obliga a pensar lo diferente que no es muy distante, lo distante que no es muy diferente. Es un proceso que cuestiona cualquier intento de clasificación social y científica como una práctica subversiva de todas las categorías. Revela que la cuestión actual no es sólo la crisis de la identidad, sino también la crisis de la lógica misma de identidad.
De la “invisibilidad” mestiza a la identificación múltiple
El término de “invisibilidad” ha sido utilizado por Nina de Friedemann y luego por varios investigadores para describir la situación de la población negra antes de la Constitución de 1991. La historia de Colombia es presentada como una historia de la negación de la diferencia racial, primero a través de la esclavitud, luego a través del igualitarismo republicano. “La invisibilidad que como lastre el negro venía sufriendo en su calidad humana e intelectual desde la colonia quedó así plasmada en el reclamo de un americanismo sin negros”. Pero la historia –o más bien la escritura de la historia- de Cartagena nos muestra que sería más conveniente hablar de una “invisibilidad mestiza” que de una “invisibilidad negra”. De hecho, estas historias sin color o en blanco y negro –y a veces sin color y en blanco y negro– tienen una misma concepción de la relación con el otro como el encuentro de dos identidades diferentes. Encuentro que sólo puede dar lugar a una desaparición o a una acentuación de las diferencias.

Pero entre la dilución y el cimarronaje, entre Pedro Claver y Benkos Biohó, hay que recordar, por ejemplo, la presencia de otro personaje como Pedro Romero, comandante de los Lanceros de Getsemaní al principio del siglo XIX. Es muy revelador precisar que Pedro Romero está casi ausente de la historia de Cartagena escrita por Lemaitre. Existe el esclavo, existe el cimarrón, pero no existe el “mestizo” o el “pardo” o el “mulato”. Es más: no sólo su papel en los acontecimientos del movimiento de independencia del 11 de noviembre es minorado (Pedro Romero sólo “apoya” el golpe y obedece las órdenes), sino que está ausente su descripción física. Pedro Romero no tiene color en la historia oficial de Cartagena.

 

Pedro Romero y los lanceros de Getsemaní
Es interesante hacer la comparación con la presentación, por ejemplo, de Alfonso Múnera en El fracaso de la Nación: Pedro Romero aparece no sólo como uno de los personajes principales del movimiento de independencia de Cartagena, sino también como un artesano mulato, dirigente de las milicias de pardos: los Lanceros de Getsemaní. Más allá de las oposiciones entre dos visiones de la historia de Cartagena, se quiere subrayar que la imagen actual de Pedro Romero se nutre precisamente de estas múltiples representaciones y de estas ambigüedades.
Romero es jefe de las milicias de pardos y pide a la corona española, al mismo tiempo, que se permita a su hijo estudiar filosofía y teología a pesar de su condición de mulato. O sea, Pedro Romero pide a la vez su derecho a la diferencia (como militar pardo) y su derecho a la indiferencia (para su hijo); es a la vez sin color en la historia de Lemaitre y mulato en la historia de Múnera; es pasivo en la primera, líder activo de la independencia en la segunda. En este sentido, Romero encarna este mestizaje que permite definir su identidad según las situaciones y los interlocutores.
Es necesario mencionar que la ubicación geográfica de estos tres personajes en la ciudad es muy reveladora: Pedro Claver tiene iglesia, y ahora estatua, en pleno corazón de la ciudad, dentro de las murallas; Benkos Biohó es celebrado en una estatua levantada en el barrio El Cabrero, sin duda uno de los barrios más antiguos de la ciudad, a unos pasos de la casa Rafael Núñez, pero fuera de las murallas, del centro histórico y turístico; Pedro Romero, por último, tiene su estatua en Getsemaní, el barrio de los artesanos mulatos y de los esclavos libres, el arrabal que está a la vez dentro y fuera de las murallas, que está en el centro pero no es el centro. Así, la ubicación geográfica de los tres personajes simboliza su papel en la representación de la ciudad: centro, periferia y posición intermediaria, y –en los dos primeros casos–, identificación socioespacial única y definida; en el tercero, identificación múltiple y floja.

El mestizaje como cimarronaje identitario
Es necesario hacer unas aclaraciones sobre el término mismo de mestizaje. Se tiende a concebir el mestizaje como una forma de homogeneización, de superación de las diferencias, de dilución de las categorías raciales. Unos dan a este proceso un sentido positivo (raza cósmica de Vasconcelos en México, democracia racial de Freyre en Brasil y, más cercano, hombre triétnico de Manuel Zapata Olivella); otros, una connotación negativa: para Nina de Friedemann, el mestizaje es una ideología de acción política que “aniquila diversidades sociorraciales que reclamen derechos de identidad”.
Frente a estos análisis que asocian el mestizaje a la supresión o, por lo menos, a la minoración de las diferencias raciales, que sea en una lógica valorada o rechazada, se debe plantear otra postura: el mestizaje no es una negación del racismo y una invisibilización de las categorías raciales. Por el contrario, precisamente cuando las diferencias son menos visibles, cuando las fronteras de la alteridad se debilitan a través del mestizaje, están más presentes el prejuicio de color y la ideología racial.
Hay que recordar que el mestizaje, en la América colonial, es percibido como una amenaza permanente: amenaza biológica frente a la concepción europea de pureza y jerarquía entre las “razas”; amenaza cultural a través de los sincretismos de todos órdenes; amenaza política con la aparición de las exigencias y reivindicaciones de los mestizos; amenaza social, finalmente, frente al debilitamiento de todo principio de organización, en particular la distinción por castas.
Negando la superposición entre órdenes raciales y sociales, el mestizaje, lejos de obedecer a una lógica de armonía racial o de desaparición de las categorías raciales, alimenta y acentúa el recurso a la ideología racial y al prejuicio de color. En este sentido, las múltiples leyes y los diferentes Códigos Negros (Code Noir para las Antillas francesas en 1685, Código Negro Carolino para América Latina en 1783-1784) aparecen como tentativas para regular un orden sociorracial que escapa cada día más a las autoridades coloniales, para controlar este mestizaje (biológico, social, cultural) que lleva al fracaso de todo principio de clasificación. En este sentido, se podría decir que el racismo es más fuerte contra Pedro Romero que contra el esclavo o el cimarrón, porque Romero es un “negro cercano” que no tiene un estatus bien definido como el esclavo o el cimarrón. El sentimiento de amenaza permanente, ligado al proceso de mestizaje, favorece el fortalecimiento del prejuicio de color, del blanqueamiento y de una racialización de las relaciones sociales.
Esta racialización del orden social no significa que existan categorías raciales bien definidas y limitadas, una oposición entre “blanco” y “negro”, entre “amo” y “esclavo” o entre “amo” y “cimarrón”. Si el mestizaje es la imposición de un orden racial, es al mismo tiempo una forma de perversión de toda clasificación, una negación del principio mismo de identidad.
El mestizaje no corresponde a una visión dualista, de un lado la asimilación, del otro el multiculturalismo; de un lado Pedro Claver, del otro lado Benkos Bioho; de un lado la homogeneidad, del otro la heterogeneidad; de un lado el blanco, del otro el negro, porque estas dos concepciones tienden a una naturalización del orden social: naturalización de la jerarquía sociorracial disfrazada en el modelo republicano; naturalización de las diferencias entre los grupos basándose en la valoración de las peculiaridades culturales en el multiculturalismo. Por el contrario, el mestizaje no permite la objetivación de las categorías de identificación, impide la edificación de una frontera entre “nosotros” y “los otros”. El mestizaje es dinámico y relativo, cuestiona cualquier clasificación en una identidad bien definida, obliga a renunciar a dos formas de pensar: la analítica –de la separación, de la descomposición en elementos puros, simples (el blanco contra el negro del multiculturalismo)– y la sintética –de la totalidad, de la fusión, de la reconciliación entre los contrarios (el mito de la armonía racial de la asimilación).
Es decir, el mestizaje no cabe en las categorías bipolares: esclavo o cimarrón. El término mismo “libre de todos colores” que se utilizaba durante la colonia es sintomático: el libre de todos colores contesta al orden social (ni amo, ni esclavo) y al orden racial (ni “blanco”, ni “negro”) por su posición intermedia.
Introducción del multiculturalismo
Con la introducción formal del multiculturalismo en 1991, ¿cómo pueden los habitantes de Cartagena compartir la búsqueda de territorios ancestrales o la valoración de prácticas culturales tradicionales de las cuales habla el actual multiculturalismo colombiano? En el campo local, ¿cómo pueden reconocerse en los criterios de “afrocolombianidad” que definen hoy el multiculturalismo en Cartagena, simbolizados por el Palenque de San Basilio y los palenqueros en la ciudad: lengua, organización social en cuagros, ritos funerarios? La historia del cimarronaje, del cual ya se ha hablado, la referencia a Benkos Biohó, al primer pueblo libre de América Latina, no hacen parte de la memoria colectiva de la mayoría de los habitantes de Cartagena.
La afirmación reciente del “derecho a la diferencia” sólo concierne a un grupo reducido: los palenqueros en la costa Caribe, los habitantes del Pacífico rural en el ámbito nacional. Finalmente, la población mulata y mestiza es dos veces discriminada: una primera vez, por su exclusión de la igualdad democrática; una segunda vez, por su exclusión del derecho a la diferencia. Una primera vez porque es “negra” (en términos del prejuicio de color escondido detrás del igualitarismo republicano); una segunda vez, porque no es suficientemente “negra” (en la nueva lógica étnica del multiculturalismo). Una primera vez, porque solamente es el objeto de la generosidad de Pedro Claver; una segunda vez, porque no comparte la historia de Benkos Biohó. El multiculturalismo actual tiende a excluir del proceso de etnicización a aquellos que no pueden producir “pruebas” de africanidad, es decir, la mayoría de los individuos afrocolombianos, en especial los que viven en las ciudades. El peligro del multiculturalismo, sobre todo en un contexto de mestizaje, es que tiende a etnicizar las poblaciones y a interpretar las alteridades en términos de diferencias insuperables. Es más, la asociación del principio democrático de igualdad y de la afirmación del multiculturalismo impide finalmente toda reivindicación identitaria (que sea de igualdad o de diferencia) a la mayoría de la población.
El mestizo o mulato no es sólo una víctima pasiva de la esclavitud de ayer, del fracaso del multiculturalismo de hoy, sino también alguien que tiene la capacidad de jugar con las categorías raciales, de cambiar su identificación según las situaciones y los interlocutores. Esa capacidad es lo que se podría llamar “habilidad” o “competencia mestiza” de los actores. La “competencia mestiza” corresponde a la capacidad de jugar con el color de la piel y sus significaciones, contextualizar las apariencias raciales para adaptarse a las situaciones, pasar de una norma social a otra. Es una actividad cognitiva y práctica que permite manejar socialmente la información corporal, basándose en el conocimiento y adaptación de los códigos sociales y culturales.
Así, el semifracaso del multiculturalismo en Cartagena puede ser visto también como el éxito de una cierta forma de cimarronaje identitario. Este cimarronaje no es la lucha de los esclavos contra los amos, de los “negros” contra los “blancos”, que supone la existencia de razas o de etnias definidas en términos biológicos o culturales; este cimarronaje identitario moderno es más bien una forma de resistencia no sólo a la esclavización y al racismo, sino a toda clasificación en razas, en etnias, en culturas o en cualquier categoría fija.

Conclusión
A manera de conclusión, se debe precisar que tanto la asimilación de ayer como el multiculturalismo de hoy son concepciones que tienden a encerrar a los individuos en una misma comunidad de pertenencia: la comunidad de los ciudadanos frente a la comunidad del grupo étnico-cultural. Finalmente, la oposición no es tanto entre asimilación y multiculturalismo, que suponen la misma creencia en la existencia de identidades definidas, sino entre negación y reconocimiento de la multiplicidad y de la fluidez de las pertenencias. Este reconocimiento no se traduce en el culto de la armonía ni en el culto de la diferencia, sino en la deconstrucción de mitos fundadores como la ciudadanía universalista de la asimilación republicana y la especificidad cultural de las minorías étnicas en el multiculturalismo.
El énfasis actual en una sola dimensión de la historia de Cartagena (la resistencia de los cimarrones) no sólo reduce la diversidad y multiplicidad de las relaciones con el otro, sino que produce nuevas formas de racismo –cierto neorracismo cultural– o lleva al olvido del racismo cotidiano, ordinario. En el primer caso, la referencia a lo biológico, aparentemente borrada, vuelve de manera más sutil y peligrosa a través de la naturalización de las diferencias culturales. Este “neorracismo cultural” se basa en una valoración positiva de las diferencias y en la presentación de la alteridad como algo invariable. Su lógica ya no es excluir para conservar la identidad de un grupo dominante, sino excluir para conservar las peculiaridades culturales de minorías. El multiculturalismo, contrario al racismo, acaba finalmente generando nuevas formas de exclusión. El segundo es una forma de racismo injustificable pero explicable, inaceptable para los que defienden la tolerancia pero omnipresente y condenable, aunque “normal” por su frecuencia. Es un racismo implícito, encarnado en las relaciones sociales, transmitido en palabras y comportamientos anodinos. Es más difícil de observar y de estudiar porque no cabe en la lógica de la diferenciación “evidente” y absoluta entre “nosotros” y “ellos”: remite más bien a formas de microalteridad que pueden cambiar de un día a otro, de un contexto al otro y coexistir con otras lógicas de diferenciación o de homogeneización.

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