ELECCIONES PRESIDENCIALES EN LOS EE.UU.: LA TRAMPA

POR JORGE GÓMEZ BARATA

Ni siquiera los más sagaces analistas evaden la trampa. La hegemonía imperial es de tal magnitud que todo cuanto a ellos les ocurre nos fascina, incluyendo sus elecciones y sus crisis que son seguidas como si fueran eventos tractivos o decisivos para nuestras vidas. Lo curioso es que sin ser lo uno ni lo otro nos entretiene, nos intoxica y nos distrae. En conjunto se trata de un mal de fondo: el síndrome de la dependencia.

Lo más grave es que nos ocurre lo mismo que cuando asistimos a la función de un mago cuyo éxito depende de que concentremos la atención donde él quiere, de modo que miremos sin ver, tal como ahora sucede con las elecciones presidenciales en los Estados Unidos.
Por increíble que resulte, personas conocedoras de la sociedad norteamericana, enteradas de la naturaleza de su Estado y expertas en el funcionamiento de su sistema político, son hipnotizadas, entran en trance y dedican largas horas a especular acerca de si América está lista o no para ser gobernada por un negro.

Lo más grave es que, aunque muchos se percatan de la trampa, no pueden evadirla. Es exactamente lo que ocurren cuando, el lector de una obra de ficción, se emociona hasta las lágrimas. Por una rareza sicológica, el hecho de que conozca que la trama es ficticia no le resta impacto.

En las elecciones norteamericanas todo es falso y nada de lo que en ese proceso ocurra tendrá ningún efecto benéfico sobre los países pobres, ni alterará en lo más mínimo las prioridades del imperio. En el momento en que surja un candidato con capacidad para ganar y alterar las reglas básicas del sistema, nos enteraremos inmediatamente, porque automáticamente funcionaran los resortes que protegen al sistema norteamericano.

Obviamente, ninguno de mis colegas, tal vez ni siquiera yo mismo, logre reconocer que somos víctimas de esos espejismos y prisioneros de tales esquemas. Ante los demás y ante nosotros mismos, la credibilidad de nuestros análisis se basa precisamente en la certeza de la objetividad con que razonamos y en la ilusión de que somos inmunes a las influencias ideológicas y capaces de examinar desprejuiciadamente la realidad.

Para que nadie crea que me considero inmune al mal, también me dejo atrapar por la magia de una superproducción, más brillante por su factura que por su contenido, en la cual todo cuanto ocurre ha sido calculado, ensayado e incluido en un guión que tanto actores como espectadores siguen al pie de la letra, conducidos por una eficaz maquinaria.

Se trata de un gigantesco acto de enajenación, semejante a aquel en que los hombres con su talento, imaginación y energías, construyen un tótem que reconocen como su obra y ante el que luego se postran para rogar que le conceda lo que únicamente pudieran alcanzar con las mismas fuerzas y energías con que construyeron el ídolo.

Por la obvia razón de ser negro, que es lo mismo que si fuera indio, musulmán, judío o mexicano, Barack Obama no tiene ni la menor posibilidad de ser ahora presidente de los Estados Unidos. La mala noticia es que tampoco la tendrá en mucho tiempo. Los cambios que abrirán esa posibilidad no serán obras de los negros, de los hispanos ni de ninguna otra minoría marginal de la sociedad norteamericana, sino de las elites que ejercen el poder, gobiernan y deciden.

Parece evidente que al Partido Demócrata no le interesa ganar estas elecciones, entre otras cosas porque tendría que lidiar con problemas para los cuales no tiene solución y que, a mediano y largo plazo, pueden comprometer las reservas del sistema para autorenovarse. No es probable que a la elite le interese cambiar de montura a mitad del río.

Lo que en realidad ocurre es que en un momento de crisis, se ha montado un gigantesco espectáculo que permite, de una parte, realizar y documentar el experimento del negro y la dama, a la vez que emprender una maniobra ideológica de gran calado con la cual rescatar la credibilidad, probar las bondades del sistema y relanzar la ideología del "sueño americano.

Probablemente la élite que no responde a un partido ni a otro, adelanta dos caballos perdedores para entregar más de lo mismo. No importa cuál sea el nominado. Se puede apostar a que el próximo presidente no será el negro ni la dama y, en cualquier caso, habrá más de lo mismo.