GRUPO DE ESTUDIOS GEOPOLÍTICOS Y TERRITORIALES
(GEGT)
El actual orden del mundo, en el cual un
puñado de países organizan a lo largo y ancho de la orbe
las dinámicas económicas transnacionales, agenciadas,
promovidas e impulsadas por gobiernos alineados a los poderes políticos
imperantes, enmarcadas dentro de discursos culturales hegemónicos
y defendidas por el arsenal militar más grande jamás visto
por la humanidad, es el resultado de siglos de un proceso geopolítico
denominado imperialismo.
El imperialismo es, entonces, una tendencia expansionista, agenciada
desde un poder central estatal que por medio de la fuerza, impone un
determinado orden jerárquico en el cual las naciones quedan subordinadas
a un Estado: el imperio. Su manifestación clásica más
reluciente en occidente, fue el imperio Romano, que logró, desde
Roma y Constantinopla, dominar un territorio que se expandía
por tres continentes. En la modernidad, la conquista y el saqueo de
América, parte de Asia, África y Oceanía por parte
de las potencias europeas, dio paso a un orden imperial eurocéntrico
que fue requisito fundamental para el desarrollo del capitalismo contemporáneo,
bajo la estructura metrópoli-colonia, que permitía la
extracción de los recursos naturales y las materias primas, a
bajo costo, para con ello fomentar la industrialización del viejo
continente.
En el siglo XX, la primera y la segunda guerra mundial, fueron principalmente
guerras de enorme talante, que se explican por las confrontaciones de
las potencias imperiales de Europa, en adición a los poderes,
también imperiales de Japón y Estados Unidos. Pero desde
la segunda mitad del siglo XX, con el proceso de descolonización
de Asía y África, la figura Metrópoli-Colonia se
desvaneció completamente en el marco de las relaciones formales
geopolíticas, configurando un globo terráqueo dividido
políticamente por más de dos decenas de naciones-estados,
formalmente soberanos e independientes, pero en la práctica dependientes
y colonizados económica, política, cultural y militarmente.
Con el final de la guerra fría, la construcción de instituciones
como la Organización de Naciones Unidas (ONU) y el tratado de
Yalta entre los países capitalistas occidentales y el bloque
soviético, que dio pasó a una fragmentación del
mundo en dos regiones aparentemente antagónicas y dominadas desde
los centros de poder de Washington y Moscú; el imperialismo cambió
de faceta pero no de esencia.
Las guerras con epicentro en América Latina, África y
Asia, en las cuales tropas norteamericanas, europeas y también
soviéticas, invadían militarmente territorios, que por
lo general contaban con escasos recursos militares para defenderse,
se convirtió en el pan de cada día durante varias décadas
después de culminada la segunda guerra mundial. Estas guerras
se hacían con el pretexto de eliminar las amenazas político-ideológicas
que surgían en los territorios subordinados por cada uno de los
bandos (capitalista y soviético), según lo había
estipulado el acuerdo en Yalta. Y con ello se configuraba un capitalismo
que ya no requería de la figura de la colonia para operar. Bastaba
con la imposición de gobiernos autoritarios que fueran cómplices
a los requisitos de las lógicas imperiales y sus poderes transnacionales,
para que la lógica imperialista se mantuviera, y las dictaduras
militares se convirtieron en la forma privilegiada de esta estructura
mundial.
Pero en muchos casos, las guerras y las propias dictaduras, se convirtieron
en un arma de doble filo, pues la sevicia, injusticia y crueldad que
ambas las caracterizaba, dieron paso a serios cuestionamientos de la
opinión pública y política a nivel mundial, e incluso
al interior de las sociedades cuyos gobiernos orquestaban las acciones
imperialistas. La guerra de Vietnam, supuso no solamente una derrota
militar de Estados Unidos, y su potencia militar que es la más
grande de la historia humana, sino que también generó
todo tipo de protestas y movilizaciones en su contra al interior del
país norteamericano. Lo mismo sucedería con las dictaduras
militares, que en muchos casos dejaron de contar con el apoyo de Washington,
y progresivamente sucumbirían por las dinámicas políticas
internas, como sucedería en el caso latinoamericano. Así,
el imperialismo tuvo que reformar sus discursos y su estructura.
La disolución de la guerra fría en la década de
los noventa, implicó una nueva disposición geoestratégica
para el imperialismo. Desde entonces, lejos de desaparecer, lo que sucedió
fue una transformación del discurso. Así, las terribles
guerras en los Balcanes y en el cuerno africano en los noventa se convirtieron
en una especie de laboratorio experimental donde las tropas norteamericanas,
en ocasiones acompañadas por las de la OTAN, invadían,
bombardeaban e intervenían con el pretexto de defender la democracia
y los derechos humanos. Las razones geoestratégicas, militares
y económicas se ocultan bajo una maraña discursiva que
busca aparentar razones humanistas y altruistas. Ese ha sido la nueva
forma de operar del imperialismo.
Pero de manera paralela, en el marco de la guerra fría, el accionar
del gobierno norteamericano, abrió otro frente de batalla. La
desestabilización política se convirtió en una
estrategia oculta y relativamente certera en contra de los gobiernos
que no eran afines al proyecto estadounidense. Así se incitaba
al asesinato selectivo, o al impulso de revueltas internas en estos
países por medio de ayudas mediáticas y apoyos a los sectores
sociales (generalmente élites económicas nacionales) aliados
de los intereses imperiales; procesos que son relativamente invisibles
a la opinión pública. Su efecto ha sido certero, y la
desestabilización se ha utilizado en Irán, Ecuador, Panamá,
Venezuela, Cuba y un amplio abanico de naciones del tercer mundo desde
la década de los sesentas.
Desde 2001, luego de los ataques terroristas al World Trade Center en
Nueva York, las guerras de ocupación en Irak y Afganistán,
adicionaron otro ingrediente discursivo: La seguridad nacional. Fueron
guerras fácilmente justificables, a razón de la preocupación
de un potencial enemigo para las naciones occidentales, pero progresivamente,
dada la debilidad de la evidencia para tales tesis y la crueldad de
las formas de intervención, estas guerras resultaron enormemente
impopulares a nivel mundial y de nuevo la táctica imperial tuvo
que cambiar.
Los hechos recientes de la denominda primavera árabe, muestran
una nueva forma de actuar por parte de las potencias militares. Para
evitar los costos políticos que supone una guerra de ocupación
tan desigual, pero en todo caso riesgosa para las tropas propias, la
táctica se volcado a generar revueltas internas. De esta forma,
el poder de los medios de comunicación se convierte en la primera
arma que se dispone para atacar a los gobiernos no simpatizantes de
las potencias hegemónicas.
Con ello, se incentiva, promueve y financian movimientos insurrectos
que aparentan ser el producto de la indignación popular frente
a los gobiernos de turno. Y probablemente así lo sean para la
mayoría de sus protagonistas, pero detrás de estas espontáneas
manifestaciones, se organiza desde los gobiernos de las potencias un
golpe militar políticamente barato. Con ello, el imperialismo
logra obtener objetivos simultáneos. De una parte impone gobiernos
aliados en países geoestratégicos, pero al mismo tiempo
merma las críticas a las acciones intervencionistas, pues incluso
las masas criticas tienden a apoyar los movimientos insurrectos, lo
cual resulta apenas obvio dado el carácter popular que manifiestan.
Es una táctica estratégica bastante efectiva. El botín
político-económico es tomado por las potencias imperiales,
el costo económico es más reducido que el de las guerras
convencionales y de intervención, pero los muertos, heridos,
desplazados, refugiados y traumados con la guerra quedan para la nación
intervenida.
Esta feroz y criminal forma de extender los tentáculos de los
intereses de las potencias mundiales y los capitales transnacionales,
se consolida en la actualidad como la nueva mascara del imperialismo.
Y para ello, se han venido cambiando las convenciones de la guerra dentro
de los acuerdos internacionales; las Naciones Unidas y particularmente
el Concejo de Seguridad que está al servicio de las potencias
militares a nivel mundial, abre las puertas, cada vez con mayor complicidad,
al apoyo militar a tropas rebeldes no ligadas a los estados o los gobiernos
establecidos, lo cual, aunque pudiese ser muestra de disminución
de la brecha entre la comunidad internacional y las injusticas locales,
es por el contrario una forma manifiesta de servir a los amos del mundo
para mantener alineados a sus intereses a los gobiernos de todo el mundo.
Hoy, el panorama de ciudades como Trípoli, Damasco o el Cairo
es desgarrador, pero se nos presentan como lejanas. No obstante, ténganse
en cuenta que en Latinoamérica los cambios políticos recientes,
que no han ido acompasados a los dictámenes de las potencias
del norte, convierten a nuestra región en un potencial centro
de ejecuciones de aquello que hoy se experimenta en el Magreb y en Medio
Oriente. La coherencia política, y la fortaleza ideológica
de los sectores populares en nuestros países, es quizás
la mayor armadura frente a este nuevo acoso imperialista, en este siglo
que se avizora inmensamente agitado.
GEGT, octubre de 2013.
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