EL SILENCIO DE LA IGLESIA

POR MAURICIO CABRERA GALVIS

En medio del intenso debate que ha suscitado la decisión del Gobierno de pagar la recompensa por asesinar a un jefe guerrillero, ha sido muy notorio el silencio de los obispos y la Iglesia. Es un silencio ensordecedor en momentos en que un país, supuestamente católico, esperaría la orientación de quienes se dicen sus pastores para aclarar la confusión ética y moral que surge de la contradicción entre un hecho que es positivo para el país -el debilitamiento de la guerrilla- y los métodos atroces y sanguinarios usados para conseguirlo. Contradicción que es todavía más grave cuando es el propio Estado el que propicia y recompensa la utilización de la barbarie.

El pago de la recompensa ha sido defendido por el Gobierno y el Ejército y cuestionado por el Procurador y los jueces; ha sido criticado por los partidos de oposición y dividido las opiniones dentro de los partidos uribistas; el editorial de El Tiempo y varios comunistas lo cuestionan, pero en las encuestas es respaldado por el 65% de la opinión. El debate continúa, pero por el lado de la Iglesia silencio casi total, con unas pocas excepciones. Un obispo que tímidamente dice que él, como cristiano, no se puede alegrar por la muerte de ninguna persona, así sea un asesino, y un religioso que condena el camino de traicionar y matar como salida para el conflicto armado.

No pueden excusarse los obispos por su silencio diciendo que el pago de la recompensa es un tema que le compete sólo al Gobierno y que ellos son respetuosos del fuero del Estado. Primero, porque sí han opinado e intervenido en casi todos los temas públicos que, a su juicio, tienen que ver con los principios cristianos, así las decisiones correspondan sólo al ámbito estatal. Ejemplos recientes son su oposición al reconocimiento legal de los derechos de las parejas de homosexuales, o sus críticas a las campañas de uso del condón para prevenir el Sida.

Pero sobre todo, la Iglesia no puede callar, porque el tema de pagar por asesinar trasciende los ámbitos políticos y jurídicos y tiene profundas connotaciones éticas. Porque no se trata de una recompensa por denunciar, o por suministrar información que permita capturar a un criminal, procedimiento que es utilizado en muchos países. En este caso es la ley del salvaje Oeste, se busca vivo o muerto, en que el Estado renuncia a su monopolio de la justicia y de las armas, para promover y recompensar el uso privado de la violencia y la justicia por la propia mano.

¿Qué tiene que decir la Iglesia ante el hecho de que la mayoría de sus fieles acepten que el fin justifica los medios? ¿No le preocupa a la Iglesia que en un país que se dice católico, el deseo de venganza se convierta en el valor supremo de la sociedad, así sea explicable el odio por las atrocidades de la guerrilla? ¿No piensan los obispos que aceptar el ojo por ojo de la Ley del Talión es un retroceso al Antiguo Testamento, además de que conlleva el riesgo de que todos acabemos ciegos?

¿Acaso se les olvida a los obispos que esa permisividad, según la cual todo vale para acabar con la guerrilla, fue la que permitió la consolidación del paramilitarismo con sus motosierras, descuartizamientos y masacres? ¿La sangre de monseñor Isaías Duarte, del padre Tiberio Fernández y de tantos mártires que pagaron con sus vidas el oponerse a esos métodos, no les exige que condenen la espiral de violencia que se alimenta con un gobierno que prohija la justicia privada? ¿Será posible que el silencio de algunos obispos sea cómplice y sólo refleje su vergüenza de aceptar en público que también están de acuerdo con el pago de la recompensa, aunque saben que va contra todos sus principios?