Su desinterés y apatía son síntomas que denuncian
a regímenes democráticos incapaces de honrar sus promesas
y de satisfacer las esperanzas que los pueblos habían depositado
en ellos1. Pero esta desilusionada defección de la falsa polis
democrática, dejando el campo libre para la acción de
las fuerzas del mercado, no alcanza: la imposición del proyecto
del capitalismo neoliberal, que avanza hacia la mercantilización
de la totalidad de la vida social, de hombres y mujeres tanto como de
la propia naturaleza, exige también criminalizar la pobreza y
la protesta social, militarizar los conflictos sociales y hacer de la
guerra una pesadilla infinita que se declara en contra de quienes no
se plieguen incondicionalmente al diseño imperial.
Estas breves notas intentan esbozar algunos de los problemas derivados
de esta grave situación y el papel que los movimientos sociales
podrían desempeñar en la refundación de un orden
democrático.
CAPITALISMO CONTRA DEMOCRACIA
Ante el triste espectáculo que ofrecen los capitalismos democráticos,
y no sólo en nuestra región, no han faltado las voces
que se alzaron para señalar, una vez más, la irresoluble
contradicción que opone capitalismo y democracia2. El mesurado
politólogo británico Colin Crouch es aún más
pesimista: su tesis es que la era de la democracia ha concluido, definitivamente.
Debemos, en consecuencia, pensar en sombríos capitalismos post-democráticos
(Crouch, 2004). Otras voces, como las de Boaventura de Sousa Santos,
Hilary Wainwright, Fernández Liria y Alegre Zahonero, conscientes
de lo anterior, se atrevieron a más y expusieron la necesidad
de fundar un nuevo modelo democrático (Wainwright, 2005).
Una de las invitaciones más persuasivas en esta dirección,
dado su extenso y profundo desarrollo, se encuentra en la obra de Boaventura
de Sousa Santos (2002a; 2002b; 2006).
No podemos en estas breves notas hacer justicia y examinar con el cuidado
que se merecen estas diversas contribuciones, todas ellas fruto de una
minuciosa indagación en torno a distintos modelos de construcción
democrática rutinariamente ignorados o despreciados por el saber
convencional de las ciencias sociales.
Quisiéramos, sin embargo, detenernos en un punto común
a todos los autores citados: la reinvención de la democracia,
o la "democratización de la democracia", como enfáticamente
se propone en obra de Boaventura de Sousa Santos. Esta convocatoria
comparte el diagnóstico radical sobre la frustración del
proyecto democrático en el capitalismo. En sus propias palabras:
La tensión entre capitalismo y democracia desapareció,
porque la democracia empezó a ser un régimen que en vez
de producir redistribución social la destruye [
] Una democracia
sin redistribución social no tiene ningún problema con
el capitalismo; al contrario, es el otro lado del capitalismo, es la
forma más legítima de un Estado débil (Santos,
2006: 75).
Esta cita plantea de modo convincente la razón fundamental por
la cual el capitalismo -que combatió a la democracia desde sus
propios orígenes, en el Renacimiento italiano- terminó
por aceptarla. La democracia pagó un precio muy elevado por su
respetabilidad: tuvo que abandonar sus banderas igualitarias y liberadoras
y transformarse en una forma inocua de organización del poder
político que, lejos de intentar transformar la distribución
existente del poder y la riqueza en función de un proyecto emancipatorio,
no sólo la reproducía sino que la fortalecía dotándola
de una nueva legitimidad.
Con toda razón le conviene a esta clase de inocuos regímenes
el nombre de "democracias de baja intensidad" o, como lo planteáramos
en un escrito reciente, "plutocracias" u "oligarquías",
debido a que son gobiernos que pese a surgir del sufragio universal
tienen como sus principales y casi exclusivos beneficiarios a las minorías
adineradas (Borón, 2005).
Ahora bien, la superación de un modelo democrático tan
defectuoso plantea desafíos prácticos nada sencillos de
resolver, especialmente si se recuerda que, tal como lo planteara más
de una vez Aníbal Quijano, la democracia en el capitalismo es
el pacto por el cual las clases subalternas renuncian a la revolución
a cambio de negociar las condiciones de su propia explotación.
Apoyándose en un enorme esfuerzo de investigación comparada
sobre el funcionamiento de experiencias "contrahegemónicas"
de gestión democrática a nivel local y regional -que abarca
desde la India hasta la República de Sudáfrica, pasando
por Colombia, Mozambique, Portugal, y Brasil- Santos concluye en la
necesidad de promover la democracia participativa a partir del fortalecimiento
de tres ejes:
a) la "demodiversidad", es decir el reconocimiento y potenciación
de las múltiples formas que puede históricamente asumir
el ideal democrático, negado por las corrientes del mainstream
de las ciencias sociales para las cuales el único modelo válido
es el de la democracia liberal al estilo norteamericano;
b) la articulación contrahegemónica entre lo local y lo
global, indispensable para enfrentar los peligros del aislacionismo
localista o los riesgos de un internacionalismo abstracto y sin consecuencias
prácticas; y
c) la ampliación del llamado "experimentalismo democrático"
y de la participación de los más diversos grupos definidos
en términos étnicos, culturales, de género y de
cualquier otro tipo (Santos, 2002b: 77-78)3.
El problema que subsiste a esta sugerente propuesta es que el crucial
tema de los límites que el capitalismo impone a cualquier proceso
democrático -y no sólo a aquel pautado según el
modelo de la democracia liberal anglosajona- queda eclipsado por la
consideración de un conjunto de experiencias innovadoras y fecundas
pero que, aun así, no logran trascender las rígidas fronteras
que el capitalismo impone a toda forma de soberanía popular4.
En otras palabras, ¿hasta qué punto es realista concebir
la existencia -y postular la necesidad- de una democracia de "alta
intensidad", protagónica o radicalmente participativa, sin
establecer las condiciones requeridas para su efectiva materialización
en el espacio -hasta el día de hoy estratégico e irreemplazable,
dado que no existen ni un estado mundial ni una ciudadanía universal-
del estado nacional?
Porque, como lo confirma la experiencia brasileña, la tan celebrada
democracia participativa de Porto Alegre fue discretamente archivada
por uno de sus más ardientes propagandistas del pasado, el Presidente
Lula, que no hizo intento alguno de llevarla a la práctica en
el ámbito nacional5.
Y eso que, en la experiencia gaúcha, el carácter participativo
de esa democracia se ejercía exclusivamente en el terreno presupuestario
y, además, en una pequeña fracción de este que
en ningún caso superaba el 15% del total del presupuesto (Wainwright,
2005: 101)6.
Lo anterior, conviene aclararlo, no quita que la innovación puesta
en marcha en Porto Alegre sea una contribución importante en
la búsqueda de una radical democratización del estado
y la política cuya idea, sin embargo, trascendía claramente
la discusión democrática de una fracción minoritaria
del presupuesto.
Una democratización radical no puede quedarse en eso sino que
debe avanzar, tal como claramente lo planteara Gramsci, tras las huellas
de Marx, hacia el "autogobierno de los productores". No obstante,
para la burguesía la aceptación de un modelo participativo
con facultades para disponer democráticamente de una fracción
del presupuesto demostró ser apenas tolerable (y eso con grandes
resistencias, como lo prueba la experiencia de Porto Alegre) en el plano
local.
¿QUIÉNES SON LOS (O LAS) PROTAGONISTAS? LOS SUJETOS
DE LA DEMOCRACIA EN EL CAPITALISMO
La matriz ideológica de los capitalismos democráticos
es el liberalismo, una tradición intelectual cuya preocupación
jamás fue la de proponer un orden democrático sino que
-como lo demostraran sobradamente Macpherson y Therborn, entre otros,
hace ya varios años- la de resguardar la independencia y autonomía
del individuo -y, por extensión, de cualquier actor privado-
frente al estado, y de mantener a este dentro de los límites
del llamado "estado mínimo".
Fiel a estos supuestos, la asimilación de la demanda democrática
por el liberalismo dio lugar a un híbrido altamente inestable,
la "democracia liberal", a la vez que consagraba como el sujeto
único del nuevo orden la figura imaginaria del ciudadano.
Es por ello que, dentro de los marcos de la tradición liberal,
el papel de los movimientos sociales o de cualquier tipo de sujeto colectivo
no puede siquiera ser imaginado a la hora de reinventar la democracia.
Esta no es otra cosa que un contrato firmado por individuos iguales
y libres o, al menos, como quería Rawls, que si eran desiguales
su desigualdad permaneciera oculta tras "el velo de la ignorancia".
En consecuencia, la sola idea de un demos participativo, o de múltiples
sujetos colectivos reconstruyendo incesantemente el orden democrático,
es una pesadilla que las clases dominantes combaten sin ninguna clase
de concesiones.
Por eso les asiste la razón a Fernández Liria y Alegre
Zahonero cuando en un ensayo reciente aseguran que para el capitalismo
la democracia "no ha sido, en realidad, más que la superfluidad
y la impotencia de la instancia política" (Fernández
Liria y Alegre Zahonero, 2006: 40).
Bajo esta perspectiva, la problemática de los sujetos de la democracia,
entendida esta como la sola extensión del derecho al sufragio
a los pobres -pero con las suficientes salvaguardas legales e institucionales
como para evitar, en palabras de John Stuart Mill, "una legislación
clasista" que altere el orden social existente- se limitaba exclusivamente
al despliegue de los recaudos suficientes para asegurar la participación
(casi siempre manipulada por las oligarquías locales) del electorado
en los comicios.
Nada más lejano, pues, del formidable desafío que iría
a proponer Marx desde sus escritos juveniles, a saber: ¿cómo
constituir un sujeto colectivo capaz de liberar a la sociedad de todas
sus cadenas, superando la atomización y fragmentación
propias del individualismo de la sociedad burguesa?
Planteado en términos hegelianos, ¿cómo hacer que
ese vasto conglomerado popular deje de ser una clase "en sí"
y se convierta en una clase "para sí"? La respuesta,
que no la puede ofrecer la teoría sino la práctica emancipatoria
de los pueblos, nos remite a algunas problemáticas clásicas
del marxismo: la formación de la conciencia, el problema de la
organización y las formas de lucha de las clases subalternas.
Además, ¿cómo hacer para que estas cristalicen
una correlación de fuerzas que les permita instaurar una democracia
genuina, que nos acerque al ideal del "autogobierno de los productores"?
En otras palabras: no se puede pensar en "otra democracia"
sin también pensar en "otros sujetos", distintos al
individuo abstracto del liberalismo cuya productividad política
se agotó hace rato.
Pregunta tanto más complicada cuando se recuerda que la centralidad
excluyente que Marx le había asignado al proletariado industrial
exige, luego de siglo y medio de incesantes transformaciones del capitalismo,
un radical replanteamiento de la cuestión.
Ahora los eventuales "sepultureros" del capitalismo, prosiguiendo
con una imagen clásica, dispuestos a poner en cuestión
los fundamentos del viejo régimen son muchos. Parafraseando los
versos de Antonio Machado podríamos concluir diciendo algo así
como "militantes no hay sujeto, se hace el sujeto al andar".
Un andar en donde se entretejen todas las luchas sociales desatadas
por las múltiples formas de opresión capitalista: explotación,
patriarcado, discriminación, sexismo, racismo y ecocidio, todo
lo cual provoca el florecimiento de múltiples sujetos dispuestos
a resistir y vencer.
El viejo proletariado industrial ya no detenta el papel estelar del
pasado. Es cierto, pero ahora no está solo. Ninguno de estos
sujetos puede reclamar a priori un papel hegemónico o de vanguardia
en la imprescindible gran coalición contra el capital.
Esto se decidirá en la coyuntura, en función de la capacidad
efectiva de dirección (organización, conciencia, estrategia
y táctica) que cada quien demuestre en la lucha. Hic Rhodas,
hic salta!
DEMOCRACIA Y REVOLUCIÓN
Para abreviar: ¿es posible democratizar la democracia dentro
del capitalismo? Para ello: ¿no será necesaria una revolución?
O, si se prefiere, para evitar el estremecimiento producido por la reaparición
de un término fulminado como démodé por el saber
convencional, ¿no habrá llegado la hora de hablar de un
cambio sistémico, del imprescindible advenimiento de una sociedad
post-capitalista como condición necesaria para reinventar una
democracia post-liberal7?
Para espíritus tal vez demasiado propensos a escandalizarse con
este argumento conviene recordar que, tal como lo estableciera definitivamente
la obra de Barrington Moore Jr. hace ya un buen tiempo, ningún
capitalismo democrático fue instaurado sin que previamente se
produjera lo que ese brillante teórico denominó "una
ruptura violenta con el pasado", es decir, una revolución
(Moore, 1966).
Esa fue la historia en Gran Bretaña, en Francia y en Estados
Unidos. Y donde esa ruptura no se produjo, como en Alemania o Italia,
el resultado fue el fascismo. La ausencia de antagonismos sociales no
significa que se esté marchando por el buen camino, o que estemos
en presencia de democracias consolidadas. Probablemente signifique exactamente
lo contrario. En todo caso, y más allá de la lógica
aprensión que provoquen esos conflictos, tales turbulencias no
hacen otra cosa que denunciar los dolores del parto de un nuevo régimen
político.
La renuencia a enfrentar el problema, teórico y práctico
a la vez, de la revolución nos conduce a un callejón sin
salida puesto que se estaría suponiendo que las clases dominantes
del capitalismo estarían dispuestas a admitir pacíficamente
la entronización de un modelo democrático post-liberal
-que promueva la soberanía popular, el protagonismo de la ciudadanía,
y la participación más que la delegación/representación-
incompatible con la preservación de sus privilegios. Las enseñanzas
de la historia, en cambio, confirman irrebatiblemente que esto no es
así.
En un texto escrito en medio del optimismo de las interminables "transiciones
democráticas" (¡inconclusas a más de veinte
años de iniciadas!) a mediados de los ochenta, decíamos
que en nuestros países el precio que se paga por la osadía
de pretender reformar, aun módicamente, la realidad social es
el terror preventivo de la reacción o el terror reactivo de la
contrarrevolución (Boron, 2003: 202).
Esta apreciación, tachada de pesimista o ingenuamente radical
por los "intelectuales bienpensantes" de la época,
fue luego infelizmente confirmada por los hechos. El prolijo examen
del asunto efectuado por Fernández Liria y Alegre Zahonero demuestra
conclusivamente que las tentativas de instaurar una democracia que se
aproximase a ese ideal costaron un millón de muertos en la España
republicana y cuarenta años de dictadura fascista; 200 mil más
en Guatemala y 50 mil desaparecidos, según informa la Comisión
de Esclarecimiento Histórico de ese país; 30 mil desaparecidos
en Argentina; 3.200 desaparecidos en Chile y miles de torturados y exiliados.
El listado sería interminable si se le agregan los muertos y
desaparecidos durante la Guerra Civil en El Salvador, Nicaragua, Haití
y el interminable baño de sangre en Colombia, con más
de 20 mil muertos por año desde mediados de los años sesenta,
cinco mil dirigentes de la legal Unión Patriótica asesinados
en menos de diez años y tres millones y medio de campesinos desplazados
por la guerra.
Este lúgubre cuadro es lo que muy apropiadamente Santiago Alba
Rico denomina "pedagogía del voto". Si la democracia
significa que la sociedad está dispuesta a ensayar lo que en
la década del sesenta y del setenta se denominaba una "vía
no-capitalista", la respuesta disciplinadora es un baño
de sangre (Fernández Liria y Alegre Zahonero, 2006: 50-59; Alba
Rico, 2006: 13-17).
Esta enumeración basta para iluminar los obstáculos que
se yerguen ante cualquier tentativa de fundar un régimen democrático
digno de ese nombre. "Reinventar la democracia" podrá
ser considerado un proyecto muy razonable, sensato y gradual por las
clases subalternas, sus intelectuales y sus organizaciones sociales
y políticas.
Pero para la derecha, sobre todo "nuestra" derecha en América
Latina, un proyecto de ese tipo es inequívocamente subversivo
y debe ser segado de raíz. Si se tiene en cuenta, además,
la íntima articulación entre ella y las clases dominantes
del imperio, con representantes políticos como los "halcones"
de Washington, es fácil concluir que cualquier iniciativa de
profundización democrática desencadenará un abanico
de respuestas represivas de todo tipo8.
EL PAPEL DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
Las decepcionantes limitaciones de las democracias latinoamericanas
y la crisis que atraviesa a los partidos (y también a los sistemas
de partidos) explican en buena medida el creciente papel desempeñado
por los movimientos sociales en los procesos democráticos en
la región.
La deslegitimación de la política y los partidos abrió
un espacio para que "la calle" -esa metáfora tan amenazante
para las democracias liberales- adquiera un renovado y acrecentado protagonismo
en la mayoría de los países.
Esta presencia de las masas en la calle, que había sido reconocida
por Maquiavelo como una vigorosa muestra de salud republicana, refleja
la incapacidad de los fundamentos legales e institucionales de las "democracias"
latinoamericanas para resolver las crisis sociopolíticas dentro
de los procedimientos establecidos constitucionalmente.
A raíz de esto, la realidad de la vida política se mueve
en una ambigua esfera de lo ilegal, mientras que la legalidad establecida
por las instituciones se derrite al calor de la crisis política
permanente y el protagonismo de las masas.
Revueltas populares derrocaron gobiernos reaccionarios en Ecuador en
1997, 2000 y 2005; en Bolivia en 2003 y 2005, abriendo paso a la formidable
victoria electoral de Evo Morales a finales de este último año;
forzaron la salida de Alberto Fujimori en Perú en el año
2000 y de Fernando de la Rúa en Argentina al año siguiente.
Apenas ayer, los jóvenes estudiantes de los liceos chilenos pusieron
en jaque al gobierno de la Concertación exigiendo la derogación
de la reaccionaria legislación educativa del régimen de
Pinochet.
Más allá de la fragilidad del entramado institucional,
lo que estas rebeliones populares comprueban es que este largo período
de un cuarto de siglo, o más, de gobiernos neoliberales -con
todo su equipaje de tensiones, rupturas, exclusiones y niveles crecientes
de explotación y degradación social- creó las condiciones
objetivas para la movilización política de grandes sectores
de las sociedades latinoamericanas.
Cabe preguntarse: ¿son las revueltas plebeyas arriba mencionadas
meros episodios aislados, gritos de rabia y furia popular, o reflejan
una dialéctica histórica tendencialmente orientada hacia
la reinvención de la democracia?
Una mirada sobria a la historia del período abierto a comienzos
de los años ochenta revela que no hay nada accidental en la creciente
movilización de las clases populares ni en el final tumultuoso
de tantos gobiernos democráticos en la región.
Es por eso que por lo menos dieciséis presidentes -casi todos
ellos obedientes clientes de Washington- tuvieron que apartarse del
poder antes de la expiración de sus mandatos legales, depuestos
por arrolladoras rebeliones populares.
Por otra parte, los plebiscitos convocados para legalizar la privatización
de empresas estatales o servicios públicos invariablemente defraudaron
las expectativas neoliberales, como en el caso de Uruguay (obras sanitarias
y terminales portuarias) y el abastecimiento de agua y electricidad
en Bolivia y Perú.
También hubo grandes movilizaciones populares en diversos países
para oponerse al ALCA o a la firma de TLCs; para pedir la nacionalización
del petróleo y el gas en Bolivia; oponerse a políticas
de privatización -del petróleo en Ecuador, la compañía
telefónica en Costa Rica y los sistemas de salud en varios países;
poner fin al saqueo de los bancos, principalmente extranjeros, como
en Argentina; y terminar con los programas de erradicación de
coca en Bolivia y Perú.
Puede sonar demasiado hegeliano, pero todos estos acontecimientos muestran
una inconfundible direccionalidad.
ORGANIZACIÓN, CONCIENCIA, ESTRATEGIA
Hay varias lecciones
que se pueden desprender de este renovado protagonismo de las insurgencias
populares en América Latina. En primer lugar, la necesidad que
tienen los partidos políticos, sobre todo los que pretenden encarnar
un proyecto emancipador, de concebir e implementar una estrategia que
trascienda los estrechos límites de la mecánica electoral.
No se puede pretender transformar radicalmente un orden social estructuralmente
injusto y predatorio con las solas armas disponibles en la escena electoral.
|
La
burguesía jamás obra de modo tan ingenuo y unilateral,
y nunca despliega una estrategia única y, para colmo, en
un solo escenario de lucha.
Por el contrario, su presencia en el terreno electoral se combina
con otras iniciativas: huelgas de inversiones, fuga de capitales,
lock outs, presiones sobre los dirigentes estatales, articulación
con aliados internacionales que refuerzan su gravitación
local, control de los medios de comunicación y, más
generalmente, de los "aparatos ideológicos" mediante
los cuales pueden lanzar efectivas "campañas de terror"
para intimidar o atemorizar votantes, alianzas con las fuerzas armadas,
cooptación de dirigentes populares, corrupción de
funcionarios públicos y legisladores, lobbies de diverso
tipo, movilización de masas, todo lo cual configura una estrategia
integral de conquista y conservación del poder que ni remotamente
se circunscribe, como ocurre con los partidos populares, a la estrategia
electoral. |
Es cierto que para desplegar una estrategia tan omnicomprensiva como
esta se requiere de cuantiosos y diversificados recursos que ninguna
fuerza popular tiene a su disposición. Pero también es
cierto que si los partidos de izquierda quieren cambiar el mundo, y
no sólo dar testimonio de su injusticia y perversión,
tendrán que demostrar que son capaces de concebir y aplicar estrategias
más integrales que combinen, junto a la electoral, otras formas
de lucha.
Este es precisamente el terreno en el cual los movimientos sociales
han demostrado una creatividad superior a la de las organizaciones políticas.
Los acontecimientos de los últimos años en la región
enseñan que estos han adquirido una inédita capacidad
para desalojar del poder a gobiernos antipopulares, pasando por encima
de los mecanismos establecidos constitucionalmente, que no por casualidad
se caracterizan por su fuerte prejuicio elitista.
Para la cultura política dominante en las así llamadas
democracias latinoamericanas la política es un asunto de elites
y de instituciones, no de pueblos movilizados, y la ciudadanía
debe moderar sus ansias de participación: ir a votar, pero no
masivamente, y evitar inmiscuirse en las transacciones y componendas
realizadas por políticos y gobernantes.
De todos modos, hay una segunda lección que también es
preciso tener en cuenta y que nos enseña que esta activación
saludable de las masas fracasó a la hora de construir una alternativa
política que no sólo pusiera fin a gobiernos reaccionarios
sino que condujera también a la inauguración de una etapa
post-neoliberal.
La insurgencia de las clases subalternas adoleció de un talón
de Aquiles fatal, resultante de la convergencia de tres fenómenos
fuertemente interrelacionados: a) la fragilidad organizativa; b) la
inmadurez de la conciencia política; y c) el predominio absoluto
del espontaneísmo como modo normal de intervención política.
En efecto, la indiferencia suicida frente a los problemas de la organización
popular, la conciencia y la estrategia y táctica de lucha plantea
numerosos interrogantes. Para los clásicos del marxismo -especialmente
Lenin y Rosa Luxemburg, más allá de sus diferencias- la
cuestión de la organización era una cuestión política.
El primero escribió más de una vez que la organización
"es la única arma de que dispone el proletariado".
Cabe preguntarse, entonces: ¿cuáles son las formas organizativas
que requiere la lucha popular en el contexto del capitalismo contemporáneo
y en la coyuntura particular de cada uno de nuestros países?
¿Cómo se articulan esas formas entre sí, para potenciar
la eficacia de los proyectos emancipadores? ¿Cuál es el
papel que les cabe a los partidos, los sindicatos, la gran diversidad
de movimientos sociales, asambleas populares, piquetes, caracoles zapatistas
u otras formas precolombinas de organización como las que aún
existen en el mundo andino?
¿Cómo asegurar que las reivindicaciones canalizadas por
estas diversas estructuras organizativas se sinteticen en un proyecto
global que les otorgue coherencia y eficacia?
En relación al tema de la conciencia radical y emancipatoria,
por no decir revolucionaria, ¿cómo lograr que los movimientos
desarrollen ese tipo de conciencia que les permita superar los límites
de la inmediatez espontaneísta?
No está de más repetir nuevamente que en ausencia de una
teoría emancipatoria (o, si se prefiere, revolucionaria) difícilmente
habrá prácticas de masas que sean emancipatorias o revolucionarias.
Si, como suele decirse, el modelo kautskiano de la conciencia radical
introducida "desde afuera" por intelectuales revolucionarios
ha fracasado, ¿podría afirmarse que la estrategia gramsciana
de construcción de contrahegemonía desde las trincheras
mismas de la sociedad civil ha triunfado?
¿O tal vez deberíamos cifrar nuestras esperanzas en las
perspectivas concientizadoras que abre la pedagogía del oprimido
de Paulo Freire?
Se trata, como puede verse, más que de certidumbres de preocupaciones
abiertas y grandes interrogantes cuyo tratamiento es imprescindible
a la hora de encarar un proyecto de refundación democrática.
Por último, en relación a la cuestión de la estrategia
y táctica, digamos que pese a la reconfiguración de los
sujetos sociales -producto de las transformaciones en las relaciones
capitalistas de producción que fragmentaron y desorganizaron
el campo popular a la vez que homogeneizaron y organizaron a las clases
dominantes- la adopción de una estrategia y una táctica
adecuadas sigue siendo un asunto de primordial importancia.
Esta problemática, sin embargo, no goza del favor de la época.
Sencillamente no tiene lugar en la obra de Hardt y Negri, porque en
ella los movimientos sociales son las expresiones infinitas de la multitud
y esta, por su carácter descentrado, desterritorializado, molecular
y nomádico, es radicalmente incompatible con un planteamiento
de estrategia y táctica, que consideran una forma de actuación
política correspondiente a una época, la del imperialismo,
según ellos históricamente superada (Hardt y Negri, 2000).
Tampoco lo tiene en la obra de John Holloway, que nos invita a dejar
de lado toda pretensión de conquistar el poder, y de lo cual
se desprende la superfluidad de cualquier discusión sobre estrategia
y táctica encaminada a ese fin (Holloway, 2002).
Hemos criticado en otros lugares estas versiones contemporáneas
del romanticismo político -que desembocan en la impotencia y,
a la larga, en la resignación- de modo que no insistiremos en
ello aquí.
Digamos simplemente que, contrariamente a teorizaciones de moda, el
problema de la estrategia y táctica de las clases subalternas
está indisolublemente unido a las perspectivas de su propia emancipación.
Esta no ocurrirá por una casualidad, o como una concesión
graciosa de las clases dominantes.
¿ALTERNATIVAS?
No hay alternativas fuera del protagonismo que puedan asumir, bajo ciertas
circunstancias, los sujetos que constituyen el campo popular. Tal como
lo recordara recientemente Daniel Bensaid, la salida no la puede proporcionar
el ejemplo de San Francisco (como sugieren Hardt y Negri), o el Grito
(como lo plantea Holloway), o el acontecimiento incondicionado (Badiou)9.
La política aborrece de la metafísica: sin la activación
de los movimientos, sin su conquista del espacio público desde
las calles -¡y a pesar de las instituciones "democráticas"!-
no habrá tránsito al post-neoliberalismo.
Pero no hay lugar para la autocomplacencia. Esto sólo no basta:
las masas en las calles pudieron derrocar gobiernos neoliberales, sólo
para ser reemplazados por otros muy parecidos.
En muchos casos la imponente movilización popular se esfumó
en el aire poco después de consumado el desalojo del gobierno
pero sin haber sido capaz de sintetizar su diversidad en un nuevo sujeto
político imbuido de los atributos necesarios para consolidar
la correlación de fuerzas existente y evitar la recaída
a situaciones anteriores.
El caso ecuatoriano es un ejemplo clarísimo de ello, pero está
lejos de ser el único. No obstante, si los movimientos sociales
fracasaron en la construcción de una alternativa, nada distinto
ocurrió con los gobiernos surgidos por la vía electoral.
Lula en Brasil, Kirchner en Argentina y Vázquez en Uruguay muestran
claramente la impotencia de las clases subalternas para imponer una
agenda post-neoliberal en gobiernos elegidos por grandes mayorías
populares y precisamente para ese fin.
Si durante las situaciones de turbulencia política aquellas derrocaron
a gobiernos neoliberales para luego desmovilizarse y replegarse, en
los casos de recambio constitucional la lógica política
fue sorprendentemente similar: las masas votaron y después regresaron
a sus casas.
Pero hay una importante diferencia: la gesta de los movimientos dejó
profundas (si bien dolorosas) enseñanzas para las clases populares,
y les hizo barruntar las potencialidades transformadoras que encierra
su protagonismo. En las experiencias de recambios electorales, en cambio,
les quedó tan sólo el sabor amargo de la impotencia, de
un nuevo engaño y una nueva frustración.
La capacidad sin precedentes de las masas populares para derrocar gobiernos
antipopulares las reintrodujo en la escena política como un nuevo
factor.
Antes de su insurgencia, los únicos sujetos de las "transiciones
democráticas" eran los partidos. Ya no más. La importancia
de su papel ha quedado claramente demostrada en los casos más
interesantes y prometedores de la política sudamericana: Venezuela
y Bolivia.
En Venezuela, haciendo posible con su fulminante y espontánea
movilización la derrota del golpe de estado fascista y la radicalización
de la Revolución Bolivariana. En Bolivia, al demostrar la excepcional
productividad que pueden tener una pluralidad de sujetos movimientistas
cuando, sin dejar de serlo, son al mismo tiempo capaces de darse una
estrategia político-institucional que combine creativamente la
calle con las urnas.
Los tres únicos gobiernos de izquierda que hay en América
Latina: Cuba, Venezuela y Bolivia (por orden de aparición) se
enfrentan a formidables desafíos10. El hostigamiento abierto
o encubierto de EE.UU., los intentos golpistas, la criminalización
internacional, el sabotaje económico, la manipulación
mediática y las "campañas del terror" se combinan
con las "condicionalidades" de las instituciones financieras
internacionales para ahogar en su cuna cualquier proceso emancipatorio.
Es preciso no hacerse ninguna ilusión en el sentido de que los
beneficiarios internos y externos de un statu quo tan injusto como el
actual permanecerán de brazos cruzados ante los vientos de cambio
que hoy barren la escena latinoamericana.
El avance de un genuino proceso de democratización, una "reinvención
democrática" que reemplace al simulacro que prevalece en
la región, es muy posible que desate la ferocidad represiva que
tan bien conocemos en Latinoamérica.
Pero la supervivencia de la Revolución Cubana, la consolidación
de la Revolución Bolivariana y los nuevos procesos en marcha
en Bolivia y Ecuador autorizan a pensar que la historia no es un eterno
retorno y que hay momentos, como el actual, que nos permiten abrigar
un cauteloso optimismo.
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Notas
*1 Ver, por ejemplo, los resultados del estudio de Latinobarómetro,
año 2005. Mediciones realizadas en veinte países latinoamericanos
demuestran que entre 1995 y 2005 el apoyo a la democracia, concebida
como un ideal político, descendió del 58 al 53%, siendo
Uruguay y Venezuela los dos países en donde este indicador registra
los más elevados guarismos (77 y 76%, respectivamente). La satisfacción
con los gobiernos democráticos arrojó resultados aún
más ominosos: una baja del 38 al 31% en ese mismo decenio. Una
vez más, Uruguay y Venezuela son los países en donde el
porcentaje de satisfechos es más elevado: 63 y 56%. El informe
citado menciona que sólo un 27% de la muestra se declaraba satisfecho
con la economía de mercado en 2005, mientras que apenas un 31%
se pronunciaba a favor de las privatizaciones. Que se sepa, ningún
gobierno de la región ha mostrado el menor interés en
someter a un referéndum popular a la economía de mercado
o a las privatizaciones.
2 Hemos examinado extensamente este fenómeno en Boron (2000;
2005). Ver asimismo Meiksins Wood (1995).
3 Debe destacarse que, en el caso de Wainwright, aparte del examen de
la experiencia de Porto Alegre, en su libro se consideran también
una serie de casos de democracia radical y "basista" que tuvieron
lugar en tres ciudades de un país del capitalismo avanzado: Manchester,
Luton y Newcastle, en el Reino Unido, con lo cual se complementan muy
bien los estudios de Boaventura de Sousa Santos, que tuvieron lugar
principal, si bien no exclusivamente, en el Tercer Mundo.
4 Es por eso que, tal como lo argumentáramos en Boron (2000),
lo correcto es hablar de "capitalismo democrático"
en lugar del uso más extendido que consagra la fórmula
"democracia capitalista o burguesa". En la primera formulación
queda claro que lo sustantivo es el capitalismo y que la democracia
es una consideración adjetiva que no modifica sino superficialmente
la estructura capitalista subyacente. En la segunda formulación,
que no por casualidad es la que goza de mayor predicamento en las ciencias
sociales, el mensaje implícito es que lo sustantivo es la democracia,
siendo el capitalismo apenas una nota accidental que le otorga una tonalidad
distintiva pero nada más. De ese modo se postula, subliminalmente,
que lo que cuenta es la sustancia democrática del orden social
y no su fenomenología capitalista que, por eso mismo, no puede
interferir de ninguna manera con el funcionamiento de la estructura
democrática de la sociedad. Así, el capitalismo se mimetiza
con la democracia y ¡quién podría estar en contra
de esta! Se produce entonces una nada inocente inversión hegeliana,
en donde el sujeto (el capitalismo) se convierte en predicado (la democracia)
y esta en sujeto.
5 Un minucioso estudio del presupuesto participativo se encuentra en
Santos (2002a). Un análisis más general se encuentra en
Avritzer (2002).
6 Wainwright estima que los márgenes reales de discusión
presupuestaria que quedaban librados a manos de los ciudadanos fluctuaban
entre el 10 y el 15% del total (Wainwright, 2005: 91-121).
7 Ver Macpherson (1973), donde este autor se interroga si la tradición
liberal dispone de una teoría de la democracia post-liberal,
capaz de dar cuenta de las nuevas realidades del capitalismo monopolista.
Su respuesta es claramente negativa. Es más, sugiere que lo que
hoy pretende pasar por una teoría post-liberal es una regresión
a las teorizaciones más recesivas del liberalismo. "Estaría
más cerca de la verdad denominar a tal teoría liberal
pre-democrática" (Macpherson, 1973: 179). En realidad, una
doctrina post-liberal de la democracia sólo puede ser la expresión
teórica que brote de la práctica emancipatoria de las
clases subalternas. No se trata de ingeniosidad discursiva ni de pergeñar
un elegante juego de lenguaje.
8 Las tentativas "desestabilizadoras" en Venezuela, amén
del paro patronal, la huelga petrolera, etcétera. Lo mismo está
ocurriendo hoy día con Evo Morales en Bolivia.
9 En una conferencia pronunciada en la Secretaría Ejecutiva de
CLACSO el 12 de abril de 2006.
10 Se desprende de esta enumeración que no consideramos como
gobiernos de izquierda a los corrientemente así denominados en
América Latina, como el de la Concertación en Chile, Lula
en Brasil, Vázquez en Uruguay, o Kirchner en Argentina. Gobiernos
indiferentes ante los planteamientos más elementales de la justicia
distributiva, que observan con pasividad la destrucción del sistema
de salud pública o la educación pública no pueden
ser considerados de izquierda bajo ningún posible criterio taxonómico.
La confusión reinante en esta materia queda en evidencia, hasta
extremos patéticos, en la más reciente obra de Antonio
Negri, esta vez en colaboración con Giuseppe Cocco, en la que
luego de asimilar en una misma "categoría de análisis"
a Chávez, Lula y Kirchner dicen que: "En Brasil, la Argentina
y Venezuela, un vasto terreno de experimentación y de innovación
democrática debe profundizarse a partir de las relaciones abiertas
y horizontales entre los gobiernos y los movimientos" (Cocco y
Negri, 2006: 28). ¿Experimentación e innovación
democrática en la Argentina o el Brasil de hoy?
Atilio Borón: Profesor titular de Teoría Política
y Social, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
Ex secretario ejecutivo de la CLACSO.
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