PRESENTACIÓN Y CAPÍTULO DE LA ÚLTIMA OBRA DEL HISTORIADOR INGLÉS

"CÓMO CAMBIAR EL MUNDO", NUEVO LIBRO DE ERIC HOBSBAWM


Eric Hobsbawn

POR FERNANDO BOGADO

A los 94 años, después de publicar sus extraordinarias memorias (Tiempos interesantes), el gran historiador inglés Eric Hobsbawm -que dedicó su vida a analizar y explicar la era moderna, desde la Revolución Francesa hasta los estertores del siglo XX- tenía un libro más por escribir: Cómo cambiar el mundo. Tras sentirse parte de la generación con la que se extinguiría el marxismo de la vida política e intelectual de Occidente, las crisis financieras, la espiral conflictiva del capitalismo y los cambios en América Latina le dieron la alegría de volver a su querido Marx. En el libro, despeja con su habitual lucidez las malas interpretaciones, archiva los preceptos que envejecieron y despliega las herramientas que ofrece el autor de El Capital para entender el mundo en el siglo XXI y hacerlo un lugar mejor.

Imaginen la escena: Eric Hobsbawm, reconocido historiador inglés de corte marxista, y George Soros, una de las mentes financieras más importantes del mundo, se encuentran en una cena. Soros, quizá para iniciar la conversación, quizá con el objetivo de continuar alguna otra, le pregunta a Hobsbawm qué opina de Marx. Hobsbawm elige dar una respuesta ambigua para evitar el conflicto, y respondiendo en parte a ese culto a la reflexión antes que a la confrontación directa que caracteriza sus trabajos. Soros, en cambio, es concluyente: "Hace 150 años este hombre descubrió algo sobre el capitalismo que debemos tener en cuenta".

La anécdota parece casi seguir la estructura del chiste ("Soros y Hobsbawm se encuentran en un bar..."), pero es el mejor ejemplo que el historiador inglés encuentra para mostrar, al comienzo de su nuevo libro, esa idea que está flotando en el aire desde hace tiempo: el legado filosófico de Karl Marx (1818-1883) está lejos de haberse clausurado y, muy por el contrario, las publicaciones especializadas de la actualidad, el discurso político cotidiano, la organización social de cualquier país no hacen otra cosa más que invocar a su fantasma para tratar de lidiar con ese angustiante problema que ha tomado el nombre histórico de "capitalismo".

En el libro, recientemente publicado en castellano, que lleva el sugerente título de Cómo cambiar el mundo, Hobsbawm vuelve a ofrecer su indiscutible talento para plantear las proposiciones de aquel filósofo alemán que siguen teniendo una vigencia definitoria para construir el presente.

Repasemos antes la presunción de muerte que se colgó al cuello de Marx durante el último cuarto del siglo XX: la crisis del petróleo de 1973 desencadenó un proceso político y económico que organizó eso calificado por Hobsbawm como reductio ad absurdum de los lineamientos de la economía de mercado. La situación generó la aparición de gobiernos conservadores en EE.UU. y Gran Bretaña (con Ronald Reagan y Margaret Thatcher a la cabeza de sus naciones), al mismo tiempo que implicó en diversos territorios la implantación de economías de claro corte financiero, situación que en Latinoamérica trajo aparejada la aparición de gobiernos de facto que impusieron este tipo de organización por la fuerza, suplantando las estrategias de desarrollo industrial y sustitución de las importaciones por facilidades para los capitales golondrina, la especulación y la desestructuración de las organizaciones sindicales (sumado, claro está, a las estrategias de represión dispuestas desde ya mucho antes de los golpes, como lo muestra la historia nacional). Aquella serie de cambios culminó con la caída del Muro de Berlín y el bloque soviético en 1989-1991, llevando a su lógica conclusión lo que era obvio para todo el mundo luego de 1960: la URSS no podía resistir mucho más tiempo con su particular versión del marxismo y su economía planificada. Francis Fukuyama, pensador norteamericano de corte neoliberal, se apropió de algunos lineamientos de la filosofía hegeliana para dar la sentencia final acerca de esta sucesión de acontecimientos: estábamos frente al "fin de la Historia", la desaparición del mundo organizado en bloques opuestos que había marcado el destino de todo lo conocido desde finales de la Segunda Guerra Mundial en adelante.

Es en este panorama conciliador de economía globalizada y aparente pacificación social que, a lo largo de la década de los '90, todo el mundo dio por enterrado el pensamiento marxista, incluso, con ciertas justificaciones de índole éticas: el nombre de Karl Marx venía siempre de la mano del de Joseph Stalin, entre muchos otros. Marx no era sólo una mala palabra para un gurú económico, sino también para un ciudadano de las zonas más pobres de Rusia, que veía con placer cómo caían las estatuas de Lenin, Stalin y el propio Marx.

¿Quién hubiera dicho entonces que veríamos una foto de Sarkozy leyendo El capital y al papa Benedicto XVI elogiando la capacidad analítica de su autor?

Entre 2007 y 2009 (2001, para nosotros), una serie de crisis del sistema capitalista financiero (o "capitalismo tardío" tal como lo han identificado pensadores como Frederic Jameson o Jürgen Habermas), demostraron que lo que se pensó como el comienzo de una era de tranquilidad en términos políticos, sociales y sobre todo económicos allá por 1989 no era tal cosa. El mercado librado pura y exclusivamente a la "mano invisible" de Adam Smith, amparado por la domesticación del Estado, empezó a resquebrajarse sin necesidad de conflicto con otro sistema económico-político.

LA REVOLUCION NO ES UN SUEÑO ETERNO

Lo dijo muy bien el Times tras el derrumbe financiero del 2008: "Ha vuelto". ¿Quién? Marx. Tres años después, el panorama no ha mejorado y en este clima poco prometedor, muchos revisan su figura para recuperar qué es lo que dijo y qué se puede extraer de su análisis con el objetivo de superar las crisis que aquejan por estos días a las principales economías del mundo globalizado (basta revisar cómo empezamos cada semana con un nuevo "lunes negro", por no sumar más días al calendario).

A los 94 años, Hobsbawm observa acertadamente que Marx había dictaminado cuál sería el destino del capitalismo de seguir la línea que a mediados del siglo XIX insinuaba con perfecta claridad: la concentración del capital en unas pocas manos generarían un mundo en donde sólo un número muy pequeño de personas tendrían el mayor número de riquezas, mientras que el sistema no podría seguir el ritmo de su propio crecimiento desproporcionado. La cantidad de riquezas generadas y el continuo aumento de la población no permitirían el desarrollo igualitario de todos los individuos, a lo que se sumaba que el ritmo de crisis cíclicas terminaría aumentando con el tiempo hasta llegar al punto de la inevitable caída del sistema.

En 2002, el economista hindú Meghnad Desai ya anunciaba en un trabajo, "La venganza de Marx", en donde afirmaba que muchos han creído que el pensamiento del alemán se extinguió con la caída de los estados socialistas, pero las tesis y observaciones realizadas en los trabajos iniciales van mucho más allá de esos 70 años de gobiernos comunistas que constituyen sólo un "episodio" del viraje al socialismo: los marxismos no opacan a las observaciones de Marx, y es ese núcleo básico lo que hay que volver a leer.

Hobsbawm coincide con Desai: una cosa son los trabajos originales y otra la manera en que esos libros (con sus avatares particulares, sus malas traducciones o sus publicaciones tardías) formaron escuelas a lo largo de todo el mundo. Esa historia de la escuela marxista es la que se terminó con la caída del Muro, no la fuerza política y filosófica de los primeros planteos. Este renacer de Marx es lo que entusiasma ahora a un Hobsbawm que se presentaba como un tanto decepcionado con la idea de que, durante la década del '80 hasta finales de 2000, el "mundo marxista quedó reducido a poco más que un conjunto de ideas de un cuerpo de supervivientes ancianos y de mediana edad que lentamente se iba erosionando".

¿Cuáles son esas ideas? ¿Qué cosas de Marx hay que conservar? En primer lugar, la naturaleza política de su pensamiento. Para él, cambiar el mundo es lo mismo que interpretarlo (parafraseando una de las míticas "Tesis sobre Feuerbach"); Hobsbawm considera que hay un temor político en varios marxistas a verse comprometidos en una causa, sabiendo de antemano que para entrar a la lectura de Marx tuvo que haber primero un anhelo de tipo político: la intención de cambiar el mundo.

En segundo lugar, el gran descubrimiento científico de Marx, la plusvalía, también tiene lugar en este ensayo histórico de prueba y error. Reconocer que hay parte del salario del obrero que el capitalista lo conserva para sí con el objetivo de aumentar las ganancias con el paso del tiempo es encontrar la prueba de una opresión histórica, el primer paso para llegar a una verdadera sociedad sin clases, sin oprimidos. Los obreros son conscientes de esa injusticia y sólo mediante una organización política coherente podrán "dar vuelta la tortilla". A diferencia de lo que creían los gurúes de la globalización, ni los obreros ni el Estado son conceptos en desuso: Hobsbawm aclara que "los movimientos obreros continúan existiendo porque el Estado-nación no está en vías de extinción".

Por último, la existencia de una economía globalizada demuestra aquello que Marx reconoció como la capacidad destructora del capitalismo, más un problema a resolver que un sistema histórico definitivo. Hobsbawm llama la atención, desde el filósofo alemán, a esa "irresistible dinámica global del desarrollo económico capitalista y su capacidad de destruir todo lo anterior, incluyendo también aquellos aspectos de la herencia del pasado humano de los que se beneficio el capitalismo, como por ejemplo las estructuras familiares". El capitalismo es salvaje por naturaleza y su final -al menos, el final de la idea clásica de capitalismo- es evidente para cualquier persona en el mundo.

Es muy difícil decir que del análisis de Marx se pueda sacar un plan de acción "a prueba de balas". La teoría marxista clásica habló muy poco de modelos de Estado o de lo que sucedería una vez instalada la revolución y sí mucho de análisis económico: pensando lo que sucede es que se puede saber cómo actuar. Lo que Marx dio fueron herramientas, no recetas dogmáticas. Como bien dice Hobsbawm, los libros de Marx "no forman un corpus acabado, sino que son, como todo pensamiento que merece este nombre, un interminable trabajo en curso. Nadie va ya a convertirlo en dogma, y menos en una ortodoxia institucionalmente apuntalada".

Pero claro, la vida te da sorpresas: si bien hay planteos de Marx que se conservan, hay muchos otros que el curso de la Historia (y los hombres que la viven) ha cambiado. Por ejemplo, una de las paradojas del siglo es que si bien Marx creía que la revolución se terminaría dando en todo el mundo ("¡Trabajadores del mundo, uníos!"), los alzamientos que terminaron con el marxismo en el poder durante el siglo XX se dieron en países bien diferentes de Alemania, Inglaterra y Francia, el triángulo en que, para Marx, empezaría todo.
A su vez, el marxismo se mezclaría con movimientos de cambio o grupos que reconocían diferentes injusticias sociales en territorios insospechados. En Rusia, por ejemplo, la filosofía marxista se mezcló con el nacionalismo agrario narodnik, al menos, en un primer momento. En China, la revolución se dio en una cultura agrícola no occidental, imperial y milenaria. A su vez, todos esos modelos de país concordaban muy poco con la idea original: tal como afirma Hobsbawm, "en el período posterior a 1956, una gran mayoría de marxistas se vieron obligados a concluir que los regímenes socialistas existentes, desde la URSS hasta Cuba y Vietnam, estaban lejos de lo que ellos mismos habrían deseado que fuese una sociedad socialista, o una sociedad encaminada al socialismo".

Quizás el artículo más determinante es aquel dedicado a la redacción del Manifiesto del partido comunista, el texto breve de 1848 en donde Marx y Engels declaraban la inevitable presencia de un partido que no era, en esos tiempos, el mismo tipo de organización que el siglo XX conocerá luego de las propuestas operativas de Lenin. El objetivo fundamental de la creación de un PC era distinguir su propuesta de la de toda otra forma de avatar socialista, sobre todo en sus variables utópicas: de Saint-Simon a los falansterios de Fourier, donde la libertad sexual (y las correspondientes "orgías coreografiadas") se equiparaba a una libertad laboral. Un siglo y pico después, tal vez ese PC haya sido mal entendido.

Pensar la transición de sociedades agrarias a sociedades socialistas, o revisar el cambio histórico del feudalismo al capitalismo, ha sido uno de los puntos que más preocuparon al último Marx: allí se encuentra la posibilidad de entender desde el presente los movimientos revolucionarios en naciones con estructuras agrarias como las presentes en Latinoamérica, Africa o algunas zonas de Oriente. Más allá de las condiciones para que se dé el cambio (descontento social, conciencia del conflicto, etc.), el marxismo clásico del siglo XIX sostenía la necesidad de ciertas condiciones objetivas para la revolución: desarrollo industrial y comercio a gran escala (lejos de las artesanías y el comercio "cara a cara"). América latina conoció la refutación de estas condiciones en el Che Guevara: donde había una necesidad, no había sólo un derecho, sino también una posible revolución. Hobsbawm, atento a este tipo de experiencias, demuestra el interés particular que existe por revisar el cambio al socialismo fuera de los límites de Europa.

LA CINTURA COSMICA DE MARX

En una entrevista realizada para el diario The Guardian por Tristram Hunt -quien acaba de publicar, oh casualidad, la biografía de Engels también reseñada en estas páginas- y aparecida en enero de este año, Eric Hobsbawm habló con entusiasmo de la recuperación de cierto lenguaje económico y político que se creía clausurado luego del auge liberal de las últimas décadas del siglo XX: "Hoy en día, ideológicamente, me siento más en casa en Latinoamérica porque sigue siendo la única parte del mundo donde la gente todavía habla y conduce su política en el viejo lenguaje, en el lenguaje del siglo XIX y del XX del socialismo, el comunismo y el marxismo". Si bien la pregunta apuntaba a la salida de Lula del gobierno y la ubicación de Brasil dentro del grupo de naciones con perspectivas de liderazgo mundial (el BRIC, junto a Rusia, India y China), la respuesta renueva la repercusión de la coyuntura política latinoamericana dentro del panorama mundial y la presencia de diversos gobiernos de izquierda y centroizquierda en el continente.

Uno de los últimos artículos del libro, "Marx y el trabajo: el largo siglo", señala precisamente que las organizaciones proletarias con fines políticos no necesariamente van de la mano de la teoría marxista. El mejor caso para explicar su punto lo encuentra en nuestro intrigantes pagos: "Los socialistas y comunistas, frustrados desde hace tiempo en Argentina, no podían comprender cómo un movimiento obrero radical y políticamente independiente podía desarrollarse, en la década de 1940, en aquel país, cuya ideología (el peronismo) consistía básicamente en la lealtad a un general demagogo".

La victoria de partidos obreros en el continente, alimentados por la perspectiva marxista de justicia y progreso igualitario pero no ligados a organizaciones de neto corte comunista, presenta la posibilidad de una transición a un Estado socialista no mediada por una revolución, tal como se planteo en los términos de la URSS y la histórica Revolución del '17, o como el imaginario actual lee el devenir de la revolución cubana de 1959. En definitiva, hay cosas que la misma Historia, no Marx o sus muchas interpretaciones, han demostrado que son inviables: el socialismo ruso fracasó por mantener una economía de guerra a corto plazo que se proponía objetivos difíciles que implicaban esfuerzos y sacrificios excesivos (desde concentrar todo el excedente y el esfuerzo productivo con tal de conquistar el espacio exterior a cambiar las prácticas de producción agraria). Separar a Lenin y a Stalin del pensamiento de Marx es un acontecimiento dado en los últimos años que puede mostrar las facetas más interesantes para una teoría del presente. Es decir, algo necesario que permite pensar las circunstancias actuales para apuntalar el cambio dentro de la compleja geografía latinoamericana.

El marxismo ha tenido varias crisis a lo largo de su historia. Desde que se propuso poner a Hegel "patas para arriba" y transformar todo el discurso de lo espiritual en atención a lo material, ya en 1890 aparecieron los primeros críticos a los planteos básicos de esta filosofía. Sin embargo, hay algo en las ideas de Marx que sigue interpelando al hombre contemporáneo, que sigue hablando de un cambio no considerado como mero anhelo existencial o aspiración utópica, sino como situación posible de llevar a cabo en la actualidad, ante todo, por la vía democrática y partidaria. Como bien pregunta Soros, y como escribe Hobsbawm: "No podemos prever las soluciones de los problemas a los que se enfrenta el mundo en el siglo XXI, pero para que haya alguna posibilidad de éxito deben plantearse las preguntas de Marx".

MI MARXIANO FAVORITO

Thomas Mann, George Orwell, Mao Se-Dong, el Che Guevara: si bien el primer apartado de Cómo cambiar el mundo se concentra pura y exclusivamente en las vicisitudes de la teoría marxista medular, esto es, de Marx y Engels, la segunda parte abre el juego y se dispone a concentrarse en diferentes figuras artísticas y políticas que han tenido un espacio dentro de la formación de este tipo de discurso.

Desde los críticos victorianos del marxismo durante su primera gran crisis y revisión, a finales del siglo XIX, hasta las muchas variantes de pensamientos filosóficos, sociológicos o de diversos campos que se alimentan de sus postulados, Hobsbawm hace un repaso completo acerca de las aplicaciones o variaciones particulares que la teoría de Karl Marx ha tenido a lo largo del agitado siglo XX.

El momento más importante de este "contagio marxista" se da en la época de entreguerras, luego de la Revolución Rusa y con un agitado clima político en Europa. Situaciones específicas como la Guerra Civil Española muestran cómo la intelectualidad de la época está comprometida con la causa comunista o directamente se arriesgaba por una simpatía: Orwell, crítico mordaz de la política de Stalin, no por eso dejó de pelear codo a codo con varios comunistas españoles en el bando republicano. Los hermanos Mann, por su parte, rescataban el costado antifascista de la URSS, y muchas veces insistían en que su interés comunista provenía pura y exclusivamente de esta declarada oposición. Así es como aparece el nombre de "compañero de ruta": artistas o pensadores útiles para la propaganda comunista ("Vení: ¡sumate al partido!") pero opuestos a la política soviética, estrictamente, a la represión y su estrechez de pensamiento.

Hay también varios nombres que generaron, desde la teoría marxista, lecturas que atrajeron a más de una generación a las filas del partido: Herbert Marcuse, una figura del marxismo alemán, se convierte a finales de los '60 en emblema de las insurrecciones juveniles en Francia y Praga. Sin embargo, entre filósofos y escritores, distancias teóricas y recuperaciones, el nombre más contundente es el de Antonio Gramsci (1891-1937), a quien le dedica dos capítulos del libro. Es conmovedor leer entre líneas la empatía intelectual de Hobsbawm con el italiano que escribió una de las obras más importantes del marxismo en la cárcel fascista. Gramsci fue el primer pensador de corte marxista que se preocupó por la naturaleza política del movimiento, sumando un cariz al planteo que no se encuentra presente en los estudios históricos y económicos de Engels y el propio Marx: Gramsci piensa desde el presente con las categorías dadas por estos dos filósofos, atendiendo a la historia particular de las formaciones intelectuales en Italia. Aquí, la prosa de Hobsbawm pierde un poco de su mítica objetividad para volverse sentimental, demostrando una afinidad teórica y política con el pensador italiano que estremece. Y es que en Gramsci está la clave para entender el planteo de cambio social analizado, directa o indirectamente, por el propio Hobsbawm en todo el libro: descartada la revolución, es probable que el camino real hacia un Estado socialista sea "el desarrollo de una estrategia que tenga como núcleo un movimiento de clase permanente y organizado".

 

 

¿Y AHORA QUE?: UN FRAGMENTO DEL LIBRO

EL FIN DEL MUNDO TAL COMO LO CONOCEMOS


POR ERIC HOBSBAWM

No está claro hasta qué punto pueden llenar las imaginadas comunidades étnicas, religiosas, de género, de estilo de vida y otras identidades colectivas el vacío dejado por el retroceso de las viejas ideologías de la izquierda socialista. Políticamente, el nacionalismo étnico tiene más posibilidades, puesto que se aplica a las arraigadas exigencias políticas xenófobas y proteccionistas de la clase obrera que resuenan más que nunca en una era que combina la globalización y el desempleo de las masas: "nuestra" industria para la nación, no para los extranjeros; prioridad de los empleos nacionales para los nacionales, abajo con la explotación por el extranjero rico y el pobre inmigrante extranjero, etcétera. Teóricamente, las religiones universales como el catolicismo romano y el Islam imponen sus propios límites a la xenofobia, pero tanto la identidad étnica como la religión funcionan como barreras potenciales contra la vertiginosa globalización capitalista que destruye las viejas formas de vida y las relaciones humanas sin proporcionar alternativa alguna. El riesgo de un acusado desplazamiento de la política hacia una derecha radical demagógica confesional o nacionalista es probablemente mayor en los antiguos países comunistas de Europa y Asia occidental y del Sur, y menos en Latinoamérica. La crisis económica puede aportar un cambio relativo hacia la izquierda similar a lo ocurrido bajo F. D. Roosevelt durante la Gran Depresión en Estados Unidos, pero esto no es probable que suceda en otra parte.

Y sin embargo, algo ha cambiado para mejor. Hemos redescubierto que el capitalismo no es la (o no es la única) respuesta, sino la pregunta. Durante medio siglo su éxito se ha dado por sentado, de tal forma que su mismo nombre cambió sus asociaciones tradicionalmente negativas por otras positivas. Empresarios y políticos podían ahora disfrutar no sólo de la libertad de la "libre empresa", sino de ser francamente capitalistas. Desde la década de 1970, el sistema, olvidando los temores que le condujeron a reformarse a sí mismo después de la Segunda Guerra Mundial y los beneficios económicos de su reforma en la posterior "edad de oro" de las economías occidentales, revirtió a la extrema, o incluso podría decirse que patológica, versión de la política de laissez-faire ("el gobierno no es la solución, sino el problema") que finalmente implosionó en 2007-2008. Durante los casi veinte años posteriores al fin del sistema soviético, sus ideólogos creían que habían alcanzado "el fin de la Historia", "una imperturbable victoria del liberalismo político y económico" (Fukuyama), un crecimiento en un definitivo y permanente orden mundial político y social autoestabilizador del capitalismo, incontestado e incontestable tanto en teoría como en la práctica.

Nada de esto es ya sostenible. Los intentos del siglo XX por tratar la historia del mundo como un juego de suma cero económico entre lo público y lo privado, puro individualismo y puro colectivismo, no han sobrevivido a la manifiesta bancarrota de la economía soviética y la economía del "fundamentalismo de mercado" entre 1980 y 2008. El retorno a una de estas economías no es más posible que el retorno a la otra. Desde 1980 es evidente que los socialistas, marxistas o de otra índole, se quedaron sin su tradicional alternativa al capitalismo, a menos que o hasta que reflexionen sobre lo que querían decir con el término "socialismo" y abandonen la presunción de que la clase obrera (manual) será necesariamente el principal agente de la transformación social. Pero también quedaron indefensos aquellos que creían en la reductio ad absurdum de la sociedad de mercado de 1973-2008. Puede que no esté en el horizonte un sistema alternativo sistemático, pero la posibilidad de una desintegración, incluso de un desmoronamiento, del sistema existente ya no se puede descartar. Ninguna de las partes sabe qué sucedería o qué podría suceder en este caso.

Paradójicamente, ambas partes tienen interés en regresar a un gran pensador cuya esencia es la crítica del capitalismo y de los economistas que no fueron capaces de reconocer a dónde conduciría la globalización capitalista, pronosticada por él en 1848. Una vez más es evidente que las operaciones del sistema económico han de ser analizadas históricamente, como una fase y no como el fin de la Historia, y de manera realista, es decir, no en términos de un equilibrio de mercado ideal, sino de un mecanismo intrínseco que genera crisis periódicas susceptibles de cambiar el sistema. La actual puede ser una de ellas. De nuevo resulta obvio que incluso entre importantes crisis, "el mercado" no tiene respuesta al principal problema al que se enfrenta el siglo XXI: que el ilimitado crecimiento económico cada vez más altamente tecnológico en busca de beneficios insostenibles produce riqueza global, pero a costa de un factor de producción cada vez más prescindible, el trabajo humano, y, podríamos añadir, de los recursos naturales del globo. El liberalismo político y económico, por separado o en combinación, no pueden proporcionar la solución a los problemas del siglo XXI. Una vez más, ha llegado la hora de tomarse en serio a Marx.

Página /12, Buenos Aires, agosto 14 de 2011.